I. Lo político: entre el amigo y el enemigo.
“quien no está con nosotros
está contra nosotros y será combatido”
George W. Bush
Carl Schmitt (1888-1985) fue un jurista notable, un historiador del derecho y un penetrante teórico de la política, a la que debe en buena medida su fama:
En parte, la citada fama de Schmitt fue originalmente el producto de aquel momento político tan particularmente receptivo de ideas antiliberales y autoritarias como las suyas. Pero, más en general, también fue resultado del alto reconocimiento académico obtenido por su obra con independencia de los sesgos que le imprimió, o el efecto inevitable de una combinación poderosa: la de la agudeza de su capacidad de reflexión admirable reunida a la retórica cautivante con que la exponía (Strasser, 2006:631).
No obstante lo escrito, no es menos cierto que su concepción radicalizada de lo político le implicó la censura de cátedra y la exclusión del menú de congresos académicos y encuentros científicos, cayendo en el olvido y la ocultación durante buena parte del siglo XX (Saint-Pierre, 2002:255). Tampoco han faltado los cuestionamientos y las impugnaciones a la obra schmittiana por sus vínculos -un tanto oscilantes- con el nazismo (Fernández Vega, 2002:43). Finalmente, y ante el hecho de una reivindicación en los últimos años del pensamiento de Carl Schmitt por parte de autores enrolados en el campo de la izquierda política, no han faltado desde el mismo arco político severas críticas ante quién consideran un autor autoritario y reaccionario que de ningún modo podría renovar al marxismo y sacarlo de su crisis actual (Borón y González, 2002:135; véase también Grüner, 2002:26-27), postura que sin embargo no margina el pensamiento schmittiano:
Recapitulando: la obra de Schmitt es importante y merece ser estudiada. El pensamiento crítico se nutre de su permanente polémica con los puntos más altos del pensamiento conservador o reaccionario. En este sentido, Schmitt es un interlocutor que no puede ni debe ser soslayado. Esto no significa, sin embargo, caer en la ingenua aceptación de su rol mesiánico como proveedor de una nueva clave interpretativa capaz de sacar a la teoría marxista de su presunta postración. Los problemas que Schmitt ha identificado en su larga obra son relevantes y significativos, si bien hay una clara exageración de sus méritos (Borón y González, 2002:154-155).
En su clásica obra Concepto de la Política, Schmitt establece la relación entre el amigo y el enemigo como la distinción propia de lo político (1984:33). Expresa el autor más adelante que:
En cuanto este criterio no se deriva de ningún otro, representa, en lo político, lo mismo que la oposición relativamente autónoma del bien y el mal en la moral, lo bello y lo feo en la estética, lo útil y lo dañoso en la economía. (…) Si los términos opuestos como el bien y el mal, lo bello y lo feo, lo útil y lo dañoso, no son una y la misma cosa, ni pueden ser reducidos unos a otros, menos razón hay para confundir con las demás la contraposición, más honda, entre el amigo y el enemigo. La distinción del amigo y el enemigo define la intensidad extrema de una unión o de una separación. (…) El enemigo es, en un sentido singularmente intenso, existencialmente, otro distinto, un extranjero, con el cual caben, en caso extremo, conflictos existenciales (Schmitt, 1984:33-34).
Y más adelante agrega:
No es enemigo el concurrente o adversario en general. Tampoco lo es el contrincante, el antagonista (…) Y lo es menos aún un adversario privado o cualquiera hacia el cual se experimenta antipatía. Enemigo es una totalidad de hombres situada frente a otra análoga que lucha por su existencia, por lo menos eventualmente, o sea, según una posibilidad real. Enemigo es, pues, solamente el enemigo público, porque todo lo que se refiere a ese grupo totalitario de hombres, afirmándose en la lucha, y especialmente a un pueblo, es público por sólo esa razón. El enemigo es hostis, no inimicus en sentido lato (Schmitt, 1984:38-39).
Según entiende Fernández Vega, en relación al ámbito interno el enemigo es solo inimicus y no iustus hostis, otorgándosele un tratamiento administrativo y no militar de la enemistad, resultando una figura criminalizada del adversario civil, es decir, un problema policial (2002:53-54). Y en similar sentido, Corbetta expresa la distinción entre política exterior y política interior, y considera que la política dentro del Estado es sólo política en un sentido secundario; y que implica el orden de la comunidad dentro de un marco pacificado y de unidad (2002:241). Finalmente, también Saint-Pierre sostiene que para Carl Schmitt despolitizar y neutralizar son las funciones internas del Estado, llevando la política a mera policía (2002:262). Es que el Estado -representante en los últimos siglos de la forma clásica de la unidad política- va a tratar de concentrar en sus manos todas las decisiones políticas para de esta forma instaurar la paz interior, la completa pacificación para crear la situación normal, supuesto en el cual la norma jurídica puede tener validez (Schmitt, 1984:41, 73-74).
Estas consideraciones de Schmitt -y de algunos intérpretes- relativas a la política interior son radicalmente distintas cuando se analiza la política exterior de un Estado:
El concepto del amigo, del enemigo y de la guerra nace de la hostilidad. No es preciso que sea cotidiana, normal, ni que aparezca como ideal y deseable, pero debe subsistir como posibilidad real, mientras el concepto de enemigo conserve su significado. (…) La guerra no es, pues, la meta, el fin, ni siquiera el contenido de la política, pero sí el supuesto, dado siempre como posibilidad real, que determina de modo peculiar las acciones y los pensamientos humanos y produce un comportamiento específicamente político. De ahí que la característica de la distinción del amigo y del enemigo no signifique en modo alguno que un pueblo tenga que ser perpetuamente amigo o enemigo de otro, o que la neutralización sea imposible o no pueda ser políticamente acertada (…) El hecho de que el caso se presente excepcionalmente no solo no elimina su carácter determinante, sino que le sirve de fundamento (Schmitt, 1984:49, 51-52).
En la concepción schmittiana, el ejercicio de la soberanía conlleva insita la capacidad de hacer la guerra (posibilidad de morir y dar muerte) definiendo un enemigo; e incluso, es desde un lugar de legitimidad, es decir de no criminalidad, de este recurso frente a un adversario que comparte las mismas características (es un justus hostis) y no un mero delincuente o enemigo personal (Fernández Vega, 2002:54; Borón y González, 2002:143). Bien dice Schmitt que: “Al Estado, considerado como unidad esencialmente política, corresponde el jus belli, es decir, la responsabilidad real de determinar en caso dado, por virtud de una decisión propia, el enemigo, y combatirlo” (1984:72).
II. Derecho penal del enemigo: ¿hostis o inimicus?
En los últimos años, de la mano de no pocos cambios políticos-sociales ocurridos en las democracias occidentales, se ha venido registrando en la mayoría de estos países un cambio en la política criminal que
se traduce en una creciente legislación penal, procesal penal y penitenciara que colisiona con los principales fundamentos del “derecho penal liberal” caracterizado por ser considerado un instrumento de ultima ratio. La tendencia actual es la utilización del derecho penal (“del enemigo”) como primera o incluso, única ratio, dejando de lado la apelación a políticas económicas o sociales, e incluso el uso del derecho civil o administrativo (Diez Ripollés, 2005; véase también Rivera Beiras, 2003; y Anitúa, 2007).
Un jurista español que se ocupó del tema ha expresado sobre el mismo que:
"Derecho penal del enemigo" en cuanto concepto doctrinal y político-criminal que habría sido introducido con ese carácter en el discurso penal teórico actual por Jakobs ya, aunque de un modo aún muy difuso, en 1985, y el cual ha sido desarrollado y perfilado con posterioridad por él mismo y por un sector de la doctrina alemana que le sigue o que parte de presupuestos y de planteamientos próximos a los del gran penalista alemán. En la doctrina, sin embargo, este Derecho penal del enemigo ha encontrado un rechazo mayoritario en cuanto discurso teórico doctrinal y en cuanto planteamiento político criminal (Gracia Martín, 2005:2).
Según Jakobs, podemos encontrar tres elementos característicos del “derecho penal del enemigo”:
en primer lugar, se constata un amplio adelantamiento de la punibilidad, es decir, que en este ámbito, la perspectiva del ordenamiento jurídico-penal es prospectiva (punto de referencia: el hecho futuro), en lugar de -como es lo habitual- retrospectivo (punto de referencia: el hecho cometido). En segundo lugar, las penas previstas son desproporcionadamente altas: especialmente, la anticipación de la barrera de punición no es tenida en cuenta para reducir en correspondencia la pena amenazada. En tercer lugar, determinadas garantías procesales son relativizadas o incluso suprimidas (…) La esencia de este concepto de Derecho penal del enemigo está, entonces, en que constituye una reacción de combate del ordenamiento jurídico contra individuos especialmente peligrosos (…) Con este instrumento, el Estado no habla con sus ciudadanos, sino amenaza a sus enemigos (Cancio Meliá, 2003).
Los partidarios del llamado “derecho penal del enemigo” sostienen como justificación para su implementación, que:
el “enemigo” es un individuo que, mediante su comportamiento individual o como parte de una organización, ha abandonado el Derecho de modo supuestamente duradero y no sólo de manera incidental; es alguien que no garantiza la mínima seguridad cognitiva de su comportamiento personal y manifiesta ese déficit a través de su conducta. El tránsito del “ciudadano” al “enemigo” se iría produciendo mediante la reincidencia, la habitualidad, la profesionalidad delictiva y, finalmente, la integración en organizaciones delictivas estructuradas. Y en ese tránsito, más allá del significado de cada hecho delictivo concreto, se manifestaría una dimensión fáctica de peligrosidad, a la que habría que hacer frente de modo expeditivo a través de un ordenamiento jurídico especial. Así, esta modalidad de Derecho podría interpretarse como un Derecho de las medidas de seguridad aplicables a imputables peligrosos (Guillamondegui, 2004; véase también Parma, 2005; ambos en contra). (…) Existen individuos que, debido a su actitud personal, a sus medios de vida, a su incorporación a organizaciones delictivas o a otros factores, muestran de manera reiterada y duradera su disposición a delinquir, defraudando así persistentemente las expectativas normativas formuladas por el derecho, por lo que no satisfacen las garantías mínimas de comportamiento de acuerdo a las exigencias del contrato social. A tales individuos no se les puede considerar personas ni ciudadanos, son enemigos de la sociedad que deben ser excluidos de ella. El derecho penal que ha de regir para ellos debe ser sustancialmente distinto del vigente para los ciudadanos, ha de ser uno militante, encaminado a neutralizar su peligrosidad, y en el que las garantías son reducidas y la pena ya no busca reafirmar la vigencia de la norma sino asegurar el mantenimiento extramuros de la sociedad de estos individuos. Nichos sociales de surgimiento de enemigos dentro de la sociedad del riesgo estima Jakobs que se encuentran de forma predominante en la criminalidad económica, en el terrorismo, en el narcotráfico y la delincuencia organizada en general, en la delincuencia sexual u otras conductas peligrosas cercanas, en la delincuencia habitual y, en general, en toda la delincuencia grave. Tales ámbitos delincuenciales deberían, pues, tratarse de acuerdo a las pautas de ese derecho penal de enemigos y no de ciudadanos (Diez Ripollés, 2005:20)[1].
La creciente inflación penal que en occidente viene ganando terreno opera con una antinomia muy simple y básica: las categorías de amigo y enemigo. Para el amigo, entendido como delincuente ocasional que puede ajustarse a la normativa legal y comprometerse en el respeto a la legalidad, se reserva el derecho penal llamado liberal, que sostiene el cumplimiento de las garantías constitucionales; mientras que para el enemigo se aplica un derecho penal de autor (no de acto) cuya función es inocuizar al enemigo antes que resocializarlo y volver a integrarlo a la sociedad, es decir, el objetivo principal es aislarlo para así evitar que delinca. Desde esta concepción, Jakobs pretende diferenciar las dos tipos de legislaciones penales, evitando de esta manera que el denominado “derecho penal del enemigo”, que es un derecho de lucha, termine por cooptar el resto del derecho penal liberal destinado a los ciudadanos; adoptando de esta forma una postura táctica frente a lo que él considera ya como un avance innegable en la legislación penal (Aguirre, 2004). Pareciera entonces operarse hacia dentro del campo político-criminal una transformación jurídica del inimicus en hostis, con las binarias características y posturas extremas que esto conlleva:
La esencia del trato diferencial que se depara al enemigo consiste en que el derecho le niega su condición de persona y solo lo considera bajo el aspecto de ente peligroso o dañino. Por mucho que se matice la idea, cuando se propone distinguir entre ciudadanos (personas) y enemigos (no personas), se hace referencias a humanos que son privados de ciertos derechos individuales en razón de que se dejó de considerarlos personas, y ésta es la primera incompatibilidad que presenta la aceptación del hostis en el derecho con el principio del estado de derecho (Zaffaroni, 2006:18).
Por su parte, de las hipótesis estudiadas por Saint-Pierre (2002:264-265) como supuestos de enemigos internos schmittianos, ninguna de ellas se ajusta o armoniza con las previstas en la conceptualización del llamado “derecho penal del enemigo”. Confirmamos esto apoyándonos en el texto del propio Schmitt, de cual surge que no pareciera lícito considerar al enemigo como no-persona:
Dentro de la realidad psicológica, fácilmente suele el enemigo ser tratado de malo y feo, por cuanto toda distinción, y singularmente la política, que es la discriminación y agrupación más fuerte e intensa, esgrime y llama en su auxilio para justificarse ante su conciencia, a todas las demás distinciones posibles (…) No es necesariamente enemigo el que es moralmente malo, estéticamente feo o económicamente dañoso (1984:36).
Y más adelante prosigue el autor:
Tales guerras son por fuerza singularmente crueles e
inhumanas, ya que, rebasando el plano político, tienen necesidad de rebajar al enemigo al mismo tiempo desde el punto de vista moral y según otras categorías y de convertirse en un monstruo inhumano que no solo debe ser combatido, sino definitivamente aniquilado, que no es, por consiguiente, un enemigo que baste tener a raya en sus confines (…) Cuando un Estado combate a su enemigo político en nombre de la humanidad, la guerra no es una guerra de la humanidad, sino una guerra en la que un Estado determinado trata de secuestrar en su favor, contra su adversario, un concepto universal, para identificarse con él (a costa de su adversario). Análogamente se puede abusar de palabras como paz, justicia, progreso, civilización, para reivindicarlas como propias y negarlas al adversario. El concepto de la `humanidad´ es un instrumento especialmente adecuado para la expansión imperialista del propio poder (…) La adopción del nombre de la humanidad, su invocación, el monopolio de esta palabra, podría servir únicamente para enunciar, dado que no cabe introducir esos nombres sin que se traigan ciertas consecuencias, la terrible pretensión de negar al enemigo la cualidad de hombre, de declararle `hors-la-loi´ y ´hors l´humanité´, y la afirmación de que la guerra debe llevarse, por esa razón, hasta la más extrema inhumanidad (1984:56, 91-92; el destacado es propio).
Considero que estos últimos párrafos muestran de manera muy clara que lo postulado por Carl Shmitt no se puede armonizar o compadecer con la doctrina del así llamado “derecho penal del enemigo”, interpretando sobre todo que Schmitt se refiere a una guerra entre enemigos declarada por unidades políticas soberanas, es decir, que se vuelve notoriamente inviable utilizar a Schmitt por parte de una unidad política pacificada [2] que unilateralmente pretende declararle la guerra a determinada delincuencia bajo la categoría de considerárselas como no personas.
III. Conclusiones: ¿juridizar o politizar?
Aún sin desconocer el carácter violento en la constitución y en el posterior mantenimiento del orden jurídico-estatal (Grüner, 1997:31; Rivera Ramos, 2004:3), en los postulados del derecho penal del enemigo se da como presupuesto la existencia de una guerra no declarada hacia dentro de la sociedad, que no enfrenta a otros Estados soberanos ni se desencadena tras una declaración formal de guerra, ni se aplica el derecho humanitario de la Convención de Ginebra, pretendiendo llevar al campo del derecho y de lo jurídico aquello que concierne al orden de lo político y la política.
Si bien es cierto que la consideración del delincuente como un enemigo de la sociedad al que no se le debe trato de persona puede rastrearse desde la sofística griega del siglo V a. C y el mismo Platón, pasando por la Inquisición, Hobbes y Rousseau, hasta Fichte y Kant, sin olvidar a Garófalo, von Liszt, Stooss y Mezger (Gracia Martín, 2005; Zaffaroni, 2006:11), es distinta la situación cuando se pretende semejante trato bajo el Estado Constitucional de Derecho:
(…) resulta intolerable la categoría jurídica de enemigo o extraño en el derecho ordinario (penal o de cualquier otra rama) de un estado constitucional de derecho, que sólo puede admitirlo en las previsiones de su derecho de guerra y con las limitaciones que a éste le impone el derecho internacional de los derecho humanos en su rama de derecho humanitario (legislación de Ginebra), habida cuenta de que ni siquiera éste priva al enemigo bélico de la condición de persona (Zaffaroni, 2006:12).
También es bien cierto lo que se ha expresado sobre el jurista -Günther Jakobs- que actualmente introdujo el mentado concepto en el derecho penal: “No existe en el texto una sola mención al pensamiento dicotómico de Carl Schmitt, ni se advierte siquiera una mención del filósofo renano, aunque los exégetas y críticos de Jakobs lo asocien indefectiblemente con éste” (Aguirre, 2004; Zaffaroni, 2006:155).
¿Por qué entonces la asociación de Jakobs con pensamiento de Carl Schmitt por parte de la mayoría de los intérpretes del “derecho penal del enemigo”? La respuesta -con la que finalizamos el presente trabajo- no es sencilla ni definitiva: las asociaciones entre los dos autores no provienen de un solo autor, por el contrario, tanto en Europa (España y Alemania sobre todo) como en Latinoamérica (Colombia, Perú, Ecuador, Argentina, Chile) se sigue vinculando estrechamente a Günther Jakobs y a Carl Schmitt. En nuestro contexto local[3] tanto Zaffaroni (notoriamente en contra del derecho penal del enemigo) como Marteau (a favor del derecho penal del enemigo) han expresado lo suyo:
(…) la cuestión de la enemistad adquiere su máxima intensidad ya que la dicotomía planteada difícilmente pueda resolverse apelando a normas o instancias de mediación preestablecidas, sino más bien resulta zanjada por el conflicto directo de los individuos en posición de hostilidad. Esto lo ha señalado con aguda precisión Carl Schmitt, tal vez el último pensador clásico de lo político, quien además ha advertido sobre el carácter público que adquiere la enemistad en este punto (Marteau, 2003).
Es incorrecto rechazar la legitimación parcial del nuevo autoritarismo “cool” que ensaya Jakobs porque su base sea schmittiana, puesto que no es verdad, sino que corresponde criticarla porque irremediablemente conduce y acaba en el estado absoluto de Carl Schmitt (…) No debe negarse la coherencia de Schmitt a causa de sus terribles consecuencias, sino todo lo contrario: creemos que, justamente, su formidable y fría coherencia demuestra que la tesis del enemigo en el campo de la ciencia política acaba necesariamente en las conclusiones a las que llega este autor (Zaffaroni, 2006:156 y 135).
Parece desprenderse entonces que el pensador Carl Schmitt es un autor imprescindible en la temática del enemigo, lo que conlleva una suerte de asociación casi automática con sus postulados, aunque de buena fe se quiera decir otra cosa y para otro campo del saber. Pensar al enemigo, es quizás un modo de anclarse en la lógica binaria del último pensador de lo político.
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Notas:
[1] Por su puesto que en los distintos contextos políticos las concepciones autoritarias enroladas detrás del derecho penal del enemigo, asumen características propias, así para Argentina se ha dicho que: “La presentación lamentable que en la sociedad argentina hiciera hace poco tiempo el Manhattan Institute de Nueva York, de la mano del ya desembozado -aunque, naturalmente, "ciudadano"- Juan Carlos Blumberg, haciendo explícito un discurso regresivo en el que "los limpiavidrios y las prostitutas son parte del terrorismo urbano", dan la pauta de la proyección y alcance del derecho penal del enemigo -y de los enemigos- en una región marginal del capitalismo tardío” (Aguirre, 2004).
[2] La situación colombiana es sin duda un caso mucho más complejo que el del resto de las democracias occidentales que adhieren en sus postulados político-criminales al denominado “derecho penal del enemigo”. Para un análisis del particularísimo contexto colombiano, véase Aponte Cardona (2007).
[3] Para el contexto alemán, la asociación vino de parte de Albrecht y otros profesores de derecho penal, a quien Jakobs le contestó que solo “existe una similitud de
terminología y planteamientos con Schmitt, pero que ambos deben situarse en su correspondiente momento histórico”, véase Zaffaroni (2006:155, nota 395) y Víquez (2007:14, nota 58).