Intentar encontrar y desenmascarar en las sociedades contemporáneas globalizadas el moderno discurso del control social y sus devastadoras consecuencias es quizás, el objetivo primordial que se ha propuesto el autor en el presente trabajo.
Así, que se pretenda garantizar con ropajes de “necesariedad”, para un mejor desempeño de la “vida en sociedad” el Estado Policial y Penal, la limpieza de clase, la “tolerancia cero”, la imposición del trabajo asalariado de la miseria, el control social de la pobreza, el fortalecimiento del sistema penal, el Estado penitencia en detrimento del Estado Providencia, la privatización penitenciaria, el panoptismo social moderno y la reproducción carcelaria de la miseria, no hace más que encubrir, según el autor, el perverso discurso neoconservador económico, proveniente de los Estados Unidos – escuela de Manhattan – y difundido tanto en Europa continental y en los países latinoamericanos como la “panacea” social.
En “Las Cárceles de la miseria” de describe la transición que se ha operado en los países centrales de una gestión social o asistencial de la pobreza hacia una gestión punitiva por medio de la policía y las prisiones pasándose de un modelo de Estado Providencia al Estado Penitencia – como prefiere denominarlo el autor – o a un Estado Policial y Penal.
La mutación política en que se inscribe esa transición es resumida por Wacquant en la fórmula: borramiento del Estado económico, achicamiento del Estado social, fortalecimiento del Estado Penal, donde esas tres transformaciones están íntimamente ligadas entre sí y son, en lo esencial, la resultante de la conversión de las clases dirigentes a la ideología neoliberal.
Esa triple transformación lleva insita la aparente contradicción – según el criterio del autor – cual es la de que quienes hoy glorifican el Estado penal, tanto en los Estados Unidos como en Europa, son los mismos que en el pasado exigían “menos Estado” en materia económica y social y que, de hecho, lograron reducir las prerrogativas y exigencias de la colectividad frente al mercado, es decir, frente a lo que el autor denomina, “la dictadura de las grandes empresas”. Y tal apariencia responde a que en realidad, se tienen en ambos modelos los dos componentes del nuevo dispositivo de gestión de la miseria que se introduce en la era de la desocupación masiva y el empleo precario.
Este “gobierno de la inseguridad social” se apoya por un lado en la disciplina del mercado laboral descalificado y desregulado y por el otro, en un aparato penal invasor y omnipresente.
La denuncia de Wacquant apunta a mostrarnos cómo la mano invisible del mercado y el puño de hierro del Estado se conjugan y se complementan para lograr una mejor aceptación del trabajo asalariado desocializado y sus implicancias tales como la seguridad social y el protagonismo de la prisión.
De esta forma el Estado keynesiano – propugnado por la escuela de Chicago – vector de solidaridad, cuya misión era contrarrestar los ciclos y los perjuicios del marcado, asegurar el “bienestar” colectivo y reducir las desigualdades, es sucedido por un Estado darwinista, que eleva la competencia al carácter de fetiche y celebra la responsabilidad individual, cuya contrapartida es la irresponsabilidad colectiva, y que se repliega en sus funciones residuales de mantenimiento del orden, en sí mismas hipertrofiadas.
Así, la utilidad del aparato penal en la era poskeynesiana del empleo inseguro es triple: sirve para disciplinar a los sectores de la clase obrera reacios al nuevo trabajo asalariado precario en los servicios; neutraliza y excluye a sus elementos más disociadores o a los que se consideran superfluos con respecto a las mutaciones de la oferta de empleos, y reafirma la autoridad del Estado en el dominio restringido que en lo sucesivo le corresponde.
Este nuevo modelo económico de Estado poskeynesiano proveniente de los Estados Unidos, necesita de la totalidad del aparato penal como medio de garantizar su implementación y difusión y consecuentemente el discurso de aseguramiento de tal política es el de la “seguridad ciudadana” o el de la “evitabilidad de las violencias urbanas” o el de “tolerancia cero”, discurso y dispositivo éste que debe expandirse mundialmente a fin de garantizar su éxito.
De esta forma, según el autor, pueden distinguirse tres etapas en la difusión planetaria de las nuevas ideologías de la seguridad “made in USA”, y en especial del dispositivo designado como “tolerancia cero”. La primera fase de gestación y puesta en acción (y en exhibición) en las ciudades norteamericanas y particularmente en Nueva York, erigida en meca de la seguridad. En esta fase, los “think tanks” neoconservadores cumplen un papel decisivo, porque son ellos los que fabrican esas nociones, antes de difundirlas entre las clases dirigentes estadounidenses en el marco de la guerra al Estado providencia que está en su apogeo luego del viraje social y racial que experimenta Estados Unidos a partir de la década del setenta.
La segunda es la del import – export, facilitados con los lazos tejidos con las “usinas de ideas” parientes que se diseminaron por Europa y sobre todo en Inglaterra y Argentina, verdaderos caballos de Troya y “cámaras de aclimatación” de la nueva penalidad neoliberal con vistas a su difusión por todo el continente europeo y latinoamericano, respectivamente.
Pero, como bien dice Wacquant, si la exportación de los nuevos productos securitarios norteamericanos conoce un éxito fulminante, es porque responde a la demanda de los gobernantes de los países importadores: entretanto estos se convirtieron a los dogmas del mercado llamado libre y al imperativo del “menos Estado” (social y económico).
La última etapa consiste en dar un fino barniz científico a esos dispositivos, y así se nos venden, en terminología del autor, “gatos conservadores por liebres criminológicas” en las usinas reproductoras de discursos como lo son las universidades.
Ante el panorama descripto y reseñado, la propuesta final del autor: Para oponerse a la penalización de la precariedad hay que librar una triple batalla. En el nivel de las palabras y los discursos, hay que frenar las derivas semánticas que conducen por un lado a comprimir el espacio del debate (cuando se limita, por ejemplo, la noción de inseguridad a la inseguridad física, con exclusión de la inseguridad social y económica) y por el otro, a trivializar el tratamiento penal de las tensiones ligadas al ahondamiento de las desigualdades sociales (mediante las nociones vagas e incoherentes como la de “violencias urbanas”). En esa huella, es imperativo someter la importación de las seudoteorías pergeñadas por los think tanks norteamericanos a un control aduanero severo, en la forma de una crítica lógica y empírica rigurosa.
En el frente de las políticas y practicas judiciales sugiere el autor que hay que oponerse a la multiplicación de los dispositivos que tienden a “extender” la red penal y proponer, siempre que sea posible, una alternativa social, sanitaria o educativa (o lo que es lo mismo, una racional política criminal). Hay que insistir asimismo en el hecho de que, lejos de ser una solución, la vigilancia policial y la cárcel no hacen, la mayoría de las veces más que agravar y amplificar los conflictos que supuestamente deben resolver.
Wacquant considera que la última batalla a librar será aquella que provenga del estrechamiento de lazos entre militantes e investigadores de lo penal y lo social y si bien su planteo lo es expresamente para el nivel europeo con particular referencia a Francia, según el posfacio de la obra, cabría inferir similar opinión para el nivel latinoamericano según el prefacio a la edición para América Latina.
Finalmente el autor propone como alternativa al deslizamiento hacia la penalización de la miseria, blanda o dura, la construcción de un Estado social europeo digno de ese nombre, toda vez que a su entender, la mejor forma de hacer retroceder la prisión, sigue siendo, como siempre, hacer progresar los derechos sociales y económicos.
[*] Por Fernando Javier Arnedo, La Plata, Abril de 2000.