La pena de muerte en el derecho penal: Un estudio sobre las trampas lógicas del debate Por Minor E. Salas

«…Son obstáculos porque nos impiden investigar honestamente la verdad, en particular, cuando la verdad es desagradable. La mayoría de la gente no desea tanto alcanzar la verdad, como encontrar razones que apoyen sus prejuicios favoritos.»

John Hospers (1979, p. 35.)

 

Resumen:–   La discusión sobre temas controvertidos de la experiencia social y jurídica es compleja no solo por los elementos valorativos y prejuicios que suelen entrar allí en juego, sino, y fundamentalmente, por las trampas que asechan en el espíritu humano y que obstaculizan un conocimiento realista de los fenómenos. Este trabajo estudia, precisamente, eso: las trampas presentes en el debate sobre la pena de muerte. Tanto para los adversarios como para los defensores es de mucha importancia tener claridad sobre qué es exactamente lo que se discute y cuáles son las razones, buenas o malas, que se esgrimen en uno y otro bando. ¡Esta claridad no es la regla! En el debate de la pena capital –así como de otros temas del derecho penal– reina, generalmente, la más soberana confusión. Se entremezclan planos distintos de análisis, no se definen nítidamente los conceptos, se confunden juicios de valor con juicios de hecho, se utilizan emotivamente las palabras, todo lo cual deviene en una contienda poco productiva y no rara vez absurda. «Desbrozar el camino de malezas y estorbos»: este sería –si se me permite una imagen gráfica–, el objetivo fundamental de este ensayo, el cual ha de ubicarse en el campo del derecho penal y de la epistemología del discurso normativo.

 

Palabras claves:– Pena de muerte, derecho penal, trampas lógicas, argumentos abolicionistas, argumentos retensionistas,  prevención, retribución, indignación, cripto-argumento, wishful thinking, teorema de Münchhausen, falsa generalización.    

 
ÍNDICE
 

 

I. Aclaración metodológica preliminar.

II. Presentación del problema.

III. Las dos actitudes básicas que se pueden adoptar respecto a la pena de muerte. 1) La negación por principio. 2) La negación por vía de los argumentos (a favor y en contra).

 

A. LOS ARGUMENTOS RETENSIONISTAS (A FAVOR DE LA PENA DE MUERTE).

(1) El argumento de la retribución.

(2) El argumento de la prevención.

(3) El argumento de la indignación.

 

B. LAS TRAMPAS DE LOS ARGUMENTOS RETENSIONISTAS.

(1) La trampa del cripto-argumento.

(2) La trampa del wishful thinking.

(3) La trampa de la razón impotente.

 

C. LOS ARGUMENTOS ABOLICIONISTAS (EN CONTRA DE LA PENA DE MUERTE).

(1) El argumento contra-retribucionista.

(2) El argumento contra-preventivista.

(3) El argumento del error posible.

 

D. LAS TRAMPAS DE LOS ARGUMENTOS ABOLICIONISTAS.

(1) La trampa de Münchhausen.

(2) La trampa de la falsa generalización.

(3) La trampa de la confusión de planos.

 

IV. Conclusiones.

V. Bibliografía.

 

 

I. Aclaración metodológica preliminar
 

Sobre la pena de muerte se ha escrito mucho: lo bueno, lo malo y lo feo.[1] De allí que difícilmente se logre sumar a esa discusión alguna idea nueva, menos original. Lo que, quizás, sí se pueda hacer es esclarecer algunos malentendidos, despejar algunos nublados que se desplazan con frecuencia en los pasillos de las discusiones jurídicas y éticas o presentar –de una manera más transparente– nuevos ángulos y matices del problema. Esto es especialmente importante en las discusiones sobre temas controvertidos, polémicos, beligerantes donde la claridad no es la regla, sino que más bien se esconden allí los monstruos del dogmatismo –aliados con las fuerzas siniestras de la pasión desbordada y de los prejuicios–.

 

Este trabajo apunta justamente en una dirección contraria. Él quiere desenmarañar enredos. Aclarar perspectivas. No es un trabajo de ética normativa, de moral[2], en el sentido que tome directamente una posición favorable o adversa a la pena de muerte y la defienda, sino que lo que hace es examinar, analíticamente, las dificultades teoréticas que surgen cuando se discute sobre ese tema. Es por esta razón que califico el estudio de metaético[3], o sea, descriptivo más que valorativo, epistemológico más que dogmático-jurídico, analítico más que normativo. En él se examinan cuestiones como la fuerza y la consistencia de los argumentos esgrimidos, la base teórica de la cual parten esos argumentos, las dificultades de ofrecer una prueba lógica o empírica que los respalde. En fin, el artículo quiere mostrar las trampas en que incurren tanto los oponentes como los defensores, los abogados y enemigos de la pena capital.

 

No se me acuse, pues, ni de lo uno ni de lo otro.[4] En este tema, al igual que en otros muchos de la experiencia humana y social, no hay respuestas que convenzan a todos. Alegatos o testimonios que tuerzan por siempre la incertidumbre o la perplejidad. Si alguien quiere respuestas concluyentes, incuestionables, inequívocas, ha de buscar, entonces, a sacerdotes o a fascistas, a  artistas fracasados o a generales con sable. ¡Ninguno de los dos me agrada! A lo más que aquí se puede aspirar es, repito, a enredarse menos en las lianas del dogmatismo y a presentar las cosas de la forma más honesta posible. Sinceridad. Esto es lo que demanda, en todo caso, la labor intelectual. Por ello, mi único pecado en este asunto, al igual que en otros de mi experiencia vital y profesional, es reclinarme siempre al lado más soleado (¡pero menos transitado!) de la DUDA. 

 

II. Presentación del problema
 

Para presentar –de la manera más clara y sencilla– el problema al cual quiero enfrentarme, así como el enfoque analítico que deseo adoptar respecto a él, me gustaría empezar narrando una anécdota personal y haciendo unos breves comentarios al respecto.

 

Hace algunos años, mientras realizaba yo una investigación en derecho penal en otro país (lejano al mío propio)[5], conocí a un pensador: profesor, filósofo y estudioso del derecho (¡por consideración voy a reservarme su nombre!). Iniciamos una conversación, como otras muchas, sobre tópicos específicos del derecho penal. En determinado momento, y sin que ninguno de los dos lo planificáramos, surgió el tema de la pena de muerte como una posible solución para combatir la delincuencia. El profesor aludido, sin mayores reservas, preámbulos o reparos me dijo abiertamente: «¡pues sí, la pena de muerte es la única alternativa en estos casos. La apoyo!» Inmediatamente, la percepción que yo tenía de ese pensador se tambaleó. Me resultó imposible continuar con la discusión y me despedí de él sin volver a tratarlo de la misma manera.

 

Tiempo después, en una ocasión en la cual me jactaba de la «libertad de pensamiento», me hice, lo más honestamente posible, los siguientes interrogantes: ¿por qué motivo la opinión del profesor X me había afectado tanto? ¿Cuál era la razón por la q
ue yo había rechazado, sin mayor reflexión, discutir abiertamente sobre el problema? ¿Qué es lo que origina que uno, ante determinadas cuestiones controversiales, se cierre a la discusión y actúe de una manera tan hostil y dogmática? ¿Había sido mi conducta la más racional y correcta o simplemente se había revelado como un producto de mis prejuicios? ¿Qué me tocaba, entonces, hacer?    

 

Creo que las respuestas que, a lo largo de los años, le he ido dando a estos interrogantes tienen algún interés para el tema que aquí nos ocupa y, por lo tanto, voy a compartirlas con el lector. Hagamos un brevísimo listado:

 

Primero: hay ideas en las cuales creemos de manera pre-reflexiva; es decir, sin pensar nunca al respecto. Eso que creemos se lo debemos al medio, a la educación, a la cultura o, en todo caso, al sacerdote, al maestro, al gurú, a la familia o al amigo. ¡Es difícil –y acaso hasta imposible– resistirse a la seducción del tiempo, a la fuerza magnética de nuestros contemporáneos! La creencia pre-reflexiva no es nunca un problema. La persona que tiene esa creencia se encuentra antes del problema. Y lógicamente si uno está antes del problema, es imposible vislumbrar soluciones respecto a él. Nos hallamos acá, para usar una imagen metafórica, ante un punto ciego del conocimiento; en una caverna sin salida.  

 

Segundo: la reflexión racional (al menos en la materia que acá nos ocupa) es, por ende, y valga la expresión, anti-natural. Con esto quiero decir, simplemente, que ella surge en situaciones excepcionales o extraordinarias en las cuales el individuo es cuestionado por los motivos y razones en las que sustenta su opinión. Lo más frecuente es que sobre estas ideas, incluidas las relativas a la pena capital, las personas se dejen llevar por sus juicios y prejuicios favoritos, sembrados sobre un terreno lleno de malezas, pero nunca de dudas.

 

Tercero: hay temas tabú. De ellos no se habla públicamente por decoro. Por las buenas apariencias. Para no enemistarse con el gremio. ¡La conformidad –y llegado el caso hasta la mentira– es el lecho más seguro en el que se pueda dormir sin pesadillas! Discurrir públicamente sobre temas tabú genera angustia; o sea, dolor en las personas que los cultivan. Es más oportuno y placentero evadirlos. ¡Credo quia consolans! Y aquello que no “consolans” no lo creo. Por lo tanto, no existe.[6]

 

Cuarto: la actividad científica exige –al menos en un plano ideal, metadiscursivo– renunciar a estas actitudes, doblegarlas o, en todo caso, domesticarlas. Allí debería imponerse la honestidad, la franqueza intelectual a costa de la comodidad, del autoengaño y de los prejuicios. Esto es muy raro y difícil que suceda, pero representa el requisito mínimo, la condición sine qua non para la discusión racional de cualquier problema en el campo del saber humano.  

 

Efectuado este pequeño excurso, regresemos nuevamente al tema de la pena de muerte y veamos cómo se relaciona dicho tema con las anteriores acotaciones.   

 

III. Las dos actitudes básicas que se pueden adoptar respecto a la pena de muerte

 

Concreto y lacónico. Cabe señalar que con respecto a la pena de muerte hay dos actitudes fundamentales. Nótese que hablo de «actitudes», o sea, de disposiciones de ánimo, de estados mentales,[7] y no necesariamente de posiciones argumentativas:

 

(1) La negación por principio

 

La primera actitud consiste en rechazar la pena de muerte de plano y por principio. Si alguien propone la pena capital como una posible medida contra la delincuencia (o al menos contra ciertas formas de delincuencia grave), entonces la reacción natural será simplemente negar, de facto, toda validez de la propuesta. Si le preguntáramos al opositor sobre el motivo concreto de su rechazo, éste podría replicar simplemente: «La pena de muerte me parece inmoral»; «ella atenta contra la dignidad de los seres humanos»; «se opone a la Constitución Política»; «va contra la ley de Dios», o cualquier otra afirmación por el estilo.

 

En este caso es claro –o al menos eso me parece– que el detractor de la pena de muerte la rechaza sobre la base de un imperativo moral categórico[8] que considera, en buena medida, intocable. Ese imperativo puede ser de distinto orden: religioso, social, cultural, ético, metafísico… pero se caracteriza, en lo esencial, por aceptarse de forma incuestionada, como si se tratara de un dictado forzoso de la conciencia, de una autoridad superior e infalible. «Su ley susurra, día y noche.» (Salmos1,2).  Lo cierto del caso es que si se observa detenidamente esta primera actitud espiritual, se notará que en ella no hay lugar realmente para la discusión, pues no se trata de ofrecer razones para convencer al adversario. Quien alberga una creencia básica –en este caso, negar la legitimidad de la pena capital– no necesita, por otro lado, razón alguna, pues su credo se fundamenta, finalmente, en un dogma o principio que estima independiente –al decir de Kant– de otros fines prácticos de la razón. «¡Yo creo en eso porque creo en eso!» Esta es la conclusión postrera de quien acepta un postulado de esta naturaleza. Teología política (Schmidt), que trepa por las tapias de la fe, por los paredones de la ortodoxia, allende los dictados de la racionalidad. 

 

La negación por principio de la pena de muerte (o del aborto, de la eutanasia, del matrimonio homosexual, …) conlleva, básicamente, dos consecuencias importantísimas:

 

(a)   No se requiere –o al menos no se considera necesario– dar razones para justificar su adopción; pero, 

(b)   tampoco se requiere pedir razones para rechazarla. Estaría de más que alguien que rechace, a priori, cualquier argumento lógico que busque disuadirlo de sus propias creencias, exija, a su vez, argumentos lógicos de aquellos que defienden las suyas. Proceder éste que devendría en una contradicción insalvable o, al menos, en una actitud farisaica de su defensor: «Hagan como yo digo, no como yo hago.» Llamémosle a esta actitud, para ser gráficos, el Síndrome de Tomás: «pedir pruebas» (como el Apóstol frente al Mesías) para convencerse de lo que, de previo, se ha aceptado como un dogma inimpugnable de sus creencias.

 

Por lo tanto, la consecuencia apremiante de esta primera actitud (de negación por principio) contra la pena de muerte –y siguiendo un procedimiento sistemático de reducción al absurdo– reposa en que NO existe una vía racional para discutir el problema. Es decir, el apoyo o no de una cierta hipótesis moral dependerá de los gustos, o más específicamente, de las creencias axiológicas fundamentales de quien las postule. Pero, por esta vía, se ha llegado a un oscuro callejón sin salida. Cada cual adoptará las creencias o postulará las hipótesis que más le convengan a sus intereses y a sus valores primordiales. Se ha renunciado así, y de manera concluyente, a la discusión lógico-racional. Desde esta óptica, la pena de muerte, o cualquier otro supuesto que se apoye en premisas de similar naturaleza axiológica, deja de ser un tema de debate. Se convierte en una fe, en una esperanza o, llegado el caso, en una nueva religión. Pero, aquí ya no hay nada que discutir y nos encontramos, al decir de Wittgenstein, en un punto donde «sobre ética no se puede hablar», y «lo mejor es callarse».[9]  

 

Sin embargo, esta tesis –que por c
onveniencia podríamos llamar la tesis inefabilista o de negación por principio– está expuesta a varios reparos lógicos, o sea, contiene varias trampas, siendo la más importante de ellas la siguiente:

 

Imaginemos que el detractor de la pena de muerte sostiene algo así como: «Rechazo de plano la pena capital porque considero (por motivos religiosos, éticos, de convicción íntima, o cualesquiera otros) que la vida humana es inviolable.» Esta afirmación es axiomática, absoluta. Es decir, es un juicio moral categórico. Pero, entonces, habría que preguntarse, por ejemplo: ¿qué sucede cuando soy víctima de una agresión en la cual, si no me defiendo matando al agresor, yo mismo puedo morir? ¿También allí he de reconocer que la vida humana es inviolable? Y si mantengo el principio y permito –pasivamente– que me maten, ¿no implicaría esto una violación tácita al principio categórico de que «la vida humana es inviolable»? ¿O qué sucede con los casos denominados de aborto terapéutico, donde se induce la muerte del feto para evitar la muerte de la madre? ¿O cómo resolver los supuestos, llamados en el derecho penal, de estado de necesidad, donde para salvar muchas vidas debo sacrificar algunas o al menos una?[10] ¿También en estos supuestos hay que mantener el juicio moral categórico a costa de todas las consecuencias?[11] ¿Cómo deberíamos resolver, pues, –¡en la práctica, y no para algún pasquín de moral dominical!– un ejemplo como el siguiente?: “Imaginemos que nuestro vecino de la puerta de al lado, con el que hemos tenido una larga y sangrienta rencilla, saca una pistola y dispara a nuestras ventanas desde su sala de estar, atestada de mujeres y niños. De hecho, sostiene a su hija en su regazo, mientras intenta acertar a nuestros hijos. Declara que no cesará hasta que nuestra familia haya muerto y, además, no hay una policía que pueda intervenir. ¿Qué deberíamos hacer?”[12]

 

Si el adversario responde que sí (esto es, que mantiene el principio axiomático a pesar de todo), entonces cae en una paradoja de doble naturaleza, la cual resulta, ya en el plano lógico, muy difícil de superar:

 

(a)   O bien acepta la muerte de una de las partes (en cuyo caso lesiona indirectamente su imperativo moral absoluto) o;

(b)   mantiene el principio de manera absoluta e incurre, según lo anteriormente expresado, en un estado donde la discusión racional termina, pues él niega todas aquellas vías o mecanismos discursivos que contradigan su postulado primigenio. Se trata de un asunto de creencia y no ya de conocimiento; o si se prefiere, se ha claudicado a una especie de sacrificium intellectus.  

 

Ahora bien, en el supuesto de que el opositor a la pena de muerte diga que quiere discutir realmente el punto, pues reconoce que en los casos citados (en la legítima defensa, en el estado de necesidad) es necesario matar a alguien para salvar otras vidas, entonces el asunto deja de ser de naturaleza estrictamente dogmática y se transforma en una cuestión de medios y fines; es decir, donde la pregunta esencial sería: ¿cuáles fines se pueden lograr implementando (o aboliendo) la pena de muerte? Es decir, el debate pasa de un debate axiomático (de imperativos, absoluto, principialista) a convertirse en un debate tecnológico:

 

«Los sistemas de enunciados tecnológicos son aquellos, expuesto de manera sintética, que contienen distintas posibilidades de acción, obtenidas éstas a su vez de otros enunciados que versan sobre correlaciones causales. Los enunciados tecnológicos responden, pues, a la pregunta: ¿qué se puede hacer para alcanzar determinadas finalidades? Ellos contribuyen, por lo tanto, a prepararse para la toma de decisiones, pero de ningún modo le indican a quien actúa qué debe hacer, sino tan solo qué puede hacer para lograr las metas propuestas.» [13]

 

Es hasta este instante cuando la discusión verdaderamente empieza. Antes de eso, nos encontrábamos, bien ante un «diálogo de sordos», bien ante una pseudo-disputa sobre creencias que es imposible elucidar en el plano del conocimiento, o sea, de la razón práctica.   

 

En resumen.- Frente a una negación por principio de la pena de muerte (o de otros temas éticos fundamentales) se cae: (a) o bien en una especie de «silencio elocuente» según el cual lo más pertinente es adoptar una actitud «mística» de contemplación pasiva y pre-reflexiva de los dogmas adoptados por fe; o, (b) se acepta discutir el asunto reduciéndole, en este caso, a un debate sobre medios-fines, que es lo que seguidamente se expondrá. 

 

(2) La negación por vía de los argumentos (a favor y en contra)

 

La segunda actitud potencial frente al tema de la pena de muerte es, llanamente, pedir/dar razones para apoyarla o rechazarla. Pero si se piden razones, habrá que someterse a ellas, sin refugiarse luego –de manera directa o indirecta– en un presupuesto absolutista, dogmático, metafísico. Se ha dicho, hasta el momento, que la discusión racional sobre la pena de muerte supone transformarla en una discusión tecnológica sobre medios y fines. ¡Esta es la premisa fundamental! Desde esa óptica, las preguntas centrales que hay que contestarse rezan: ¿cuáles son los fines prácticos que se quieren alcanzar con la pena de muerte? ¿Es la pena de muerte el medio más adecuado (repito: desde el punto de vista de la racionalidad instrumental) para alcanzar esos fines? Como es conocido, las respuestas que se han dado a estos interrogantes se dividen en dos grandes bandos, irreconciliables a lo largo de la historia y del tiempo. Estos dos grupos de argumentos son los que se estudiarán de seguido, concentrándome, como ya he repetido desde el inicio, en las trampas que ellos albergan en su seno, no así en sus detalles teóricos propiamente.

 

A) LOS ARGUMENTOS RETENSIONISTAS (A FAVOR DE LA PENA DE MUERTE)

 

Este primer grupo lo integran aquellas personas (y argumentos) que están a favor de la pena de muerte. Aquí se suelen presentar, a su vez, tres argumentos principales, de los cuales los dos primeros son los más comunes y el tercero es una especie de derivación lógica del primero un poco menos frecuente, pero no por ello menos importante. Veamos:

 

(1) El argumento de la retribución

 

Según este argumento la pena de muerte se justifica porque quien cometió un crimen grave debe, por su parte, responsabilizarse de él. El autor de un delito tiene que «pagar» por lo que hizo y es «justo» que así sea.[14] «Mía es la venganza –yo daré el pago merecido– dijo el Señor» (Romanos 12, 19). Una parte fundamental del contrato social que, implícitamente han suscrito las personas que viven en una comunidad civilizada, exige que cada cual asuma las consecuencias de sus actos.[15] A este respecto es muy conocida (y gráfica) la opinión expresada por la Corte Suprema de los Estados Unidos en su Sentencia de constitucionalidad (Furman versus Georgia, 1972) de la pena de muerte:

 

«El instinto de la retribución es parte de la naturaleza del ser humano. Canalizar ese instinto hacia la administración de la justicia penal tiene como propósito principal promover la estabilidad de una sociedad gobernada por el derecho. Cuando las personas empiezan a sospechar que la sociedad no está dispuesta o es incapaz de imponer sobre los ofensores el castigo que ellos se ‘merecen’, entonces se han sembrado las semillas de la anarquía, incluso de la justicia por mano propia y de u
n derecho al linchamiento.»[16] 

 

Este argumento tiene una gran fuerza social, pero sobre todo psicológica. Esa fuerza reposa en que, intuitivamente, las personas reaccionan pidiendo que «se haga justicia» frente a hechos muy graves o que conmueven su moralidad, sus costumbres dominantes o el orden jurídico.[17] Un ejemplo –no grande ni espectacular– sino «pequeño», mundano, cotidiano, de los que se encuentran por legión en cualquier latitud, en cualquier urbe, barrio o arrabal… La opinión –directa, franca, sin adorno teórico o disfraz académico– de un ciudadano clamando:

«¡Que se haga justicia…No existe ciudadano en Costa Rica que no tenga una triste historia que contar relacionada con el tema de la inseguridad ciudadana. En días pasados, una familiar cercana fue víctima de un ultraje sexual por parte de unos energúmenos antisociales que asaltaron una farmacia…; esa lacra social es la que todos quisiéramos desaparecer de un porrazo. Estos antisociales le han hecho un daño irreparable a una ciudadana ejemplar, le han robado no sus pertenencias materiales, que al fin de cuentas no interesan, sino que le han robado su alma y su vida, le han robado la ilusión a su familia y, en consecuencia, al país.»[18]

 

Lo que subyace en la base de la retribución es un presupuesto moral, emotivo, un ordre du coeur (Pascal), pues de qué otra manera podría uno concluir que alguien que hizo un mal deba expiarlo en los términos exigidos. Se trata esta, en realidad, de una tesis donde se presupone una especie de orden, de armonía que se rompe, precisamente, con la comisión del hecho delictivo. La pena de muerte representa, en este supuesto, una recuperación de ese equilibrio de justicia absoluta interrumpida por el acto dañino. Quien plasmó, en el campo filosófico, de manera más clara y gráfica la tesis del retribucionismo fue Emmanuel Kant, en su famosa obra: La metafísica de las costumbres, cuando decía:

 

«Incluso si la sociedad civil se disolviera con el consentimiento de todos sus miembros (por ejemplo, que todos los habitantes de una isla decidieran separarse y dispersarse por el mundo), aún así, debe el último asesino puesto en prisión ser ejecutado…»[19]

 

(2) El argumento de la prevención

 

El segundo argumento que se utiliza, generalmente, a favor de la pena de muerte es el de la prevención general. La idea básica es sencilla: si matamos a los violadores o a los asesinos, eso intimidará a quienes aún no han cometido esos horribles delitos para que definitivamente no los cometan y, además, fortalecerá la confianza en el derecho de quienes no delinquen. Esta tesis suele, ocasionalmente, complementarse con una tesis «débil» de la prevención en la cual ya no se pregunta (en general) si la pena de muerte previene la comisión de delitos graves o no, sino más bien si dicha pena previene en un grado mayor que la pena de prisión.

 

(3) El argumento de la indignación

 

Hay un tercer argumento que no se encuentra frecuentemente explotado en la literatura especializada sobre el tema, pero que a mí, en lo particular, me parece que es muy poderoso. A dicho argumento lo he bautizado con el nombre del «argumento de la indignación». La idea central es la siguiente: hay ciertos hechos de la vida que nos parecen meritorios y otros deplorables. Hay conductas de las personas que alabamos y otras que rechazamos. A algunos individuos los consideramos bondadosos y a otros despreciables, caritativos o monstruosos. Esta dimensión dual (polar) del mundo valorativo es consustancial a la experiencia vital. «Some say the world will end in fire, some say in ice…» (Robert Frost). Esta es también la base de la moral colectiva que se adhiere como condición necesaria de la convivencia política y de la civilización humana. En términos éticos esto significa que la existencia social está, inevitablemente, inmersa en las categorías de aprobación e indignación moral.

 

Para el defensor de la pena de muerte, la segunda de las categorías apuntaladas (la indignación) es de particular importancia. Las conclusiones que extrae de allí rezan, más o menos, de la siguiente forma: es absolutamente normal que frente a un acto cruel y atroz, nos indignemos. Si miramos a dos matones maltratar brutalmente a un anciano, nos indignamos. Si observamos cómo alguien es víctima de una estafa, de un robo, de una violación o de un homicidio, nos indignamos. El sentimiento que subyace en el fondo de todo esto es simple: la cólera.

 

“Ten la cólera y la espada,

Por mí, por ella y la palabra dada.” (Moratín)

 

Y hasta donde sabemos ese sentimiento de cólera (que da pie a la indignación) es único en el ser humano. No hay otra especie capaz de sentirlo, pero sobre todo de expresarlo de la forma en que nosotros lo hacemos y por los motivos que lo hacemos. Y es, precisamente, ese sentimiento de indignación el que ha dado pie a la mayoría de lo que, hoy día, consideramos digno, meritorio, rescatable en este mundo: la indignación frente a la esclavitud, frente al racismo, frente a la desigualdad, frente al maltrato de las mujeres, frente al abuso y la explotación, es la base ideológica desde la que se cimenta la cultura moderna y su ideario político y social.    

 

Por lo tanto, sería un acto de hipocresía decir que no se siente, frente a determinadas circunstancias, una gran indignación. En el caso que aquí nos ocupa sucede exactamente eso: frente a unos crímenes atroces, frente a la violación de inocentes o frente a la matanza colectiva, se experimenta cólera. La respuesta a esa cólera no es negarla (como si no existiera) sino reconocerla. La pena de muerte implica ese reconocimiento, la reacción natural, la consecuencia ética, el devenir originario y primigenio de la vida social a ese estado de indignación. Aplicarla es, según su defensor, reconocerle al delincuente su humanidad íntima.[20] Es decirle: ¡usted ha violado los principios más básicos sobre los cuales se monta nuestra cultura y, por lo tanto, debe pagar! Se le reconoce así como persona responsable, como sujeto de obligaciones, como agente moral capaz y digno de asumir las consecuencias de sus actos. La pena de muerte –concluye el defensor de esta tesis– es un acto de Humanidad.

 

En la vida social cotidiana esta es, creo yo, la tribuna principal donde se debaten, realmente, la mayoría de opiniones en torno al crimen y su castigo. Basta con tomar un periódico cualquiera o escuchar algunas de las noticias sobre crímenes graves que se transmiten por los medios de comunicación masiva para darse cuenta exactamente de eso. Tomo un periódico al azar, sin mayor planificación lo miro –en una de las secciones en las cuales se recogen las opiniones de los ciudadanos sobre el tema del «crimen y castigo»– y leo las siguientes opiniones: iracundas algunas, contumaces las otras, reales todas:

 

«[L]a solución está en aprobar la Pena de Muerte para los [de]predadores sexuales y [que] se construya por lo menos una cárcel de máxima seguridad en la Isla de San Lucas, en lugar de más centros turísticos…»

 

«Pienso que sería bueno que se articulen ‘escuadrones de la muerte’ dirigidos a erradicar por completo toda célula delictiva en Costa Rica. Para un mal ‘aterrador’ una solución ‘aterradora’».[21]

 

¿O qué se puede decir de esta otra opinión, esgrimida por el Subdirector (
¡!) del Diario de mayor circulación en Costa Rica:

 

«Garrotiemos al delincuente… Amarrémonos los pantalones y las enaguas para exigirle a los sinvergüenzas que nos dejen en paz, si las autoridades no pueden poner fin a la masacre que está ocurriendo en los barrios, pues hagámoslo nosotros…sinceramente a más de un raterillo le hace falta una buena garroteada para que se le quite la maña, talvez con eso los obliguemos a buscar trabajo para que le dejen de quitar las cosas a la gente que se las gana con el sudor de su frente.»[22]

 

Más elocuentes no pueden ser las opiniones. Más directo no puede ser el sentimiento. Más grafica no puede ser la cólera consignada. Por supuesto, se pueden cuestionar los motivos de estas consideraciones, su carácter irracional, ignorante, o acaso disparatado, lo que no se puede negar es que esas opiniones existen y que, detrás de ellas, también existen personas que las defienden a capa y espada.  

 

B) LAS TRAMPAS DE LOS ARGUMENTOS RETENSIONISTAS
 

Resta ahora examinar críticamente la fortaleza teorética de los argumentos arriba expuestos, tratando de develar cuáles son sus puntos fuertes (si es que los tienen) y cuáles sus debilidades (si es que las tienen). Veamos.

 

(1) La trampa del cripto-argumento

 

A pesar de su fortaleza y atractivo para la mentalidad cotidiana, el argumento retribucionista, expuesto de primero, no es –en realidad y en sentido estricto– un argumento que se sostenga. Su estructura, vista con mayor cuidado, es la siguiente: es necesario (y justo) que se mate a quien mató. ¿Por qué? Porque matar es inmoral y quien mate tiene que pagar por ello. La circularidad lógica de la tesis retribucionista se torna evidente. En realidad, no nos informa nada sobre el motivo o justificación de la pena capital. Se trata de lo que en teoría lógica se llama una tautología diluida.[23] Así, por ejemplo, cuando digo «siempre debemos hacer lo que es nuestro deber», doy la apariencia de que estoy estableciendo un criterio preciso para decidir entre las acciones buenas y las malas. Sin embargo, prestando mayor atención nos percatamos de que ésta es una fórmula vacía, pues todo consiste, precisamente, en saber cuál es nuestro «deber». En este contexto resulta, por ende, muy válida la crítica que hace John Hospers al referirse al tema:

 

«Si queremos que las reglas morales sean guías para la acción tienen que ser reglas que digan algo, reglas con fibra, reglas que permitan unas acciones y prohíban otras, no vacuas tautologías disfrazadas de reglas morales, a las que cualquiera puede adherirse simplemente porque son vacías y sin contenido.»[24]

 

Cuando un enunciado da la impresión de contener información suficiente para justificar racionalmente una decisión, pero, en realidad, no es así, entonces se puede hablar de un criptoargumento.[25] Voy a entender por criptoargumento aquel que, en apariencia, justifica un veredicto que se adopta, pero por una razón o motivo muy distinto al directamente expresado. Ese motivo oculto –«encriptado», valga el término– es, en realidad, un prejuicio, o en todo caso una creencia básica no sujeta a validación empírica o lógica por parte de quien la defiende. Así, quien afirma que «los delincuentes tienen que ‘pagar’, con la pena capital, por sus delitos» no está, en realidad, ofreciendo razón alguna para justificar lícitamente ese «pagar». Lo que tendría que hacer el postulante de esa afirmación es explicitar los motivos reales (ocultos, en este caso) por los que considera que cuando se comete un delito hay que «pagar» por él. Ese motivo oculto es un presupuesto metafísico y, por lo tanto, incuestionable. De allí resulta, por ende, que el argumento retribucionista deviene en un dogma, inmunizado contra toda posible crítica; es decir, su defensor cae de regreso en lo que arriba se ha denominado precisamente la tesis inefabilista. Por eso, lo mejor que pueda hacer –si ha de ser consecuente– es callarse.       

 

(2) La trampa del wishful thinking

                                      

En primer lugar, hay que señalar que el segundo argumento retensionista expuesto, o sea, el de la prevención general, no es de carácter normativo (moral, ético, religioso) como sí lo es el argumento retribucionista que ya se examinó. La tesis de la prevención general es una tesis, predominantemente, empírica. Ella afirma algo sobre un cierto estado de cosas (fáctico, fenomenológico). Afirma que si se emprenden determinadas acciones, eso tendrá repercusiones o efectos prácticos en ciertos niveles de la realidad. Se trata, en fin, de una afirmación de hecho, sujeta a un criterio de racionalidad instrumental: es decir, a una relación de medios y fines. Al ser una afirmación de hecho debe validarse también a la luz de los hechos. Por lo tanto, quien postule el carácter preventivo de la pena de muerte tiene, tal y como se diría en materia procesal, la carga de la prueba en su contra. O sea, es a él a quien le corresponde demostrar esa correlación ontológica directa entre pena y prevención. Sobre este punto, me referiré más adelante. 

 

En segundo lugar, la tesis de la prevención general presupone una racionalidad implícita en el accionar humano. Ella parte de que las personas son movidas hacia conductas adoptadas previamente sobre raseros más o menos reflexivos. Este es el núcleo de lo que en materia de teoría social y económica se ha dado en llamar la teoría de la decisión racional (Racional Choice Theory). Este núcleo consiste, como puede verse, en un presupuesto más de tipo normativo-ideal que descriptivo-fáctico. Ese presupuesto, llevado al extremo y sin las previsiones respectivas, puede dar lugar a la falacia del wishful thinking[26], consistente en confundir nuestros deseos con la realidad. Indudablemente, si uno observa el comportamiento regular de las agrupaciones humanas se percatará de que allí las decisiones se adoptan tomando como base una gran cantidad de elementos, dentro de los que el aspecto racional es tan solo un componente (¡a veces secundario!). La experiencia cotidiana muestra más bien que en el tema de la acción social, las variables afectivas –desde la propaganda pasando por la superstición, los mitos, el carnaval y la charanga– juegan un papel más preponderante. Al decir de Stanislav Andreski:

 

«En lugar de visiones proteicas de un triunfo final de la razón sobre la magia y la ignorancia, debemos humildemente reconocer que las normas e ideales, que permiten el progreso del conocimiento humano, deben ser defendidos en cada generación contra nuevos enemigos, quienes, como la cabeza de la Hidra, renacen, una vez que son derrotados, utilizando nuevos conceptos, propaganda emotiva y estratagemas diversas para aprovecharse de las eternas debilidades de la humanidad.»[27]

 

(3) La trampa de la razón impotente

 

Como puede verse, la gran fortaleza del tercer argumento expuesto (el de la indignación) radica en que su postulante NO ofrece razones (en el sentido de una argumentación lógico-racional) para justificar su posición. Se apela simple y llanamente a las pasiones, específicamente a la cólera, como categoría explicativa. Pero, en estas circunstancias, nace inmediatamente la pregunta: ¿cómo ha de combatirse una posición semejante? ¿Qué razones pueden darse en contra de un iracundo? ¡Las preguntas están de más! No hay razones posibles que se puedan ofrecer. Tal como dice Wit
tgenstein: «allí donde habla la pasión, calla la razón.» («Die Leidenschaft verspricht etwas, unsere Gerede dagegen ist kraftlos»). Pero, ¿es necesario darlas cuando quien esgrime el argumento no se está sujetando, él mismo, al fuero de la razón?

 

C) LOS ARGUMENTOS ABOLICIONISTAS (EN CONTRA DE LA PENA DE MUERTE)

 

En realidad, las razones que se esgrimen en contra de la pena capital son la contracara argumentativa de lo que se ha visto hasta este momento. Se suelen ofrecer, por ende, tres grupos de objeciones principales.

 

(1) El argumento contra-retribucionista

 

El núcleo de este argumento consiste en sostener que la retribución no es más que una forma de venganza que no está moralmente justificada, pues cómo se puede defender la vida suprimiendo, a su vez, una vida. La venganza puede ser un sentimiento espontáneo y natural en muchas circunstancias personales, pero si se sucumbe a él, entonces se cae en un estado que no es mayor ni más civilizado que el de cualquier otro animal. La venganza, o la justicia por mano propia, es la negación de la cultura y sobre todo de un Estado de derecho civilizado. Adicionalmente, es comprensible (aunque no justificable) que un sujeto individual quiera vengarse, pero que el Estado quiera vengarse, institucionalizando así la pena de muerte, es una atrocidad indefendible moralmente. «El Estado no puede ponerse al mismo nivel que el individuo aislado. El individuo aislado actúa por rabia, por pasión, por interés, por defensa. El Estado contesta de manera meditada, reflexivamente, racionalmente.»[28]

 

(2) El argumento contra-preventivista

 

Este segundo argumento abolicionista ataca la idea de la prevención general sobre la base de que no existe evidencia empírica concluyente que respalde el carácter preventivo de la pena capital en contraposición, por ejemplo, con la reclusión perpetua. Al decir contundente de Anthony G. Amsterdam: «El fundamento real de la prevención no es, empero, la evidencia, sino la intuición. Usted y yo nos preguntamos: ¿no tenemos miedo de morir? ¡Por supuesto! ¿No significaría la amenaza de muerte, entonces, una intimidación para evitar los actos delictivos? ¡Claro que sí! Por consiguiente –se concluye– la pena capital previene. El problema con esta intuición consiste en que la gente que está haciendo el razonamiento no es la misma gente que está cometiendo los crímenes.»[29]

 

(3) El argumento del error posible

 

Finalmente, queda el argumento de la posibilidad de error: condenar a una persona inocente. Este es un argumento muy fuerte, pues sería ciertamente una calamidad judicial (y moral) si se condena a muerte a un individuo que no ha cometido crimen alguno.

 

D) LAS TRAMPAS DE LOS ARGUMENTOS ABOLICIONISTAS
 

Las dificultades metodológicas y epistemológicas que enfrentan los adversarios de la pena capital son, desde mi punto de vista, muy similares a las que se expusieron anteriormente, sólo que relativas a distintos elementos.

 

(1) La trampa de Münchhausen

 

El rechazo del argumento contra-retribucionista de la pena capital se da –al igual que sucede con los defensores retribucionistas– en un plano puramente axiomático. Se adoptan unos determinados principios de manera apriorística y, a partir de allí, se rechaza la pena de muerte. El problema no está, como podría suponerse, en el hecho de que se parta de una cierta base, pues, finalmente, cualquier persona, en cualquier situación, hace exactamente lo mismo. Toda opinión o conocimiento se retrotrae, en un último momento, a un principio más o menos absoluto, que se adopta como presupuesto fundamental y último de la cadena argumentativa. La dificultad está más bien en que esa base o principio no es susceptible, llegado un punto, de defenderse mediante razones. Su adopción se hace más bien por razones prácticas, por motivos de fe o por una determinada creencia valorativa (Weltanschauung) sobre el fin de la existencia humana o el destino del mundo.  

 

Ahora bien, por lo general los principios a los cuales se acude para rechazar la pena de muerte involucran conceptos como inviolabilidad o dignidad de la vida humana. Sin embargo, tal y como se vio anteriormente, quien adopta esos u otros postulados de manera categórica enfrenta dificultades al justificar posibles supuestos de excepción, presentes en figuras como la legítima defensa o el estado de necesidad. Por ende, y de manera paradójica, los motivos por los cuales una persona rechaza la pena de muerte son –desde el punto de vista estrictamente lógico– similares a aquellos por los cuales otra persona la defiende. Esto muestra el carácter circular o tautológico de los argumentos expuestos, pero, paralelamente, también se explica la persistencia, dinamismo y duración del debate.

 

Hans Albert, el filósofo alemán, criticó fuertemente esta aspiración a encontrar lo que él llamó un punto arquimédico del conocimiento;[30] es decir, a retrotraer una tesis adoptada hasta un dogma fundamental que permita la estabilización de la cadena argumentativa y con ello del conocimiento humano. Como refutación a esta estructura discursiva, Albert formuló el llamado Trilema de Münchhausen. Con este Trilema lo que se pretende demostrar es que cualquier enfoque que aspire a una fundamentación concluyente y última (a un principium rationis sufficientis) conduce, necesariamente, o a un callejón sin salida o un absurdo lógico. El Trilema en cuestión se puede formular de la siguiente manera:

 

Toda derivación lógica de un enunciado exige retrotraerse hasta otro enunciado anterior el cual, a su vez, requiere ser derivado también de otro enunciado previo a él mismo, de manera que el proceso de fundamentación cae, inevitablemente, en una regresión ad infinitum.
 

Se puede acudir a enunciados que, en sí mismos, no sean demostrados sino tan sólo afirmados, pero entonces se cae en un círculo vicioso. No hay realmente una fundamentación, sino una aproximación dogmática al tema tratado. Es decir, se cae en lo que ya he denominado una tautología diluida.
 

El proceso de fundamentación, por ende, y a la luz de las dificultades señaladas, se tiene que romper recurriéndose al carácter axiológico o empírico de los enunciados, es decir, a la experiencia o a la valoración, a la autoridad o al consenso.[31]
 

En definitiva:– Las dificultades señaladas en el Trilema postulado por Albert están también presentes en el tratamiento de la pena de muerte. Una persona que la rechace (por principio) debe reconocer que lo hace: o (a) bien apelando a otros principios primigenios, en una cadena ilimitada de argumentación, (b) afirmando unos presupuestos de manera dogmática o, (c) estableciendo un consenso sobre el motivo que fundamenta su decisión o apelando a una autoridad superior. En cuanto a las dos primeras vías, resulta claro que conducen a un callejón sin salida que anula la posibilidad de argumentación racional e intersubjetiva. La dificultad con la última opción (buscar un consenso o apelar a una autoridad última) radica en que, generalmente y en lo relativo a postulados éticos básicos, dicho consenso es, en la práctica, imposible de alcanzar sin sacrificar parte de los principios originales que han dado pie a la disputa. En cuanto a recurrir a una autoridad final (¿la Constitución, la Biblia, la Conciencia?), ello es siempre posible, pero n
o exime a su defensor del reparo según el cual esa autoridad se acepta, en última instancia, por razones de fe y no sobre la base de una argumentación controlable.  

 

(2) La trampa de la falsa generalización

 

Quienes rechazan la pena de muerte apelan, por lo general, a la debilidad del argumento de la prevención general en el plano empírico. Según ellos, no existe evidencia fáctica inequívoca en el sentido de que castigar a una persona con la pena capital vaya a disminuir la comisión de delitos en ese campo específico de la criminalidad. A este respecto cabe señalar que la mayor parte de la discusión en el derecho penal se ha concentrado, precisamente, en este plano. El número de investigaciones a favor y en contra es simplemente abrumador.[32] Unos investigadores aseguran que la pena capital previene, mientras que otros, con elementos del mismo orden, aseguran que no es así. Se concluye, por ende, que la evidencia fáctica no es, en absoluto, conclusiva. Se llega rápido a un callejón empedrado.

 

Pareciera que, más allá de la discusión puramente empírica respecto al carácter preventivo o no de la pena capital, cabe hacer algunas precisiones analíticas importantes sobre el tema.

 

En primer lugar, es cierto que hay situaciones de la vida en general que son difíciles, y acaso hasta imposibles, de demostrar. Así, por ejemplo, si uno quisiera probar, fuera de toda duda, la propia existencia física o la existencia de un objeto inanimado X, ello no sería tarea fácil. A una persona que se le mostrara un objeto cualquiera (una silla o una mesa) podría decir simplemente: «¡Ah, lo estoy imaginando o es un sueño!» En el plano filosófico se ha expuesto, desde hace ya mucho tiempo, que cualquier postulado básico, incluso sobre la existencia del mundo externo o de la propia conciencia, no es demostrable más allá de un cierto punto. A esta posición, defendida especialmente por Descartes y cuyo nombre filosófico es el de solipsismo (es decir, aquella hipótesis según la cual la realidad no existe más allá de mi mente), es irrefutable lógicamente.[33]

 

Sin embargo, esta situación no impide, en lo más mínimo, que las personas adopten decisiones sobre la base del mundo exterior y que se comporten con máxima certidumbre sobre la propia existencia. El motivo para ello es que los seres humanos adoptamos las decisiones de la vida diaria basados en criterios más o menos plausibles de probabilidad y certeza. Nadie, en su sano juicio, exigiría, por ejemplo, pruebas irrefutables de que no le va a caer un meteorito en la cabeza para salir al patio de su casa o de que no va a ser asaltado por un malhechor al ir a comprar el pan. Uno no se comporta de esa forma. La conducta social se construye acudiendo a criterios muy flexibles y maleables de probabilidad. Si estas probabilidades nos favorecen, al menos en el plano subjetivo, entonces actuamos de una cierta forma, si no, nos abstenemos de hacer eso que planeábamos.

 

Con el tema de la prevención general sucede algo similar a lo expuesto. Es cierto que no se puede demostrar –de manera inequívoca y concluyente– que una sanción penal (en este caso la pena de muerte) intimide a todas las personas de un grupo social para que no se comporten de una manera determinada, esto es, para que no cometan un tipo de delito. Sin embargo, y como ya dijimos arriba, eso no autoriza lógicamente a rechazar el carácter preventivo de la sanción. Pareciera muy probable que si, para un delito concreto, se impone una pena muy fuerte, ello desaliente a algunos de sus potenciales autores. Por supuesto, aquí, al igual que en la mayoría de situaciones de la vida social, se trata de una cuestión de grados. No todos los casos serán iguales, ni todas las personas actuarán de manera idéntica. Hay delitos que se cometen al calor de la cólera o de la pasión. En ellos no hay sanción (ni siquiera la pena capital) que prevenga. Pero hay otros que requieren de un cuidadoso cálculo y una esmerada planificación. En estos es muy seguro que sus autores lo piensen dos veces antes de actuar si el riesgo de la sanción es muy alto o incluso se pagará con la vida.

 

Por todo lo anterior, se puede concluir, a título simplemente de hipótesis de trabajo, lo siguiente: es un debate bizantino y de relativa poca importancia, discutir si la pena de muerte (o cualquier otra sanción penal) tiene un efecto de prevención general o no. Esto por cuanto una demostración empírica inequívoca de ese aspecto es difícil o hasta imposible de alcanzar. Pero, sería incurrir en una falacia de falsa generalización argumentar que esa situación anula el carácter preventivo de la sanción. La discusión, en el caso de la pena capital, no es, por lo tanto, si ésta previene o no, sino más bien si ésta se quiere aceptar por otros motivos que van más allá de su naturaleza preventivo-empírica y que encuentran sus raíces en el plano de los principios morales, religiosos, e ideológicos en general.

 

Por su parte, en lo que atañe al interrogante sobre si la pena de muerte previene más que la amenaza de prisión de por vida («cadena perpetua»), es otro asunto en el que, según mi entender, no existe una respuesta generalizable a todo el universo de casos. Alguien podría bien argumentar que prefiere la muerte a estar enclaustrado de por vida en una prisión sin posibilidad alguna de reivindicarse o de acabar con su condena y que,  por lo tanto, le intimida más la prisión que la pena de muerte. Pero, igualmente, pueden darse supuestos contrarios donde la amenaza de la pena capital pesa muchísimo más que la de prisión perpetua. Por lo anterior, es posible afirmar que aquí nos encontramos, para efectos prácticos, ante un punto muerto de la discusión racional. En hipótesis de este tipo, donde la evidencia puede usarse en una u otra dirección, la persona tiene que tomar partido valiéndose de los juicios de valor categóricos que se encuentren dentro del arsenal axiológico de su experiencia vital. ¡Más, no se puede hacer!          

 

(3) La trampa de la confusión de planos

 

En cuanto al argumento referido a la posibilidad de un error judicial, cabe observar que el tema es de carácter probatorio y por sí mismo no habla ni a favor ni en contra de la pena de muerte, pues siempre prevalece la pregunta: ¿y qué pasa si se ha demostrado, fuera de toda duda razonable, que la persona acusada es culpable? Por ejemplo, ¿qué sucede cuando el imputado se encontró de manera infraganti cometiendo el delito o él mismo se entregó luego a las autoridades? ¿Está en ese supuesto justificada la pena capital?

 

El argumento del error judicial no ofrece respuestas a estas preguntas, por el simple hecho de que el interrogante por la demostración del hecho cometido y su justificación pertenecen a dos planos lógicos distintos del discurso: el primero es una cuestión de hecho (o sea, de evidencia empírica), mientras que el segundo es un problema de justificación normativa o ética. Negar o afirmar la justificación a partir de la evidencia es incurrir en un vicio lógico; a saber, en una evidente falacia naturalista, consistente en deducir juicios normativos de juicios existenciales.[34] Pero, por otro lado, el argumento del error es igualmente aplicable para otros tipos de penas impuestas por el sistema penal, pues bien podría alguien afirmar que una condena a prisión de muchos años puede basarse en un error y que, por lo tanto, no está justificada. Desde esta óptica –y mediante un argumento apagógico o de reducción al absurdo– tendría uno que proponer la abolición del sistem
a penal en su totalidad para evitar así la comisión de esos errores; aspecto este que, en todo caso, no es seguro que defienda el adversario de la pena de muerte.      

 

 

IV. Conclusión general

 

En temas controversiales (¡y la pena de muerte es uno de ellos!) los individuos raramente razonan. Las opiniones que se tienen sobre esos temas o las ideas que uno se forja de ellos encuentran su raíz más común en creencias pre-reflexivas o, peor aún, en prejuicios individualmente cultivados y socialmente transmitidos. Frente a un problema de esta naturaleza, dos son las posibles reacciones: (a) o bien la cuestión no me importa, en especial si no me afecta en lo personal o indirectamente («Las tragedias ajenas son profundamente aburridas» = Oscar Wilde); o bien (b) reconozco que el asunto tiene importancia, pero entonces el criterio que me formo al respecto se asienta en ideas preconcebidas y en opiniones prosaicas de la experiencia vulgar (Alltagstheorien).

 

En el plano teorético debería ser otro el panorama. Empero, no es así. Allí también pululan los prejuicios y hasta las falsedades (conscientes e inconscientes). Creer que la discusión científica está exenta –en su totalidad– de hábitos mentales perniciosos, de falacias y sofismas de toda laya, es una ilusión o, en todo caso, una esperanza infundada. El esfuerzo teorético debe ir, no obstante, encaminado en esa dirección; ese es el ideal de conocimiento y de verdad que subyace en toda empresa intelectual y humana.

 

Para el tema que aquí nos ocupó –el de la pena de muerte– se ha intentado justamente eso. Mostrar algunas de las trampas, de los vicios, de los obstáculos epistemológicos (como diría Bachellard), que irrumpen violentamente contra la claridad, y por ende, contra la mejor comprensión de los argumentos que ofrecen aquellos que adversan o defienden la pena capital. En este trabajo se estudiaron seis argumentos del debate (tres a favor y tres en contra) y se demostró (¿o sería mejor decir se «mostró»?) que muchos de ellos no soportan una análisis pormenorizado, riguroso, analítico. Puede ser que existan otros muchos argumentos (¡de hecho así es!), pero entonces la tarea es exactamente la misma: someterlos al fuego de la crítica, midiendo –valga la imagen– su densidad material y calculando su peso argumentativo, pues la lucha contra los monstruos hostiles a la razón –en un universo dominado por alegorías fantasmagóricas, supersticiones e ignorancia– es constante e interminable.   

 

 

V. Bibliografía básica citada

 

Albert, H., La ciencia del derecho como ciencia real. Presentación, traducción y notas de Minor E. Salas. Bibioteca de Ética, Filosofía del Derecho y Política, No. 101, Distribuciones Fontamara S.A., México, 2007.

 

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─ Die Metaphysik der Sitten, recogido en: Digitale Bibliothek, Band 2: Philosophie von Platon bis Nietzsche, Directmedia Publishing GmbH, Berlin, sin año de edición.

 

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––  “¿Es posible ser dogmático penal?” Revisa Nueva Doctrina Penal 2000/A, Editores del Puerto, Buenos Aires, Argentina, 2000, pp. 113-141.

 

––  “Problemas, soluciones y unicornios en el derecho penal”, En: Revista de Ciencias Jurídicas ¿Más Derecho? 2003/III, Fabián J. Di Plácido, Buenos Aires, Argentina, 2003, pp. 43-78.

 

––  “Mitomanías de la política criminal moderna”, publicado en el libro: La influencia de la ciencia penal alemana en Iberoamérica, Instituto Nacional [Mexicano] de Ciencias Penales (INACIPE), Libro Homenaje a Claus Roxin, Tomo II, coordinado por Mercedes Peláez Ferrusca y Miguel Ontiveros Alonso, México, 2006, pp. 261-270.

 

–– “¿Es el derecho penal el ‘padre’ de todas las ciencias? Reflexiones sobre el papel de la dogmática jurídica en el surgimiento de la mentalidad tecno-científica”. En Iter Criminis: Revista de Ciencias Penales, No. 5, tercera época, Instituto Nacional [Mexicano] de Ciencias Penales, México, 2006.
 

––  “La dogmática jurídico-penal. ¿Un viaje fantástico al reino de Absurdistán o una arma eficaz contra la irracionalidad de la justicia penal?”. Publicado en el libro de: Christian Courtis (Editor): Observar la ley. Ensayos sobre metodología
de la investigación jurídica, Editorial Trotta, Madrid, España, 2006, pp. 259-276.

 

–– Kritik des strafprozessualen Denkens. Rechtstheoretische Grundlagen einer (realistischen) Theorie des Strafverfahrens, Verlag C.H. Beck, Münchener Universitätsschriften, Reihe der Juristischen Fakultät, Herausgegeben von Claus-Wilhelm Canaris, Peter Lerche, Claus Roxin, Band 194, Munich, 2005, XIV + 391 pp.

 

–– “La falacia naturalista. Alcance y límites en el campo de las ciencias sociales y jurídicas”, artículo en prensa.

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Ugalde C., Mario, “Garrotiemos al Delincuente”, Diario Extra [diario costarricense], Martes 24 de junio, Sección de opinión, localizable en la dirección electrónica: http://www.diarioextra.com/2008/junio/24/opinion01.php

 

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Notas:

[*] El autor es Profesor en la Universidad de Costa Rica, en las Cátedras de Derecho Penal y Filosofía del Derecho conjuntamente. Una versión de este artículo (con pequeños cambios) apareció en la revista: Ciencias Penales. Revista de la Asociación de Ciencias Penales de Costa Rica, Año 21, No. 26, Mayo del 2009, San José, Costa Rica, 2009, pp. 137-152.

[1] A título ilustrativo puede consultarse la página Web de Amnistía Internacional, en la cual se recoge una importante cantidad de datos sobre el tema, así como un rico material bibliográfico y estadístico. Ver: http://www.amnistiacatalunya.org/edu/es/historia/pm.html

[2] Entiéndase por ética normativa “el intento de descubrir tesis aceptables y defendibles racionalmente acerca de qué tipos de cosas son buenas (valiosas de pretender) y qué tipos de actos son rectos, y por qué…” Es decir, nos encontramos aquí con un enfoque de tipo valorativo, en el cual se afirma que algunas acciones son buenas y otras males, algunas encomiables y otras despreciables, unas dignas de seguir y otras no. La ética descriptiva o metaética, por su parte, sería más bien el estudio (desde planos lingüísticos, psicológicos, sociales, etc.) de los postulados éticos en cuanto tales. Aquí se busca más bien contestar preguntas como: ¿cuál es el sentido o uso que se le da a expresiones como “bueno” o “malo”, “justo” o “injusto” en una determinada comunidad? ¿Cómo pueden justificarse racionalmente los juicios de valor? Todo ello se hace desde un plano no valorativo o descriptivo. Para la discusión cfr.: Haba, Enrique Pedro, Elementos básicos de axiología general. Epistemología del discurso valorativo práctico, Editorial de la Universidad de Costa Rica, San José, 2004, p.44 y ss. Para más detalles: Pieper, A., Einführung in die Ethik, UTB für Wissenschaft, 4. edición, Tübingen y Basel, 2000, pp. 86 y ss. 

[3] Sobre el tema, cfr. la nota al pie anterior.

[4] Reconozco que de manera afectiva; o sea, en el plano puramente moral (y por lo tanto, emocional), soy un adversario acérrimo de la pena de muerte, la cual me parece una de las instituciones jurídicas más horrendas. Sin embargo, en este trabajo no se trata de lo que yo (u otra persona) crea en su fuero interno, sino de examinar –lo más fría y desapasionadamente– los argumentos de uno y otro bando.  

[5] Específicamente en el renombrado Institut für die gesamten Strafrechtswissenschaften [Instituto para las ciencias globales del derecho penal] en la ciudad de Munich, Alemania.

[6] Respecto al papel que cumple el auto-engaño en la vida académica y, en general, en la vida social, cfr. mi trabajo: “Las ciencias sociales como consuelo. Crítica a la concepción misionera de las ciencias sociales y jurídicas”, Publicado en: Sistema. Revista de Ciencias Sociales, No. 200, Septiembre del 2007, Editorial Sistema, Madrid, España, 2007.

[7] Según el Diccionario de la Real Academia Española: “actitud” significa, entre otros posibles usos: “Una disposición de ánimo de algún modo manifestada.”

[8] Se entiende, por imperativo categórico (en contraposición al hipotético) aquel que debe cumplirse como un deber absoluto, pues es el resultado de la universalización de una máxima moral. En las propias palabras de Kant: “Der kategorische Imperativ würde der sein, welcher eine Handlung als für sich selbst, ohne Beziehung auf einen andern Zweck, als objektiv-notwendig vorstellte.” [“El imperativo categórico sería aquel que representa una acción, en sí misma, como necesaria objetivamente, esto es, sin relación a ningún otro fin.” Kant, E. Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, en: Werke in zwölf Bänden, editado por Wilhelm Weischedel, Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1977, p. 49.

[9] Wittgenstein, L., Tractatus logico-philosophicus, en especial a partir del numeral 6.41 en adelante; recogido en: Wittgenstein, Thomas H. Macho (compilador), DTV, Munich, 2001, pp. 91 y ss.  

[10] Para ver el tratamiento que se le da en el derecho penal a este tipo de casos, recomiendo la lectura de: Roxin, C., Derecho Penal. Parte general, T. I. Trad. de Luzón Peña, et al., Editorial Civitas, Madrid, 1997, pp. 668 y ss.

[11] ATENCIÓN: Alguien puede argumentar (y de hecho así ha sucedido) que la analogía expuesta no es válida por la siguiente razón: es posible reconocer que en un supuesto de legítima defensa o de estado de necesidad la persona (individualmente) se defienda matando a su agresor y lesionando así el imperativo moral y jurídico; pero, algo muy distinto es que el Estado, en cuanto organización político-social, tome en sus manos la vida de los ciudadanos. Este argumento es, sin duda, muy fuerte y convincente. Norberto Bobbio ha dicho al respecto: “…[L]a condena a muerte tras un procedimiento ya no es un homicidio en legitima defensa, sino un homicidio legal, legalizado, perpetrado a sangre fría, premeditado…” en: “Contra la pena de muerte”, recogido en: Marazziti, M., No matarás. ¿Por qué es necesario abolir la pena de muerte?, Ediciones Península, Barcelona, 1998, pp. 45 y ss. (62). El reparo que se le puede hacer a este argumento es, no obstante, que también hay situaciones colectivas, o sea, estatales, en que se debe realizar un sacrificio individual para evitar males mayores. Pensemos en el caso de una pandemia o de una catástrofe natural donde el Estado (i.e., las autoridades estatales) debe sacrificar –directa o indirectamente– algunas vidas para salvar otras muchas. Más polémico es el caso de los “terroristas”: ¿Está el Estado justificado moralmente a derribar a un avión que transporta una bomba para salvar así las vidas de los otros ciudadanos en tierra? Igual de complejo es el caso del vecino que a continuación (nota siguiente) se ofrece. Vid., Scheerer, S., Die Zukunft des Terrorismus. Drei Szenarien, zuKlampen Verlag, Lüneburg, 2002.  

[12] El ejemplo, de lo más gráfico, lo ofrece Fania Oz-Salzberger, en su artículo periodístico: “El juego de suma cero de Hamás”, La Nación [periódico costarr
icense], domingo 11 de enero del 2009, sección de opinión. No está de más advertir que tomé el ejemplo porque me parece muy ilustrativo de los problemas éticos, morales y jurídicos que de allí se pueden desprender y no, necesariamente, porque coincida con las conclusiones políticas que su autora extrae de él.

[13] Albert, Hans: La ciencia del derecho como ciencia real. Presentación, traducción y notas de Minor E. Salas. Bibioteca de Ética, Filosofía del Derecho y Política, No. 101, Distribuciones Fontamara S.A., México, 2007, p. 75.

[14] No pretendo, ni acá ni en los otros sitios, hacer una presentación exhaustiva de los argumentos. Para el tema de la retribución y su gran cantidad de variantes, puede verse la obra, con carácter enciclopédico, de Richard J. Evans, Rituals of Retribution. Capital Punishment in Germany, 1600-1987, Penguin Books, London, 1996.

[15] Bobbio extrae la conclusión opuesta al retribucionismo: “Es el argumento llamado contractualista, que deriva de la teoría del contrato social o del origen convencional de la sociedad política. Dicho argumento se puede enunciar de la siguiente manera: si la sociedad política deriva de un acuerdo de los individuos que renuncian a vivir en estado de naturaleza y se otorgan unas leyes para protegerse recíprocamente, es inconcebible que dichos individuos hayan puesto a disposición de sus semejantes también el derecho sobre la vida.” Op.cit., p. 48.

[16] La sentencia de la Corte Suprema de Estados Unidos se recoge, parcialmente, en White, J., Contemporary Moral Problems, West Publishing Company, St. Paul et. al., 1988, pp. 85 y ss. “The instinct for retribution is part of the nature of man, and channelling that instinct in the administration of criminal justice serves an important purpose in promoting the stability of a society governed by law. When people begin to believe that organized society is unwilling or unable to impose upon criminal offenders the punishment they ‘deserve’, then there are sown the seeds of anarchy –if self-help, vigilante justice, and lynch law.”

[17] La muestra más fehaciente de esta circunstancia la brindan los medios de comunicación masiva, en los cuales, reiteradamente, se encuentran proclamas de los ciudadanos por “justicia”. Para muestra un botón: En el periódico costarricense La Nación del día miércoles 09 de abril del 2008, se informa sobre el tema: “Al consultar si ‘es necesario adoptar la pena de muerte para algunos casos’ el 54% respondió afirmativamente, en comparación con el 47% en el 2004, y ante la afirmación: ‘en ocasiones se justifica que la Policía torture a alguien para obtener información’, el 38% estuvo de acuerdo, diez puntos porcentuales más alto que cuatro años atrás. Para el 35% es aceptable matar a los delincuentes que siguen cometiendo actos delictivos, mientras que en el 2004 apenas el 19% de los consultados pensaba así.”

[18] Juárez, María, “Que se haga justicia”, La Nación, lunes 12 de mayo del 2008, Sección de Opinión. 

[19] “Selbst, wenn sich die bürgerliche Gesellschaft mit aller Glieder Einstimmung auflösete (z.B. das eine Insel bewohnende Volk beschlösse, auseinander zu gehen, und sich in alle Welt zu zerstreuen), müßte der letzte im Gefängnis befindliche Mörder vorher hingerichtet werden…” Kant, E., Die Metaphysik der Sitten, recogido en: Digitale Bibliothek, Band 2: Philosophie von Platon bis Nietzsche, p. 27109.

[20] Al respecto nos dice Walter Berns: “Anger, then, is a very human passion not only because only a human being can be angry, but also because anger acknowledges the humanity of its objects: it holds them accountable for what they do. And in holding particular men responsible, it pays them the respect that is due them as men. Anger recognizes that only men have the capacity to be moral beings and, in so doing, acknowledges the dignity of human beings.” “For Capital Punishment”, recogido en: White, J., Op.cit., pp. 99-100.

[21] Recogido en la sección de Internet: http://registro.nacion.com/xpresese2/listar.jsp?seccion=Procesos%20legales&fecha=22/03/2007

[22] Ugalde C., Mario, “Garrotiemos al Delincuente”, Diario Extra, Martes 24 de junio, Sección de opinión, localizable en la dirección electrónica: http://www.diarioextra.com/2008/junio/24/opinion01.php

[23] Ver Hospers, J., La conducta humana, Editorial Tecnos, Madrid, 1979, p. 40; Carrió, G., Notas sobre derecho y lenguaje, 4. edición corregida y aumentada, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1994, en especial el apartado sobre “distintos tipos de desacuerdo” entre los juristas, pp. 95 y ss.

[24] Hospers, J., Op. cit., p. 42.

[25] Scheuerle, W., “Die Logik der Logik. Studien über logische Argumente und Methodenehrlichkeit im juristischen Begründen”, ZZP, tomo 78, cuadernos 1/2, p. 34.

[26] Sobre el desarrollo de este vicio en el pensamiento social, ver el excelente trabajo de Haba, Enrique P., “Entre tecnócratas y wishful thinkers. Una ideología profesional: la concepción ‘misionera’ en las ciencias sociales (y también sobre su clonación más reciente de añejos pisacabezas)”, en J. R. García Menéndez (Coord.), En la encrucijada del neoliberalismo, pp. 51-148, IEPALA Editorial 2000, Madrid, 2001.

[27] Andreski, S., Op. cit., p. 250.

[28] Bobbio, N., en: “Contra la pena de muerte”, recogido en: Marazziti, M., No matarás. ¿Por qué es necesario abolir la pena de muerte?, Ediciones Península, Barcelona, 1998, p. 63.

[29] Amsterdam, A., “Capital Punishment”, en: White, J., Contemporary Moral Problems, West Publishing Company, St. Paul et. al., 1988, pp. 102 y ss., (111).

[30] Albert, Traktat über kritische Vernunft, Editorial J. C. B. Mohr, Tübingen , 1991, en especial el capítulo 1.

[31] Albert, Op.cit., 1991, p. 15.

[32] Sobre el problema, Jäger, Ch., “La pena de muerte en el sistema de los fines de la pena”, trad. del alemán por Minor E. Salas y Miguel Ontiveros Alonso, en: Díaz Aranda, E., Problemas fundamentales de política criminal y derecho penal, UNAM, México, 2001, pp. 67 y ss.

[33] Sobre este problema y otros similares (conocimiento objetivo, subjetivo, etc.), ver: Popper, K., Objektive Erkenntnis. Ein evolutionärer Entwurf, Hoffmann & Campe Verlag, Hamburg, 1973.

[34] Al respecto, mi trabajo: “La falacia naturalista. Alcance y límites en el campo de las ciencias sociales y jurídicas”, artículo en prensa.