I.-
El presente trabajo, en sus muy breves líneas, sugiere una función de índole moral de la prostitución, ya sea en el discurso que la agencia médica del positivismo poseía de la misma, así como de quienes desde el arte intentaron describirlo. Quizás en medio de la crítica a sectores desplazados y periféricos de la elite dominante argentina de fines del siglo XIX y principios del siglo XX argentino, se pierde esta función apenas percibida.
El poder se entrelaza y, cual rizomas, se extiende por todos los grupos e instituciones sociales. No hay que olvidar que en la prostituta se personifica el mal absoluto: es mujer, por ello inferior; eligió el camino incorrecto, por lo cual merece la condena social por carecer de hogar constituido donde dedicarse a sus hijos; mantiene al hombre, en vez de ser la beneficiara del macho proveedor; y utiliza el sexo en algo distinto a la procreación, y tal vez, hasta siente placer y retiene en su menester a la fuerza masculina de trabajo. Los integrantes de la Escuela Positiva y sus seguidores la vieron como un ser monstruoso.
Es posible mencionar un continuo entre las ideas imperantes en aquella época con respecto de la mujer y el discurso respecto de la prostitución y de la prostituta, el que se vislumbra en lo académico y en lo popular. Para ello parto para mis “sugerencias” de la idea de Foucault de un discurso no acallado con la represión sexual, que surge directamente desde el prostíbulo pero que no parece contradecir lo que los valores hegemónicos planteaban como moral.
II.-
El positivismo importó un cambio radical en el estudio de la cuestión criminal; “con Carrara y los más ilustres representantes modernos de la escuela clásica se ha cerrado el glorioso ciclo científico que había abierto Beccaria”[1], dando paso a las nuevas ideas. Estas nuevas ideas centrarían su estudio ya no en el delito o en las leyes punitivas, sino en el comportamiento singular y desviado del delincuente, el cual, además, poseía una base patológica.
Este ser imperfecto que no había culminado su evolución como las personas normales, que tenía rasgos propios de animales inferiores, podía y debía ser tratado –concepción terapéutica- para librar a la sociedad de sus males. Se trataban de seres enfermos, con taras genéticas visualizables en aspectos orgánicos o psíquicos que los distinguían del resto de los mortales, como antaño ciertas marcas denotaban la posesión demoníaca[2].
Criticaban sus cultores el estudio del delito como “ente jurídico abstracto”, la “responsabilidad moral” de los juristas clásicos y denostaban el dogma del libre albedrío[3]. Pretendían convertir el estudio del criminal en una cuestión científica mediante la utilización del método experimental[4]. Todo era determinado en la naturaleza, todo efecto tenía su causa constatable que podía medirse, contarse, pesarse y convertirse en una cifra estadística[5] que luego era relacionada con otras semejantes para encontrar así las leyes invariables de la naturaleza. Para descubrir esas leyes, de carácter absoluto, que rigen el mundo físico y social debía utilizarse la observación; por ello la ciencia positiva no sólo es descriptiva sino también causal-explicativa[6].
Más al sostenerse esas leyes inmutables que todo lo rigen, también se trataba de reafirmar un determinado orden de cosas, puesto que para el positivismo “el orden social existente es un absoluto, no sujeto a discusión”, lo que lo culmina instaurando en la ideología de la sociedad capitalista[7]. De allí que quienes se apartaban del mundo “normal” instaurado, eran vistos como “enfermos”, “locos”, “degenerados”, “inmorales”, pertenecientes a una raza inferior[8] que debía ser tratada médicamente e institucionalizada o, de resultar incorregibles, excluidas, relegadas o exterminadas. En una visión macro, significaba la consolidación de la colonización “civilizadora” europea; otro resultado de la teoría de la evolución darwiniana a lo social.
Este es el marco sobre el cual discurrió la visión de la Escuela Positivista respecto de la prostituta.
Sus representantes se habían preocupado desde un principio en todos aquellos fenómenos sociales que encarnaran lo que denominaban “mala vida”: sujetos cuasi delincuentes que compartían con éstos ciertas características físicas y mentales, y que confraternizaban en los más bajos estratos del tejido social. Mendigos, vagos, prostitutas, usureros, proxenetas, jugadores, libertinos, homosexuales, y hasta canillitas conformaban esta fauna que daba pie a su internación para defender a la sociedad. De allí que en nuestro país, por ejemplo, se proyectaran distintas leyes sobre un denominado “estado peligroso” sin delito, con el beneplácito de la intelectualidad.
Sin embargo, como los estudios comenzaron por aquellas personas sujetas al sistema penal como “criminales”, un primer dato estadístico que captó la atención de los antropólogos criminales, psiquiatras y otros estudiosos, fue la gran diferencia entre las cifras de delitos cometidos por hombres en referencia a los pocos que eran llevados a cabo por las mujeres. Tal situación, por demás llamativa, se intentó explicar desde una inferioridad natural de la mujer que la hacía poco proclive a ciertos crímenes pero que no importaba su ausencia. Así, la balanza se equilibraba.
Uno de los primeros estudios, y el de mayor difusión de la época, fue el que llevaran a cabo Lombroso y Ferrero en el año 1895, La donna delinquente. Del mismo modo que anteriormente lo hiciera el primero de los nombrados con L’uomo delinquente, inventarían estigmas que denotaban atavismo midiendo cráneos y contando lunares y tatuajes en reclusas, hallando un menor número del tipo “delincuente nato” que en los hombres. Ello lo imputan a la poca evolución del sexo femenino en relación con el masculino constatada en la vida biológicamente menos activa que las mujeres llevan[9], asegurando que “se ha notado la tendencia conservadora de las mujeres en todas las cuestiones de orden social; un conservadurismo cuya primera causa proviene de estar forzada a la inmovilidad del óvulo comparado con el zooesperma”[10].
Son caracteres de las mujeres estudiadas por estos autores, el prognatismo, la mirada siniestra y oblicua, los pómulos salientes, la virilidad de la fisonomía, la vellosidad y los labios delgados. “Pero lo que para Lombroso distingue las criminales de las mujeres normales –dice Laurent- y sobre todo de las locas, es la gran abundancia de cabello y la distribución de los vellos del pubis, que se aproxima al carácter masculino. Además tienen el cabello negro”[11].
Los criminólogos positivistas denunciaban una “tendencia innegable” hacia lo masculino en estos “engendros”, que determinaba un “tipo viriliforme” en palabras de Mandolini. Este autor mencionaba que “a quien recorriera una galería de retratos de mujeres anormales sorprenderá la frecuencia de rasgos fuertes, viriles, muchas veces bruscos y antipáticos”[12].
Esta natural inferioridad de la mujer hacía que las criminales presentaran iguales características que sus pares, los hombres, en cuanto a su atavismo, y las peores de su sexo, tales como la astucia, el rencor y la falsedad. Aparecía así un engendro, combinación antinatural de ambos sexos: los rasgos de la involución que también aparecían en los delincuentes estudiados por Lombroso se mezclan con una pérdida de la femineidad, o
mejor, de aquellos aspectos que la moralidad social endilgaba a la mujer. Por ser biológicamente una excepción, una mujer incompleta, a la condena legal se le sumaba la condena social. Según Lombroso y Ferrero, “por ser una doble excepción la mujer criminal es un monstruo”[13].
Como ya se indicara, la preocupación de los corifeos de esta escuela en la poca delincuencia femenina hacía que cuestionaran los informes estadísticos por resultar ajenos a la realidad, ya que daban cuenta de una “cifra negra” de delitos no denunciados, como los pequeños hurtos de personal doméstico o de cleptómanas, que de poder contarse, equilibraría los números con los hombres. De igual modo había que contabilizar todos aquellos casos en que los crímenes cometidos por hombres eran instigados “entre bastidores” por mujeres[14].
También en pos de igualar las cifras estadísticas y conforme a una visión moralista de la época, la prostitución era visualizada como el equivalente femenino de la delincuencia masculina[15] o, sin esta asimilación, como “ramas de un tronco común degenerativo”[16], aunque también se la señalaba como un factor social que propicia el delito[17].
Es fácil observar directrices marcadas por la moral imperante en la época en torno a este tema, que incluso se encarnaban en el concepto amplio o restringido que se otorgaba a los términos “prostituta” y “prostitución”. Enrico Morselli llamaba la atención respecto de ello y de la inexactitud de designar “prostitución” a la “promiscuidad sexual” o, como otros, a “la excesiva relajación de las costumbres, por lo que las mujeres se entregan con facilidad a los varones”. Este médico restringía la noción de “prostituta” “a aquella que hace comercio de su cuerpo contra una merced, que es por lo general pecuniaria, pero que puede también estar representada por objetos de valor, necesarios para su existencia en general y para sus artes de seducción femenil en particular”[18].
Sin embargo, y pese a las críticas que se alzaban contra el ejercicio de “la profesión más vieja del mundo”, es posible sugerirle una función importante en la práctica discursiva de fines del siglo XIX y principios del siglo XX.
Michel Foucault nos enseña que durante la época victoriana, “la sexualidad es cuidadosamente encerrada. Se muda. La familia conyugal la confisca. Y la absorbe por entero en la seriedad de la función reproductora”[19]. Se ubica el nacimiento de la represión, explica el filósofo francés, en el siglo XVII coincidiendo con el desarrollo del capitalismo. Así, la represión en materia sexual forma parte del orden burgués: el sexo es incompatible “con una dedicación al trabajo general e intensiva”; el hombre no podía dispersarse en placeres salvo los necesarios para la procreación. Su cuerpo debía estar íntegramente dedicado a este nuevo modelo de sociedad[20]. Las sexualidades ilegítimas se van a otra parte, son restringidos sus ámbitos de vida: algunos oficiales, como el psiquiátrico o los hospicios, otros, informales, como el prostíbulo o el cabaret, pero también lo sexual se ocultaba en la intimidad de los confesionarios o de la consulta psicoanalítica.
Pero esta nueva situación no importa que la sexualidad se callara, enmudeciera; no, retoma nuevos bríos en una labor moralizante que bien podría rastrearse a épocas anteriores, porque “el poder produce, produce discurso, produce subjetividad”[21]. En este entramado es donde es posible vislumbrar aspectos positivos de la prostitución en cuanto función o tarea injertada en el marco de un afianzamiento o reforzamiento de la ideas morales imperantes en la sociedad de la época, lo que no siempre resultó declamado o aún reconocido por sus actores pese a que ciertos datos pueden hacernos sugerir una continuidad entre el discurso exterior y el que emergió de los lupanares y prostíbulos de fines del siglo XIX y principios del XX.
Entre quienes desde la institución médica y universitaria pregonan sin retaceos esta labor, Morselli reconoce que resulta muy difícil decir que la prostitución “sea mala en su totalidad y que no contenga una parte, aunque muy pequeña, de bien”[22]. Esta pequeña parte beneficiosa se la imputa a una función de prevención de conductas tales como el adulterio, la masturbación -”satisfacciones humillantes de la automanualidad”- y la “muy oculta y apenas entrevista y hoy mucho más evidente y hedionda, de la homosexualidad”[23]. Lo que también parece afirmarse en la prevención de delitos de índole sexual pese a un “coqueteo”, siempre destacado, con el delito y la “mala vida”.
Este autor afirma que los jóvenes que ingresaban a la edad núbil no se hallaban, generalmente, en una “buena posición” como para hacerse cargo de un matrimonio y menos de una familia. Tal situación imponía la búsqueda de lugares donde desahogar la líbido. “Al gritar tanto contra la prostitución -explica-, quizás nos fijamos demasiado en sus peores aspectos (la relajación de las costumbres, la difusión de las enfermedades venéreas y sobre todo de la terrible sífilis, la servidumbre de las profesionales sometidas cual rebaño, su frecuente asociación con el delito, con el alcoholismo y recientemente, ahora, con el cocainismo), sin tener la debida consideración con sus no fácilmente sustituibles y bajos servicios. Basta indicar uno de ellos: el indisoluble vínculo que el problema de la prostitución tiene con el del celibato, transformado hoy en una condición casi inevitable por una multitud de hombres y de mujeres, en los que una ideal anasexualidad física y psíquica resultaría intolerable”[24].
Entonces se argumentaba de este modo: “para los célibes hay dos vías abiertas, ambas no ciertamente en consonancia con la dignidad humana, pero mientras la una no ocasiona desorden alguno en la Sociedad y respeta, hasta un cierto punto, la libertad individual, aún desenvolviéndose por fuera de las instituciones consideradas “morales”: y es la prostitución; la otra, por el contrario, ataca la familia en sus bases, destruye el principio moral sobre el cual se basa la Sociedad, ofende los derechos sacrosantos y lesiona todos los principios de la honestidad: y es el adulterio. ¿Cuál de estos dos males es preferible?”[25]. El discurso en torno de la prostitución, con sus aportes médico-psiquiátricos, es moralizante y la función encomendada también, puesto que preserva al núcleo familiar.
Estos discursos no parecen haber sido unidireccionales –desde las instituciones oficiales al prostíbulo y la prostituta- sino que, una vez recibido y adoptado por éste último sector, se retroalimenta y converge en los centros de formación de origen. Por ello es posible hablar, como lo hace Melossi, de una hegemonía en el sentido de “la dominación cultural de una visión del mundo que implica una determinada forma de organización social en un tiempo y en un lugar determinado”[26]. Esto aparece manifiesto en la obra de algunos testigos del mundo prostibulario del Buenos Aires de principios del siglo XX, como fueron los artistas, músicos y escritores, quienes miraron a la prostitución como espectáculo[27] y dejaron la impronta moral en sus obras. Denunciaron un submundo que discurría aparentemente ajeno a la “gente bien” pero cuyos vasos capilares se unían en el “deber ser”, en un ideal de mujer y de sociedad.
Muchas veces estas “denuncias” o descripciones, eran más que nada una confidencias en voz baja que no dejaban de indicar los valores a los cuales había que dirigirse en la vida y las desdichas de salirse de “la buena senda” adoptando una existencia inmoral, casi delictual.
El tango nos otorga algunos ejemplos de ello.
Las letras de los tangos nos ofrecen una descripción precisa de lo que sucedía en el mundo de la prostitución porteña y en ellas se puede leer, entre líneas, los cánones morales a los que había que adscribir, que no eran justamente los que personificaba la prostituta. Los tangos delatan una vida pobre, rica en miserias, tristezas y amores perdidos, que no habría sido de tal manera de haberse escogido el camino contrario. En esta contradicción o, mejor aún, en esta exposición descarnada de “lo malo”, se educa moralmente, se confirman los valores sociales. Por ello, y siguiendo las ideas sugeridas, no es extraño que los “tangueros” que tanto frecuentaban estos grupos sociales hayan mantenido y sostenido las ideas hegemónicas en el Puerto de aquellos años. Ellos también fueron “producidos” por el discurso.
En Madame Ivonne[28], se narra la historia de una joven francesa que fue enamorada por un argentino –“pero fue que un día llegó un argentino / y a la francesita la hizo suspirar”- y traída engañada a un prostíbulo de nuestro país. Es la “costurerita que dio el mal paso”[29], en otra versión, aunque muy repetida en la música del arrabal. Luego, esa mujer presa de un ardid, pierde sus años, su belleza y queda sola, lejos de su tierra, por una mala elección: “Ya no es la papusa del Barrio Latino / ya no es la mistonga florcita de lis / ya nada le queda… Ni aquel argentino / que entre tango y mate la alzó de París”. El relato pregona las consecuencias de dejarse llevar por la seducción del hombre y, aunque la asunción del rol de prostituta no es querido, no tuvo la suerte de dejarlo atrás. Lo contrario se halla presente en esta letra: la mujer honesta que no se embarca fácilmente en sueños y una vida miserable lejos de la normalidad de un hogar constituido.
Similar a la anterior, es la narración del tango El camino de Buenos Aires[30], que no solo se detiene piadosamente en la mujer engañada por un tratante de blancas sino que describe todo el proceso de seducción, ingreso al país, venta e ingreso en la casa de tolerancia. Una adolescente francesa cae en la indigencia y de allí es víctima de quienes recolectaban mujeres para la prostitución en estas tierras –“yo lo sé que fuiste buena, pero un día, francesita, / en la historia de tu vida indeleble se grabó / la miseria despiadada, hizo nido en tu casita, / y caíste sin saberlo en las manos de un macró”-. Traicionada, deja atrás las ilusiones de conseguir dinero para su familia –“te pintó los paraísos de un país desconocido, / donde dijo que tendrías mucha plata pa’ mandar”, “mientras tanto tu viejita se ha quedado en la miseria, / aún espera los mendrugos que el canalla le ofreció”- y es implantada en un prostíbulo y en una existencia caracterizada por la dureza y el maltrato –“fue muy rudo el desengaño al saber que te esperaba / una vida de impudicia que tu mente ni soñó. / El fantasma de la infamia su tentáculo cerraba, / y en los mares de la angustia tu quimera naufragó”-. La última estrofa insiste, piadosamente, en la pérdida de la juventud, del amor y de la posibilidad de lograr conformar un hogar de acuerdo con lo que prescribía la sociedad de entonces, a la que son sometidas las chicas que se “descuidan”: “Como vos, muchas mujeres engañadas que llegaron / y que como vos soñaron un edén artificial, / hoy son flores deshojadas sin amor, hogar ni ritmo, / pasionarias del abismo por un caftén criminal”.
Otra muestra es el tango Muñeca Brava[31]. Aquí también la protagonista envejece en soledad, lo que se canta con alguna ternura –“pa’ mi sos siempre la que no supo / guardar un cacho de amor y juventud”, “cuando llegués / al final de tu carrera, / tus primaveras / verás languidecer”- mientras continúa en el prostíbulo –“meta champán que la vida se te escapa”-. Los sueños de juventud desaparecen, poco a poco, en medio de la tristeza –“campaneá la ilusión que se va / y embrocá tu silueta de rango / y si el llanto te viene a buscar / escurrí tu dolor y reí”- para quien es la personificación de lo que toda “dama” debe evitar: “Muñeca Brava, flor de pecado…”. El tango anuncia los males de cierta forma de vida, educa describiendo lo “malo” de este mundo, inculca valores morales y, con su difusión masiva[32], complementa el modelo que los establecimientos escolares, la iglesia y otras agencias de control social imponían de la mujer.
Morselli pregonaba una moralidad determinada en sus opiniones en torno a la prostitución que, como puede observarse, no dista demasiado de lo que los tangos muestran. Este discurso de la sexualidad ilegal mencionada por Foucault, que proviene del mismo seno prostibulario, se confunde con lo académico en cuanto ideas hegemónicas. El tango no parece tan rebelde como gustan verlo algunos, aunque sea sólo en este aspecto. Tal vez la rebelión aparece sólo en ser relatada o en el modo de bailarlo pero no así en lo que sugiere o afirma.
Foucault nos muestra que nunca lo sexual fue silenciado sino que su voz fue restringida a otros ámbitos, ajenos a la familia burguesa modelo. Pero también nos enseña como el discurso nos produce en nuestra subjetividad y que por ello necesita ser escuchado; por eso no es extraño que lo médico e institucional se mezcle con lo popular informal conformando sujetos que adscriban a la moralidad propiciada por una elite. Así, la prostitución no era más que un “mal necesario”.
Notas:
[*] Mauricio Ernesto Macagno es Profesor Adjunto Ordinario de Derecho Penal II, U.N.L.P.
[1] FERRI, Enrico, Sociología Criminal, t. I, (trad. de Antonio Soto y Hernández), Centro Editorial de Góngora, Madrid, 1907, p. 5.
[2] Sobre las marcas de la posesión demoníaca, MUCHEMBLED, Robert, Historia del diablo. Siglos XII – XX, (trad. de Federico Villegas), Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2003, p. 77 y ss.
[3] Los miembros de la “Escuela clásica”, tal como la denominaron los positivistas, eran acusados por éstos de hacer “metafísica” en vez de ciencia.
[4] FERRI, t. I, p. 3 y ss.
[5] La importancia de la estadística en el estudio de la cuestión criminal puede observarse con cierta facilidad en FERRI, t. I, quien le dedica al tema todo el capítulo II. En la Argentina se publicó una obra basada en las estadísticas, principalmente las que obtuviera Juan Bialet Massé en su estudio de las clases obreras de fines del siglo XIX, escrita por el Juez de la Corte Suprema de la Nación, Cornelio MOYANO GACITÚA, La delincuencia argentina ante algunas cifras y teorías, Domenici, Córdoba, 1905.
[6] BUSTOS RAMÍREZ, Juan, Criminología y evolución de las ideas sociales, en AA.VV., El pensamiento criminológico I, Un análisis crítico, Temis, Bogotá, 1983, p. 33.
[7] BUSTOS RAMÍREZ, p. 32.
[8] Menciona ANITUA, Gabriel I., Historia de los pensamientos criminológicos, Del Puerto, Buenos Aires, 2005, p. 179, que “la influencia del racismo es evidente, pues cuando se señalaba que era diferente también se quería indicar que era inferior, de acuerdo a toda la construcción teórica que se haría en el siglo XIX”.
[9] MANDOLINI, Hernani, Las grandes criminales coronadas, en Revista de Criminología, Psiquiatría y Medicina Legal, Buenos Aires, 1928, p. 206, habla de la “pereza biológica” de la mujer.
[10] Cit. por MIRALLES, Teresa, La mujer: el control informal, en AA.VV., El pensamiento criminológico II, Estado y control, Temis, Bogotá, 1983, p. 123.
[
11] LAURENT, Emile, La antropología criminal y las nuevas teorías del crimen, (trad. de F. del Río Urruti), Imprenta de Henrich y Cía., Barcelona, 1905, p. 109.
[12] MANDOLINI, p. 207.
[13] Cit. por MIRALLES, p. 124.
[14] NICÉFORO, Alfredo, Criminología, p. 245 y ss.
[15] NICÉFORO, p. 250.
[16] MANDOLINI, p. 209.
[17] Sobre este tema y el papel del cabaret, BELTRÁN, Juan Ramón, Factores sociales de delincuencia, Rev. de Criminología, Psiquiatría y Medicina Legal, Buenos Aires, 1922, p. 44 y s.
[18] MORSELLI, Enrico, La prostitución, Rev. de Criminología, Psiquiatría y Medicina Legal, Buenos Aires, 1921, p. 716.
[19] FOUCAULT, Michel, Historia de la sexualidad, 1, La voluntad de saber, (trad. de Ulises Guiñazú), Siglo XXI, Argentina, Buenos Aires, 2003, p. 9.
[20] FOUCAULT, p. 12.
[21] SOZZO, Máximo, Bucear y rescatar (de Mead a Foucault). Notas sobre la noción de control social y la (re) construcción de un saber crítico sobre la cuestión criminal, en Nueva Doctrina Penal, 1999/B, p. 532.
[22] MORSELLI, p. 708.
[23] MORSELLI, p. 711; la asimilación entre los malos olores y lo demoníaco en MUCHEMBLED, p. 124 y ss.
[24] MORSELLI, p. 710.
[25] MORSELLI, p. 711.
[26] Cit. por SOZZO, p. 528.
[27] ALONSO DE ROCHA, Aurora, La prostitución y sus mitos, en Rev. “Todo es historia”, nº 436, nov. 2003, p. 17.
[28] Tango de Luis Visca y Enríque Cadícamo, del año 1933, cit. por ALONSO DE ROCHA, p. 10.
[29] ARMUS, Diego, El viaje al centro: tísicas, costureritas y milonguitas en Buenos Aires (1910-1940), en ARMUS, Diego (ed.), Entre médicos y curanderos. Cultura, historia y enfermedad en la América Latina moderna, Norma, Buenos Aires, 2002, p. 223, explica que esta expresión fue acuñada a partir del poema de Evaristo Carriego, de fines de la primera década del siglo XX, La costurerita que dio aquel mal paso, y “es un modo de referirse a la trayectoria, definitivamente melodramática, de la joven que abandona la vida sencilla y de trabajo en el barrio para lanzarse a la vorágine del centro, donde los placeres, tentaciones y riesgos terminan condenándola a la prostitución, la miseria y la tuberculosis”.
[30] Tango de Luis Rubinstein y Francisco Nicolás Pracánico, del año 1928, cit. por IGLESIAS, Leonardo, La ruta de la prostitución: de Europa a Buenos Aires, en Rev. “Todo es historia”, nº 436, nov. 2003, p. 25.
[31] Tango de Luis Visca y Enrique Cadícamo, del año 1929, cit. por ALONSO DE ROCHA, p. 16.
[32] ALONSO DE ROCHA, p. 17, al referirse a la aprehensión de lo “prostibulario” que hacen los artistas, dice que “no fue del todo malo; la piedad y la ironía dieron entidad a las más anónimas de las mujeres y bellos poemas –como Malena o El motivo- estuvieron en boca de todos”.