Algunos estándares internacionales en materia de prisión preventiva. Por Marcelo Villanova

Sumario: I) Introducción; II) La  actualidad del tema; III) El valor de los fallos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos; IV) La peligrosidad: a) Proscripción de la peligrosidad sustancial, b) Verificación de la peligrosidad procesal.; V) El límite temporal máximo para la privación “cautelar” de la libertad; VI) Algunas palabras finales.

I.- Introducción.

El presente trabajo[2] pretende contribuir al fortalecimiento de un derecho tan elemental como demediado: el del ciudadano a gozar de su libertad durante el trámite de un proceso penal. Específicamente, abordaré dos cuestiones que, a mi entender, contribuirían a reducir drásticamente los índices de personas detenidas preventivamente en nuestras latitudes.

La primera de ellas es el propio presupuesto para el dictado de la medida judicial: la peligrosidad del imputado, esto es, el riesgo de entorpecimiento probatorio y/o de su fuga. Concretamente, analizaremos el procedimiento que debería guiar la verificación de dicha peligrosidad conforme los estándares confeccionados por la Corte Interamericana de Derechos Humanos[3] y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos[4].

La segunda, el plazo máximo de que dispone el estado para mantener a una persona, que se presume inocente, encerrada cautelarmente. Aquí no se pretende abordar la antigua discusión existente entre los partidarios de la doctrina del pazo legal y los partidarios de la doctrina del plazo judicial, sino que simplemente se persigue adecuar la decisión de todos los jueces domésticos a los estándares elaborados por la CtIDH.

Como puede advertirse, las dos cuestiones referidas serán reconstruidas exclusivamente sobre la base de los estándares elaborados por la CtIDH y la CIDH, y su capacidad para contribuir con el objetivo planteado inicialmente -la drástica reducción de los niveles de encarcelamiento preventivo- depende de la previa discusión sobre el valor de los precedentes emanados de la CtIDH.

No me detendré, en cambio, al estudio de las diversas posturas existentes en torno a la legitimación del encierro cautelar, pues entiendo que dicha discusión es independiente de la finalidad aquí perseguida y la tesis de este trabajo puede ser adscripta tanto por los denominados abolicionistas como los reduccionistas. Más allá que dicha discusión sea muy necesaria, tengo la impresión que la existencia de los niveles actuales de encarcelamiento de inocentes obedece, en parte, al modo en que la doctrina aborda el tema, se discute centralmente sobre su legitimidad, dejándose en un segundo plano las garantías que deben guiar su aplicación, mantención  y cese.

II.- La indudable actualidad del tema.

El hecho que en 2011 me encuentre avocado a la elaboración de un trabajo sobre prisión preventiva, cuando respecto del tema se viene discutiendo desde antaño y la bibliografía existente sobre la materia resulte inabarcable -ello así aún si sólo se utilizara la existente en idioma castellano- puede resumirse en la vigencia de las precisas palabras de  Carrara, para quién:

“Las precauciones con las que la ley atiende a la restricción de la custodia preventiva, son el criterio por el cual debe juzgarse el respeto que se les tiene a las libertades civiles de un pueblo[5].

Si tenemos ello en mira, sería fácil argumentar que en nuestro país, y principalmente en la provincia de Buenos Aires, los poderes públicos encargados de dictar y aplicar las leyes no guardan demasiado respeto a las libertades civiles de sus habitantes. En efecto, si tomamos en consideración la proporción de personas que atraviesan el proceso penal privadas de su libertad y lo comparamos con la que lo hace en libertad, podemos concluir fácilmente que algo falla en punto a las restricciones que se aplican a la custodia preventiva.

Conforme las estadísticas incluidas en el Informe Anual 2009 del CELS así como de la denuncia presentada por dicho organismo contra la provincia de Buenos Aires ante la CSJN, -confeccionadas a partir de datos oficiales brindados por el Servicio Penitenciario y el Ministerio de Justicia Bonaerenses-, en la provincia de Buenos Aires el 76.2% de los detenidos se encuentra sin sentencia firme. El porcentaje debe tomarse sobre el total de personas privadas de su libertad tanto alojadas en unidades dependientes del Servicio Penitenciario como en comisarías, las que sumarían más de 29.500 almas[6].

Asimismo, conforme estadísticas que me fueran proporcionadas por el Servicio Penitenciario de la Provincia de Buenos Aires, a octubre de 2010 existían en la provincia, bajo disposición de dicho servicio, unas 26.559 personas privadas de su libertad, de las cuales sólo 9.242 se encontraban en carácter de penados y 16.363 eran procesados.

La situación por la que atraviesa el país en punto a la cantidad de personas detenidas preventivamente no dista demasiado del escenario que puede observarse en la provincia de Bs. As., tan es así que recientemente el Comité de Derechos Humanos de la ONU, en sus Observaciones Generales del 98 período de sesiones (8 a 26 de marzo de 2010), se ha referido a la Argentina en estos términos:

“El Comité expresa su inquietud en particular ante la persistencia de una alta proporción de reclusos que permanecen en detención preventiva, así como la larga duración de la misma (artículos 9 y 10 del Pacto). El Estado Parte debe tomar medidas con celeridad para reducir el número de personas en detención preventiva y el tiempo de su detención en esta situación, tales como un mayor recurso a medidas cautelares, la fianza de excarcelación o un mayor uso del brazalete electrónico.”

Este es el ámbito fáctico del problema que justifica y torna necesario que discutamos nuevamente sobre los límites que deben guiar la aplicación, mantención y cese de la prisión preventiva. Los índices actuales de encarcelamiento son testimonio de que los recaudos que hemos tomado, llámense principios o límites, no han sido capaces de ejercer la función para la cual fueron desarrollados: controlar y subordinar el dictado de la prisión preventiva reservándola para un conjunto de casos verdaderamente reducidos.

Por ello, resulta necesario detenernos a pensar una estrategia para la disminución de las distancias existentes entre el discurso y la realidad, pues como hace poco tiempo escribía el Prof. Raúl Zaffaroni,  “En esta civilización del tiempo lineal somos la Cruz Roja del momento de la política, y nadie puede reprocharnos que no eliminemos un hecho de poder cuando no disponemos del poder para hacerlo, como nadie en su sano juicio reprocha a la Cruz Roja que no haga desaparecer la guerra. Lo único reprochable sería que no optimicemos nuestro poder para contenerlo en los límites de una venganza razonable”[7].

La nueva óptica para la discusión la brinda la moderna doctrina del “control de convencionalidad” a la que a continuación me referiré, pues permite la aplicación efectiva y uniforme de los estándares elaborados por la CtIDH en la materia a todas las personas privadas cautelarmente de su libertad, lo que, de aplicarse a todos los casos, generaría una drástica disminución de la cantidad de personas que atraviesan un proceso penal bajo esa situación. A fin de asegurar esto último -la efectiva aplicación a todos los casos- es que debemos discutir previamente el valor que poseen las resoluciones en las que la CtIDH establece dichos estándares, pues sólo si se reputan obligatorias y con efectos erga omnes, es posible garantizar su utilización por los jueces domésticos lo que traerá aparejado que la medida por fin se corresponda con uno de sus presupuestos -jamás cumplido-: la excepcionalidad.

III.- El valor de los fallos de la CtIDH.

Como adelantara, las dos cuestiones que seleccione como esenciales para cumplir con el fin propuesto dependen de la previa consideración sobre el valor que poseen estos fallos dictados por la CtIDH. La estrategia se encuentra precisamente en recurrir al orden internacional y reconocerles el valor que conforme al mismo deberían detentar. Pensando en clave de oportunidad y conveniencia, el marco teórico actual en torno a la moderna doctrina del “control de convencionalidad” nos brinda el espacio para discutir nuevamente sobre los presupuestos de la prisión preventiva, pero esta vez desde otra óptica. Oportunidad esta que bajo ningún punto de vista  podemos dejar pasar.

A continuación voy a brindar una descripción sintética de la mencionada doctrina[8]. La CtIDH ha compelido a los jueces domésticos a efectuar no sólo un control de constitucionalidad sobre la normativa infraconstitucional, sino también un control de convencionalidad, de la legislación interna en relación a la CADH. Lo importante de la doctrina radica en que al efectuar el control los jueces domésticos no pueden prescindir de lo resuelto por dicho órgano al interpretar la Convención[9].

El problema radica en que es muy inusual encontrar resoluciones judiciales en las que se analice la normativa interna, o las prácticas derivadas de esta, a la luz de la CADH, y mucho menos aun que se lo haga a través de la jurisprudencia vigente de la CtIDH. Ello se debe –por lo menos- a tres razones: por un lado, es evidente que para que el control adquiera alguna relevancia los jueces domésticos deben conocer los estándares vigentes en cada materia. Esto, que parece una obviedad, no se corresponde con lo que sucede en la realidad.

 La tarea de identificación normativa no se agota en la determinación del derecho local aplicable al caso sino también el internacional, el cual no sólo comprende los tratados y declaraciones sobre derechos humanos sino también -en el ámbito de la CADH- las decisiones de la CtIDH.

Luego, y previo a efectuar la tarea comúnmente conocida como subsunción (o correlación del hecho con la porción del derecho aplicable al mismo) debe realizarse el control de convencionalidad entre la porción del derecho local aplicable y la fuente internacional.

Una vez cumplidos ambos extremos, la fuente internacional debe ser utilizada y aplicada conforme su finalidad específica. Al momento de interpretar su contenido debe recurrirse, necesariamente, a los principios propios del derecho internacional, no exportar a dicha fuente principios propios del funcionamiento del derecho local. De esta manera, no debemos perder de vista que dicha fuente ha surgido como un límite al poder de los estados y que una de las funciones de la CtIDH es asegurar dichos límites. De allí, que no resulta válido escoger de entre dos posibilidades interpretativas aquella que sea más extensiva del poder estatal y, correlativamente, más lesiva de los derechos de los ciudadanos sujetos a la jurisdicción de estos (principio pro homine).

La única posibilidad de dotar de eficacia al mentado control de convencionalidad es generar en la conciencia de los jueces domésticos la convicción  del respeto por el cumplimiento de las obligaciones internacionales asumidas por el estado. Más precisamente, la eficacia del control depende del valor que le asignemos en sede interna a los fallos de la CtIDH.

En este punto específico (el valor de los fallos de la CtIDH) suelen distinguirse tres situaciones diferentes, a saber: 1) El valor que posee el fallo para el estado que ha sido parte de la controversia y para ese caso específico; 2) El valor que posee el fallo respecto del estado que ha sido parte de la controversia para el resto de los casos que puedan plantearse sobre la misma cuestión y 3) El valor que posee el fallo para el resto de los estados parte de la CADH que han aceptado la competencia de la CtIDH.

Respecto del primer supuesto (estado que es parte en la controversia, y para ese caso en particular) podría sostenerse que, cuanto menos, existe un mínimo consenso en punto a que resultan de cumplimiento obligatorio para el estado, y en general los estados cumplen[10]. Es que la letra de la CADH resulta clara: Los Estados Partes en la Convención se comprometen a cumplir la decisión de la Corte en todo caso en que sean parte (art. 68. I).  En este sentido el ex Juez de la CtIDH, Sergio García Ramírez, ha expresado que “la CADH estatuye con claridad -y existe opinión común en este sentido- que esas resoluciones son vinculantes para las partes contendientes”[11].

Por ello, el problema no se plantea en este plano, pues si el estado se ha sometido voluntariamente a la jurisdicción de la CtIDH y no ha efectuado reserva alguna a la misma[12], es razonable que cumpla con sus decisiones. El conflicto se plantea a la hora de evaluar los otros dos casos: ese mismo estado ¿debe aplicar la doctrina establecida por la CtIDH en un caso que fue parte al resto de los casos que se planteen y puedan plantearse dentro del país? El resto de los países que se sometieron a la jurisdicción de la CtIDH ¿Deben aplicar -también- la doctrina establecida en un caso en que no fueron parte a todas las causas que se encuentran en trámite?

Aquí ya entramos en un escenario más ríspido y hostil, pero como dije al principio, en este trabajo puntual simplemente pretendo realizar una descripción resumida sobre este tema[13], por lo cual sólo me dedicaré a la posición 2), puesto que los estándares mencionados han sido establecidos por la CtIDH en un caso donde Argentina fue parte, precisamente en el popular fallo “Bayarri vs. Argentina”[14], que paradójicamente fue tan popular como inadvertido para nuestros jueces.

La pregunta que debe responderse es la siguiente: ¿Quién debe beneficiarse de los estándares establecidos en un fallo por la CtIDH? Existen dos posibles respuestas; 1) Sólo la persona que llevó la cuestión hasta dicho organismo, en el caso, el Sr. Bayarri, ó 2) Todos aquellos que se encuentren en la misma situación que el Sr. Bayarri.

La tesis defendida por los partidarios del primer supuesto descripto puede resumirse de la siguiente manera: Los fallos de la CtIDH sólo resultan obligatorios para el estado que fue parte de la controversia y sólo para ese caso en particular, pero no poseen efecto más allá de dicha controversia, no poseen efectos erga omnes. Un exponente de tal supuesto es el Procurador General, Sr. Esteban Righi, quien dio una clara prueba de ello en su dictamen a la causa  “A, Jorge Eduardo y otros s/ recurso de casación”[15]. Aquí, se discutía si el estándar establecido por la CtIDH en “Bayarri” resultaba de aplicación, en particular, a la situación del Sr. Jorge Eduardo y, en general, a todos aquellos que se encuentren en su misma situación, esto es, presos preventivamente un plazo mayor al previsto por la ley 24.390. El Procurador entendió que las decisiones de la
CtIDH obligan sólo al estado que fue parte en la controversia y sólo para dicho caso, pero no poseen efecto erga omnes.

El argumento central utilizado por el Procurador fue el siguiente: En ninguna parte de la Convención se establece que los fallos de la CtIDH posean efectos erga omnes, por el contrario, sólo se le acuerda obligatoriedad para el caso concreto. Quien, ante la ausencia de normativa internacional que regule la materia, ha extendido los efectos consagrados explícitamente en el art. 68.1 de la Convención a todo caso contencioso que deba resolver la CtIDH ha sido nadie más que la propia CtIDH. Es claro que para afirmar ello previamente se ha determinado que no existe norma alguna en el texto de la Convención que otorgue efectos generales a las sentencias contenciosas de la CtIDH.

A mi modo de ver, la visión presentada por el Procurador no se corresponde con los fines ni las funciones del sistema de protección interamericano. Por el contrario, creo que ella es contraria no sólo a los objetivos de la Convención Americana (Preámbulo) sino también a su propio texto. A continuación pretendo esbozar una visión alterativa a la sostenida en el dictamen.

En primer lugar, no creo que sea tan sencillo distinguir entre ambos efectos (generales y particulares). Tal vez, ello tenga sentido si la CtIDH estuviera facultada sólo para  efectuar un análisis de la jurisprudencia de los tribunales domésticos y determinar su conformidad o no con la Convención. Pero el sistema no funciona de esta manera. La CtIDH, a partir del caso llevado a su conocimiento, debe estudiar –también- la normativa doméstica aplicable al caso y evaluar su convencionalidad. Así, la CtIDH puede determinar la anticonvencionalidad de la normativa doméstica y, en función de ello, ordenarle al estado su modificación o supresión. Aquí van a surgir efectos de las dos clases. Por un lado, el ciudadano que llevó el caso hasta el máximo tribunal convencional se beneficiará por la no aplicación de dicha normativa, pero, por otro lado,  el estado condenado estará obligado a modificar o suprimir la legislación anticonvencional, lo cual redundará en beneficio de todos los ciudadanos sometidos a jurisdicción del estado condenado por el sólo efecto del fallo, y aun cuando el estado no modifique o suprima la normativa en crisis.

La visión que se critica apuntaría que tal efecto general sólo tendrá lugar en tanto y en cuanto el estado condenado dicte una ley modificando y sustituyendo la anterior –declarada anticonvencional-, pero no por el efecto del fallo. Tal postura, al ser contraria al objeto y fin de la Convención, deviene en las consecuencias que a continuación veremos. Cabe aclarar que, en lo que sigue, se analizarán los efectos erga omnes de los fallos de la CtIDH sin distinguir según se trate de los efectos hacia dentro del estado condenado o respecto del resto de los estados sometidos a la jurisdicción de la CtIDH.

La primera consecuencia está vinculada con la lesión que ello traería aparejado al principio de igualdad, tanto respecto de los demás ciudadanos del estado condenado como de los ciudadanos del resto de los estados sometidos a jurisdicción de la CtIDH. Dicho principio se encuentra legislado en el art. 24 de la CADH[16] y versa así: “Todas las personas son iguales ante la ley.  En consecuencia, tienen derecho, sin discriminación, a igual protección de la ley.” El objetivo último de la CADH podría resumirse en la “americanización” de un conjunto de derechos a fin de permitirle a todas las personas sometidas a su imperio gozar de los estándares interpretativos establecidos por la CtIDH, independientemente de la circunstancia aleatoria y moralmente irrelevante del lugar en el que la misma haya nacido, pues basta con que ese lugar se encuentre entre los que hayan reconocido la jurisdicción de la CtIDH para gozar de los mismos. En el actual contexto de integración internacional, ésta es la noción de igualdad que debe prevalecer, convirtiendo así a la persona, que no dejará de ser nacional de algún estado en particular, en habitante de la comunidad de la Convención, siendo su nacionalidad irrelevante a fin de garantizar el goce efectivo de los derechos humanos emergentes de la CADH  conforme sus estándares interpretativos vigentes.

Una vez que la CtIDH establece un estándar interpretativo determinado, las personas habitantes de todos los estados sometidos a su jurisdicción deberían poder beneficiarse del mismo y no solamente los habitantes del estado con el que se haya suscitado la controversia ante la CtIDH, o, en el peor de los casos, como en la visión presentada por el Procurador, el ciudadano que llevó la cuestión hasta la CtIDH. Lo contrario traería aparejado una violación al principio de igualdad irrazonable. Este criterio ha sido receptado recientemente por la CtIDH en el fallo ya citado “Cabrera García y Montiel Flores vs. México”, precisamente el Juez Mac Gregor entendió que:

“El juez nacional, por consiguiente, debe aplicar la jurisprudencia convencional incluso la que se crea en aquellos asuntos donde no sea parte el Estado nacional al que pertenece, ya que lo que define la integración de la jurisprudencia de la Corte IDH es la interpretación que ese Tribunal Interamericano realiza del corpus juris interamericano con la finalidad de crear un estándar en la región sobre su aplicabilidad y efectividad. Lo anterior lo consideramos de la mayor importancia para el sano entendimiento del “control difuso de convencionalidad”, pues pretender reducir la obligatoriedad de la jurisprudencia convencional sólo a los casos donde el Estado ha sido “parte material”, equivaldría a nulificar la esencia misma de la propia Convención Americana, cuyos compromisos asumieron los Estados nacionales al haberla suscrito y ratificado o adherido a la misma, y cuyo incumplimiento produce responsabilidad internacional”[17].

Tomemos un ejemplo específico de nuestro tema de análisis que además guarda conexión con el que suscitó el dictamen del Procurador. Hace varios años que la CtIDH viene sistematizando un conjunto de estándares destinados a reducir el fenómeno punitivo del encarcelamiento de presuntos inocentes. Ello puede observarse desde el precedente “Suárez Rosero vs. Perú” hasta “Bayarri vs. Argentina”, transitando por los casos “Tibi vs. Ecuador”, “López Alvarez vs. Honduras” y “Chaparro Alvarez y Lapo Iñiguez vs. Ecuador”, entre otros, de manera ininterrumpida y congruente.

Simplemente para escoger una de las cuestiones establecidas en dichos precedentes, utilicemos como ejemplo la interdicción de la peligrosidad sustancial como fundamento del encarcelamiento. Ya en 1997 la CtIDH en el precedente “Suárez Rosero” había vedado toda posibilidad de justificar el encierro en razón de la presunta posibilidad de que el imputado cometiera nuevos delitos o bien por razones de tranquilidad o seguridad pública. Ello fue reiterado luego en los casos mencionados, pero recién en 2008 lo dijo en un caso relacionado con la Argentina.  En la legislación procesal de nuestro país, y más aún en los precedentes jurisdiccionales de nuestros jueces, es común que encontremos fundamentos penales (o sustanciales) en el encierro, pero como todo ello es anterior al fallo referido, tal legislación y decisiones jurisdiccionales no se encontrarían en contradicción con la jurisprudencia internacional.

Es decir, en Argentina, las violaciones al derecho de defensa, juicio previo y  principio de inocencia, implicadas por la aplicación de una medida penal, con fundamento también penal, n
o serían tales (aunque sí lo serían en Perú, Honduras, Ecuador, entre otros países) por cuanto la CtIDH no se había pronunciado hasta entonces en relación al estado argentino. Sí lo serían luego que se pronunciara en 2008 en idéntico sentido que en 1997.  Más claramente, deberíamos tolerar once años de violaciones a los derechos humanos para que el estado se viera obligado a modificar la circunstancia lesiva (legislativa y jurisdiccionalmente) del orden local, puesto que hasta entonces no estaba compelido a hacerlo.

Lo mismo con la situación planteada por el Procurador respecto de la doctrina de “Bayarri”. El Sr. Jorge Eduardo, así como el resto de los habitantes del país, deberían esperar dos circunstancias diferentes (y alternativas) para que se les aplique el estándar en cuestión, (en el caso la duración máxima de la prisión preventiva), o bien deberían litigar en el ámbito internacional llevando el caso ante la Comisión y esta ante la CtIDH para que reitere su criterio respecto del caso concreto, o bien, esperar a que los legisladores nacionales, y los de la provincia de la que es habitante el afectado, modifiquen la normativa procesal adecuándola a dicho resolutorio.

Estas son las consecuencias que se derivan de la doctrina establecida por el Procurador y, cuanto menos, resultan un tanto incómodas asumirlas, pues no veo de qué manera podría soslayarse tan palmaria violación al principio de igualdad. Una vez que la CtIDH detecta alguna situación lesiva para los derechos de las personas y ordena en consecuencia la supresión de la misma, los demás estados también quedan compelidos por el alcance del fallo dictado, pues la interdicción es de la circunstancia lesiva y en todos aquellos sistemas en los que se presente así debe ser declarada.

La segunda consecuencia de la postura es la siguiente: para que los estándares fijados por la CtIDH (obviamente en un caso particular) sean de aplicación en todos los estados –así como a todos los casos que puedan presentarse dentro de estos-, deben haber sido parte en la controversia internacional, en donde se haya tratado idéntica cuestión y se haya declarado de aplicación dicho estándar. Es decir, se requiere que la CtIDH pronuncie dicho estándar en relación a cada uno de los estados sometidos a su jurisdicción, o peor, que lo haga respecto de cada uno de los ciudadanos sujetos a jurisdicción del estado condenado. Además de la lesión al principio de igualdad que ello implicaría  trae aparejado graves consecuencias a la finalidad del sistema, específicamente, hiere de muerte a la eficacia del mismo.  El propio ex juez de la CtIDH, Sergio García Ramírez, ha manifestado que:

“Dentro de la lógica jurisdiccional que sustenta la creación y operación de la Corte, no cabría esperar que ésta se viese en la necesidad de juzgar centenares o millares de casos sobre un solo tema convencional, es decir, todos los litigios que se presenten en todo tiempo y en todos los países, resolviendo  uno a uno los hechos violatorios y garantizando, también uno a uno, los derechos y libertades particulares. La única posibilidad tutelar razonable implica que una vez fijado el ‘criterio de interpretación y de aplicación’ éste sea recogido por los Estados en el conjunto de su aparato jurídico”[18].

El despilfarro de recursos económicos que ello generaría es evidente y no requiere de explicación alguna. Pero también se invierten recursos humanos y de gestión en situaciones irrazonables, pues la CIDH deberá investigar en varios casos cuestiones similares y la CtIDH deberá resolver lo mismo en idénticas circunstancias, cuando en realidad dichos recursos deberían ser destinados a la evaluación de otros aspectos convencionales que podrían estar en peligro en algunos de los estados.  La liberación de dichos recursos permitiría que las situaciones conflictivas sean resueltas en  tiempo oportuno, cuestión que contribuiría a brindar una respuesta efectiva a las víctimas de las violaciones a sus derechos, respuesta que en la realidad de nuestros días llega, pero completamente desfasada en el tiempo, configurando una fuente alternativa de violación a los derechos de las víctimas.

No puede soslayarse el dato del transcurso del tiempo a la hora de evaluar el presente, pues nadie estaría de acuerdo en llamar “justa” a una resolución que es tomada 10, 15 ó 20 años luego de sucedido el hecho. Dicho transcurso del tiempo, y los tormentos que la incertidumbre genera en las víctimas de las violaciones, debe ser reducido drásticamente.

Una propuesta de este tipo redunda en una racionalización en la utilización de los recursos disponibles, lo que lleva a que discutamos sobre un mejoramiento del servicio de justicia por ellos brindado, quienes podrán alcanzar situaciones que antes no les era posible, resolverlas en tiempo acorde a lo que merecen y, por sobre todo, efectivizar la garantía de no repetición de dichas circunstancias, pues si la solución llega en tiempo oportuno, la garantía también, y el tiempo obtenido se invierte en la resolución de otros casos, maximizando así la eficiencia de la misma. Esto ya ha sido advertido por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en varios precedentes y es conocido mediante el nombre de “problema estructural”. Susana Albanese[19] relaciona dicha doctrina europea con el “control de convencionalidad” latinoamericano, en efecto sostiene que:

“En cierta medida el reconocimiento de un problema estructural que ha llevado a la Corte Europea a evaluar la eficacia del sistema internacional es paralelo a la ponderación del control de convencionalidad planteado por la Corte Interamericana en sus últimas sentencias”[20].

Así, la Corte Europea, preocupada por la necesidad de dotar de eficiencia al sistema de protección,  ha entendido que debe descomprimirse el mismo, que no es necesaria la presentación de múltiples denuncias sobre un mismo tema cuando dicha situación ya ha sido resuelta por ella. Concretamente, en el caso “Bronioswski vs Polonia”  sostuvo que:

“El Comité de Ministros ha recomendado a los Estados miembros  que una vez que la Corte indique fallas estructurales o generales en el derecho o en la práctica del Estado, éste debe reexaminar la efectividad de los recursos existentes y, llegado el caso, ofrecer recursos efectivos a fin de evitar que casos repetitivos sean presentados ante la Corte”[21].

En efecto, cuando la Corte Europea detecta alguna circunstancia que considera problemática, entendiéndose por tal aquella susceptible de ocasionar múltiples denuncias de los habitantes del mismo estado, o de algún otro, en razón de la generalidad de la situación lesiva (problema estructural), debe consignarlo en la resolución a efectos de facilitar a los estados su remoción del ordenamiento jurídico, evitando así la reiteración del caso ante dicho órgano. La función de tales organismos internacionales de proteger los derechos de las personas puede verse mermada y devenir estéril si no es eficiente. Como vimos, si la CtIDH pretende ser eficiente no puede dedicarse a resolver los casos uno a uno y de estado en estado, sino que una vez establecida la circunstancia lesiva del derecho, todos los estados sujetos a su jurisdicción deben eliminar la misma de su ordenamiento. Sólo así puede arribarse a un restablecimiento del derecho lesionado en tiempo oportuno.

Aquí podría encontrarse una marco de aplicación para la visión del Procur
ador, aunque mucho más reducido de lo que él entiende. Propongo la siguiente conclusión: los fallos de la CtIDH poseen efectos generales o erga omnes siempre y cuando, en su parte dispositiva o en los fundamentos –es indiferente-, se traten cuestiones que puedan acarrear un problema estructural. Por el contrario, si se resuelve una cuestión que no tendrá virtualidad para generar dicho problema, el efecto sólo será para el caso en concreto.

Para concluir, una última observación del argumento presentado por el Procurador, a saber: que la Convención no posee norma alguna donde consagre la eficacia erga omnes de los fallos de la CtIDH, no existe fuente independiente y externa a los propios fallos de la CtIDH que permita arribar a esa conclusión, por lo que esta es una mera petición de principio. Tal vez este argumento sea consistente si, y sólo si, se analizara la norma del art. 68.1 de la Convención aislada del resto del ordenamiento jurídico interamericano e internacional. Como vimos, tal forma de concebir el funcionamiento del sistema interamericano hiere de muerte al principio de igualdad (art. 24 de la CADH) y a la eficacia del mismo, presupuesto este último para la propia existencia de un sistema externo de protección de los derechos humanos.

La CtIDH, intérprete último de la CADH, en el marco de su doctrina del ‘control de convencionalidad’, ha correlacionado los arts. 24 y 68.1 de la CADH con su Preámbulo, y ha concluido en que sus fallos poseen efectos generales. El material externo e independiente al que se refiere el Procurador es nada más que la propia Convención, la cual la CtIDH está llamada por voluntad expresa de los estados a interpretar con carácter definitivo e inapelable. Así lo ha entendido, por ejemplo el Tribunal Constitucional de Bolivia, para quien:

“El Pacto de San José de Costa Rica, como norma componente del bloque de constitucionalidad, est[á] constituido por tres partes esenciales, estrictamente vinculadas entre sí: la primera, conformada por el preámbulo, la segunda denominada dogmática y la tercera referente a la parte orgánica. Precisamente, el Capítulo VIII de este instrumento regula a la C[orte] Interamericana de Derechos Humanos, en consecuencia, siguiendo un criterio de interpretación constitucional “sistémico”, debe establecerse que este órgano y por ende las decisiones que de él emanan, forman parte también de este bloque de constitucionalidad. Esto es así por dos razones jurídicas concretas a saber: 1) El objeto de la competencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos; y, 2) La aplicación de la doctrina del efecto útil de las sentencias que versan sobre Derechos Humanos”[22].

Conclusión ésta a la que también arribara la Sala Constitucional de la Suprema Corte de Justicia de Costa Rica, al entender que:

“Si la Corte Interamericana de Derechos Humanos es el órgano natural para interpretar la Convención Americana sobre Derechos Humanos […], la fuerza de su decisión al interpretar la convención y enjuiciar leyes nacionales a la luz de esta normativa, ya sea en caso contencioso o en una mera consulta, tendrá –de principio- el mismo valor de la norma interpretada”[23].

IV.- La peligrosidad.

Ya vimos el escenario empírico sobre el cuál pretendo influir así como también el valor que se le debe asignar a los fallos de la CtIDH. Ahora veamos el contenido específico de los estándares fijados por dicho organismo, ya que conforme la hipótesis inicial de este trabajo contribuirían a modificar la realidad.

a)      Proscripción de la peligrosidad sustancial.

Un primer estándar es el siguiente: el estado no puede, bajo ninguna circunstancia, fundamentar el dictado, o la mantención  de la prisión preventiva, en la presunta peligrosidad sustancial –o social- del imputado[24], pues ello implica lisa y llanamente un adelantamiento de pena. Medida cautelar y pena adquirirían así la misma finalidad, la reacción frente al delito y el aseguramiento de la seguridad social, sólo que la segunda es impuesta una vez demostrada la responsabilidad penal del imputado y la primera luego de acreditada someramente la existencia de un eventual hecho delictivo y la posible participación del imputado en el mismo.

  Esta relación fue advertida por la CtIDH y la CIDH hace ya varios años, aunque algunos jueces domésticos aún no se hayan dados por enterados. Tal vez el primer fallo emblemático en la materia haya sido el popular “Suárez Rosero”[25], donde la CtIDH sostuvo la prohibición de legitimar el encarcelamiento de inocentes en fines de tipo sustancial. Precisamente estableció que:

“Del artículo 8.2 de la Convención se deriva la obligación estatal de no restringir la libertad del detenido  mas allá de los límites estrictamente necesarios para asegurar que no impedirá el desarrollo eficiente de las investigaciones y que no eludirá la acción de la justicia, pues la prisión preventiva es una medida cautelar, no punitiva”[26].

Más cercano a nuestros días, en los casos “Tibi vs Ecuador”[27], “López Álvarez vs Honduras”[28] “Chaparro y Lapo vs Honduras”[29],  la CtIDH, reiteró  nuevamente aquella prohibición, haciendo lo propio también en la reciente sentencia dictada en la causa “Bayarri vs Argentina”[30], en donde dispuso que la prisión durante el proceso:

“Obedece, entonces, a necesidades procesales imperiosas e inmediatas, a saber: la efectiva sujeción del inculpado  al enjuiciamiento que se le sigue y la buena marcha de este…Quedan excluidos  otros objetivos, que pueden ser plausibles en sí mismos y obligar al Estado, pero que no figuran en la naturaleza estricta -y restringida-  de la medida procesal cautelar: tales son, por ejemplo, la prevención general de delitos o el aleccionamiento social”[31].

Idéntico camino ha recorrido la CIDH, en su Informe N° 35/07[32] donde dispuso que:

“La Convención prevé, como únicos fundamentos legítimos de la prisión preventiva los peligros de que el imputado intente eludir el accionar de   la justicia o de que intente obstaculizar la investigación judicial…Por ello se deben desechar los demás esfuerzos por fundamentar la prisión durante el proceso basados, por ejemplo, en fines preventivos como la peligrosidad del imputado, la posibilidad de que cometa delitos en el futuro o la repercusión social del hecho…porque se apoyan en criterios de derecho penal material, no procesal, propios de la respuesta punitiva”[33].

Y en el reciente Informe 86/09, la CIDH ha abordado nuevamente esta cuestión, esta vez de forma un poco más precisa. Sostuvo que:

“Esta limitación al derecho a la libertad personal, como toda restricción, debe ser interpretada siempre en favor de la vigencia del derecho, en virtud del principio pro homine. Por ello, se deben desechar todos los demás esfuerzos por fundamentar la prisión durante el proceso basados, por ejemplo, en fines preventivos como la peligrosidad del imputado, la posibilidad de que cometa delitos en el futuro o la repercusión social del hecho, no sólo por el principio enunciado sino, también, porque se apoyan en criterios de derecho penal material, no procesal, propios de la respuesta punitiva. Ésos son criterios basados en la evaluación del hecho pasado, que no responden a la
finalidad de toda medida cautelar por medio de la cual se intenta prever o evitar hechos que hacen, exclusivamente, a cuestiones procesales del objeto de la investigación y se viola, así, el principio de inocencia. Este principio impide aplicar una consecuencia de carácter sancionador a personas que aún no han sido declaradas culpables en el marco de una investigación penal”[34].

De este somero raconto jurisprudencial podemos concluir fácilmente en la actualidad de la proscripción de la peligrosidad sustancial -o criminal- como posible fundamento de la medida. El problema lo encontramos cuando observamos que en numerosos casos, o bien los jueces domésticos no se han dado por enterados del estándar, o bien no les interesa aplicarlo. Veamos dos ejemplos.

El primero de ellos es una resolución judicial del Tribunal Criminal de Necochea[35] (con integración unipersonal), en donde se negó una morigeración fundándose en una oposición fiscal que decía lo siguiente: “Existe en el caso riesgo procesal…atento que habría amenazado  a personas que fueron denunciantes en el proceso por el que se encuentra detenido.”En tal afirmación se basó la Jueza para tener por acreditada la existencia del mentado peligro. Pero, contrariamente a lo consignado en el decisorio, tal peligro no es procesal, pues la conducta que habría realizado el imputado claramente resulta subsumible bajo el tipo penal de amenazas (art. 149 bis. in fine del C.P). Así, la denegación a la morigeración tuvo su fundamento en la neutralización de la peligrosidad criminal.

Casos como este nos encontramos a diario y tal vez su existencia no se deba a un desconocimiento del estándar ni a una transgresión voluntaria del mismo sino simplemente a una confusión entre ambas especies de peligrosidad y los tipos de casos subsumibles en cada una de ellas, la cual puede ser corregida con un adecuado estudio sobre los mismos. Una cosa es clara: si la peligrosidad sustancial no puede ser esgrimida como fundamento de la medida y la comisión de delitos puede entenderse como ejemplo o caso de su especie, la resolución citada trasgrede el estándar.

Más precisamente, a fin de arrojar un poco de luz sobre el particular, diré que el límite para  juzgar si un caso determinado ingresa en uno u otro supuesto de peligrosidad, lo representa el propio Código Penal (entendiendo por tal todas las leyes penales), es decir, todos aquellos hechos que el legislador ha tipificado en dicho código pertenecen a la peligrosidad sustancial y, por lo tanto, no pueden ser utilizados al momento de argumentar sobre la prisión preventiva.

Pero tal vez este grupo de casos no sea el de mayor riesgo o por lo menos no el que guarda mayor desprecio por el orden internacional. En efecto, nuestros jueces cotidianamente deciden hacer oídos sordos a la proscripción de la peligrosidad sustancial y en su lugar justifican el encierro de una persona por su presunta peligrosidad social o por el impacto social que su libertad pueda generar. Precisamente este criterio podemos encontrarlo en los votos de algunos de los jueces que intervinieron en el popular Plenario N° XIII de la Cámara Nacional de Casación Penal. Así, en el voto del juez Pedro David, en ocasión de valorar los criterios indicadores de peligrosidad, puede verse claramente cómo recurre a elementos sustanciales de definición de la misma. Veamos:

“La Comisión también plantea como parámetro para tener en cuenta… el riesgo de comisión de nuevos delitos, indicando que “cuando las autoridades judiciales evalúan el peligro de reincidencia o comisión de nuevos delitos por parte del detenido, deben tener en cuenta la gravedad del crimen. Sin embargo, para justificar la prisión preventiva, el peligro de reiteración debe ser real y tener en cuenta la historia personal y la evaluación profesional de la personalidad y el carácter del acusado. Para tal efecto, resulta especialmente importante constatar, entre otros elementos, si el procesado ha sido anteriormente condenado por ofensas similares, tanto en naturaleza como en gravedad” (informe 2/97). Por último, estimo acertada la observación de la Comisión Interamericana que “reconoce que en circunstancias muy excepcionales, la gravedad especial de un crimen y la reacción del público ante el mismo pueden justificar la prisión preventiva por un cierto período, por la amenaza de disturbios del orden público que la liberación del acusado podría ocasionar”[36].

Idéntica posición podemos encontrar en el voto del juez Riggi, quién además de transcribir la misma parte del Informe que su antecesor, agrega que:

“En este punto, consideramos necesario abonar el criterio de la Comisión,  indicando que el “peligro de reiteración delictual”, nos remite a revisar –en definitiva- la “peligrosidad del agente”, valorada ésta en orden a la naturaleza del delito imputado, y los motivos que lo condujeron a delinquir…También debe tenerse en cuenta la preservación del orden público… Conforme con este criterio, la excarcelación del imputado puede ser denegada en ciertos casos en los que la extrema gravedad de los hechos que se le imputan y el alto grado de sensibilidad social que los mismos hubieran ocasionado conduzcan a que su  libertad pudiera exacerbar las legítimas demandas de justicia de la sociedad, conduciendo a los protagonistas a desbordes indeseados”[37].

Tal criterio lo había sustentado también en su voto a la causa “Chabán”[38], en donde el magistrado había sostenido que:

“También debe merituarse, a  la par de la gravedad del hecho penal que se le imputa, la peligrosidad evidenciada por el imputado, pues la posibilidad de reiteración delictual  no deja de ser una presunción  que sólo habrá de justificar el encierro cautelar en la medida en que los bienes jurídicos que pudieran  encontrarse comprometidos sean de una entidad suficiente para sustentar la medida…Conforme con este criterio, la excarcelación del imputado puede ser denegada en ciertos casos en los que la extrema gravedad de los hechos que se le imputan y el alto grado de sensibilidad social que los mismos hubieran ocasionado conduzcan a que su libertad pudiera exacerbar  las legítimas demandas de justicia de la sociedad, conduciendo a los protagonistas a desbordes indeseados.”

En la jurisdicción a la que pertenezco la lista de ejemplos que podríamos brindar ocuparían más páginas que este trabajo. Simplemente a modo ejemplificativo veamos la oposición del Ministerio Público a una morigeración:

“El imputado es peligroso, debe atenderse a la personalidad moral del mismo, siendo un individuo peligroso para la sociedad y ni que hablar para las víctimas”[39].

Todos los párrafos transcriptos obedecen a fines netamente sustanciales (o retributivos) de definición de la peligrosidad penal. Fuera de las connotaciones autoritarias que implica la legitimación del encarcelamiento cautelar mediante la utilización de fines sustanciales[40], lo cierto es que conforme la jurisprudencia  vigente de la CtIDH y la doctrina de la Comisión ello se encuentra prohibido. Siendo así, resulta sumamente llamativo que en el Plenario Díaz Bessone[41]se continúe utilizando -con la única finalidad de legitimar el encarcelamiento en razones sustanciales y eludir así la prohibición- el Informe 2/97 de la CIDH pues, indiscutiblemente ha perdido toda vigencia, no sólo porque el mismo organismo ha dictado nuevos informes (35/07 y 86/09) que esta
blecieron la doctrina contraria sino porque el máximo órgano del sistema interamericano (la CtIDH) también lo ha hecho[42].

b)      Verificación de la peligrosidad procesal.

Delimitados los ámbitos de aplicación de cada uno de los tipos de peligrosidad debemos precisar bajo qué reglas debe determinarse la peligrosidad procesal. Precisamente, me interesa sistematizar los límites que deben guiar el juicio de peligrosidad, es decir, qué cuestiones o elementos no pueden invocarse a fin de probar la existencia de la misma. Como podrá advertirse, no me interesa determinar cómo se prueba la peligrosidad –tarea ya de por sí titánica en tanto involucra la posibilidad de predecir el futuro, la facultad de predecir qué personas realizarán ciertas conductas en el futuro, cuestión que podría objetarse  válidamente como imposible, sea por los partidarios del determinismo o del libre albedrío, pues lo que está en juego es el método para realizar tamaña actividad- sino los límites de dicha tarea: qué no puede hacerse en el proceso de verificación.

Necesidad de verificación en concreto.

En primer término, debe precisarse algo bastante elemental y hasta trivial, pero que  lamentablemente no es moneda corriente en la realidad judicial. Concretamente, el inicio del juicio de verificación se encuentra determinado por la alegación de las circunstancias o elementos probatorios que el Ministerio Público entiende elementales para acreditar la existencia de la peligrosidad procesal. Tal estándar derivará en dos prohibiciones, una dirigida al Fiscal, pues su alegato deberá estar referido al caso particular sometido a examen y no a fórmulas generales, vagas y abstractas, y, otra dirigida al juez, pues no podrá resolver sobre la existencia de peligrosidad si previamente el fiscal no alega en tal sentido. Veamos la jurisprudencia internacional en este punto.

 “Es indispensable acreditar que en los casos en que se propone y dispone la privación cautelar de la libertad, ésta resulta verdaderamente necesaria. Para ello cabe invocar diversas referencias, a título de elementos de juicio sujetos a apreciación casuística, puesto que se trata de acreditar que en el caso concreto — y no en abstracto, en hipótesis general– es necesario privar de libertad a un individuo. Fundar la privación en consideraciones generales, sin tomar en cuenta los datos del caso particular, abriría la puerta, en buena lógica –que en realidad sería mala lógica–, a someter a las personas a restricciones y privaciones de todo género y de manera automática, sin acreditar que son pertinentes en el supuesto particular que se halla a consideración de la autoridad.”[43]“Obviamente, ambos factores de la privación de libertad deben hallarse suficientemente establecidos: no basta el alegato del acusador o la impresión ligera del juzgador. Es preciso acreditar el riesgo real de sustracción del inculpado a la justicia y el peligro, asimismo efectivo, en que se halla la marcha regular del enjuiciamiento. Se trata de mandatos restrictivos de un derecho fundamental; de ahí la necesidad de que se hallen debidamente motivados y fundados.”[44]“El riesgo procesal de fuga o de frustración de la investigación debe estar fundado en circunstancias objetivas. La mera alegación sin consideración del caso concreto no satisface este requisito…De lo contrario, perdería sentido el peligro procesal como fundamento de la prisión preventiva…En apoyo a esas consideraciones, la Corte Europea ha sostenido que las autoridades judiciales deben, en virtud del principio de inocencia, examinar todos los hechos a favor o en contra de la existencia de los peligros procesales y asentarlo en sus decisiones relativas a las solicitudes de libertad”[45].

En el proceso pueden distinguirse claramente dos tipos de actividades diferentes, cada una de ellas limitada específicamente. Por un lado, la actividad del acusador público, que si se encuentra encaminada a sostener la existencia de peligrosidad procesal, no podrá ser justificada en circunstancias abstractas y generales, ergo, recurriendo a fórmulas total o parcialmente legales. Por otro lado, se encuentra la actividad jurisdiccional tendiente a controlar la legalidad de la solicitud, es decir, custodiar que el fiscal no transgreda dicha prohibición y, luego, en caso de superarse el test de legalidad, debe evaluar la fiabilidad subjetiva de los indicios  aportados por el acusador público. En síntesis, la actividad jurisdiccional se dividirá en dos etapas: primero  el control de legalidad, y luego,  superado este,  la verificación en concreto de la peligrosidad.

No obstante la claridad y hasta la trivialidad de los estándares precedentes, es muy común,  hasta diría que es la regla, encontrar resoluciones judiciales que no se hagan eco de los límites implicados más arriba. En general, los fiscales al momento de justificar su oposición a una libertad o morigeración alegan en forma total o parcialmente  legal, recurriendo por ello al tipo de fundamentación abstracta y general prohibida. El resto de los casos, en que justifica la existencia de peligros, lo hace utilizando elementos que también se encuentran vedados, por ejemplo, por remitir a criterios sustanciales de la definición de la peligrosidad o simplemente por basarse en el monto o pronóstico de pena (lo que se verá luego).Veamos algunos ejemplos reales:

Oposición fiscal en la que no se fundamenta la existencia de peligrosidad procesal:

“El imputado M.A.R, se encontraba cumpliendo una prisión preventiva, morigerada bajo la modalidad de detención en comisaría con salidas laborales. Por ello el defensor solicita se le otorgue la prisión domiciliaria  y se valore a tal fin que el imputado se encuentra cumpliendo la morigeración de manera satisfactoria, sin quebrantamiento alguno. Ante la solicitud, la fiscal manifestó su oposición por cuanto las circunstancias esgrimidas por el defensor para justificar tal medida no son más que el cumplimiento con la medida de morigeración que fuera oportunamente otorgada y no ve que deba premiarse al imputado por el respeto de una condición impuesta en una medida que él solicitó y que resulta beneficiosa”[46]…“Al momento de otorgar la morigeración de la prisión preventiva, la motivación fue la necesidad de manutención de la familia por parte del imputado, y la petición de cambio de las condiciones oportunamente otorgadas no hace más que olvidar que pesa sobre A una condena que no se encuentra firme”[47].

En el primer caso la fiscal desconoce el estándar y pretende invertir la carga de la prueba sobre la existencia de peligrosidad, pues en el fondo entiende que es la defensa quién debe probar que el imputado no representa ningún peligro. Sea que el cumplimiento de la morigeración pueda reputarse como favorable o no al momento de otorgar una libertad (en el caso arresto domiciliario) si el Ministerio Público no prueba la existencia de peligro procesal (en el caso ni siquiera alegó sobre ella) el juez debe conceder la morigeración o la libertad solicitada. El segundo es similar, pesa sobre el Ministerio Público la carga de probar que la prisión cautelar continúa siendo necesaria -y paralelamente pesa sobre el juez el deber de constatar tal circunstancia periódicamente (principio de provisionalidad)- si no lo hace se impone la libertad del imputado, sea que cumpla el régimen en que se encuentra o no, que el defensor argumente o no a favor de la libertad. Si no hay peligro probado no hay privación cautelar de la libertad.

Los pronósticos de pena.

Ya vimos que el Ministerio Público debe alegar sobre la peligrosidad y que los elementos utilizados para formular convicción sobre su existencia no deben remitir a criterios sustanciales de la definición de la peligrosidad. Pero hay un tercer elemento que no puede ser esgrimido a fin acreditarla, me estoy refiriendo al pronóstico de pena o la escala penal del delito imputado. Tal vez, el tratamiento de este punto sea el que mayor efectividad pueda detentar a la hora de propender a la hipótesis inicial de este trabajo, pues en la gran mayoría de los casos, los fiscales alegan sobre la existencia de peligrosidad fundándose exclusivamente en el monto punitivo imponible, y los jueces dictan prisiones preventivas o niegan su cese en función de estos alegatos, que como veremos son ilícitos.

Concretamente, la jurisprudencia de la CtIDH y la CIDH estableció una prohibición en ese sentido, resultando vedado, a fin de determinar la existencia de peligrosidad procesal, considerar especialmente la gravedad del delito imputado (y con ello la magnitud de la escala penal). Esas circunstancias resultan insuficientes para acreditarla. Proceder de modo contrario, no sólo implica violar el principio de inocencia, sino el de igualdad. Con las palabras de estos órganos:

“Las características personales del supuesto autor y la gravedad del delito que se le imputa no son, por sí mismos, justificación suficiente de la prisión preventiva”[48]…“En el presente caso…el artículo 433 del Código de Procedimientos Penales sólo permitía la concesión de dicho beneficio en el supuesto de delitos que no merezcan pena de reclusión que pase de cinco años. La pena aplicable por tráfico ilícito de drogas…era de 15 a 20 años de reclusión. En razón de ello, la privación de la libertad a que fue sometido el Sr. Alfredo López Álvarez fue también consecuencia de lo dispuesto en la legislación procesal penal. Dicha legislación ignoraba la necesidad, consagrada en la Convención Americana, de que la prisión preventiva se justificara en el caso concreto, a través de una ponderación de los elementos que concurran en éste, y que en ningún caso la aplicación de tal medida cautelar sea determinada por el tipo de delito que se impute al individuo”(destacado agregado)[49]…Si la privación de la libertad durante el proceso sólo puede tener fines cautelares y no retributivos, entonces, la severidad de una eventual condena no necesariamente deberá importar una prisión preventiva más duradera. En cuanto a este tipo de relación, en ningún caso la ley podrá disponer que algún tipo de delito quede excluido del régimen establecido para el cese de prisión preventiva o que determinados delitos reciban un tratamiento distinto respecto de los otros en materia de libertad durante el proceso”[50]…“Por ello la jurisprudencia de la Corte ha rechazado las disposiciones que excluyen la libertad del inculpado en forma genérica, sin atender a las necesidades del caso concreto, sólo en función del delito que ha cometido. Esto implica una suerte de “prejuicio” legislativo sobre la pertinencia de la libertad o la prisión, que deben ser resueltas en cada caso —no genéricamente— conforme a las probadas circunstancias de éste, atendiendo a la presencia del inculpado en el juicio y a la marcha regular del enjuiciamiento”[51]…“En cuanto a este tipo de relación, en ningún caso la ley podrá disponer que algún tipo de delito quede excluido del régimen establecido para el cese de prisión preventiva o que determinados delitos reciban un tratamiento distinto respecto de los otros en materia de libertad durante el proceso”[52]…“Al respecto, la Corte Interamericana ha establecido que una ley que contenga una excepción que “despoja a una parte de la población carcelaria de un derecho fundamental en virtud del delito imputado en su contra y por ende, lesiona intrínsecamente a todos los miembros de dicha categoría de inculpados (…) per se viola el artículo 2 de la Convención Americana, independiente de que haya sido aplicada (en el caso concreto). Los límites legales a la concesión de la libertad durante el proceso o la imposición legal de la prisión preventiva no pueden ser considerados condiciones iuris et de iure, que no necesiten ser probadas en el caso y que sea suficiente su mera alegación. La Convención no admite que toda una categoría de imputados, por esa sola condición, quede excluida del derecho a permanecer en libertad durante el proceso”[53].

Así las cosas, es clara la actualidad de la prohibición mencionada precedentemente, y no puede ser de otro modo, pues fundar la existencia de peligrosidad en la escala penal aplicable al delito imputado no sólo viola el principio de inocencia, remitiendo a criterios sustanciales de la definición de la misma, sino que implica una transgresión palmaria al principio de igualdad, privando a una categoría de personas (los imputados de delitos graves) de gozar de su derecho a transitar en libertad el proceso penal. Pero aún así, en caso que se utilice en el juicio de peligrosidad y se encuentre acompañada de otros elementos de cargo, legales y válidos, la Comisión es clara en cuanto a que es deber de los jueces tomar en cuenta únicamente el mínimo de la escala penal aplicable y no el máximo o un punto intermedio entre ambos, pues lo contrario implica una nueva violación no sólo al principio de inocencia, sino del derecho de defensa en juicio y la imparcialidad del órgano juzgador. Veamos:

“Al realizar el pronóstico de pena para evaluar el peligro procesal, siempre se debe considerar el mínimo de la escala penal o el tipo de pena más leve prevista. De lo contrario, se violaría el principio de inocencia porque, como la medida cautelar se dispone con el único fin de asegurar el proceso, ella no puede referir a una eventual pena en concreto que suponga consideraciones que hacen a la atribución del hecho al imputado. Asimismo, en los supuestos en los que se intenta realizar un pronóstico de pena en concreto, se viola la imparcialidad del juzgador y el derecho de defensa en juicio”[54].

No es necesario ahondar en ejemplos de resoluciones judiciales que no dan cumplimiento a este estándar particular pues es la excusa más común utilizada por nuestros jueces para disponer la privación cautelar de la libertad (o negar su cese o morigeración). Tengo la impresión que los jueces, a la hora de tener por acreditada la existencia de peligrosidad, sólo se basan en la carátula que posee el expediente y el resto (la audiencia celebrada al efecto) son aditamentos para fundar la decisión que ya habían tomado previamente. El trabajo sobre este punto y la redefinición del papel que debe jugar la escala penal del delito imputado al momento de determinar la existencia de peligrosidad redundaría en una drástica disminución de los niveles actuales de prisioneros preventivos.

El acuerdo fiscal.

Por último, otra de las implicancias del estándar, que como es de esperar, tampoco goza de mucha popularidad entre nuestros jueces. Consecuencia necesaria de la obligación existente en cabeza del Ministerio Público de alegar en concreto sobre la existencia de peligrosidad procesal es que, ante su no alegación en este sentido, ergo, si el fiscal no tiene por acreditada la existencia de peligrosidad, el juez deba ordenar la libertad (o morigeración según sea el caso) del imputado. De lo contrario, ¿cuál sería el contenido del estándar? ¿Por qué la jurisprudencia internacional exigiría como condición para el dictado de la prisión preventiva que el Ministerio Público alegue –bajo ciertas reglas- sobre la existencia de peligrosidad pr
ocesal si luego el juez puede tenerla por acreditada aún ante la ausencia de tal alegato?

Ningún otro puede ser el contenido del estándar, sin alegación fiscal respecto de la existencia de la peligrosidad procesal no hay prisión preventiva posible. Ante la existencia de un acuerdo entre el fiscal y la defensa en punto a la libertad del imputado, nada más que dejar sentada su opinión en contrario puede hacer el juez, pero de ningún modo puede imponer al fiscal la prisión[55].

Hasta aquí vimos todo lo atinente a las reglas que deben guiar el juicio de verificación de la peligrosidad procesal. Estoy convencido que la aplicación de estos estándares, tal y cómo los viene desarrollando la jurisprudencia internacional, a todos los casos que nuestros jueces deban resolver redundarían en la drástica disminución de los niveles de encarcelamiento preventivo. Tal vez, así la prisión preventiva dejaría de ser un tema central en nuestras discusiones, pero hasta tanto ello suceda, mientras los jueces domésticos desconozcan voluntaria o involuntariamente los estándares internacionales en la materia, hasta que no asignemos a la jurisprudencia internacional el valor que posee, es nuestro deber mantener el tema en la agenda central de discusión de los asuntos penales.

V.- El límite temporal máximo para la privación “cautelar” de la libertad.

Este es el otro gran tema a solucionar si pretendemos influir sobre el escenario plateado al comienzo. En efecto, el mismo no se debe únicamente a la liviandad con que los jueces disponen de la libertad de las personas, sino también al prolongado tiempo por el que deciden privarlas de ella. No en vano el Comité de Derechos Humanos expresaba en relación a la Argentina “su inquietud en particular ante la persistencia de una alta proporción de reclusos que permanecen en detención preventiva, así como la larga duración de la misma…El Estado Parte debe tomar medidas con celeridad para reducir el número de personas en detención preventiva y el tiempo de su detención en esta situación”[56].

Sobre este punto, me interesa particularmente discutir el siguiente interrogante: fenecido determinado plazo legal (por ejemplo los dos años previstos por la ley 24.390) ¿resulta posible continuar la privación cautelar de una persona en función que aún es peligrosa en términos procesales? Ergo ¿la existencia de peligrosidad procesal, neutraliza el plazo máximo para la duración de la prisión cautelar o éste se impone sobre cualquier peligro procesal que pueda existir?

Aquí tenemos dos opciones, o lo que prima es la existencia de peligrosidad, y los plazos establecidos por ley son mero papel pintado, o lo que prima es el plazo legal, revistiendo importancia la peligrosidad únicamente dentro de la vigencia del plazo pero no una vez que el mismo fenece.

De más está decir que tanto la jurisprudencia internacional como la nacional adherían a la “doctrina del plazo judicial”[57], por lo que la duración máxima de la prisión cautelar dependía de lo que en cada caso concreto opinara el juez de la causa. Ergo, la libertad de una persona dependía de la suerte que corra el imputado al momento de la determinación del juez que le toque resolver, pues la razonabilidad o irrazonabilidad del plazo de duración de la prisión cautelar no podría determinarse en abstracto y de manera general, sino que debía ser valorarlo en cada caso particular. En efecto, en el popular precedente “Bramajo”[58]la CSJN, siguiendo la opinión de la CIDH, entendió que:

“El plazo razonable de duración de la prisión preventiva, establecido en el art. 7.5 de la Convención Americana de Derechos Humanos, debe ser determinado por la autoridad judicial teniendo en cuenta las circunstancias del caso concreto”.

A fin de no ingresar en discusiones que aquí no interesan, aceptaré acríticamente que la intención de los legisladores federales al momento de sancionar la ley N° 24.390, y especialmente al momento de sancionar su modificatoria N° 25.430, ha sido adherir a la teoría del plazo judicial. Mientras la primera de ellas fue extremadamente clara en punto a cómo funciona el plazo de la prisión preventiva y cuándo debe adquirir el imputado su libertad, la ley 25.430 habría venido a empañar un poco dicha claridad. En efecto, la ley 24.390 establecía en su art. 1 que: “La prisión preventiva no podrá ser superior a dos años. No obstante, cuando la cantidad de los delitos atribuidos al procesado o la evidente complejidad de las causas hayan impedido la finalización del proceso en el plazo indicado, ésta podrá prorrogarse un año más por resolución fundada.” En su art. 3 se disponía que: “El Ministerio Público podrá oponerse a la libertad del imputado cuando entendiera que existieron de parte de la defensa articulaciones manifiestamente dilatorias.” Y en el art. 4 que: “No mediando oposición o cuando ésta fuese rechazada el imputado recuperará la libertad bajo la caución que el tribunal determine. Si la oposición fuese aceptada, no se computarán las demoras causadas por aquellas articulaciones.”

En tanto esta ley preveía expresamente la posibilidad de oposición del Fiscal únicamente en caso de articulaciones dilatorias, supuesto en el que podría requerir que no se compute como tal el tiempo que insumieron las resoluciones sobre las mismas, la ley 25.430 habría venido a imponer la teoría del plazo judicial al establecer como causales para la oposición del fiscal la peligrosidad del imputado. Si bien en sus arts. 1 y 2 no se modificó sustancialmente el criterio de la 24.390, en el art. 3 se estableció que: “El Ministerio Público podrá oponerse a la libertad del imputado por la especial gravedad del delito que le fuere atribuido, o cuando entendiera que concurre alguna de las circunstancias previstas en el artículo 319 del Código Procesal Penal de la Nación, o que existieron articulaciones manifiestamente dilatorias de parte de la defensa.”

Por ello se concluye que el art. 3 de la ley privilegia la existencia de peligrosidad (sustancial en la primer opción y procesal en la segunda) por sobre el vencimiento del plazo máximo para la duración de la privación cautelar, pues si el fiscal se opone en base a estas opciones el juez debería denegar la libertad del imputado, se haya cumplido o no el plazo mencionado. Esta es la postura actual de la CSJN, defendida recientemente por el Procurador Esteban Righi en “Jorge Estuardo y otro s/ recurso de casación” que aún se encuentra pendiente de resolución por la Corte[59].

Sin perjuicio de esta doctrina, y del entendimiento de alguna parte de la jurisprudencia nacional, la CtIDH en oportunidad de resolver el caso “Bayarri vs. Argentina”, estableció la siguiente doctrina: En primer término, el límite temporal se rige conforme la doctrina del “plazo judicial”, según la cual los jueces, ponderando diversas circunstancias, deben decidir si es necesaria la continuación o el cese de la privación cautelar de la libertad, plazo que no puede ser establecido en abstracto y de antemano por el legislador, pues depende de la ponderación en concreto de ciertas circunstancias. No obstante ello, si los estados deciden fijarse un plazo de duración para la prisión preventiva, fuera del mismo, no corresponde privación de libertad alguna, pues funcionará como límite máximo e infranqueable para la duración de la prisión preventiva.

La definición precedente es muy importante porque la CtIDH entendió que nuestro país, al establecer dicho plazo le
galmente, decidió auto-limitarse en punto a su facultad para privar cautelarmente de la libertad a las personas. Precisamente, entendió que la sanción de la ley 24.390 trajo lógicamente implicada la adhesión a la doctrina del plazo legal, con lo cual no es posible mantener a una persona presa preventivamente por un plazo superior al de dos años (o tres con prorroga). Con sus palabras:

“La presunta víctima formuló en tres oportunidades un pedido de excarcelación, con fundamento en la Ley No. 24.390, la cual se autocalifica como reglamentaria del artículo 7.5 de la Convención Americana. El artículo 1 de esta ley establecía que la prisión preventiva no podía ser superior a dos años…Las autoridades nacionales denegaron en todas las oportunidades el pedido de excarcelación argumentando que la Ley No. 24.390 no ha derogado las normas rituales que rigen el instituto de la excarcelación y que estas normas no garantizan un “sistema de libertad automática”. Las autoridades nacionales valoraron las características del delito que se imputó a Bayarri, sus condiciones personales como Suboficial de la Policía Federal Argentina y las penas solicitadas para presumir fundadamente que de otorgarse su libertad […] eludirá la acción de la justicia…No obstante lo anterior, aun cuando medien razones para mantener a una persona en prisión preventiva, el artículo 7.5 garantiza que aquella sea liberada si el período de la detención ha excedido el límite de lo razonable. En este caso, el Tribunal entiende que la Ley No. 24.390 establecía el límite temporal máximo de tres años luego del cual no puede continuar privándose de la libertad al imputado. Resulta claro que la detención del señor Bayarri no podía exceder dicho plazo.”

Es muy clara la posición de la CtIDH sobre este punto: la ley 24.390 se autocalificó como reglamentaria del art 7.5 de la CADH y estableció un límite máximo para la duración de la prisión preventiva, por lo que bajo ningún punto de vista los jueces argentinos pueden seguir aplicando la doctrina del plazo judicial a fin de eludir dicho límite. Lo contrario sería tanto como admitir que el estado pueda alegar su propia torpeza en perjuicio de los ciudadanos, en franca violación al principio de responsabilidad por los actos propios.

No obstante ello, y la claridad de la doctrina de la CtIDH, el Procurador Righi entiende que la doctrina emergente de “Bayarri” no resulta aplicable a la situación actual argentina puesto que la CtIDH sólo se ha ocupado de analizar el texto de la ley 24.390 pero no el vigente, esto es, el de la ley 25.430 que, precisamente, sería la normativa que introdujo explícitamente la doctrina del plazo judicial. Con lo cual, se las ha arreglado para sortear el límite impuesto internacionalmente a la duración de la prisión preventiva en nuestro país.

Entiendo que tal afirmación merece, por lo menos, dos críticas. En primer término, para concluir de tal manera el Procurador ha incluido dentro de las premisas de su razonamiento la siguiente hipótesis: los jueces de la CtIDH son negligentes o, cuanto menos, no conocen el derecho argentino. ¿Porque digo ello? La ley 25.430 fue publicada en el B.O en fecha 1 de junio de 2001 y por tanto, desde esa fecha, se encuentra vigente. En tanto que la sentencia dictada por la CtIDH data del 30 de octubre de 2008. Con lo cual, al momento que la CtIDH dicta la sentencia en el caso “Bayarri” hacía más de siete años que la ley 25.430 ya se encontraba vigente, y por ello debió haber sido harto conocida por los jueces que trataron el tema.

Así, aún cuando los jueces no se hayan referido a la ley 25.430 de manera expresa, es evidente que cuando se referían a la ley 24.390 lo hacían a su texto vigente, esto es, con las reformas introducidas por la mentada ley. Cuando uno examina un compendio actualizado de leyes, (por ejemplo tengo a mi vista el “Carpetas, código penal, procesal penal y otras normas penales” dirigido por Pascual Palermo el cual es proveído por el Poder Judicial a todos los jueces penales de la provincia de Buenos Aires), puede encontrarse con que no aparece el texto de la ley 25.430, sino que debe recurrirse al texto de la ley 24.390, que se haya actualizado en su versión vigente, esto es, con las reformas introducidas por la ley 25.430 y el Decreto 708/01 que observara parcialmente a esta última. Por ello, no sería descabellado concluir en que los jueces de la CtIDH cuando se referían a la ley 24.390 lo hacían respecto de su texto vigente al momento de dictar la sentencia y no al que había sido sancionado hacía más de catorce años.

En este mismo sentido, tampoco posee demasiada consistencia la conclusión del Procurador si el argumento es que: al momento en que el Sr. Bayarri comete los delitos por los cuales fue imputado se determinó la ley procesal aplicable a todo el proceso, esto es la ley 24.390 y, por ello, la CtIDH sólo se ocupó de analizar esta ley y no su reforma. Más allá de que tal afirmación sería discutible en función de la teoría que se adopte al momento de determinar cuál es la ley procesal aplicable, debe considerarse que al momento que le es dictada la prisión preventiva al Sr. Bayarri ni siquiera se encontraba en vigencia la ley 24.390 (Bayarri fue puesto en prisión preventiva el 20 de diciembre de 1991[60], la que fue confirmada el 20 de febrero de 1992, y la ley entró en vigencia recién el 2 de noviembre de 1994), con lo cual  la CtIDH no debería haberse referido a dicha ley pues no resultaba aún de aplicación al caso. Si bien es cierto que rigió la mayoría de los trece años que Bayarri permaneció en prisión preventiva (cerca de siete años) lo cierto es que en el período anterior al 2 de noviembre de 1994 no se encontraba aún vigente, y que tampoco lo estaba –en su redacción original- en el período comprendido entre el 1 de junio de 2001 y el 1 de junio de 2004 (momento este último donde recuperó su libertad).

Por todo ello, no resulta categórica la conclusión del Procurador (como él lo propone) en punto a que la doctrina emanada de Bayarri no es aplicable a la ley 25.430 y sí lo es respecto de la 24.390, pues cuando los jueces se referían a esta ley lo hacían a su texto vigente al momento del dictado de la sentencia y no al que había perdido toda virtualidad hacía más de siete años.

Por otro lado, me resulta un tanto incómodo admitir, sin más, que el estado haya establecido la doctrina del plazo legal en la ley 24.390 pero que luego se haya arrepentido de la misma y la sustituyó por la doctrina del plazo judicial en la ley 25.430. Ello sería tanto como consagrar el principio antagónico al de “progresividad” que rige en materia de adjudicación de derechos humanos, por el cual se veda a los estados que una vez alcanzado determinado estándar acerca de un derecho se retrotraigan en punto a ese reconocimiento.  Los estados sólo pueden conceder y reconocer más derechos y estándares de goce sobre los mismos pero no menos, una vez que el estado garantiza determinado derecho no puede luego volver sobre sus pasos y desconocerlo.

Por ello, estamos en condiciones de afirmar que habiéndose contemplado el plazo de duración para la prisión preventiva en la ley 24.390 y autoproclamarse esta como reglamentaria del derecho estipulado por el art. 7.5 de la CADH, la propia CtIDH ha entendido ello como una elevación del piso de garantías que fija la Convención, estableciéndose en consecuencia un nuevo y mejor estándar para el derecho interno, que no resulta susceptible de ser revocado en tanto ya se ha erigido en un nuevo derecho de los imputados.

Para finalizar, respondiendo los interrogantes plateados, tengo la impresión que la discusión presentada podría resumirse en la disímil visión que de la peligrosidad poseen cada una de las posturas. Mientras que para la doctrina del plazo legal es un presupuesto para el dictado y mantenimiento de la prisión preventiva, una condición sine qua non de su existencia, para la doctrina del plazo judicial es un fin en sí mismo que debe ser neutralizado siempre que exista, una condición suficiente para el dictado y la mantención de la prisión cautelar.

VI.- Algunas palabras finales.

En este trabajo me he propuesto una finalidad un tanto modesta: el estudio de la prisión preventiva desde otra óptica, no ya desde el análisis de la porción del derecho local aplicable al caso, sino desde los estándares derivados de la jurisprudencia internacional que resulten de aplicación. Tengo la firme convicción que sólo este cambio de escenario podría concurrir a una drástica disminución de la cantidad de personas que hoy atraviesan el proceso penal en prisión.

La necesidad de este cambio de escenario viene dada precisamente por el marco empírico que mencionáramos más arriba, pero en modo alguno implica formar convicción sobre la justificación de la prisión preventiva, es decir, este trabajo no ha pretendido legitimar ni la existencia ni el uso de la prisión cautelar. Es más, entiendo que prisión preventiva y principio de inocencia encierran necesariamente una aporía, pero ello no nos exime del deber de proponer estrategias para disminuir la magnitud del fenómeno.

El desarrollo propuesto en el trabajo pende de un eslabón, que en la presente década ha pasado de ser un simple y frágil hilo a ser una especie de soga, más robusta y firme, y que tal vez en un futuro cercano se transforme en un vínculo aun más preciado y fuerte para los estados. Me refiero al valor de los fallos de la CtIDH. Existe cada vez mayor cantidad de literatura ocupada en el tema y cada vez nos encontramos con más adeptos a las tesis aquí sostenidas, aunque lamentablemente ello no se vea reflejado en la gran mayoría, diría que casi la totalidad, de los jueces domésticos.

Estoy convencido que la alineación de los jueces domésticos con la doctrina de los derechos humanos y la tesis aquí sostenida sobre el valor de los fallos de la CtIDH no se va a producir por generación espontánea. Si sólo nos queda esperar a que ello suceda estamos perdidos. Debemos trabajar concretamente sobre nuevos vínculos que aseguren esta relación, y con ello garantizar y asegurar a los más débiles y vulnerables en el goce de sus derechos. Estoy refiriéndome a la responsabilidad personal e institucional que deben asumir los jueces domésticos en caso que dicten una decisión que pueda comprometer la responsabilidad internacional del estado.

Notas:

[1] El autor Marcelo Villanova es Abogado por la Universidad Nacional del Comahue; Doctorando por la Universidad Nacional de Mar del Plata, Secretario del Tribunal Criminal N° 1 de Necochea. Email: marcelo_villanova@hotmail.com

[2]              Agradezco  especialmente la colaboración que me brindaron para elaborar este trabajo Mario Alberto Juliano  y José Luis Cipolletti.

[3]              En adelante CtIDH.

[4]              En adelante CIDH.

[5]              Carrara Francesco,  “Programa de Derecho Criminal”, Vol. II, Temis, Bogotá: 1859, pág. 375.

[6]              Ambos documentos pueden consultarse en el sitio web oficial del CELS : www.cels.org.ar.

[7]              Zaffaroni Raúl Eugenio, “La pena como venganza razonable”, Lectio Doctoralis en UDINE, Julio 2009, la cursiva  me pertenece.

[8]              Un desarrollo más específico puede consultarse en otro trabajo de mi autoría titulado “Sobre el control de convencionalidad”, publicado en la revista electrónica de la asociación Pensamiento Penal http://www.pensamientopenal.com.ar/01072010/doctrina04.pdf.

[9]           Las primeras sentencias en donde se dio origen a tal doctrina fueron “Almonacid Arellano y otros vs. Chile” (sentencia del 26 de septiembre del 2006.) y “Trabajadores cesados del Congreso vs. Perú”, (sentencia del 14 de noviembre de 2006). En Almonacid dispuso que: “La Corte es consciente que los jueces y tribunales internos están sujetos al imperio de la ley y, por ello, están obligados a aplicar las disposiciones vigentes en el ordenamiento jurídico. Pero cuando un Estado ha ratificado un tratado internacional como la Convención Americana, sus jueces, como parte del aparato del Estado, también están sometidos a ella, lo que obliga a velar porque los efectos de  las disposiciones de la Convención no se vean mermadas por la aplicación de leyes contrarias a su objeto y fin, y que desde un inicio carecen de efectos jurídicos. En otras palabras, el Poder Judicial debe ejercer una especie de ‘control de convencionalidad’ entre las normas internas que aplican en los casos concretos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos. En esta tarea el Poder Judicial debe tener en cuenta no solamente el tratado, sino también la interpretación que del mismo ha hecho la Corte Interamericana, intérprete última de la Convención Americana (Considerando 124.) Pocos días después la CtIDH volvió a fallar en el mismo sentido en “Trabajadores Cesados”, reafirmando el carácter obligatorio de dicho control y apuntalando, además, algunas nociones específicas del mismo: “Los órganos del Poder Judicial deben ejercer no sólo un control de constitucionalidad, sino también ‘de convencionalidad’ ex officio entre las normas internas y la Convención Americana, evidentemente en el marco de sus respectivas competencias y de las regulaciones procesales  correspondientes. Esta función no debe quedar  limitada exclusivamente por las manifestaciones o actos de los accionantes en cada caso concreto” (Considerando 128.). Recientemente la Corte ha vuelto a reiterar la doctrina en el precedente “Cabrera García y Montiel Flores vs. México” del 26 de noviembre de 2010. Aquí puede consultarse específicamente la recopilación que efectuó la CtIDH de  la doctrina sentada por varios tribunales supremos de los estados que reconocieron la competencia de la misma en punto al valor de sus fallos. También resulta esclarecedor el contundente voto razonado del Juez Ad-Hoc Eduardo Ferrer Mac-Gregor Poisot. El constitucionalista realizó un desarrollo pormenorizado de las implicancias generales del control y las diferencias específicas que se implicaban en  este caso en particular. Entre otras cosas se  ocupó de explicar que el control debe ser difuso, es decir, debe ser aplicado por todos los jueces de los estados y la intensidad que debe poseer dicho control.

[10]             Específicamente, la Corte Federal ha dado pruebas de ello en el precedente “Espósito” (CSJN, Sentencia del 23 de diciembre de 2004), donde dio cumplimiento a lo resuelto por la CtIDH en la causa “Bulacio vs. Argentina” (Sentencia del 18 de septiembre de 2003)  aún cuando dejara sentada su disconformidad con lo resuelto, consignando específicamente las garantías que consideraba se violarían en caso de dar cumplimiento al fallo, no obstante lo cual, en función de la obligatoriedad de los fallos de la CtIDH y a fin de evitar la eventual declaración de responsabilidad internacional, cumplió, y al Sr. Espósito, que no había cometido ningún delito de lesa humanidad (lo cual reconocieron la CSJN y la CtIDH), se le aplicaron los estándares derivados de la comisión de tales delitos, se ordenó proseguir y culminar un proceso penal respecto del cual la acción penal se encontraba extinguida. Lamentablemente, en 2007 la Corte al resolver la causa “Derecho”, que versaba sobre circunstancias fácticas similares a “Espósito”, y donde también la CtIDH debió intervenir –en la causa “Bueno Alves vs. Argentina- y ordenó lo mismo que en “Bulacio”, nuestra Corte, sin expresar nada (y esto literalmente) se remitió al dictamen del Procurador, que llamativamente era anterior al fallo de la CtIDH mencionado, y no dio cumplimiento a lo dispuesto por dicho organismo.

[11]                    CtIDH, “Trabajadores cesados del congreso vs. Perú”, voto razonado del Juez Sergio García Ramírez, Considerando 6.

[12]             No se analizará aquí la reserva efectuada por el estado argentino al art. 21 de la Convención, en tanto no altera la conclusión arribada, por cuanto sólo quedaron excluidas de revisión de un Tribunal Internacional, cuestiones inherentes a la política económica del gobierno.

[13]             Nuevamente, a fin de consultar una versión más amplia donde se analizan todas las situaciones posibles puede consultarse “Sobre el control de convencionalidad”, ya citado más arriba.  Sí debe tenerse en cuenta que la Corte Federal ha dado fiel cumplimiento a las sentencias de la CtIDH en materia de delitos de lesa humanidad, dictadas en procesos en los que no fue parte, a las que declaró como obligatorias y vinculantes para el estado argentino. Ello puede observarse en “Arancibia Clavel”, “Simón” y “Mazzeo”, entre otras.

[14]             CtIDH, Sentencia del 30 de octubre de 2008.

[15]             S.C A 93; XLV, del 10 de marzo de 2010.

[16]            A su vez el art. 26 del Pacto de Derechos Civiles y Políticos, establece que: “Todas las personas son iguales ante la ley y tienen derecho sin discriminación a igual protección de la ley. A este respecto, la ley prohibirá toda discriminación y garantizará a todas las personas protección igual y efectiva contra cualquier discriminación por motivos de raza, color, sexo, idioma, religión, opiniones políticas o de cualquier índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición social.”

[17]            Del Voto razonado del juez Ad-Hoc Mac Gregor.

[18]                    CtIDH, voto razonado del Juez Sergio García Ramírez a la sentencia “Trabajadores cesados del congreso vs. Perú”, párr. 8.

[19]                    Quien además es, a mi parecer, la autora que mejor desarrolla las implicancias generadas por el control de convencionalidad para la doctrina moderna, por lo que en lo que sigue será objeto de cita constante.

[20]                    Albanese, Susana, “Garantías Judiciales –Algunos requisitos del debido proceso legal en el derecho internacional  de los derechos humanos-”, Ediar, 2007, Buenos Aires, pág. 342.

[21]                    Citado por Susana Albanese, Ob. Cit. Pág. 342.

[22]             Citado en el precedente “Cabrera García y Montiel Flores vs. México”.

[23]             Citado en el precedente “Cabrera García y Montiel Flores vs. México”.

[24]             Recordemos que incluso Carrara se había inclinado por la posibilidad de invocar dichos fines como fundamentos de la medida, concretamente, luego de reconocerla únicamente en virtud a la existencia de fines procesales escribía que correspondía, excepcionalmente, su dictado: “En razón de necesidades de defensa pública, para impedirles a ciertos facinerosos que durante el proceso continúen en sus ataques al derecho ajeno.” Citado por Ferrajoli, Ob. Cit. Pág. 553.

[25]             CtIDH, caso “Suárez Rosero Vs Ecuador”, sentencia del 12/11/97.

[26]             Suárez Rosero, párrafo 77.

[27]             CtIDH, caso “Tibi Vs Ecuador”, sentencia del 7/09/2004.

[28]             CtIDH, caso “López Álvarez Vs Honduras”, sentencia del 1/02/2006.

[29]             CtIDH, caso “Chaparro Álvarez y Lapo Íñiguez Vs Ecuador”, sentencia del 21/11/2007.

[30]             CtIDH, caso “Bayarri Vs Argentina”, sentencia del 30 /10/2008.

[31]             Del voto del Juez  Sergio García Ramírez a la cusa Bayarri Vs Argentina.

[32]             CIDH, Informe N° 35/07 del 14/05/2007, en caso N° 12.553, contra Uruguay.

[33]             CIDH, Informe 35/07, párrafos 81 y 84.

[34]             CIDH, Informe 86/09 del 6 de agosto de 2009, Párrafo 84.

[35]             TOC N° I de Necochea, Resolución del 10 de febrero de 2009, registrada bajo el número 20 (R).

[36]             Voto del Juez Pedro David al Plenario “Díaz Bessone”.

[37]             Voto del Juez Riggi al Plenario “Díaz Bessone”.

[38]             Fallos: CNCP, Causa 5.996, 2005.

[39]             Trascripto en la resolución del Tribunal Oral criminal N° I de Necochea del 3 de julio de 2009 registrada bajo el N° R/113.

[40]             Simplemente a modo ejemplificativo transcribiré un párrafo del art. 5 de la  ley penal nazi del 28 de junio de 1935, donde se receptaba la posibilidad de invocar como fundamento de la medida fines sustanciales, concretamente disponía como causal cuando: “la gravedad de la acción cometida y por la tensión provocada en la opinión pública, no fuera tolerable dejar al imputado en libertad.” (citado por Ferrajoli, “Derecho y Razón”, Ed. Trotta.  Madrid, pág. 632.

[41]             Que si bien es anterior al fallo “Bayarri vs Argentina” es muy posterior a los precedentes citados más arriba, y particularmente al Informe 35/07, en los que expresamente se proclama dicha prohibición.

[42]             En el mismo sentido,  también resulta censurable  el voto del juez Riggi en la causa “Chabán”, por cuanto el fallo “Suarez Rosero” de la CtIDH, que prohibía legitimar la prisión durante el proceso mediante fines sustanciales, ya se encontraba vigente, por lo que debería de haber aplicado dicho precedente y no el Informe 2/97 de la CIDH, que es anterior al mismo.

[43]             Del voto razonado del juez Sergio García Ramírez a la sentencia de la CtIDH, “López Álvarez vs Honduras”.

[44]             Del voto razonado del juez Sergio García Ramírez a la causa “Bayarri vs Argentina”.

[45]             CIDH, Informe 35/07, apartados  85 y 86 y 86.09, apartado 85.

[46]             Resolución registrada bajo el N° 291(R) 08, del Tribunal Criminal N° 1 Dptal. de Necochea.

[47]             Resolución registrada bajo el N° 24(R) 10, del Tribunal
Criminal N° 1 Dptal. de Necochea.

[48]             CtIDH, causa “Suarez Rosero vs. Perú”, párr. 69.

[49]             CtIDH, “López Álvarez vs. Honduras”, párr. 81.

[50]             Voto razonado del Juez García Ramírez a la causa  “López Álvarez vs. Honduras”.

[51]             Voto razonado del Juez García Ramírez a la causa “Bayarri vs. Argentina”

[52]             CIDH, Informe 35/07, párr. 140 y 141.

[53]             CIDH, Informe 35/07, párr. 143 y 144., criterio reiterado en el Informe 86/09.

[54]             CIDH, Informe 86/09, párr. 91.

[55]             Lamentablemente, también respecto de la violación a este estándar puede dar testimonio la jurisdicción a la que pertenezco. En efecto, el Tribunal Criminal N° I  decidió rechazar un pedido morigeratorio de una persona que se encontraba en un grave estado de salud, y que a la postre fue declarada inocente, existiendo la conformidad fiscal con base en los siguientes argumentos: “no encontrando nuevas circunstancias que permitan variar el criterio sustentado en fechas 01-07-08 y 20-08-08, por quienes representan los órganos específicos  para conceder o denegar medidas de coerción…y habiéndose fijado fecha para el inicio del debate oral y público  para el 1 de junio del corriente año, es que entendemos corresponde rechazar la solicitud formulada.”(Resolución registrada bajo el N° 36 R, del 26 de febrero de 2009). Tal resolución adolece de varios vicios, pero en lo que aquí interesa, vemos claramente como se ha transgredido palmariamente la garantía referida. Al existir conformidad entre las partes no se ha presentado una actividad (independiente de la del juzgador) tendiente a probar la eventual existencia de los presupuestos para el dictado de la medida de coerción (o para su mantenimiento), sin embargo la mayoría igualmente ha denegado la morigeración, fundando ello la inexistencia de circunstancias que hagan variar lo resuelto por el juzgado de garantías sumado a que ya se encontraba fijada la fecha para el debate.

[56]             Observaciones Generales del 98 período de sesiones (8 a 26 de marzo de 2010).

[57]                    Esta doctrina entiende que los jueces, ponderando diversas circunstancias, deben decidir en cada caso en concreto si es necesaria la continuación o el cese de la privación cautelar de la libertad, pues el plazo no puede ser establecido en abstracto y de antemano por el legislador.

[58]             CSJN, Fallos 319:1840.

[59]             Es muy interesante esperar que se resuelva esta causa puesto que el fondo de la cuestión no es tanto la discusión entre plazo judicial o plazo legal sino porque allí se deberá decidir si los fallos de la CtIDH son obligatorios o no, y ello influirá directamente en esta cuestión.

[60]             Ver párrafo 71 de “Bayarri vs. Argentina”.