Elementos de control social en las naciones sin Estado Por Eduardo Luis Aguirre

Sumario: I.- Introducción; II.- Control social jurídico penal; III.- Naciones sin estado en el capitalismo marginal.

“Para decirlo más claramente, parecería que, mientras en manos de los dominadores el concepto de nación promueve la estasis y la restauración, en manos de los dominados es un arma empleada para impulsar el cambio y la revolución” (Hardt, Michael-Negri, Antonio: “Imperio”, Paidós, Buenos Aires, 2002, p. 107).

I.- INTRODUCCIÓN

Uno de los datos objetivos que caracterizan a la tardomodernidad,  radica en la hegemonía de un discurso punitivo, al parecer globalizado, que plantea la utilización del derecho penal como el instrumento excluyente para hacer frente a la “inseguridad” derivada de formas específicas de criminalidad o diferentes e inéditas formas de riesgo[1]. Las características que definen a este derecho penal contemporáneo son, entre otras, las siguientes:

1.      Una hipertrofia irracional.

2.      Una tendencia a la selectividad o la inoperatividad según los casos.

3.      Una acentuación de la prisionización como respuesta institucional excluyente, con su consecuente explosión demográfica de las cárceles y demás establecimientos coactivos de secuestro oficial.

4.      Una excesiva anticipación de la tutela penal eufemísticamente denominada “prevencionismo”.

5.      Como consecuencia de lo expuesto, una obligada desformalización y funcionalización del  Derecho Criminal, con inexorable flexibilización de las garantías penales, procesales y ejecutivas de la pena[2].

6.       Una tendencia a criminalizar no ya a sujetos individuales en circunstancias, sino que ese control se expresa de manera “glocal” y grupal y su objeto de control es la rebelión de los excluidos[3].

7.      Una selectividad inédita que abarca todos los procesos de criminalización.

El sistema penal tiende a uniformarse a través de lógicas globalizadas y unitarias, donde se identifican las improntas que caracterizan a los elementos e instrumentos nacionales e internacionales de punición. Las identidades en torno a las estrategias punitivas de control implican no tanto una única definición cultural frente a las nuevas incertidumbres y riesgos globales, tanto en el plano internacional como en las instancias internas de control, sino como un intento de reproducción de las relaciones de dominación que en cada ámbito se expresan.

El derecho es, por definición, una creación cultural, social, mutable. Son los hombres -en rigor, algunos de ellos- los que plasman en normas las conductas humanas permitidas y –muy especialmente- las prohibidas, en el marco de un sistema de creencias hegemónicas donde se anudan el discurso del orden y el imaginario social: y esta es una de las características de todo sistema jurídico. La otra es la potestad asimétrica de permitir y prohibir, que no es común a todos los seres humanos, sino que constituye un patrimonio reservado solamente a aquellos que tienen el múltiple poder de definir lo permitido y lo prohibido, de amenazar con una sanción lo vedado y de ejecutar en definitiva esas sanciones plasmadas en leyes abstractas.

El derecho penal interno configura una muestra  de esta afirmación inicial, toda vez que el sistema penal de las naciones se construye sobre la base admitida de mecanismos selectivos de criminalización, cuyo eje  victimizador recae casi siempre sobre los sectores más vulnerables de las sociedades. Esta selectividad, empero, no obedece sino en sus expresiones formales a aparentes compulsiones legislativas tendientes a visibilizar y sobrerepresentar la tarea del estado frente a la aparición o profundización de distintas formas convencionales de criminalidad. Aún en un contexto de absoluta e inédita irracionalidad (las últimas reformas del código penal constituyen un caso paradigmático en la Argentina), la recurrencia a echar mano a reformas de la ley penal que implican siempre un endurecimiento de las penas o la creación de nuevos tipos penales, dejan en claro que, en todos los casos, esas iniciativas contribuyen a reproducir las relaciones de dominación interna de una sociedad. Algunos ejemplos son demasiado elocuentes: no se han modificado, en este marasmo retribucionista y prevencionista, ni la pena exigua prevista para el delito de usura, ni la virtual impunidad reinante respecto de los delitos ecológicos que causan efectos devastadores en el país (al punto que la propia Corte Suprema de Justicia ha debido intervenir en causas emblemáticas como la del Riachuelo) o la responsabilidad penal de las personas jurídicas, ni la benignidad de las penas prevista en abstracto para el lavado de activos o el enriquecimiento ilícito de funcionarios. Por el contrario, los delitos de calle o de subsistencia han sido reprimido con sanciones irracionales pero claramente inscriptas en esa dirección selectiva (el “hurto campestre”, por citar un ejemplo, es una evidencia supina que releva de mayores comentarios sobre el particular).

En el plano internacional, sobre todo a partir de la Segunda Guerra y en consonancia con el resultado del conflicto, se comenzó a gestar un sistema penal mundial que, salvo algunas excepciones, reprodujo y profundizó los cuadros de desigualdad y subordinación a las fuerzas imperantes que caracteriza a los derechos internos, más allá de las ponderables expectativas que precedieran la constitución de los tribunales internacionales de justicia.  El propio Koffi Anan consideró la decisión de 160 países de establecer una Corte Penal Internacional permanente como “un gigantesco paso a favor de los derechos humanos universales y del imperio de la ley”.

La novedad que plantea el nuevo esquema global radica no solamente en la constatación cotidiana de la nueva relación de fuerzas, sino también en la capacidad de presentar dicha fuerza como un bien al servicio de la justicia y de la paz[4] en un contexto de expansión de la ideología securitaria.

La mayoría de los juristas y organizaciones sociales “progresistas” contemporáneas aplaudieron acríticamente y casi sin reservas la creación sucesiva de una batería de instituciones jurídico penales transnacionales en la creencia de que “Las atrocidades cometidas durante estos conflictos han convencido a la comunidad internacional a establecer diversos instrumentos de defensa de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario, cuyo éxito se ha visto limitado en gran parte por la ausencia de organismos capaces de sancionar a los violadores de tales derechos” “La historia nos demuestra que el deber de tutelar los derechos humanos trasciende los confines geográficos y políticos dentro de los cuales son infringidos…” “Al contribuir a erradicar la impunidad, la Corte Penal Internacional devolverá la fe a las poblaciones victimizadas en la justicia y en las soluciones pacíficas de los conflictos, permitirá auténticos procesos de reconciliación y disuadirá a los criminales de cometer nuevos atropellos”[5].

La fuerte tendencia a limitar el conocimiento de “lo” jurídico al derecho estatal, es únicamente comparable a la ignorancia que con relación al los derechos “infra-estatales” y “supra-estatales” exhiben los hombres de ley en el denominado mundo occidental, o aún las que surgen sorpresivamente de nuevas concepciones académicas en el campo de la sociología criminal[6] . El resultado no puede ser más penoso: el sistema penal internacional no sólo ha defraudado expectativas (reduciendo su poder punitivo a la persecución y sanción de dictadores otrora funcionales de países del tercer mundo), sino que además ha demostrado  incapacidad y/o desinterés para prevenir o sancionar conductas criminales sin precedentes perpetradas desde  centros de poder internacional, en un contexto donde el diseño de los instrumentos jurídicos es una muestra palmaria de reproducción de las condiciones de asimetría del planeta y de los intereses contrapuestos entre los distintos grupos sociales y pueblos.

El desarrollo histórico del proceso de creación de la Corte Penal Internacional, permite advertir que los E.E.U.U., cuando los demás miembros rechazaron las enmiendas que propuso, votó en contra del nuevo Estatuto. Las enmiendas frustradas se referían por una parte al concepto de jurisdicción y su aplicación a los estados no adherentes, en lo que parece ser un intento de preservación de conductas ilegítimas propias. Por la otra, a que el estatuto debía reconocer que el Consejo de Seguridad debía tener un rol decisivo en la determinación del concepto de un acto de agresión. Esto es, que justamente el órgano que reproduce la relación de fuerzas mundiales y  es funcional a ese statu quo, determine cuándo se está ante un acto de agresión; los que, vale consignarlo, en el caso de Estados Unidos se cuentan en la historia de la humanidad por decenas.

Esta actitud, por otra parte, reconocía un antecedente análogo: el paquete de “reservas, entendimientos y declaraciones” (conocidos como RUDs) mediante cuya imposición E.E.U.U. accedió a la ratificación de los tratados concernientes a los derechos humanos a nivel continental, durante la última década. Esas imposiciones, de indudable relevancia, son muchas de las que este país llevara ulteriormente a la C.P.I.: ” 1.- Que los Estados Unidos no asumirán ninguna obligación de un tratado que no sea capaz de llevarla a cabo por ser inconsistente con la Constitución norteamericana; 2.- La adhesión de Estados Unidos a un tratado internacional de derechos humanos no debe producir o prometer cambios en la práctica o legislación norteamericana; 3.- Los Estados Unidos no permitirán someter a la Corte Internacional de Justicia disputas relativas a la interpretación o aplicación de las Convenciones de Derechos Humanos; 4.- Cada tratado relativo a los derechos humanos al que adhiera el gobierno norteamericano estará sujeto a una cláusula federal de manera de dejar la implementación del mismo a los Estados de la Unión; 5.- Todo acuerdo internacional relativo a los derechos humanos no podrá ser operativo o autoejecutable (Non-self-executing; esto es, no programático, precisando de la legislación doméstica para ponerlo en vigor”)[7] .

El estado de cosas, entonces, discurre sin mayores variantes respecto de la naturaleza y alcance de los organismos jurisdiccionales internacionales, como no sea la condición de primer tribunal permanente que debe reconocerse a la CPI, a diferencia de sus cuatro precedentes “ad-hoc” (Nuremberg, Tokio, Ruanda y Yugoslavia), de dudosa compatibilidad con la garantía del “Juez Natural”. Sin perjuicio de ello, un ejemplo emblemático de la relación de fuerzas que preside como criterio rector (también) las relaciones penales internacionales, debe buscarse en la contradicción de la exigencia estadounidense antes reseñada y la actitud del mismo estado nacional al juzgar los crímenes del nazismo en el Tribunal de Nuremberg: la defensa de los enjuiciados derrotados,  ejercida entre otros por el profesor Hermann Jahreiss, alegó en su momento la necesidad de que los jerarcas nazis que asistía fueran juzgados por un tribunal alemán, que aplicaría la ley alemana, doblemente competente como ley territorial y como ley nacional de los acusados[8]. Precisamente, el principio de “jurisdicción” que un tribunal que E.E.U.U integró, aplicó y ahora desconoce. En el mismo sentido, podría recordarse el ejemplo elocuente de la detención y condena del presidente panameño Noriega.

El luctuoso  atentado del  11 de setiembre de 2001, ha generado un verdadero arsenal de amenazas y anuncios desembozados de violar en lo inmediato paradigmas decimonónicos del derecho internacional, mientras el sistema penal “global” observa  impávido las consecuencias irreparables actuales y  por venir y la concreción en hechos de aquellos anuncios brutales. El comportamiento de sus actores y agencias resulta previsible: nada se hizo en ocasión de matanzas indiscriminadas, bloqueos que constituyeron verdaderos holocaustos, intervenciones armadas, injerencias múltiples y cruentas en el marco de las acotadas políticas interiores, acreencias exigidas de manera extorsiva, etc. Es esperable, entonces, que tampoco  se experimenten progresos en la actualidad, cuando el  Gobierno y el Congreso de los Estados Unidos se plantean que la CIA recupere su tristemente recordada “licencia para matar”, o el vicepresidente de este país anuncia abiertamente que esta “nueva guerra” le permitirá poner en práctica “tácticas sucias y perversas”, porque “E.E.U.U   trabajará en el lado más oscuro del espionaje”. Y que para poder penetrar en los grupos terroristas, “el Gobierno estadounidense considera que no tiene más alternativas que pactar con violadores de los derechos humanos”[9] . En otras palabras, se trata de “tener a sueldo a personas detestables”, según expresa el segundo hombre de la “primera democracia” del planeta, invocando al bien y la libertad.

Esta nueva doctrina se acaba de expresar en toda su magnitud con la despiadada conquista de Irak, en la que se amalgaman intereses económicos y geopolíticos criticables por igual y se firma un virtual certificado de defunción de un orden internacional que los propios E.E.U.U. contribuyeron decisivamente a crear luego de la II Guerra Mundial y se ratifica con un sinfín de amenazas contra expresiones nacionales o agregados sociales en apariencia “disfuncionales”.

El irregular proceso y la muerte ulterior de Saddam Hussein, la existencia de cárceles clandestinas, el trato inhumano y degradante conferido a los prisioneros de Guantánamo y las medidas “prevencionistas” que EEUU aplica y defiende sin fisuras respecto de los ciudadanos percibidos como “distintos”, marcan una tendencia clara en este sentido.

En resumen, luce evidente la contradicción entre las expresiones de buena voluntad y la verdadera naturaleza criminalizadora de un nuevo sujeto colectivo -en un contexto internacional inédito de poder- que genera una “inseguridad” jurídica internacional que tal vez sea la mayor de las conocidas en  toda la historia. En consecuencia, el sistema penal internacional se encuentra en vías de transformarse en la actualidad  –y más que nunca antes- en un formidable instrumento coactivo en manos de una potencia hegemónica. Queda en un plano secundario que la hecatombe que se abatiera sobre Afganistán, uno de los pueblos más sufridos de la tierra[10] , haya incluido homicidios intencionales, graves sufrimientos o atentados, ataques contra la población civil, a sabiendas de que causarían “colateralmente” muertes y heridas a civiles, tratos degradantes a prisioneros, etcétera, que son precisamente los “crímenes de guerra” para cuya persecución y enjuiciamiento se propuso, justamente, crear la CPI. Una Corte que, sin embargo, reserva en su propio estatuto la posibilidad de que  sea justamente el Consejo de Seguridad de la ONU quien pueda suspender sus investigaciones[11].

“Finalmente, la actitud de los EUA en Roma fue, claro, lamentable. A pesar de las muchas concesiones hechas por los Estados formadores de opinión, la Delegación de los EUA se aferró a sus demandas, en particular a una declaración específica para aceptar jurisdicción (modelo de consentimiento oficial) y un limitado período opt-in para crímenes de guerra y
crímenes contra la humanidad, inclusive para Estados no partes. Aceptar estas propuestas significaría aceptar un tribunal que efectuaría la persecución contra países pequeños y pobres, capitulando delante de los crímenes cometidos por los poderes principales”[12].

Pareciera, en consecuencia, que la polémica se ciñe al interrogante sobre el deterioro producido en la “postmodernidad”  de la noción clásica de “soberanía nacional” y la habilitación de la categoría histórica de “competencia universal”.

“Si la soberanía es concebida como absoluta y monolítica, será inadmisible conceder cualquier tipo de injerencia a un poder foráneo que pueda resquebrajarla. Si, en cambio, se constata que la soberanía a lo largo de la última mitad del siglo se ha ido erosionando a favor de una globalización del poder, y si se acepta que algunos aspectos antes reservados exclusivamente al soberano pasaron al dominio común, universal, entonces la competencia universal invocada por una jurisdicción foránea se explicará en un mundo profundamente entrelazado como es el actual”[13] . Esta enunciación sintetiza uno de los grandes sofismas históricos del capitalismo. Las profundas asimetrías en la aptitud para contribuir a la construcción de un sistema normativo internacional y la virtual imposibilidad de incidir en la voluntad de los países y corporaciones más poderosas, ha puesto en crisis esta especulación. Y esto no abarca solamente al Tribunal Penal Internacional, sino también a las agencias y usinas reproductoras de este esquema. Sin perjuicio de ello, hay un costado fértil para el análisis que es preciso explorar, aunque más no sea, de manera introductoria.

En efecto, los “defensistas sociales” internos, los que reivindican y legitiman al derecho penal como una herramienta compatible y afín con el “orden” y la “seguridad” de las sociedades  marginales, aún admitiendo  su condición selectiva, en aras de una “lucha contra el delito” que adquiere lógica propia y se transforma en un fin en sí mismo, deberán explicar si les resulta igualmente natural la convivencia con un derecho penal internacional cuyo dato constitutivo es la  participación de  naciones de primera y de segunda categoría, en cuyo caso, los estados y los grupos sociales de este margen, obviamente, ocuparían un lugar inevitable dentro del último grupo, acaparando el rol de sujetos pasivos criminalizados por el nuevo orden penal internacional[14] y por las nuevas e inéditas prácticas punitivas.

Se trata, como puede apreciarse, de una suerte de símiles colectivos de los sujetos individuales de mayor vulnerabilidad respecto de los cuales, en el plano interno, se reclama mayor dureza institucional y una virtual derogación de los derechos y garantías decimonónicas.

Llamativamente, una de las características definitorias del nuevo sistema penal internacional es la intención explícita y desembozada de disciplinar no ya a sujetos individuales sino a grupos sociales “disfuncionales”, en aras de mantener y reproducir un estado de cosas que no se sostiene sino con más represión institucional “global”.

La particularidad definitoria del nuevo orden, esta suerte de “igualdad formal” de naciones y pueblos,  no es sino la réplica a nivel mundial de la “igualdad” formal de los ordenamientos penales nacionales, con la única novedad de que el vórtice de este escenario es la exclusión social.

Este “caótico desorden”  que se supone tiende a revertir los grandes espacios macrojurídicos interdependientes, no expresa sino la lógica brutal de las nuevas relaciones de dominación, donde el “patriotismo constitucional”, el nuevo “régimen de verdad” social,   constituye uno de los elementos ideológicos con mayor poder de disciplinamiento teórico.

Se trata,  en realidad,  de un orden que no solo  asigna roles de primera y segunda jerarquía a los estados nacionales sino que, dentro de ellos, atiende coactivamente a la preservación de ese mismo orden jerárquico (el rol actual de policía interna de los militares estadounidenses en Irak así parece confirmarlo y las estrategias de policía interna desplegadas en el marco de la “tolerancia cero” por las fuerzas de seguridad norteamericanas contra los saqueadores post tragedia de Nueva Orleáns,  o la “mano dura” contra los manifestantes suburbanos de París profundizan esta analogía). Frente a esa realidad, es natural la aparición de grupos que pugnan por el reconocimiento de su identidad, de sus derechos y de su existencia: las “minorías” que ponen en crisis la noción clásica de soberanía política, al menos en la forma en que la misma se ejerce actualmente.

Los ejemplos de los pueblos indígenas, palestino, vasco, kurdo, checheno y los del Tercer Mundo (acaso los emblemas de la “naturaleza progresista de los nacionalismos subalternos” de que hablan Hardt y Negri) son elocuentes en sí mismos y ratifican esta especulación inicial.

La “guerra contra el terrorismo”, concebida también en términos de lógica binaria,  completa el nuevo paradigma de sometimiento y retroalimenta la concepción hegemónica vigente de un derecho que se asume a sí mismo como injusto, aunque “necesario”, colocando a la humanidad de cara a la mayor inseguridad jurídica de toda la historia. El “delito” o más impropiamente “la inseguridad”, se asimila al destino mismo de la nación, degradándola, el reclamo de mayor rigor punitivo apunta a la restauración de un orden perdido y de sus jerarquías sociales, y a la resurrección de un sistema monista de valores que incluye el ascetismo, la existencia sacrificial, el ahorro, el trabajo y la posibilidad de movilidad social vertical. Las claves de la sociedad fondista. El distinto, el extraño, el otro, no solamente no profesa ese sistema de creencias sino que es percibido, sobre todo por las clases medias y altas, como el mayor impedimento para que “el resto” de la sociedad pueda alcanzar sus objetivos conservadores huyendo hacia un pasado compatible con el orden impuesto por el estado de bienestar. “Cada sociedad tiene su régimen de verdad, su “política general de la verdad”: es decir, los tipos de discursos que ella acoge y hace funcionar como verdaderos; los mecanismos y las instancias que permiten distinguir los enunciados verdaderos o falsos, la manera de sancionar unos y otros; las técnicas y los procedimientos que son valorizados para la obtención de la verdad; el estatuto de aquellos encargados de decir qué es lo que funciona como verdadero[15].

Los nuevos “terroristas urbanos”, entonces, no son ya únicamente los inmigrantes, los limpiavidrios, “barderos” o los pequeños infractores, sino también los pueblos originarios, los “piqueteros”, los colectivos de refugiados o desplazados y las “tribus urbanas”. Esto es, las “minorías”, en definitiva, “grupos de ciudadanos de un Estado en posición no dominante con ese Estado, que está dotado de características étnicas, religiosas, linguísticas, culturales, sociales o nacionales diferentes a las de la mayoría de la población”[16].

Las nuevas prácticas y el discurso que las justifica, tienden sistemáticamente a la recuperación de un “orden perdido” y de un mundo previsible que tribute a “ese orden” en situación de crisis terminal. La imposibilidad de advertir y tolerar las diferencias y la diversidad cultural conllevan el mandato de apreciar a la otredad como un problema a resolver en clave binaria y mediante alternativas y abordajes propios de las sociedades disciplinarias, incorporando al discurso y las prácticas –estatales y sociales- una prescindencia absoluta de las investigaciones y reflexiones de los expertos sociales, denigrada por una corriente populista punitiva y un clamor inédito por la “justicia expresiva”[17].

En síntesis, el nuevo mapa ecuménico no solo  se sostiene merced a la fuerza, sino también y muy especialmente en la aptitud de presentar a esa fuerza como un aporte a la paz y la seguridad “del conjunto”. Y lo propio ocurre, también,  con los derechos internos: la legitimación se construye sobre la base de la falacia de la representación supuesta de los intereses (y la seguridad) de la totalidad de la población.

Aparecen así muy claras las analogías conceptuales entre la doctrina de la “guerra preventiva” y las medidas predelictuales de política criminal esbozadas por la teoría de las “ventanas rotas”, las demás representaciones del nuevo realismo criminológico de derecha[18] y el derecho penal del enemigo, arraigadas de manera preocupante en los sistemas de creencias hegemónicos de las sociedades nacionales de la modernidad tardía.

En este marco, es particularmente importante advertir que esta negación represiva de la diversidad, esta concepción del “otro” como un potencial enemigo respecto del cuál es lícito “hacer algo” antes de que él lo haga, pretende borrar de un plumazo un dato objetivo de la realidad social contemporánea.

Los millones de seres humanos que no se ven contenidos por las estructuras tradicionales de los estados nacionales y se encuentran en una relación de sometimiento respecto de esos estados, se manifiestan por doquier, a través de demandas y reivindicaciones autónomas, aunque en muchos casos similares en América, Europa y Asia.

Las transformaciones de los mapas políticos y sociales de las últimas décadas parecen acompañar estas evidencias, que se dirimen en el paisaje inacabado y dinámico de la nueva urbanidad.

En el interior de estas naciones sin estado, pugnan los esfuerzos por recomponer las formas de convivencia a través de prácticas unitarias y coercitivas que subalternicen las diferencias de grupos y colectivos particularmente dinámicos (llevados a cabo institucional y orgánicamente por los aparatos represivos de los estados nación), con un sinfín de expresiones parciales que expresan la diversidad cultural.

Minorías, inmigrantes,  grupos de pares, piqueteros, tribus urbanas, que viven “en los bordes” de sociedades en las que conviven forzadamente sistemas de creencias, escalas de valores, intuiciones y percepciones distintas y diversas, seguramente comienzan a elaborar –en un tejido dinámico de alianzas tácticas que se construyen en la cotidianeidad de sus sometimientos y que hacen a su propia supervivencia- nuevos mecanismos propios de disciplinamiento que corren por cuerda separada de los que administran los estados nación, y muchas veces a contramano de ellos, justamente porque son los expulsados sociales que “desexisten” socialmente, se invisibilizan para los otros e, ingresados en un universo para el que resultan indiferentes, perciben que conviven con una sociedad que ya no espera nada de ellos[19]. El agotamiento, y sobre todo el corrimiento del estado nación y la “potencia soberana del mercado, rompe con un orden simbólico articulador que asignaba subjetividades y roles. El mercado interactúa con un nuevo sujeto, el consumidor, que ha dejado de lado al ciudadano como portador de derechos y deberes”. “El consumo, entonces, no requiere la ley ni los otros, dado que es en la relación con el objeto y no con el sujeto donde se asienta la ilusión de satisfacción”[20]. Por ende, el otro, como límite, desaparece de las intuiciones de los destituidos y eso explica  a la violencia como el nuevo vehiculizador de pactos sociales con entidad para construir las nuevas subjetividades subalternas. “El estado-nación, mediante sus instituciones principales, la familia y la escuela, ha dejado de ser el dispositivo fundante de la “moralidad” del sujeto. Todo  parece indicar que la violencia con el otro, la violencia a modo de descarga o pulsión descontrolada es el índice de la incapacidad del dispositivo para instituir una subjetividad regulada por la ley simbólica. La violencia como estallido es una suerte de energía pulsional no controlable”[21]. Este tránsito de las sociedades estatales a las sociedades de mercado implica la evolución de las sociedades disciplinarias a las sociedades de control, pero a su vez revela la nueva identidad de los estados nación, a la luz de las nuevas relaciones de fuerzas sociales.

Esta nueva versión, por así decirlo, debilitada, reinventada, intersticial y diversa, de los estados nacionales (fundamentalmente a partir de las modificaciones que el neoliberalismo imperante en la década de los 90, ha introducido en la nación como categoría histórica, generando mutaciones sin precedentes en el “orden simbólico articulador que asignaba subjetividades y roles”, y también valores fundantes y unitivos), ha dado lugar a la aparición de nuevos agregados sociales, de nuevas representaciones que, o bien han exacerbado los viejos nacionalismos subalternos preexistentes, o bien, en un contexto de inédita diversidad, han comenzado a crear otras naciones que prescinden del estado y sus aparatos ideológicos y represivos al momento de comenzar a construir sus propias identidades sobre la base de nuevas escalas de valores.

De todas maneras, importa advertir que no es tiempo de fáciles afirmaciones sino de permanentes perplejidades. El debilitamiento del estado-nación no necesariamente implica la superación de la contradicción nación-imperialismo. Los “nacionalismnos subalternos”, o las “naciones sin estado” no suponen el agotamiento de la nación como categoría histórica, sino, antes bien y por el contrario, demandan su relectura frente a los cambios y transformaciones ocurridas durante los últimos 60 años, que generaron nuevas sociedades, novedosas hegemonías y dominaciones y diferentes órdenes y subjetividades propios del (también) nuevo escenario multicultural.

Esta realidad promueve la curiosidad del observador en lo que atañe a las nuevas formas de convivencia, disciplinamiento y control que se ejercen en el “adentro” de estos colectivos que, muchas veces, sobreviven en los bordes o en el “afuera” de las sociedades marginales del capitalismo tardío y dependiente.

La inquietud que se deriva de un comprensible ejercicio de indagación, tiene que ver con la necesidad de despejar la incógnita con relación a lo que ocurre en el interior de esos nacionalismos subalternos, que no son por cierto un patrimonio europeo –como podría interpretarse si nos atenemos a la profusión bibliográfica que el tema ha desatado en el viejo continente- sino que se reproducen en este margen con sus especificidades e identidades particulares. Fundamentalmente, si existen o se están gestando nuevas formas de control social que diriman la convivencia entre esos pares a los que no llegan a regular los aparatos estatales; y, en su caso, intentar relevar las características de las mismas y las eventuales similitudes que entre ellas pudieran encontrarse.

II.- CONTROL SOCIAL JURÍDICO PENAL

A esta altura, debemos intentar delimitar -al menos aproximadamente- el concepto de control social.

Va de suyo que toda definición implica un esfuerzo siempre incompleto de aproximación a un objeto de conocimiento; pero aún así, pocas nociones han generado tantas definiciones, no pocas veces contradictorias entre sí, como las de control social.

El concepto, transformado por décadas enteras años en una suerte de referencia obligada de la sociología y la criminología, parece describir a la vez, entidades diversas, de límites imprecisos y difusos, donde la utilización cotidiana lo ha convertido en una especie de comodín funcional que sigue despertando posiciones encontradas y mantiene abierta una polémica inacabada que se hace particularmente evidente cuando de definir el control social jurídico penal se trata.

El término ha sido asimilado, de tal suerte, a una especie de “concepto de Mickey Mouse”, expresión ésta utilizada especialmente en E.E.U.U., para indicar que una idea, un proyecto o un concepto, son superficiales, imprecisos o absurdos y no alcanzan en el lenguaje diario, algún tipo de significación claramente determinada, aunque sea igualmente utilizado como referido a una sola “cosa”[22].

En la manualística sociológica clásica, el concepto se presenta como una acepción neutra, apta “para abarcar todos los procesos sociales destinados a inducir conformidad, desde la socialización infantil hasta la ejecución pública. En la teoría y retórica radicales, ha devenido un término negativo para cubrir no solo el aparato coercitivo del Estado, sino también el supuesto elemento, oculto en toda política social apoyada por el Estado, ya se llame esta salud, educación o asistencia[23], lo que contribuye a una histórica confusión conceptual, al parecer no saldada.

Así, Hassemer afirma que todas las sociedades se caracterizan por la existencia de un control social, al que concibe como un conjunto de normas sociales destinadas a sancionar la conducta desviada mediante un proceso establecido para aplicar esa sanción: “En la vida cotidiana, el control social se da más o menos formalizado; espontáneo, diferente según el grupo social de referencia, diferenciado por la magnitud de la sanción y con diversos procesos para su aplicación. El control social se da en todas partes: en la familia, en el lugar de trabajo, en la escuela, en las discusiones, en los deportes, etc; y es imprescindible, tanto en los procesos de socialización y enculturación de los individuos, como para la autodefinición del grupo. Pero el control social no es sólo estabilizador; también produce daño. Un daño que puede ir desde la simple sonrisa de desprecio hasta la aplicación de la Ley de Lynch, pasando por la reducción del contacto social o la pérdida del puesto de trabajo. Tanto más grave sea la amenaza que esa desviación representa para los demás, tanto más profundo será el conflicto normativo. El control social no sólo afecta virtualmente los derechos humanos de quien ha realizado la conducta desviada, sino también los de la víctima misma, los testigos, etc. El control social, tanto en su forma, como en su contenido, es, por último, un símbolo del nivel cultural de una sociedad”[24]. Por lo tanto, desde esta perspectiva, el control social sería un conjunto de medios a través de los cuales una sociedad asegura que la mayoría de sus componentes se conformen a las expectativas mayoritariamente aceptadas.

Mientras tanto, en línea con la propuesta de Althusser[25], las corrientes críticas del pensamiento social asimilan al control social con los aparatos del Estado, cuya función sería reproducir las relaciones de producción y de explotación de una sociedad. Los medios de control social formales se analogizan de tal manera a los aparatos represivos del Estado que, actuando mediante la violencia reglada, resguardan la vigencia de las instituciones del Estado y de las relaciones de producción de cada sociedad. De esta manera, se señala como medios de control social formal al sistema jurídico penal, sus instituciones y operadores (las leyes penales, la cárcel, la policía, el sistema de justicia, etc.). Por otro lado, y en idéntica clave, se concibe como medios de control social informales a aquellos instrumentos del Estado que, siendo también encargados de preservar y reproducir las mismas relaciones de producción y explotación, cumplen su cometido apelando principalmente a la ideología y, sólo de manera secundaria o subsidiaria, a la violencia. Entre esos medios, podríamos enumerar a la familia, la escuela, la religión y los medios de comunicación. Desde esta perspectiva el derecho funciona como un instrumento de la superestructura jurídico-política cuya utilidad es dar los cimientos legales al Estado, que en el caso de las sociedades actuales es, en su inmensa mayoría, capitalista. Partiendo de este presupuesto, se puede plantear que el derecho es un instrumento coercitivo para mantener el sistema de producción capitalista, sistema que se basa en la explotación del trabajo del proletariado, desde allí se podría reinterpretar la función de la psicología jurídica, ya no sería la garante de que un sistema jurídico fuera más justo más equitativo, sino que sería un instrumento “aparato Ideológico del Estado”[26] para el control social y especialmente para el control del proletariado; desde esta visión el mejor ejercicio del derecho será el modo de poder del Estado en contra del proletariado.

Desde otras vertientes criminológicas, alternativas a visiones críticas, se ha coincidido también  con este concepto: “Se distingue entre un control social formal y un control informal. El primero es el ejercicio por conjunto de instituciones dedicadas a promover la conducta socialmente aceptable a través de la amenaza o uso efectivo de la coacción legal; es el caso de la policía, los tribunales y las agencias correccionales. El control social informal implica la supervisión efectuada por las personas con las que tenemos alguna relación, quienes a través de su influencia para con nosotros nos controlan para que adoptemos los códigos adecuados en materia de religión, costumbres y leyes. La familia, la escuela, las asociaciones de todo tipo, son los agentes por excelencia de ese control social informal”[27].

Probablemente, las dificultades para acceder a un consenso perdurable respecto del concepto mismo de control social, en buena medida se vincule a los cambios históricos y sociales que signan el tránsito de las sociedades disciplinarias a las sociedades del control. Así como la coerción expresada en forma de sanción social que concibe Hassemer no solamente ha sufrido transformaciones relevantes en los últimos siglos, justamente los instrumentos más violentos de control social (la cárcel, por ejemplo) responden contemporáneamente a racionalidades muy distintas que las que las legitimaron y sustentaron en el medioevo y en la modernidad temprana. Del mismo modo, los aparatos ideológicos del Estado, asumidos como medios de control social informales, han modificado sustancialmente su aptitud y capacidad para reproducir las relaciones de producción y explotación de las sociedades a lo largo de la historia. A título de ejemplo he de permitirme citar la influencia notable que la religión ha tenido siglos atrás en ese sentido y la pérdida de incidencia que, en orden a esos mismos objetivos, la secularización de las sociedades ha ocasionado, posibilitando que otros aparatos ideológicos, como los medios de comunicación e internet, adquirieran en la actualidad una indiscutible preeminencia como medios informales de control social.

Quizás puedan entenderse mejor estos cambios reconociendo el tránsito desde las sociedades disciplinarias a las sociedades de control.

Así como las sociedades disciplinarias asentaban su poder coercitivo sobre la base de la utilización de grandes espacios de encierro (cárceles, hospitales, hospicios, escuelas, pupilatos) donde la variable de ajuste a través de la cual se intentaba la “socialización” o “resocialización” de los sujetos era la administración coactiva del tiempo, las sociedades de control  proponen un seguimiento inacabado de los individuos: “En las sociedades de disciplina siempre se estaba empezando de nuevo (de la escuela al cuartel, del cuartel a la fábrica), mientras que en las sociedades de control nunca se termina nada: la empresa, la formación, el servicio son los estados metastables y coexistentes de una misma modulación, como un deformador universal. Kafka, que se instalaba ya en la bisagra entre ambos tipos de sociedad, describió en El Proceso las formas jurídicas más temibles: el sobreseimiento aparente de las sociedades disciplinarias (entre dos encierros), la moratoria ilimitada de las sociedades de control (en variación continua), son dos modos de vida jurídica muy diferentes, y si nuestro derecho está dubitativo, en su propia crisis, es porque estamos dejando uno de ellos para entrar en el otro. Las sociedades disciplinarias tienen dos polos: la firma, que indica el individuo, y el número de matrícula, que indica su posición en una masa. Porque las disciplinas nunca vieron incompatibilidad entre ambos, y porque el poder es al mismo tiempo masificador e individualizador, es decir que constituye en cuerpo a aquellos sobre los que se ejerce, y moldea la individualidad de cada miembro del cuerpo (Foucault veía el origen de esa doble preocupación en el poder pastoral del sacerdote -el rebaño y cada uno de los animales- pero el poder civil se haría, a su vez, “pastor” laico, con otros medios). En las sociedades de control, por el contrario, lo esencial no es ya una firma ni un número, sino una cifra: la cifra es una contraseña, mientras que las sociedades disciplinarias son reglamentadas por consignas (tanto desde el punto de vista de la integración como desde el de la resistencia). El lenguaje numérico del control está hecho de cifras, que marcan el acceso a la información, o el rechazo. Ya no nos encontramos ante el par masa-individuo. Los individuos se han convertido en “dividuos”, y las masas, en muestras, datos, mercados o bancos. Tal vez sea el dinero lo que mejor expresa la diferencia entre las dos sociedades, puesto que la disciplina siempre se remitió a monedas moldeadas que encerraban oro como número patrón, mientras que el control refiere a intercambios flotantes, modulaciones que hacen intervenir como cifra un porcentaje de diferentes monedas de muestra. El viejo topo monetario es el animal de los lugares de encierro, pero la serpiente es el de las sociedades de control. Hemos pasado de un animal a otro, del topo a la serpiente, en el régimen en el que vivimos, pero también en nuestra forma de vivir y en nuestras relaciones con los demás. El hombre de las disciplinas era un productor discontinuo de energía, pero el hombre del control es más bien ondulatorio, en órbita sobre un haz continuo. Por todas partes, el surf ha reemplazado a los viejos deportes”[28].

III.- NACIONES SIN ESTADO EN EL CAPITALISMO MARGINAL.

El Estado- nación argentino, una arquitectura institucional que osciló entre asonadas oligárquicas y proyectos bonapartistas, enrolado en este último caso, durante casi medio siglo, en alianzas de clases y sectores de clara dirección burguesa, se desguasó durante la década de los noventa. Inmediatamente, se produjo una ruptura de las políticas de alianzas que coaligaban a las clases medias urbanas y los sectores populares sindicalizados: “piquete y cacerola, la lucha es una sola”, duró lo que los ahorristas de Santa Fé y Salguero demoraron en ser restituidos. Los piqueteros, desde entonces, pasaron a ser temidos y temibles de acuerdo a aquellas racionalidades de gambeta corta.

El empobrecimiento de amplios sectores de las clases medias, su consecuente desesperación explicable, justamente, desde su endeble condición de clase, la precarización laboral y un proceso  brutal de concentración de la riqueza y liberalización de la economía que condujo a indicadores hasta entonces sin precedentes de desocupación y exclusión, dieron por tierra con sistemas tradicionales de alianzas entre la burguesía nacional y las organizaciones de operarios. Ello condujo a la recomposición del sistema político de representación y liderazgo, y a la creación de una política dependiente de personalidades y de una relación mediática con las masas populares, fuertemente atravesada por el clientelismo, la corrupción (como agregado de un nuevo proceso de dominación) y la baja calidad institucional.

Estas peculiares características alcanzan una dimensión especial en las representaciones colectivas de las nuevas ciudades. El crecimiento constante de las poblaciones urbanas –particularmente aluvional en las megalópolis del Tercer Mundo- remite a las características de este inédito condicionamiento en el marco de territorios urbanos fuertemente fragmentados. En ellos, los niños y jóvenes de extracción marginal no reconocen su propia ciudad, sino solamente aquellos lugares que se vinculan a sus trayectos cotidianos, los que también son conocidos y vigilados por las policías; el “derecho de admisión” rige en los boliches y las escuelas, casi por igual, generando nuevas formas de coalición social signadas por nuevos procesos de socialización, y hasta las calles asignan horarios para distintos sectores sociales: “Los territorios de hoy no son ya ciudades ni regiones ni naciones, sino ámbitos en permanente mutación que se niegan a sí mismos en el proceso simultáneo de totalización incompleta y fragmentación sucesiva. (…) Sus formas constitutivas se modifican constantemente en función de las transformaciones estructurales y coyunturales de la sociedad en un continuo movimiento dialéctico de totalización y fragmentación sucesiva y simultánea”[29]. Estas profundas transformaciones sociales generan nuevas percepciones del mundo y nuevas subjetividades, distintas experiencias de convivencia y dinámicos entramados de contraculturación.

“La globalización no puede ser entendida únicamente como un proceso centrado en lo económico. Parece estar claro que la globalización debe ser analizada desde una perspectiva más amplia, como parte del proceso de cambiantes relaciones en la sociedad, las cuales exceden a lo económico, expresándose en lo cultural y social (cambios demográficos, desempleo, pobreza, comercio internacional de drogas, violencia, entre otros aspectos) La evidencia empírica reafirma la incidencia de estos procesos en la organización del espacio urbano, en el territorio de las ciudades. Estamos en el inicio del “milenio urbano”, en el cual la ciudad ocupa un rol nuevo y central en el panorama mundial globalizado y, particularmente, en las situaciones de bloques supranacionales. Los aglomerados urbanos hoy disputan espacios de liderazgo de distintas naturalezas (financieros, económicos, culturales), lo cual hace que las ciudades y sus gobiernos se constituyan en terreno fértil para impulsar cambios, a la vez que son el escenario en el que se expresan todas las contradicciones sociales.
Es de notar que, según datos de CEPAL[30], más del 75% de la población de América Latina y el Caribe es urbana: estos datos de diagnóstico son elocuentes, ya que hablan de la importancia de las ciudades y los actores de la arena local. Asimismo, las metrópolis de la región de más de un millón de habitantes aumentaron en la última década, y de 25 ciudades en 1989 pasaron a 49 en el 2000[31], mientras que la población rural se estabilizó con un patrón de asentamiento disperso. Ahora bien, de ese 80% de personas viviendo en aglomerados urbanos, un alto porcentaje vive preso en el círculo de la pobreza: según datos del Banco Mundial, un 23,7% de la población vive con menos de un dólar por día.
Este crecimiento o “urbanización de la pobreza”, como lo señalan Mc Donald y Simeoni (1999), da cuenta de un descenso importante en la calidad de vida en las ciudades. Estos son los desafíos de sostenibilidad y equidad que las ciudades confrontan de cara al nuevo modelo mundial”[32].

El crecimiento de la población urbana en los países pobres, donde la diversidad es una característica constitutiva de las nuevas representaciones sociales en pugna, plantea la problemática de la existencia de mecanismos de control social al interior de esas masas diversas en las naciones fragmentadas.

“Hoy tenemos un mundo lleno, donde los países centrales se plantean que para llegar a un nivel óptimo de población se tendría que reducir; según cálculos de la ONU, para el año 2020 la población mundial oscilará entre 7.200 a 8.500 millones de seres humanos. Esta reducción óptima se alcanzaría con una población de 4.000 millones hacia el año 2020[33]. Y el 90% a reducir es población de países pobres”[34].

Zaffaroni plantea que el control social punitivo en esos ámbitos (muchas veces ghettizados) no ha de provenir de las policías ni de los ejércitos, contrariamente a lo que podría suponer una primera lectura derivada de las formas que asumen las campañas contemporáneas de ley y orden, sino que las diferencias se saldarán mediante la violencia que se ejerce entre los propios grupos.

“Por lo tanto las estrategias de biopoder y de biopolíticas son herramientas preciadas en el intento de ampliar o reducir (como en este período histórico) la tasa de población mundial. Y respecto a la población excluida, ya no hay ejércitos que disciplinen, hoy son cuerpos militares profesionales; hay en los países centrales cada vez menos familias que se ocupan de sus parientes indigentes, y en los países pobres no hay siquiera posibilidades de ello”.

“Ahora bien, un modo de reducir la población es que las víctimas sean seleccionadas por las mismas víctimas, en tanto pobres delinquen contra pobres que a su vez se defienden. Esa tarea de clasificación queda entonces en manos de los propios excluidos. Pues ya hemos visto que según cálculos de la ONU, hacia el año 2020, la población mundial alcanzará la cifra de entre 7.200 y 8.500 millones de personas -según perspectivas optimistas-, lo que significa una masa humana que estará presionando sobre el sistema capitalista; es decir que para que el mismo sistema funcione de acuerdo a su propia supervivencia, crea la necesidad de producir un genocidio”[35].

Notas:

[*] El autor, Eduardo Luis Aguirre, es Doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales. Magister en Ciencias Penales. Universidad Nacional de La Pampa. Título original: “Elementos de control social en las naciones sin estado. La autonomía relativa de un estado que profundiza su crisis de representatividad frente a las minorías y la diversidad”.

[1] Conf. Garland, David: “La cultura del control”, Ed. Gedisa,  Madrid, 2001, p. 43, 45, 173, 251, 294 y cc.

[2] Conf. Gomes, Luiz Flavio; Bianchini, Alice: “El derecho penal en la era de la globalización”, Serie Las Ciencias Criminales en el Siglo XXI, Volumen 10, Editora Revista de los Tribunales, San Pablo, 2002.

[3] Conf. Sánchez Sandoval, Eduardo: conferencia dictada en el 8º Seminario Internacional del IBCCrim, San Pablo, 8 al 11 de octubre de 2002.

[4] Conf.  Hardt, Michael; Negri, Antonio, op. cit., p. 31.

[5] Llamamiento a favor de una Corte Penal Internacional”, del 29 de setiembre del 2000.

[6] Bergalli, Roberto: “¿De cuál derecho y de qué control social se habla?”, en página web del Master “Sistema Penal y Problemas Sociales”, UB, en www.ub.es/penal/control/htm.

[7] Zuppi, Alberto Luis: “Jurisdicción Universal para Crímenes contra el Derecho Internacional. El camino hacia la Corte Penal Internacional”, Ed. Ad-Hoc, 2002, p. 33 y 34.

[8] Conf. Fernández García, Antonio; Rodríguez Jimenez, José Luis: “El juicio de Nüremberg, cincuenta años después”, en  Cuadernos de Historia, Nº 16, ed. Arco/Libros SRL,  Madrid, 1996, p. 13.

[9] Ver ediciones del 17 de setiembre de los diarios españoles “La Vanguardia” y “El País”.

[10] Conf. Borón, Atilio: Imperio-Imperialismo”, Clacso, 2002, p. 54.

[11] Conf. Deop, Xavier:  “La Corte Penal Internacional: un nuevo instrumento internacional contra la impunidad”, en Revista “Cidob d’afers internacionals, Nº 51/52, en www.cidob.org/Castellano/Publicaciones/Afers/51-52deop.htm

[12] conf. Hassan Choukr, Fauzi; Ambos, Kai: “Tribunal Penal Internacional”, Editora de los Tribunales, San Pablo, 2002, p. 10.

[13] Conf. Zuppi, Alberto Luis, op. cit., p. 19.

[14] Conf. Borón, op. cit., p. 19

[15] Conf. Foucalt ,M. “Microfísica del poder”. La Piqueta, Madrid, 1992.

[16] Conf. Amnistía Internacional: “Fuerzas de seguridad y Derechos Humanos”, disponible en www.es.amnisty.org

[17] Garland, op. cit., p. 49.

[18] Conf. Wilson, James; Kelling, George: ”Ventanas rotas: La policía y la seguridad en los barrios” en revista “Delito y sociedad”, Año 10, Números 15 y 16, Centro de Publicaciones de la Universidad Nacional del Litoral, 2001, p. 67 a 91. En la misma publicación, Koch, Ed: “Controlar a los terroristas juveniles” –p. 85 a 87-; Kopel, Dave: “Poner más armas en los bolsillos de la gente obediente de la ley” –p92 a 94-; Di Iulio Jr., John: “Salvar la pena de muerte del simbolismo”.

[19] Conf. Duschatzky, Silvia; Corea, Cristina: “Chicos en banda”, Ed. Paidós, Buenos Aires, 2006, p.18.

[20] Conf. Duschatzky, Silvia; Corea, Cristina, op. Cit, p. 21.

[21] Conf. Duschatzky, Silvia; Corea, Cristina, op. Cit, p. 26.

[22] Conf. Cohen, Stanley: “Visiones de control social”, PPU, Barcelona, 1988, p. 1 y  17.

[23] Conf. Cohen, Stanley, op. cit. p. 17.

[24] Conf Hassemer, Winfried: “Derecho Penal  y Filosofía del Derecho en la República Federal de Alemania”, p. 180.

[25] Conf. Althusser, Louis: “Ideología y Aparatos Ideológicos del Estado”.

[26] Althusser, 1997.

[27] Conf. Garrido Genovés, Vicente; Gómez Piñana, Ana M.:”Diccionario de criminología”, Ed. Tirant lo Blanch, Valencia, 1998, p. 93.

[28] Conf.Deleuze, Gilles: Posdata de las sociedades de control”.

[29] Pradilla Cobos, 1997: 50.

[30] Bárcena: 2000.

[31] Bárcena: 2000.

[32] Conf. Falú, Ana; Marengo, Cecilia. Las políticas urbanas: desafíos y contradicciones. En publicacion: El rostro urbano de América Latina. O rostro urbano da América Latina. Ana Clara Torres Ribeiro. CLACSO, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. 2004. ISBN: 950-9231-95-9.

[33] Seguimos aquí a Susan George, op. cit.

[34] Conf. Valjean, Jean: “Subjetividades urbanas  (violencia, terror y temblor”.

[35] Conf. Valjean, Jean, op. Cit.

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