Es muy llamativo el tratamiento que la academia le da al problema de los reclamos de castigo. O los ignora, o los rechaza, o los apoya. Pero por alguna razón no los analiza. No correctamente. No puede hacerse de una distancia que implica la cientificidad. Teme que cualquier análisis pueda ser interpretado como un apoyo, o como una deslegitimación. Se comporta tan emocionalmente e irreflexivamente como cualquier persona. Incluso los “juristas” sólo suelen acusar, criticar o apoyar, hablando sobre la racionalidad, la necesidad o la utilidad de que tal castigo se produzca o se evite. Es hora de empezar a analizar estos fenómenos, que ya son no sólo cotidianos sino cruciales para el devenir político institucional, y no sólo de nuestro contexto, sino aparentemente, de casi todos.
Mi tesis (tesis de maestría, con algo de suerte próxima a publicarse este año) es que los sentimientos que se esconden tras el valor “justicia” que las víctimas invocan tras cualquier hecho doloroso, y tiene que ver directamente con la reivindicación. Múltiples significados se cruzan en cada castigo, pero en lo que a las víctimas se refiere, el principal, aquel que le da su sacralidad al castigo y lo inviste de “justicia” es el efecto de reconocimiento que implica el castigo de aquel que ellos señalan o sienten como su agresor. Esto explicaría por qué en sectores sociales (o en sociedades) vulnerados, en conflicto, miedosos o impotentes el reclamo de castigo se expande con tanta fuerza.
La dinámica social por las que este reclamo se generaliza y se hace tan fuerte si ha sido bastante analizada. Particularmente por René Girard (en La Violencia y Lo Sagrado). Allí Girard sostiene que el mecanismo del chivo expiatorio (y otros mecanismos de víctima propiciatoria más elaborados o complejos) son universales y es una necesidad de todo orden social que necesita expulsar sus violencia y conflictos internos, encauzarlos, concentrarlos en una sóla “víctima”, de tal forma que al universalizar la violencia, ésta queda deportada y sin retorno. Los personajes que son aptos para entrar en esta categoría son los ambiguos: aquellos suficientemente parecidos al común como para que la transferencia de la violencia sea posible, y lo suficientemente distintos al resto para que la violencia sobre ellos sea dirigida contra un “otro”, contra alguien a quien se puede representar como del afuera, y de esa manera la violencia no pueda volver en forma de venganza de unos hermanos contra otros.
Sin duda, primero Chabán y ahora Ibarra parecen ser víctimas propiciatorias, chivos expiatorios del caso Cromañón. No porque no tengan ninguna responsabilidad según las normas jurídicas (o sí, lo mismo da), sino porque enfocándose en ellos y en la supuesta justicia que se conseguiría con su linchamiento, se ha olvidado toda la otra serie de conflictos y responsabilidades que habían surgido en primer momento con el caso (en particular las responsabilidades, de las bandas, de los mismos asistentes, de la “cultura del rock chabón, de los padres de los asistentes, de la policía, de los inspectores, etc.). En esto, el caso es muy usual. Pero en otro aspecto, el caso ha sido llamativo. En el interin se ha producido un reemplazo: el primer gran culpable y contra el que se dirigían los impulsos de linchamiento era Omar Chabán. Sin embargo, con los meses el nombre de Chabán cayó en el olvido y ahora parece que la lucha por el linchamiento justiciero siempre ha sido contra del Jefe de Gobierno, Ibarra ¿por qué este cam
bio en los personajes que funcionaban como víctima propiciatoria?
Si es cierto que el dolor del otro (del culpable, o del señalado como culpable) es la medida de la reivindicación de la víctima, Chabán ha manejado perfectamente bien la estrategia comunicativa que lo ha hecho pasar a un segundo plano. Los reclamantes lo presentaban y lo veían como un gran empresario enriquecido a costa del maltrato del público del rock (jóvenes y de clases medias bajas). Ello permitía colocarlo en ese lugar de cercanía-enemistad que permitía la reacción generalizada contra él. Luego del escándalo por su excarcelación, Chabán se recluyó en el pequeño departamento de su madre, en el barrio de San Martín (barrio proletario si los hay). Allí esta señora simpática y modesta atendía a la gente y se quejaba con humildad y sinceridad de los maltratos que recibía (ella y sus vecinos) por alojar a su hijo. Se mostraron muy unidos y se hacía patente su extracción barrial. Luego Chabán se llamó a silencio. No se mostró mucho en televisión, pero escribió unas cartas en las que explícitamente reconocía el dolor de los familiares. Luego, daba una imagen de hombre derrotado, perdido. Se disminuyó a sí mismo. El reclamo ya había vencido. No tiene mucha victoria golpear al hombre que se deja golpear; no significaba nada seguir linchando al indefenso. Entonces, el nombre de Chabán, era ahora el de un pobre diablo y no un poderoso empresario. Resultaba demasiado pequeño para significar una reivindicación significativa de doscientos muertos y sus dolientes padres. Finalmente, volvió a estar preso.
Ibarra era alguien todavía muy importante y de mucho peso. Una verdadera figura política, todavía triunfante a pesar del caos político que la tragedia desató. Entonces, era una víctima propiciatoria mucho más significativa y muchos más efectiva. Si las vidas de los muertos costaban el cargo a este personaje tan importante entonces sí “valdrían algo”, algo “habrían logrado con sus muertes”. La fuerza de la furia de los padres y familiares que persiguieron a Ibarra y sus aliados por doquier hasta hacerlo caer radica en su necesidad de reivindicación de sus muertos y sus conciencias (de otras formas mancilladas por el dolor y también por la culpa, en algunos casos).
Esta fuerza ha sido utilizada políticamente en el caso, sin dudas (esto es fácil de ver); y también utilizada para rédito personal o económico por al abogado-padre Iglesias, quien manejó el discurso y la dirección del reclamo de los familiares más activos e iracundos. Pero la fuerza de esta ira no es un invento político, no ha sido fabricada, nace como un sentimiento intensísimo. Nace de la impotencia y el sentimiento de disminución. Los apoyos sociales, en cambio, sólo pueden ser explicados por otras vías. La impotencia causada por el dolor de la pérdida es la mecha de la ira, pero la expansión de la explosión se debe a un fermento que debe ser buscado en causas más estables y profundas.
Para comenzar, estos familiares surgen de sectores medios-bajos, ya de por si “impotenciados”. En segundo lugar, domina en estos sectores un discurso maniqueo sobre la bondad de los pobres y la maldad de los ricos y los dirigentes , que es la base para entender la dirección que toman estos reclamos. Un discurso maniqueo y victimizante con el que se ordena la vida social cotidiana a través de la resignación, el quietismo político, la queja impotente, y al que recurren los discursos políticos de “soluciones mágicas”.
Este discurso maniqueo de oposición y victimización es algo que permanece y subyace en el imaginario colectivo de los sectores medios y bajos desde larga data y que aún permanece -aún cuando en los momentos de paz social, triunfe el discurso contrario (que podríamos llamar, republicano, o institucional-armónico y que también construye un imaginario colectivo tan ficticio como el otro). A capitalizar los sentimientos promovidos por este imaginario, ampliamente dominante y difundido, han apelado alternativamente todas las estrategias políticas (desde el proceso hasta la restauración democrática y Menem y Kirchner).
En este imaginario están presentes las condiciones sociales e históricas que permiten explicar por qué Ibarra es este personaje ambiguo q
ue puede convertirse en víctima propiciatoria. No es un extraño total, pero si pertenece a esa clase política, fácilmente imputable como enemiga de los interese de los buenos y los pobres.
Al festejar la condena (pues, tras la condena, siempre, los reclamantes festejan, hacen una fiesta sacrificial) entre los familiares se escuchaban frases como “ahora vas a tener que ponerte a laburar”, “ponete el mameluco, h. d .p”. Estas frases reflejaban que la imagen de Ibarra que tienen (o construyeron) estos sectores de reclamantes, era el del representante de esta clase política distinta a la gente, que no es humilde, como ellos, que no sabe trabajar. En resumen, que vive a costa de los pobres y laburantes. Esto les servía para sentir el castigo como reivindicación de los muertos y de ellos mismos, sino también de toda la clase pobre sometida.
Este juicio también se ha celebrado en las complejas imbricaciones y límites entre lo democrático (lo que el “pueblo” quiere, y lo “republicano”, la racionalidad institucional). La lucha de la justicia estatal moderna, del derecho del estado es, según Nietzsche “la lucha de los sentimientos activos contra los sentimientos reactivos” (Genealogía de la Moral), la lucha por imponer una racionalidad distinta a la de los sentimientos reactivos espontáneos, una racionalidad “de Estado”. Esta es, tal vez, la principal función de la institución judicial. Pero el juicio político (al menos éste), ha operado de otra forma: ha representado (y no suplantado) los sentimientos reactivos fielmente (pues, a fin de cuenta eso es lo que se supone que hagan los legisladores), dejando la racionalidad de estado en un segundo plano. Aún así el valor de la víctima que se ha cobrado, y el desplazamiento de la violencia, en alguna medida han cumplido una función similar al proceso judicial, funcionado como chivo expiatorio y como mecanismo que atrae y contiene (en este caso, no tan exitoso) la violencia abierta de las partes.
En esta maraña de funcionalidades de instituciones estatales y “necesidades” sociales de reivindicación simbólica qué hizo como Jefe de Gobierno Ibarra, o qué dejó de hacer, si se merece la destitución es lo de menos. La racionalidad simbólica oculta tras los sentimientos reactivos tiene otra lógica, la furia de los familiares requería de esta víctima propiciatoria, fuera quien fuera: Ibarra, Macri o quien estuviera en el puesto.