Durante la segunda mitad del siglo XIX, Santiago experimentó cambios profundos en su composición social, en las relaciones de dominación y en las legitimidades que debían sostener la institucionalidad en construcción. El foco de tensión se concentraba en el ideario modernizante del grupo dirigente y su colisión con la violencia que caracterizó una cotidianeidad atravesada por el ilegalismo y el crimen. Uno de los recursos más utilizados para gestionar este contraste fue la práctica de juzgar al otro social por medio de los procesos criminales, como una de las facultades del Estado y haciendo uso presto de su tercer poder. Sin embargo daba la impresión que la justicia no seguía de cerca los requerimientos de los nuevos tiempos ya que su estructura se apoyaba predominantemente en la costumbre procesal penal de la colonia e incluso en textos como las Siete Partidas que aún servía de base para la motivación de las sentencias en los jueces. La problemática contemporánea se podía reducir al siguiente cuestionamiento: ¿Cómo modernizar la práctica de juzgar criminalmente sin desatender la urgencia del control social? La discusión parecía no tener salida lógica toda vez que una modernización procesal penal significaba despojarse de una tradición de juzgamiento autoritaria e incorporar los postulados del garantismo, el debido proceso y la búsqueda de la verdad por sobre la necesidad punitiva del Estado.
De este modo, en el siguiente artículo se problematiza la encrucijada decimonónica entre ideología garantista en materia procesal penal y necesidad de control social en un periodo de reconfiguración de legitimidades y modos tradicionales de dominación. Dentro de tal contexto se pondrá especial atención a la producción de narrativas procesales sobre el otro juzgado, indagando en la construcción de discursos antropológicos sobre la verdadera naturaleza del sujeto inculpado.
La contextualización social de la práctica procesal penal decimonónica en Chile no ha sido abordada directamente. Incluso se ha dicho que entre los poderes del Estado, el judicial es el más descuidado por parte de la historiografía dedicada al pasado republicano de Chile (Palma, 2007, p.118) y en general la judicatura nacional no habría recibido un mayor interés analítico (Bravo Lira, 2006, p. 419). No obstante, últimamente han aparecido estudios históricos que problematizan los discursos presentes en las fuentes legadas por la práctica judicial de ese periodo, rastreando los factores que condicionan la producción de verdad (Fernández Labbé, 2007, p.221) y la construcción social del documento a partir de las mentalidades, las representaciones y las sensibilidades contemporáneas (Albornoz, 2006). Así pues, surge la necesidad de enfrentar este tipo de documentación a partir de una mirada historiográfica que la incardine en su justo contexto social. Bajo esta óptica, el objetivo central será el análisis de procesos criminales efectuados en los juzgados del crimen de Santiago durante la segunda mitad del siglo XIX. Se aspira a comprender y evaluar aquellas prácticas procesal penales en cuanto recursos del poder estatal para armonizar dos riberas que a primera vista parecen irreconciliables: garantismo procesal penal y control social.
La hipótesis del estudio se relaciona con el tránsito hacia patrones garantistas que habría experimentado la práctica de juzgar criminalmente. Este cambio, lejos de contradecir la necesidad punitiva del Estado decimonónico, habría intentado resolver tales urgencias del poder, por medio de la producción de una narrativa sobre el sujeto juzgado, con pretensiones de verdad probada. Desde esta dinámica, finalmente iría levantándose un prototipo humano determinado que a la postre significaría la construcción de un saber antropológico útil para efectuar la intervención social.
La fuente central del estudio serán los textos existentes en los Juzgados del Crimen de Santiago durante la época delimitada. Se examinará una muestra de 61 causas inéditas, cuyo delito haya sido la agresión a las personas con distintos resultados, aunque el énfasis estará puesto en los juicios por homicidio. La selección de este tipo de crimen radica en que es en ese punto extremo del conflicto social donde se pone en marcha la definición de una alteridad humana teratológica que contribuye a armonizar garantismo procesal penal y necesidad de castigo y control social.
Avatares del garantismo procesal penal.
La ideología penal ilustrada antepuso al método inquisitivo en los juicios el modelo racional de la búsqueda de la verdad. El juez debía desprenderse de las necesidades de orden social de los estados monárquicos del Antiguo Régimen y desplegar un método pre-establecido por la ley que lo condujera a contrastar pruebas e indicios para develar la verdadera naturaleza del hecho ocurrido, el autor de tal acto delictual y la responsabilidad que le competía. De ese modo, el juicio transitaría desde una etapa decisionista a una cognoscitivista (Ferrajoli, 1995, pp.36-45), en la que la Razón de Estado, debía ceder su imperio al derecho que tendría cada ciudadano a un proceso en el que la búsqueda de la verdad fuera la piedra basal.
Las premisas de este reformismo penal se fueron apropiaron paulatinamente en los Códigos Penales de Hispanoamérica una vez conseguida la independencia política con la pretensión de dejar en el olvido las prácticas y fundamentos de una tradición judicial colonial que desde entonces se erigió como uno de los íconos del oscurantismo (Rivacoba y Zaffaroni, 1980, p. 19). Chile fue uno de los países con mayor lentitud en sistematizar esta apropiación y los esfuerzos por dictar un Código de Procedimiento Criminal no dieron frutos sino hasta 1906. Mientras tanto, operaron leyes y decretos promulgados según las urgencias del momento y sobre todo, estuvo en vigencia el monumental cuerpo de disposiciones procesales penales heredado de la colonia.
Las dos dificultades más serias que debió enfrentar la justicia criminal en Chile para lograr una aproximación a los lineamientos del garantismo y el justo proceso, fueron la predominancia de una justicia lega y la reconfiguración del escenario social en las principales ciudades, lo que desembocaba en la percepción de una cotidianeidad cargada de violencia e ilegalismos.
En primer lugar, el poder judicial de la nueva República independiente carecía de jueces letrados, por lo que la potestad de juzgar recaía en las autoridades administrativas del territorio (Dougnac, 2005, p. 225), quienes tenían por objetivo central menos la búsqueda metódica de la verdad en los hechos criminosos ocurridos que la mantención del orden público a través de la segregación de los elementos nocivos. De este modo, la permanencia de una justicia lega de estas características se convirtió en uno de los principales óbices para el desarrollo del garantismo cognoscitivo en los juicios criminales, sobre todo en aquellos casos de crímenes graves, como homicidios o parricidios, en los que el juez iniciaba el proceso con una alta carga de conocimientos previos debido a la popularidad de los eventos ocurridos.
En segundo lugar, las ciudades más importantes del país fueron modificando su paisaje humano con un crecimiento demográfico espontáneo y difícil de gestionar por las elites. El caso de Santiago es el más llamativo, toda vez que la explosión que sufrieron los índices demográficos de la segunda mitad del siglo XIX (De Ramón, 2000, p. 185) se convierte en uno de los factores explicativos de las convulsiones sociales que aparecieron en el cambio de la centuria. La dirigencia capitalina en este periodo intentó imponer un patrón conductual moderno, según el modelo de la ciudad europea. Las re
formas urbanas bajo la intendencia de Vicuña Mackenna remaron hacia estos puertos, lo que significaba segregar del radio civilizado capitalino aquel bajo pueblo que se acomodaba a duras penas en el extramuros de cordón de cintura. Así pues, aquellas elites envueltas en un vertiginoso proceso de afrancesamiento de los códigos culturales, respondían con temor hacia las manifestaciones populares que desembocaban en delitos y crímenes, exigiendo a la administración de justicia un castigo severo contra los malhechores.
De este modo, la apropiación de la ideología garantista en materia procesal penal, por parte de los agentes encargados de procesar criminalmente a los inculpados, debió lidiar con ambos factores que atentaban contra el desarrollo óptimo de juicios que tuvieran como premisa inicial la inocencia del reo. Sólo atendiendo a este contexto histórico se puede comprender con cierta integridad la serie de normativas que se dictaron sobre la ejecución de los juicios penales desde los inicios de la República hasta 1906. En efecto, durante el proceso de construcción del Estado, de forma paralela a los discursos libertarios enarbolados por los próceres de la gesta fundacional, se promulgaban bandos y decretos del Gobierno recién constituido que apuntaban tanto a la constitución de juicios expeditos (atendiendo a la amenaza que presentaba el bandolerismo en los campos) como al incremento en el poder judicial de las autoridades administrativas. Tal es el caso del Reglamento para la Administración de Justicia de 1824, que le daba a los Alcaldes y Subdelegados la facultad para iniciar sumarios y seguir la causa hasta la sentencia (Gobierno del Estado de Chile, 1824, p. 236)
No obstante, el discurso del juicio justo y la necesidad de sentencias dictadas sobre pruebas era un cuerpo de ideas que con el correr del tiempo debía incorporarse y ajustarse tanto a las características de esta justicia lega, como también a las necesidades de segregación de malhechores y escarmiento social. En 1837 por ejemplo, se decretó que todo juez debía entregar por escrito la fundamentación de su sentencia, explicitando la naturaleza del hecho y la trasgresión concreta del derecho. La medida se adoptaba atendiendo a que este tipo de argumentaciones “es una de las principales garantías de rectitud de los juicios, i una institución recomendada por la experiencia de las naciones más cultas…” (Anguita, 1902, p. 275)
Con el mismo espíritu de dictó en 1855 la Ley sobre Término de prueba y Emplazamiento, fijando en un máximo de 40 días el periodo destinado a la actividad probatoria (Anguita, 1902, pp. 206-211). La iniciativa estaba encauzada a terminar con una práctica viciada en dilatar indefinidamente procesos en busca de las pruebas fehacientes, mientras el sospechoso aguardaba en prisión. Evidentemente la presunción de inocencia colisionaba de frente con esta práctica.
Quizás el revés más significativo que sufrió el garantismo procesal penal fue la ley de 3 de agosto de 1876 sobre libre apreciación de la prueba (Anguita, 1902, p. 407) en atención a los altos índices de bandolerismo de aquella época caracterizada por el estancamiento económico nacional, según recordaba críticamente un memorista 23 años después (Hinojosa, 1899, p. 6). Lo cierto es que la justicia penal era la rama del poder estatal a la que se le asignaban menos recursos en aquella época (Palma, 2007, p. 119) y la cantidad de pruebas fehacientes con las que podía contar el juez al momento de dictar sentencia eran escasas. Así pues, esta ley vino a satisfacer una urgencia punitiva del poder ante las escuálidas herramientas de indagación con las que se contaban. Sin embargo, el espíritu garantista seguía vigente, por lo que el surgimiento y la prolongación en el tiempo de esta normativa desató la polémica en los círculos oficiales y académicos (Balmaceda, 1875, p.174; Lastarria, 1885, pp.2210-2211; Gana, 1899, p.10; Vidal, 1899, p. 15). De este modo, el Código de Procedimiento Penal de 1906, si bien no eliminó esta disposición, debió fijar algunos requisitos garantistas para su cumplimiento (Vera, 1906, pp.15-17), esbozando finalmente un derecho procesal penal que se apropiaba de la ideología del juicio cognoscitivista y respondía a las crecientes necesidades punitivas locales del cambio de siglo[1].
Narrativas sobre el reo: producción judicial de un saber sobre el otro.
La ciencia de investigación procesal penal no ha estado exenta del cuestionamiento general que ha sufrido la ciencia occidental desde la segunda mitad del siglo XX. La literatura respecto a la práctica procesal penal ha girado desde las certezas tradicionales sobre el discurso judicial, hacia su relativización (Carnelutti, 1959, p. 55), la consideración del condicionamiento que sus métodos operativos tienen sobre sus enunciados (Ferrajoli, 1995, pp. 59-62) y derechamente a entender el juicio penal como una maquinaria generadora de discursos con pretensiones de validez (Bovino, 2005, para 12; Calvo, 2007, p. 14; Cerda, 1991, pp. 16-17) A la luz del trabajo en archivo, es posible sostener que existió un esfuerzo concreto por generar una narrativa desde las pruebas e indicios recopilados para ajustar tal discurso al texto central de referencia como lo era la ley. La verdad del hecho y del hechor que se encontraba desplegada en la sentencia, era efectivamente producida por la dinámica judicial de la actividad probatoria y por el ajuste de los hechos al derecho en el acto de subsunción procesal.
La producción de una narrativa procesal se concentró entonces en la definición de aquellos sujetos que desfilaban por el escenario judicial acusados de los más horrendos crímenes y cuya vida dependía del dictamen final del magistrado. Esta producción antropológica partía desde una herencia judicial colonial que reproducía las diferencias sociales identificando y marcando (en el castigo) a los sujetos subordinados (Araya, 2007, pp. 186-187). La narrativa del proceso desembocaba en enunciados sobre los otros sociales como entes distintos sobre quienes correspondía aplicar un control tutelar y el estatuto político de minoría de edad.
Las fuentes señalan una serie de casos en los primeros años republicanos en que una de las estrategias más recurrentes por las propias defensas fue apelar a la falta de raciocinio en el inculpado para conseguir la atenuación de la responsabilidad. De los diez casos por homicidio en la primera mitad del siglo XIX, inscritos en el catalogo Judicial-Santiago del Archivo Nacional, en seis de ellos es posible apreciar como las defensas aspiraron a una disminución de la responsabilidad en el reo, ya sea por presunta minoría de edad (en una época de difícil determinación exacta de la edad), por celos, por legítima defensa y el recurso más utilizado: por ebriedad.
Por ejemplo, en 1823 se juzgó a Eusebio Astorga por el homicidio contra una joven y por herir gravemente al celador que fue en su captura. En la declaración se supo que el inculpado era maestro pintor y que tenía sólo 18 años. Inmediatamente, su procurador se adelantó a señalar al juez su minoría de edad y que además había actuado por celos, ya que la víctima era su pareja y aquel la habría encontrado in fraganti en relaciones carnales con un tercero. No obstante, la circunstancia atenuante de mayor peso esgrimida por la defensa fue el completo estado de ebriedad en que se encontraba Astorga según propia confesión, declaración de testigos y de policiales que lo aprehendieron. Finalmente, el procurador ensayó una argumentación para convencer al juez en torno a la ausencia de voluntad en el victimario debido al peso tanto de su posición social inferior, como de los celos, el alcohol e incluso del clima:
“Si los resortes del corazón o
bran así en el sabio, en el valiente en general, en los hombres de educación; i qual será su violencia en un triste pleveyo, que sin nociones algunas de moralidad y nadando en la horrible licencia con que se derraman en Chile los licores, siente arrevatarse de esa osadía propia del alma fuerte de los climas fríos” (Juzgado del Crimen de Santiago, 1823, fj. 13)
Así pues, desde el espacio judicial se levantaban definiciones del sujeto popular cercado por la institucionalidad penal y surgía un saber antropológico caracterizado por voluntades escuálidas. Era un ejercicio discursivo funcional a la segregación política de las capas subalternas presentes en la construcción aristócrata del Estado.
Sin embargo, el crecimiento espontáneo de la ciudad y la violencia cotidiana que parecía sostener la vida capitalina presionaban a los jueces por una mayor eficiencia y por evitar marcar como irresponsable penal a quienes eran vistos como amenazas al pacto social. De este modo, paulatinamente se fue diluyendo el andamiaje que sostenía el gran discurso de las responsabilidades atenuadas y la tutela social y desde la práctica procesal fue emergiendo una nueva narrativa del malhechor.
Por ejemplo, en 1831 se promulgó una ley que terminaba con la excusa de la embriaguez como factor de atenuación o eximición en la responsabilidad penal, poniendo fin a un antiguo recurso de las defensas apoyado en la ley 5º, Titúlo 8º de la Séptima Partida (Anguita, 1902, p. 209). Desde entonces, fue tomando fuerza en la hipótesis inicial del juez, como en toda la actividad probatoria, la cognición del reo sobre su propio delito y la voluntad libre de ataduras de realizarlo. Es decir, fue robusteciéndose el concepto de plena responsabilidad penal, de alevosía, perfidia y dolo en las narrativas criminales de los procesos durante la segunda mitad de la centuria.
Otro de los elementos que contribuyó con fuerza en este giro, fue la aparición del Código Penal en 1874, ya que se estructuraba en base a una tabla de equivalencia de dos columnas en la que correspondía proporcionalmente un tipo de pena para cada delito, según los presupuestos clásicos de los enfoques ilustrados en Derecho Penal (Iñesta, 2004, p. 311) y la ideología economizante de los castigos. Este cuerpo normativo estaba construido sobre el sustrato del penalismo contractualista, lo que llevaba a concebir a la sociedad como una agrupación de individuos libres y conscientes de los costos y beneficios de sus acciones. La responsabilidad penal según el Código, descansaría absolutamente sobre la razón del inculpado y su decisión de cometer el ilícito. De esta forma, el énfasis estaba puesto más en el acto que en el actor criminal, por lo que se relegaba a segundo plano los fundamentos de eximición y atenuación.
Para efectos de la presente investigación se estudiaron 61 causas por homicidio entre 1852 y 1905. Dentro de éstas, un total de nueve sentencias consideraron la atenuación de la responsabilidad en su formulación final y tres acordaron la eximición de responsabilidad penal por demencia. En los 52 casos restantes (85% del muestreo) se decretó plena responsabilidad del reo en los actos que se le imputaban. Esta desproporción entre ambas riberas de la narrativa procesal señala la paulatina consolidación de una producción antropológica más bien definida.
Los datos son coincidentes con las cifras entregadas por el Ministerio de Justicia, que en los primeros años del siglo XX publicó una estadística criminal en la que se daba cuenta del explosivo aumento que estaban tomando los ingresos al sistema carcelario tras la eficiencia condenatoria llevada a cabo desde los juzgados y la menor validez de los recursos atenuantes de las defensas:
Cuadro 1: Ingresos anuales al Sistema Carcelario.
CANTIDAD DE REOS INGRESADOS*
1893: 24.029
1894: 26.120
1895: 29.446
1896: 33.338
1897: 35.670
1898: 31.987
1899: 34.240
1900: 34.163
*Fuente: Ministerio de Justicia, Estadística criminal. 1900-1906, Santiago, Imprenta Moderna, 1906. Proemio.
Otra entrada útil para vislumbrar la importancia creciente que estaba tomando la concepción judicial de la plena responsabilidad criminal en los procesos por homicidio, lo brinda el escaso grado de permeabilidad que tuvo la práctica procesal penal del periodo respecto a los paradigmas positivistas de la medicina mental contemporánea.
En Europa, la psiquiatría forense finisecular ingresaba con decisión en el terreno judicial definiendo estatutos de peligrosidad humana y ampliando las facultades punitivas del poder, ya que los jueces podían sentenciar encierros indefinidos sobre los enfermos mentales, criminales natos, débiles de espíritu y toda aquella humanidad atávica que expuso en aquel tiempo el criminólogo italiano Cesare Lombroso (Foucault, 2001; Castel, 1980, Álvarez Uría, 1983; Huertas, 1987). A pesar de la fuerza con que estas ideas llegaron a Chile y fueron gestionadas por los círculos médicos desde el último tercio del siglo XIX -como lo demuestra la lectura de la Revista Médica de Chile para este periodo- no pudieron incorporarse con fluidez en la práctica procesal penal y menos tener un papel importante en el escenario de producción de un saber sobre el sujeto juzgado (Brangier, 2008, pp. 140-145).
Encrucijada entre garantismo y alevosía: una antropología sobre pruebas
Con el correr del siglo, esta producción antropológica estuvo atravesada por la apropiación de las premisas procesales del garantismo, el peso de la prueba y el paradigma del debido proceso. Los saberes judiciales de antaño, que pretendían etiquetar al sujeto cercado por la tramitación procesal como entidades de voluntades débiles y escaso raciocinio, en la sociedad capitalina finisecular iban cambiando hacia el diseño de humanidades perversas y concientes de su tendencia al mal. Pero además, estos discursos renovados debían legitimarse sobre su veracidad y para ello las nuevas narrativas apostaron sus cartas a sus propios mecanismos productivos de certezas: la actividad probatoria procesal. Así pues, para esta época, la prueba en el proceso y la apreciación que el juez hacía de ésta, se combinaban en la base de las definiciones sobre hombres y mujeres cercados por la potestad judicial del Estado decimonónico.
Bajo la égida de esta dinámica, la ideología liberal del garantismo procesal penal se ajustaba a las necesidades del control social de una ciudad como Santiago. Desde –y no a pesar de- el juicio cognoscitivista y apoyado sobre la construcción de pruebas, se sostuvo una narrativa sobre los sujetos juzgados que delineaba la noción de perversidad. A partir de entonces podrían cobrar validez el endurecimiento de las medidas policiales y la ampliación del poder punitivo contra la población, desarrollando una política de contención social más que de disciplinamiento y siguiendo la misma dinámica que desplegaban las oligarquías latinoamericanas en el cambio de siglo (Zaffaroni, 1998, pp. 43-45). La nueva noción de sujeto íntimamente malvado, escondido en el seno de la población, serviría de fundamento a los ejercicios dirigenciales de intervención social directa y violenta.
Para graficar el proceso resulta pertinente traer a colación uno de los tantos documentos revisados para esta época en el que queda de manifiesto la convicción que los distintos actores procesales tuvieron sobre la plena responsabilidad de quien está en el banquillo de los inculpados. El caso resulta ilustrativo también pues queda en evidencia la urgencia de producir un di
scurso sobre pruebas, y dentro de estas, tuvieron una carga de mayor veracidad aquellas que más se ajustaban a los nuevos parámetros de la verdad contemporánea: la pericia científica.
En 1893, en el 1º Juzgado del Crimen de Santiago se procesó a María Luisa González por intento de homicidio contra su marido, a quien le habría suministrado una sustancia tóxica que lo dejó recuperándose un buen tiempo en el hospital. Tras el incidente, éste decidió entablar la demanda criminal.
En el levantamiento de sumario, el juez pidió la declaración de la víctima, el comerciante francés Jorge Pierret. Fue posible establecer que hace unos años llegó a la zona norte del país para probar suerte en distintas áreas del comercio. En Antofagasta conoció a la González, de 23 años, quien trabajaba como prostituta. Pierret se enamoró y contrajeron nupcias en 1891. Decidieron trasladarse a Santiago para instalar un restaurante. El negocio funcionó en un principio, pero al poco tiempo comenzaron los problemas interpersonales, ya que Pierret sospechaba de continuas infidelidades de su esposa y la maltrataba cada vez que discutían al respecto. María Luisa intentó entonces divorciarse, pero el francés se lo impidió por todos los medios, perpetuando la atmósfera irrespirable al interior del hogar.
A juicio de Pierret, la mujer le habría sido infiel con dos hombres en distinto periodo, pero en el proceso sólo se certificó la relación de ella con un joven que frecuentaba el restaurante, Rafael Bustamante, quien en su momento fue increpado por el esposo con prohibición de ingresar el establecimiento en lo venidero. Sin embargo, la obstinación del amante le llevó a insistir en su acoso, refiriéndole a la mujer que se iría a Linares y en caso de conseguir un buen empleo la mandaría llamar para que terminase su calvario junto al marido. La mujer cedió ante las reiteradas promesas del joven y una noche, subrepticiamente, robó las alhajas y las monedas de plata que guardaba Pierret partiendo con el botín a Linares. El comerciante, al enterarse de su deshonra, emprendió rumbo inmediato a dicha ciudad, dando finalmente con el paradero de su cónyuge y regresándola por la fuerza a la capital.
Transcurrió el tiempo y al parecer la relación se había estancado en una tensa calma, pues el hombre le había perdonado las andanzas anteriores aunque seguía en su negativa de concederle el divorcio. Lo que desconocía, era que Bustamante le había enviado una carta a la González, en cuyo interior iba una sustancia y la recomendación de dársela a escondidas al esposo. La mujer no tuvo conciencia de la naturaleza mortal del tóxico que recibía y decidió encontrar el momento propicio para suministrarle el producto y enfermarlo. Pierret estaría con seguridad un tiempo breve en el hospital y ella alcanzaría a realizar la tramitación necesaria para ejecutar el divorcio.
La noche del crimen, la victimaria había estado bebiendo en el restaurante, pues su marido a veces le obligaba a consumir distintos tipos de licores. Ambos se acostaron algo bebidos y transcurrido un instante le comunicó a Pierret sus deseos de continuar la ingesta y se levantó para traer pisco. El francés le pidió que trajera un vaso también para él. En la cocina, la mujer vertió la sustancia en el trago de su marido y éste lo bebió sin sospechar del contenido adicional. A los 20 minutos, el hombre comenzó a sentir contracciones en el estómago y una creciente sensación de asfixia. Percatándose de la naturaleza de esta nueva felonía que había recibido de su esposa, la víctima comenzó a dar voces de auxilio pidiéndole a González que trajera un médico, de lo contrario fallecería, pero ésta se negó acceder a la demanda. Sólo una mujer que vivía en la residencia de junto, ingresó al cuarto movida por los gritos de angustia y llamó al médico, tras lo cual fue enviado al hospital donde finalmente sanaría.
En el juicio, González reconoció el acto de envenenamiento, alegando eso sí, haber actuado en estado de embriaguez, lo que le habría impedido ayudar a su marido. Enfatizó por lo demás, que en ningún momento sospechó que podría poner a Pierret en un trance tan grave y mucho menos provocarle un riego cierto de muerte.
En la lectura del caso, el fiscal tomó en consideración la existencia permanente del raciocinio y el cálculo frío de la mujer, durante la preparación y ejecución del crimen, evidenciándose ambas facultades en la preparación del pisco y el posterior ocultamiento de los polvos restantes en un escondite de la cocina. Las pruebas apuntaban a señalar que el intento de parricidio habría sido aleve, por lo que el juez debía sentenciar a pena capital.
Desde ese momento, el proceso tomó un giro insospechado, pues el marido, al ser notificado del castigo máximo que exigía el fiscal, intentó salvar a su esposa y revertir la demanda Tal procedimiento resultaba impensable según la lógica jurídica liberal pues se había constatado no sólo un daño a la víctima, sino sobre todo, una infracción al contrato normativo de la sociedad. Entonces el marido y la defensa, acordaron la estrategia de recurrir a la revisión de las facultades mentales de la González durante la ejecución del crimen, pues había quedado confirmada la cantidad nada de despreciable de pisco que había ingerido. Sin embargo, hubo que desechar esta variable, ya que el fiscal había puesto el acento sobre las pruebas de una racionalidad imperturbada durante la ejecución del crimen. Así pues, se llegó a la etapa final del proceso, en la que Pierret, en un último intento desesperado de salvar a su mujer del patíbulo, señaló que ella había mostrado signos anteriores de enajenación. Para mostrar la solidez de su testimonio, Pierret entregó un certificado del Dr. Petit, en el que confirmaba haber examinado a la mujer el año anterior por perturbaciones mentales. El informe estipulaba que en aquella ocasión, notó signos claros de histeria, teniendo a veces ataques histéricos (Juzgado del Crimen de Santiago, 1893, Fj. 79). Con tales antecedentes, el comerciante solicitó al juez un informe médico en torno a las facultades mentales de su esposa. Los facultativos debían responder tres cuestionamientos precisos que resolvieran el indeciso tema de la responsabilidad criminal en la inculpada. En efecto, las preguntas eran:
1.- ¿Pudo haber experimentado la mujer un ataque repentino de histeria aquella noche?
2.- El consumo de alcohol, de acuerdo a las circunstancias particulares de la González, ¿pudo provocar un acceso histérico?
3.-¿Pudo ser “sugestionada” o hipnotizada a la distancia por Bustamante, el amante, dirigiendo sus actos que la condujeron al envenenamiento?
El informe médico legal fue firmado por el Dr. Eduardo Lira, médico de ciudad. Desde la pericia médico-legal, con todas las pretensiones contemporáneas de su rigor científico, se construía una prueba preñada de enunciados verídicos cuya conclusión sellaría la definición de la inculpada y además su destino.
El facultativo fue enfático en señalar que la mujer era absolutamente responsable de sus actos y que estos, considerando los antecedentes inmorales señalados en el sumario, fueron motivados por la perversidad que le era inherente. Sintéticamente se refirió a la indagación efectuada del siguiente modo:
“Después de un detenido estudio de su organismo, costumbres, maneras de vivir y vicios, plenamente confesados por ella hé llegado a las siguientes conclusiones:
1º Jamás ha padecido ataques de histeria.
2º Se entrega con frecuencia a los escesos alcohólicos, conservando casi siempre la conciencia de sus actos. (…)
5º Que solo existiendo un consejo, ha dado lugar a que la Gonzalez estudie y dilucide con plena lucidez de sus facultades los resultados de la administración del veneno.
6º Que según esplicación que de ella misma he recibido, no se encontraba en el momento del acto bajo la influencia del histerismo, (…) sino un tanto embriagada, pero conservando el pleno uso de sus facultades, pues pudo arrojar el frasco que contenía el veneno a la letrina y el resto del licor que Pierrette no habia injerido, debajo de mostrador, lo que lejos de demostrar una perturbación mental, prueba la perversidad.” (Juzgado del Crimen de Santiago, 1893, Fjs. 82-83)
Tras la apreciación de las pruebas y el testimonio pericial, el juez se convenció de la responsabilidad penal de María Luisa González y al dictar su sentencia explicitó que debía desecharse la pena capital por no haberse consumado el homicidio, por ello la condenó finalmente a presidio perpetuo.
Conclusión
Tras el análisis de documentos se ha transitado hacia los objetivos iniciales del artículo, tendientes a evaluar las modalidades de engranaje entre un garantismo procesal penal en ascenso en los juzgados del crimen de Santiago durante la segunda mitad del siglo XIX y las urgencias del control social capitalino. La síntesis operativa se habría efectuado a partir de la construcción de una antropología sobre el otro juzgado tan verídica como legítima, pues estaría sostenida sobre pruebas fehacientes. Estas nuevas definiciones perfilaban humanidades pérfidas y con una actividad volitiva tendiente hacia el mal. Verdaderas antítesis teratológicas del hombre racional que debía circular por el espacio público de la cuidad moderna que se dibujaba en la utopía de los sectores dirigentes.
La investigación abre las puertas para dilucidar los puntos de fuga que tuvieron estos discursos desde los juzgados del crimen y los desbordes que tuvieron estas antropologías judiciales más allá de su marco de producción y circulación para servir de resorte a la intervención social del poder central.
Referencias Bibliográficas
Fuentes
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Juzgados del Crimen de Santiago. Casos por homicidio. Segunda mitad del siglo XIX. Archivo Nacional.
Obras contemporáneas
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Notas:
[1] El Código de 1906, fijó por ejemplo que el juez investigará con igual celo los hechos que apunten a la culpabilidad o inocencia del reo. También fue claro en establecer que una vez dictada sentencia, el juez manifestará una a una todas las presunciones que han llevado a su espíritu la convicción de la delincuencia del reo.