¿Qué delito se comete si no se cumple la cuarentena? ¿Quienes están obligados a denunciarlo? Por Marcelo A. Riquert

En los medios de comunicación se anunciaba el jueves 12 de marzo que quienes retornen al país desde el extranjero, desde las naciones más afectadas por el coronavirus, van a tener la “obligación” (no es una recomendación ni una sugerencia) de recluirse en soledad en su casa e incluso se hizo notar que el Presidente de la Nación advirtió que, si no lo cumplen, estarán incurriendo en un delito “que es poner en riesgo la salud pública, por violar la cuarentena”. Ciertamente se trató del llamado de atención acerca de que se utilizará al sistema penal como suerte de garante (por coacción psicológica o amenaza), en caso de incumplimiento: ¡presten atención a esta obligación porque incumplirla termina con el infractor encarcelado!
Se verá, a modo de “refuerzo” de la garantía se incluyó además una obligación de denuncia para determinados sujetos que, en atención a su empleo/función en que prestan servicios, tomaren conocimiento de la infracción.
En definitiva, luego del anticipo presidencial por cadena nacional, al día siguiente, en el BO se publicó el Decreto 260/2020 “Ampliación de la Emergencia Pública en Materia Sanitaria en relación con el Coronavirus (COVID-19)”. Lo que se amplió es la emergencia pública en materia sanitaria establecida por Ley 27541 por el plazo de un año (art. 1°). La frase admonitoria “blandiendo” el posible uso del derecho penal se concretó en el art. 22: “La infracción a las medidas previstas en este decreto dará lugar a las sanciones que resulten aplicables según la normativa vigente, sin perjuicio de las denuncias penales que corresponda efectuar para determinar la eventual comisión de delitos de acción pública, conforme lo previsto en los artículos 205, 239 y concordantes del Código Penal”.
Entre otras medidas, en lo que aquí interesa, el art. 7° impone el “Aislamiento Obligatorio”, que fija por el plazo de 14 días, aclarando quienes son las personas que deberán cumplirlo: a) “casos sospechosos” (presenta fiebre y uno o más síntomas respiratorios: tos, dolor de garganta o dificultad respiratoria; además, en los últimos días viajó a zonas afectadas o estuvo en contacto con casos confirmados o probables); b) confirmados médicamente de haber contraído COVID-19; c) los “contactos estrechos” de ambos anteriores; d) los que arriben al país habiendo transitado por zonas afectadas (además, deben informar su itinerario, declarar su domicilio y someterse a examen médico lo menos invasivo posible para determinar el potencial riesgo de contagio y las acciones preventivas a adoptar que deberán cumplirse sin excepción); e) quienes hubieren arribado al país en los últimos 14 días habiendo transitado por zonas afectadas.
Los últimos dos incisos se refieren asimismo a los extranjeros no residentes en el país: no podrán ingresar ni permanecer los que no den cumplimiento a la normativa sobre aislamiento obligatorio y a las medidas sanitarias vigentes (salvo que lo excepcione la autoridad sanitaria o migratoria).
El penúltimo párrafo fija la obligación de radicar denuncia penal para investigar la presunta comisión de los delitos previstos en los arts. 205, 239 y concordantes del CP para: funcionarios/as, personal de salud, personal a cargo de establecimientos educativos y autoridades que tomen conocimiento del incumplimiento del aislamiento y demás obligaciones ya indicadas. Como se ve, un amplio elenco de “obligados” a denunciar, bastante abierto y, por eso, impreciso (“funcionarios”, “personal”, “autoridades” … ¿todos? ¿sin importar cargo, jerarquía o función/rol concreto?), sobre el que pesaría en caso de no hacerlo la responsabilidad derivada del art. 277 inc. d) del mismo Código, vale decir: pena de prisión de seis meses a tres años a quien, tras la comisión de un delito ejecutado por otro, “No denunciare la perpetración de un delito o no individualizare al autor o partícipe de un delito ya conocido, cuando estuviera obligado a promover la persecución penal de un delito de esa índole”. Del otro lado, quienes no se encuentran dentro del grupo de “obligados” mencionado, no tienen el deber de denunciar y, por lo tanto, si no lo hacen no incurren en responsabilidad penal alguna. El decreto, naturalmente sin similar conminación, fija una obligación adicional de reportar síntomas en el art. 8° y es para quienes presenten síntomas compatibles con COVID-19: deben reportarlo de inmediato a los prestadores de salud, con la modalidad establecida en las recomendaciones sanitarias vigentes en cada jurisdicción (por ejemplo, no ir en forma directa al centro de atención y comunicarlo telefónicamente por el # 107).
Me olvido del “refuerzo” y vuelvo a lo principal. Es claro entonces que no se trata sólo de la antigua “violación de cuarentena”, que preveía el art. 299 del Código Penal de 1887 conminada con pena de destierro[2], sino de la referencia a una figura de mayor amplitud como es el artículo 205 del vigente Código (casi centenario, ya que es de 1921). Allí prevé el tipo de “Infracción o violación de medidas sanitarias contra epidemias”. Su texto dice: “Será reprimido con prisión de seis meses a dos años, el que violare las medidas adoptadas por las autoridades competentes, para impedir la introducción o propagación de una epidemia”.
Lo que se protege es la “salud pública”, en concreto la de todas las personas que se ve afectada por la introducción o propagación de una epidemia porque se inobservan o incumplen las medidas adoptadas por las autoridades competentes para evitarlo. Se trata de una “ley en blanco” ya que lo efectivamente prohibido se determina por las leyes sanitarias. Lo que no se puede hacer es definido a partir del impulso de las autoridades sanitarias que se materializa en diversas leyes tanto nacionales como provinciales e, incluso, ordenanzas municipales, así como decretos, resoluciones, disposiciones, etc., en las que indica cuáles son las medidas profilácticas que rigen para controlar una epidemia.
Por ésta última se entiende la propagación de una enfermedad transmisible en una población determinada, sin que interese si el vector opera de persona a persona o de animales o vegetales a personas. Hoy día suele vincularse el concepto como una relación entre una línea de base de una enfermedad (que puede ser la prevalencia normal), y el número de casos que se detectan en un momento dado en una región o país determinado. Cuando se da un incremento significativo en el número de casos de una enfermedad, mayor que el esperado, estamos frente a una epidemia. En Argentina se ha vivido en numerosas ocasiones brotes epidémicos, desde la famosa fiebre amarilla a fines de siglo XIX (1871), hasta el más reciente de dengue de 2016. Cuando el área geográfica comprendida es extensa, abarca varios países, se habla de “pandemia”, que sería el caso actual con el COVID-19, tras la declaración de la Organización Mundial de la Salud (OMS) el miércoles 11 de marzo. Conforme la información ministerial, es un coronavirus tratable y con un índice de mortalidad bastante bajo, que varía sustancialmente según el rango etario: casi nulo en menores de 20 años y que trepa a casi el 15% en los mayores de 80 años, siendo el promedio de alrededor del 3%.
El previsto en el art. 205 del CP, en principio, es un delito común, que puede cometer cualquier persona, tanto mediante una acción como una omisión. La aclaración “en principio” se impone porque, según se vio, puede ser que normativas en particular requieran que la persona tenga una determinada calidad individual para poder ser autor (delito especial): ser funcionario de un determinado nivel de un organismo de control (como un inspector) que no cumple su deber funcional respecto de la epidemia (permite circular a quien no debiera hacerlo, no lo denuncia, etc.).
La afirmación de que se puede ser responsable tanto por acción u omisión se debe a que, por ejemplo, en algún caso la medida de profilaxis adoptada impone un concreto hacer (como vacunarse, que claramente no es una opción “personal” cuando lo que se cuida no es la salud de uno, sino la de todos[3]), mientras que en otro reclama una abstención, un no hacer algo (cuando se trata de una “cuarentena”, sería el aislarse o apartarse durante un plazo, el permanecer dentro un recinto cerrado evitando el contacto social o la restricción de la libertad de circular o de concurrir a determinados espacios).
Hay consenso en que se trata de un delito doloso, esto quiere decir que el autor tiene que conocer el deber de cumplir con las medidas de profilaxis en el marco de la situación de riesgo de epidemia. Puede adelantarse que en el contexto de la profusa atención mediática a la pandemia del COVID-19, así como los esfuerzos de comunicación institucional oficial, sería difícil que alguien alegara desconocer las medidas de carácter obligatorio adoptadas para contenerla (es claro que no se incurre en delito por desoír una simple recomendación o consejo, como la modalidad y frecuencia de la higiene). Naturalmente, de acreditarse un error o desconocimiento, no habría dolo. Muchos autores sostienen que alcanza con el llamado “dolo eventual”, conforme al que quien quebranta la medida no lo hace con ánimo de afectar la salud pública, pero admite o consiente la posibilidad de que ello se produzca.
La realización del acto prohibido o la omisión del esperado provocan la consumación del delito. Estas posibles modalidades impactan sobre la admisión o no de la tentativa: en el primer supuesto (acción), sí; en el segundo (omisión), no.
Una discusión trascendente para la aplicación o no del tipo penal es, en términos coloquiales, si para configurarlo el peligro para la salud pública debió realmente existir o alcanza con la hipotética situación de que hubiera peligro (peligro concreto o abstracto, respectivamente). Hay quienes entienden que el peligro de que haya peligro (o sea, la última hipótesis), alcanza para justificar la imposición de pena. No obstante, para la mayoría, sin duda con más racionalidad, para sancionar es necesario que hubiera existido un real peligro de propagación o introducción de una epidemia. No puede olvidarse, además, que se trata de una pena de privación de libertad de seis meses a dos años.
En términos prácticos: si la infracción (no respetar la obligación de cuarentena) la comete alguien que luego se determina que no era portador del virus, la salud pública no corrió efectivo peligro y, entonces, no sería penalmente responsable. A contrario, si el infractor estuviere enfermo, lo será, aunque no hubiera contagiado a nadie porque, no obstante, lo cierto es que el peligro existió pese a que no hubo resultado: no se resintió la salud de nadie, pero se puso en peligro la de todos los que estuvieron en contacto directo o indirecto.
Por último, no puede descartarse que de acuerdo a la modalidad concreta que pudiera asumir esta tipicidad, a la vez importe la comisión de otros delitos (posible “concursalidad”), tanto contra la salud pública (por ej., adulterar medicinas, art. 200, CP) u otros bienes jurídicos, como la administración pública, como podría ser la resistencia o desobediencia a la autoridad (arts. 237 y 239, CP). A esta última situación se refiere en forma expresa el art. 22 del decreto, antes transcripto.
Es de esperar que el compromiso y responsabilidad social eviten la necesidad de recurrir a esta última herramienta para solucionar los conflictos que es el derecho penal, así la “amenaza” no pasará de haber sido una simple anécdota.

Notas:

[1] Marcelo Riquert es Director del Área Departamental de Derecho Penal y Criminología de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Mar del Plata.

[2] El art. 299 del CP de 1887 decía: “Los que violen la cuarentena, sin perjuicio de ser sometidos a ella sin forma de juicio, sufrirán destierro de uno a dos años” (cf. Zaffaroni-Arnedo, “Digesto de Codificación Penal Argentina”, AZ editora, Bs.As. 1996, tomo 2, pág. 267).

[3] El problema que se está generando por el “movimiento antivacunas” para la salud pública, con la reaparición de enfermedades producto de la omisión de vacunarse, es un llamado de atención serio y clama por su abordaje responsable en términos científicos y comunicacionales, ya que se trata de una cuestión que, lejos de la novedad, tiene raíces culturales en la desconfianza hacia la medicina desde hace, al menos, un siglo y medio.

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