El derecho penal terapéutico: ¿una alternativa a la prisión? Por Emanuel Gonzalo Mora

SUMARIO: Introducción-Culpabilidad por la vulnerabilidad-Lineamientos generales de derecho penal terapéutico: La terapia social como alternativa a la prisión-El rol del injusto penal-La terapia social no debe ser entendida como medida de seguridad-Conclusiones

 

Introducción:

 

              Mediante el presente ensayo he de intentar desarrollar del modo más breve y claro posible, una alternativa institucional a la pena de prisión, proponiendo su reemplazo en el sistema penal argentino por un medio que considero prima facie más idóneo, o al menos, menos perjudicial.

              Bien nos señala el ilustre maestro Eugenio Zaffaroni (1) que las condiciones carcelarias en nuestra región son absolutamente inadecuadas y totalmente contraproducentes con respecto a los fines que pretende alcanzar (ergo: la resocialización), lo que obliga, a nivel mundial, plantear la legitimidad o ilegitimidad del sistema penitenciario.

              Por supuesto, que la respuesta vinculaba a la cuestión referenciada a la necesidad o no del sistema carcelario, nos obligará a enrolarnos por una determinada concepción de la pena.

              De tal forma, múltiples son las ideas que existen en cuanto a la concepción de la pena como concepto jurídico y político, según sea la finalidad que la misma busque cumplir: así, hay quienes ven en ella mera retribución por el mal causado, otros expresarán que ella reafirma la validez de la norma, los partidarios de la prevención general dirán que se dirige a quienes no delinquieron, los amantes de la prevención especial expondrán que se dirige al delincuente para resocializarlo, mientras que otros (siendo esta la opinión de Zaffaroni) expondrán un agnosticismo de la pena, argumentando, con razón, que la misma no cumple ningún fin verdadero.

              Esta última concepción dio nacimiento a la denominada culpabilidad por la vulnerabilidad, como forma de limitar el poder punitivo.

              Pues bien, partiendo de las concepciones de la culpabilidad mensurada por el estado de vulnerabilidad, pretendo arribar a una nueva concepción de lo que debiera ser la pena (que no por ello querrá decir que sea de sencilla aplicación), sin que este ensayo deba ser entendido como una idea acabada, sino más bien, valga como sugerencia en torno a una concepción diferente.

              Es por ello que, para arribar al correcto análisis del denominado por el suscripto “derecho penal terapéutico”, necesariamente debo señalar los puntos más básicos de la teoría de la culpabilidad por la vulnerabilidad, dado ella plantea una serie de cuestiones que creo esenciales para el correcto análisis.

 

Culpabilidad por la vulnerabilidad:

 

              De tal modo, nuevos aires soplan en el derecho penal, receptando una realidad social indiscutible y que ningún jurista debería soslayar: la selectividad social por estereotipos, efectuada por el poder punitivo contra los sectores sociales de más bajos recursos económicos, sociales y culturales.

              En este sentido, la teoría normativa de la culpabilidad hace foco en la reprochabilidad de la conducta, ergo: al autor se le reprocha no haberse motivado en la norma que le prohibía afectar un bien jurídico ajeno, cuando ello le era exigible, no existiendo una causal reductora de dicho ámbito de autodeterminación.

              Ahora veamos: el enunciado de la teoría normativa de la culpabilidad parte de una visión individualista del hombre, como si el mismo fuere el único posible causante de su propia acción.

              De esta forma, un individuo que comete un robo contra otra persona, pues se le reprocha la comisión del injusto desde que tenía pleno conocimiento de que su accionar afectaba un derecho subjetivo ajeno (bien jurídico propiedad), por lo que, siendo esperable que se motivara en la norma que le prohíbe afectar la propiedad ajena, no lo hizo, aplicándose allí el juicio de reproche en su conducta, valorándola como típica de robo, antijurídica (por afectar un bien jurídico tutelado), siendo culpable normativamente, desde que hizo caso omiso a la prohibición de robar.

              Como se aprecia, la tesis normativa de la culpabilidad hace pleno foco en la responsabilidad individual del autor del hecho, pero pierde el foco en lo que hace a los factores socio-ambientales que han influido en el delito, lo que el brillante Zaffaroni denomina estado de vulnerabilidad (2).

              Dicho estado no sería otra cosa, según el maestro argentino, que el estatus social del individuo, lo que justifica y explica el fenómeno de que algunas personas (portadores de estereotipos) sean más fácilmente alcanzados por el poder punitivo.

              Tal como lo explica Zaffaroni (3), esa vulnerabilidad es con referencia al poder punitivo, el estado de vulnerabilidad se refiere, en definitiva, a la mayor o menor probabilidad de que un individuo sea seleccionado y criminalizado por el sistema.

              De esta forma, aquellos que poseen un mínimo estado de vulnerabilidad (por ej: personas cercanas al poder) deberán realizar un notable esfuerzo para alcanzar la situación concreta de vulnerabilidad (entendida como la efectiva selección del sujeto por parte del sistema penal), mientras que las personas que ostenten un gran estado de vulnerabilidad (por ej: marginados sociales, vagabundos, adictos al paco, etc), pues deben efectuar mínimas acciones para ser alcanzadas por el poder punitivo, cualquier juzgado penal puede dar fe de ello.

              De ello se deduce que el estado de vulnerabilidad (el status social) no es imputable para el sujeto, por lo que el mismo, para los sostenedores de la tesis, debe de descontarse del margen de la culpabilidad por el acto.

              En tal suerte, la graduación de la pena, es decir, la habilitación lo menos irracional del poder punitivo que sea posible, debe de establecerse mediante una trilogía de factores: la graduación del injusto, la culpabilidad por el acto y el estado de vulnerabilidad, entendida como el esfuerzo mayor o menor que el delincuente haya debido realizar para ser penalizado.

              Por ello, sostienen los defensores de la tesis que la pena debe medirse conforme a la gravedad del injusto, tomando como límite máximo la culpabilidad por el acto, sintetizando (o descontando) el esfuerzo que el individuo haya efectuado para ser seleccionado.

              Esta idea de la pena, parte de una teoría agnóstica de la misma, en el entendimiento de que ella no cumple la resocialización que dice querer lograr, es por ello que la misma (para sus sostenedores) no cumple ninguna función concreta, siendo una manifestación de puro poder estatal, lo que impone su limitación, para que sea lo menos irracional posible.

              Lo acertado de la tesis del Dr. Zaffaroni es que recepta una idea que considero nadie en su sano juicio descalificaría: la desigualdad social, lo que se demuestra con una simple vista de la población carcelaria, dado ellas están superpobladas por los sectores marginales, aquellos donde el Estado se encuentra ausente.

              Por ello entiendo muy acertada la idea de merituar el estado de vulnerabilidad en su cuantificación actual, en virtud de que la sola culpabilidad normativa se muestra insuficiente, en el entendimiento de que hecha toda la carga sobre la espalda del delincuente, sin que la sociedad asuma responsabilidad, lo cual es por demás injusto.

              Ahora bien, si bien la tesis de nuestro gran maestro es, a mi humilde criterio, de las más formidablemente logradas al día de la fecha, considero que ella deja, en alguna medida, el problema sin resolver, paso a explicar.

              Es cierto que la vulnerabilidad del sujeto debe de repercutir como atenuante de la pena, ahora bien, ese agnosticismo, si bien es justificado por la lisa y llana realidad, no pasa de ser una medida paliativa, como bien lo admite Zaffaroni, un límite a la irracionalidad del poder punitivo (4).

              Pero no debemos olvidar que limitando ese poder punitivo, en definitiva, si bien evitamos la guerra civil (siguiendo la idea del ilustre jurista citado), no es menos cierto que abandonamos el problema de la praxis de la pena sin resolverlo, ergo: mientras se limita el poder punitivo, existen seres humanos tras las rejas que no reciben la pretendida “resocialización”.

              Por tales razones, propongo ejercitar nuestra imaginación, aventurarnos en la posible ideación de un nuevo sistema de ideas (digo posible y no probable porque considero que la abolición del sistema penitenciario es muy lejana y que debería realizarse por etapas), que permita fundamentar un futuro proyecto político criminal serio, que reforme al monstruo de la cárcel en algo novedoso.

              Dicho sistema de ideas paso a explicarlo a continuación.

 

Lineamientos generales del derecho penal terapéutico.

 

Bien nos enseña Hulsman, que existen diversas formas básicas de reacción ante un mismo fenómeno conflictivo. Citando su caso práctico: cinco estudiantes conviven en un hogar, uno de ellos rompe el televisor, generando distintas reacciones en sus compañeros de habitación: uno decide que no quiere convivir más con él, considerando que debe ser excluido de la comunidad (reacción punitiva), otro entiende que debería tratarse porque está enfermo (reacción terapéutica), otro se contenta con que compre un nuevo televisor ó pague su costo (reacción reparatoria) y el restante comprende que debe existir un serio problema que motivó el hecho, exhortando a sus compañeros a reflexionar y a mejorar en conjunto la situación conflictiva (reacción conciliadora).

              Si hacemos un análisis de este magnífico ejemplo de Hulsman, sin acudir a ningún conocimiento jurídico-penal, actuando simplemente con la sana lógica, seguramente entenderemos que la solución punitiva (excluir del grupo al estudiante infractor) no sirve absolutamente para nada, carece de toda utilidad porque significa la lisa y llana negación de las restantes: el chico ni compró un televisor nuevo, por lo que los restantes muchachos continúan perjudicados por la acción conflictiva, ni se procedió a indagar los motivos por los cuales rompió el televisor, ni se trató de resolver cualquier problema personal que el sujeto conflictivo tuviera eventualmente, ni se corrigió ningún error de conjunto en cuanto a la marcha del grupo humano.

              Tomando el ejemplo, el sistema penal actual reacciona de la misma manera que el muchacho que se enoja con su compañero y pretende su expulsión del grupo: ¿no es la misma solución del ejemplo pretender el encerramiento coactivo en una prisión, a fines que se dicen terapéuticos pero que en rigor de verdad no cumplen otra función que castigar al “reo”?

              Lo único que logramos con el sistema penitenciario actual, es lisa y llanamente no tomarnos la molestia de resolver los conflictos que motivaron al sujeto a cometer el delito, lo único que hacemos es simplemente, mantenerlo alejado de la sociedad, excluido de la comunidad por la infracción penal cometida, al igual que el estudiante que rompió el televisor. Visto desde ese punto de vista, no existen mayores diferencias entre la pena de prisión y la antigua deportación.

              El buen investigador no debe dejarse engañar por el discurso reafirmante y legitimante de la pena de prisión: se justifica su implantación en la gravedad del injusto cometido, medido por el grado de culpabilidad de la conducta, reafirmando que lo que se persigue con la pena es “resocializar” al penado.

              Esa es una afirmación meramente dogmática, no comprobada ni siquiera estadísticamente, toda vez que el sistema punitivo contemporáneo no solo no logra educar al reo para la vida social, sino que inclusive, lo estigmatiza, considerándolo un sujeto peligroso. De hecho, el cumplimiento de la pena privativa de la libertad en la actualidad, con cárceles que están en pésimas condiciones, con hacinamiento de los internos en las celdas, con profesionales que no están en condiciones materiales de afrontar el desafío de tratar con los internos y con un personal penitenciario que los trata en general como seres indignos o inferiores, dista mucho de lograr el tan loable objetivo de la readaptación social, inclusive genera enfermedades psíquicas y físicas en los presidiarios, por lo que cabe plantearse si la prisión no finaliza materializándose en una pena corporal y de mero castigo, claramente inconstitucional en tal sentido.

Dicho en otras palabras: la distancia entre el ser de la pena (lo que es en verdad) y el deber ser de la misma (lo que se aspira a que sea pero que en realidad no es) es tal que convierte al principio de la prevención especial en una mera ilusión: el sometimiento del interno al rigor penitenciario en modo alguno lo prepara para la vida en sociedad, sino que simplemente lo relega, lo “barre” como “basura social” debajo de la “alfombra” llamada “cárcel” para que esa “suciedad” no sea vista por el resto de la comunidad, al fin de evitar el impacto y escándalo que generaría la comprobación empírica de que la pena privativa de libertad, en lugar de corregir, termina corrompiendo y enfermando, psíquica y físicamente más al reo, lo que, eventualmente, finaliza siendo una causal nueva para posteriores delitos, quizás más graves que el primero cometido.

Basta para comprobar la afirmación de que la imposición de la pena estigmatiza al delincuente con el estudio del art. 50 del código penal, que estatuye el régimen de reincidencia,  en concordancia con los arts. 14 y 26 del mismo plexo normativo, donde en el primero de ellos, para el caso de la libertad condicional, se excluye expresamente de dicho beneficio a los sujetos reincidentes, mientas que en la segunda norma en cita, se determina la exclusión implícita de los reincidentes en lo que hace al beneficio de la condenación condicional, cuando en dicho artículo, se fija en forma clara y categórica que dicho modo de ejecución de la pena se podrá aplicar cuando se tratase de “primera condena”.

              Estos son, a mi juicio, claras señales de que, al menos en dichas normas, estamos en presencia de un palmario derecho penal de autor, que busca criminalizar al sujeto más por su conducción en la vida, por su personalidad considerada peligrosa, que por el delito realmente cometido. Es más, en el caso del sujeto reincidente, no solo se puede inferir que la legislación penal busca implícitamente juzgar la personalidad moral del reo, sino también ella desnuda el evidente fracaso estatal en cuanto
a la “resocialización” tan aclamada y reivindicada. En efecto, si la pena busca educar al condenado para la vida social, entonces: ¿cuál es la razón por la que agrava su situación mediante la exclusión de ciertos beneficios por ser justamente “reincidente” en el delito?, ¿esa reincidencia no deja a las claras que el sistema penitenciario en nada ayudó al tan loable propósito de la “resocialización”?, queda claro que la reincidencia, más que verificar la reiteración de hechos penados con la misma especie de pena en las condiciones del art. 50 del código penal, termina más bien confirmando que el Estado se ha mostrado insuficiente, habiendo fracasado rotundamente en el propósito de readaptar al condenado, entonces: ¿debe cargarse con toda la culpa por el nuevo delito al condenado?, ¿no debe asumir el Estado responsabilidad política por el evidente fracaso de su política criminal?

              No necesita el lector demasiada experiencia en el campo para percatarse que el encierro de la persona en nada contribuye a la preparación del individuo para su adaptación a la vida en sociedad.

              Esta afirmación nos conduce a una paradoja particularmente grave: la mayor parte de los privados de su libertad, no solo en nuestro país, sino en toda Hispanoamérica, son presos preventivos, esto es, sujetos a una medida cautelar que garantice su comparecencia al proceso penal en el que serán juzgados, por lo que carecen de condena en su contra, por lo tanto, la mayoría del tiempo (la prisión preventiva suele durar años enteros, inclusive han habido casos en que se ha cumplido el máximo de la pena en dicha precaria condición), no reciben el tal pretendido “trato resocializador” del servicio penitenciario, dado que carecen de condena firme en su contra, limitándose a permanecer alojados en una celda sin actividades que sean dignas de recibir el calificativo de reparadoras, sin perjuicio de que las distintas leyes penitenciarias suelen prever un sistema de inclusión de los presos preventivos en los programas de readaptación social, pero que, justamente por tratarse de personas no condenadas, precisan por lo general del expreso consentimiento del interno para su plena operatividad en cada caso, ello ocurre, por ejemplo, en los arts. 7, 67 y concordantes de la Ley 12256 de Ejecución Penal Bonaerense, que fija un régimen denominado de “asistencia” para procesados, con la posibilidad de adherir voluntariamente al llamado régimen de “tratamiento” de condenados, la ley nacional 24660, de Ejecución de la Pena Privativa de la Libertad, se nutre de similares principios, solo que utiliza un sistema diferente, dado estatuye su art. 11 que “Esta ley… es aplicable a los procesados a condición de que sus normas no contradigan el principio de inocencia y resulten más favorables y útiles para resguardar su personalidad”.

Como se aprecia, la norma intenta por todos los medios evitar la catalogación del “procesado” como “condenado”, pero recoge la contradicción que significaría la falta de tratamiento terapéutico durante el transcurso de la prisión preventiva, dado la pena efectiva carecería de sustento filosófico si el preso preventivo se limitara a permanecer en una celda, aislado, y sin ningún tipo de actividad estatal tendiente a la tal reivindicada readaptación social.

Conclusión de todo esto es que la gran parte de los individuos sujetos a prisión preventiva, no reciben el pretendido “trato readaptativo estatal”, dada la incuestionable ausencia de la calidad jurídica de condenado, por lo que el principio de presunción de inocencia termina, en forma paradójica, “perjudicando” al preso preventivo, que no recibe, por su calidad de inocente presunto, el tan mentado trato terapéutico del Estado. Empeora la situación el dato estadístico de que la duración de la prisión preventiva suele ser por demás extensa, inclusive llegando a agotar la pena no firme, o cuando no, el máximo previsto para el delito que se le endilga. Todo ello no hace más que desvirtuar el tan noble propósito de la prevención especial, dado la pena en dichos casos (aproximadamente el 70% en América Latina según Zaffaroni) termina siendo un mero impedimento físico en cuanto a la libertad ambulatoria, que nada tiene de preparador para la vida en libertad del reo potencial. La pena así concebida, en su eminente praxis, termina siendo retributiva, es decir, una pena-castigo, y no una pena-educadora.

              Demás está decir que la condena en su ejecución, la sanción penal, no puede tener otro legítimo fundamento que no sea la resocialización, es decir, la prevención especial bien entendida (el actual deber ser de la pena y que, por ende, no es aún), dicha postulación axiomática tiene fundamento constitucional en forma lo suficientemente clara en el art. 18 cuando ella manda: “las cárceles de la nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas”.

Nótese que si bien en ningún momento nuestra carta magna utiliza un vocablo similar a “educación” ó “preparación”, tomando el giro idiomático de la “seguridad”, lo cierto es que excluye expresamente la palabra “castigo”, de lo que se deduce que la pena nunca puede tener como finalidad la mera retribución del mal causado por el delito, dicha sanción penal, con esa fundamentación jurídica, se desmoronaría por inconstitucional, dado violaría palmariamente el art. 18, no siendo la norma constitucional una expresión de deseos, sino un postulado que impone deberes y obligaciones al Estado.

              Demás está aclarar que la palabra “seguridad” no puede ser tomada en forma gramatical, porque dicha norma debe interpretarse conforme a nuestros tiempos y en forma armónica con los tratados en materia de derechos humanos con jerarquía constitucional, los que son complementarios de nuestra ley fundamental (art. 75 inc. 22 de la carta máxima de nuestro derecho). En definitiva, si bien el art. 18 citado no habla expresamente de “resocialización”, si lo hace el art. 5 inc. 6 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, la que tiene igual jerarquía que nuestra Constitución Nacional, cuando expresamente estatuye: “Las penas privativas de la libertad tendrán como finalidad esencial la reforma y la readaptación social de los condenados”.

              De ello se deduce con notoria claridad que las penas privativas de la libertad tienen una noble finalidad terapéutica y tuitiva del condenado, no solo para la Argentina, sino para todos los Estados Parte en la citada convención que no hayan efectuado especial reserva sobre dicha norma, y cualquier propósito que ostente la tendencia de procurar la imposición de un castigo para el reo aparejará la nulidad absoluta de tal pena, por ser extraña a los objetivos de nuestro bloque normativo federal e internacional.

              De ello se colige en forma necesaria que el incumplimiento de tales cláusulas constitucionales e internacionales apareja responsabilidad internacional en cabeza del Estado parte infractor, lo que trae como consecuencia que dicho Estado debe adoptar medidas positivas para corregir tal falencia, no simplemente desde la ley positiva, sino más bien, cambiando la realidad desde lo estructural, lo que necesariamente se traduce en políticas adecuadas a nivel educativo, sanitario, habitacional, de seguridad social, etc.

              Es claro que el Estado debe ser funcional al Hombre, y nunca al revés. El Estado es un medio para la subsistencia del Hombre, y nunca éste un medio de alimentación enfermiza del Estado, por ello, la República Argentina esta compelida a asumir su deber internacional, debiendo arbitrar los medios para que la denominada “resocializació
n” no sea un concepto de manual, sino que se convierta en una realidad social.

              De ello se concluye que el Estado debe poner todo su aparato al servicio del Hombre, lo que incluye el adecuado tratamiento de los condenados por la comisión de delitos, en evidente cumplimiento de las mandas constitucionales y de derechos humanos antes citadas.

              Esto nos lleva a un descubrimiento axiomático que creo fundamental: el condenado tiene un derecho subjetivo a recibir el tratamiento readaptador para la vida en sociedad, ello surge en forma expresa de las normas citadas (art. 18 de la constitución nacional e inc. 6 del art. 5 de la Convención Americana). Por lo tanto, si tiene ese derecho, consagrado por normas fundamentales para la vigencia del Estado de Derecho, es claro, al menos a mi entender, que su cumplimiento puede ser reclamado coactivamente a través de los distintos mecanismos internacionales (por ejemplo: a través de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, de adoptarse el procedimiento de la Convención Americana, donde una persona física puede sin hesitación alguna activar el mecanismo de la Comisión mediante la pertinente denuncia de una violación al mencionado derecho por parte del Estado incumplidor, solicitando actualmente, por ejemplo, que las prisiones cumplan los estándares internacionales edilicios).

              Además, dicho derecho tiene expreso reconocimiento en el inc. 6 del art. 5 del tratado mencionado, en el sentido que dicha norma fija el objetivo que tiene la ejecución de la pena privativa de la libertad, por ende, ese objetivo, esa finalidad, tiene por sustento un destinatario final: el condenado. Así las cosas, siendo un derecho subjetivo destinado al reo, su cumplimiento puede ser demandado en los pertinentes organismos internacionales, mediante la denuncia contra el Estado que implica por lógica la afirmación de que este último viola sendos derechos humanos del condenado en cuanto al incumplimiento del tratamiento adecuado que debe brindar al reo. Así las cosas, entiendo que el condenado, cuando no recibe un adecuado tratamiento (lo que implica que la pena privativa de la libertad, en su práctica, no cumple sus finalidades terapéuticas) tiene una verdadera acción, la cual puede ejercer, activando la jurisdicción internacional.

              Por ende, mediante un simple silogismo concluimos que la norma no impone un  simple deber estatal aislado de contenido, sino un derecho para el condenado que implica, como contrapartida, una obligación de tratamiento resocializador por parte del Estado.

              Además de esta conclusión, de mayúscula trascendencia (el condenado titular de una acción internacional contra el Estado infractor) ostentamos otra particularmente relevante: la norma internacional citada, parte de una premisa: considera al delincuente un enfermo social, necesitado de tratamiento. Desarrollemos seguidamente esta cuestión.

              Vale la pena repetir el enunciado expreso del art. 5 inc. 6 del llamado Pacto de San José de Costa Rica, al fin de entablar el análisis: “Las penas privativas de la libertad tendrán como finalidad esencial la reforma y la readaptación social de los condenados”.

              La norma internacional citada habla expresamente de “la reforma y la readaptación social de los condenados”, en cuanto a la “finalidad” de “las penas privativas de la libertad”. Efectuando el correcto silogismo lógico, el sustantivo conceptual normativo es la pena, es decir, ella es el núcleo fáctico de aplicación de la norma, porque ella está destinada a la ejecución de la pena, determinando, en su regulación específica, que la finalidad de la misma no es otra cosa que la reforma y readaptación social del reo.

              Por ende, la base filosófico-antropológica de la norma internacional citada no es otra que partir del pleno respeto de la auto-determinación del Hombre, esto es, no parte de una base de derecho penal de autor, de corte netamente autoritario y, parafraseando a Zaffaroni, en “búsqueda del enemigo”, donde lo que se persigue con la pena es reducir la peligrosidad innata de la persona, incapaz de cambiar su dirección de conducta, sino que parte de una concepción mucho más adecuada y naturalista: el derecho penal de acto, que busca analizar la gravedad del injusto penal cometido y el grado de culpabilidad del agente en cuanto a la comisión del delito, siempre partiendo de la premisa de que el sujeto pudo motivarse en la norma que le prohibía afectar bienes jurídicos ajenos, siendo libre en su elección, resultando aplicable el juicio de reproche, justamente, porque pudiéndose motivar en el cumplimiento de la norma, sin estar reducido su ámbito de auto-determinación, no lo hizo, lesionando el bien jurídico tutelado por el derecho, lo que habilita la culpabilidad del agente.

              Justamente, como lo que busca la normativa de derechos humanos es la readaptación social del condenado, entonces es lógico que no se puede pretender readaptar lo que no está previamente inadaptado, es decir, no puede reparar lo que no está previamente roto, destruido, en el sentido de la norma citada, la misma considera al delincuente, a contrario sensu de la disposición expresa, como un sujeto inadaptado social, una suerte de enfermo social.

              Ello inclusive encuentra cierta justificación en nuestro código penal, cuando en su art. 34 inc. 1 habla de comprender la criminalidad del acto, Zaffaroni nos ilustra magistralmente en sus diferentes obras, que la expresión comprender es mucho más amplia y específica que la palabra conocimiento, es decir, la comprensión implica necesariamente el conocimiento, porque no se puede comprender lo que no se conoce, pero adenda un elemento que es relevante por demás: la internalización de valores sociales, es decir, su incorporación en la esfera íntima y psíquica del sujeto, de cierta ética en cuanto a la valoración o desvaloración de las acciones humanas, lo que, en definitiva, se sustenta en la base de la diferenciación entre los dos máximos valores humanos básicos: el bien y el mal (5). Así, queda claro que la comisión de un delito demuestra que ese sujeto no ha comprendido adecuadamente el valor del bien jurídico afectado, allí radica la naturaleza de la inadaptación social de la que nos habla la Convención Americana.

              Cuando una persona comete un delito, demuestra que la falta de comprensión de dichos valores sociales prueba a las claras un serio problema de adaptación del delincuente a la vida en sociedad, entonces, allí debe hacer su aparición estelar el Estado al fin de corregir esos problemas de adaptación.

              Debe tenerse muy presente el juego de roles que existe entre el Hombre y el Estado, en el sentido de que el primero es un fin en sí mismo, mientras que el Estado es un medio al servicio del Hombre y nunca a la inversa, pues bien, en el caso del delincuente esto se ve más nítidamente que nunca, toda vez que resulta claro que la pobreza y la marginalidad, la ausencia de adecuadas políticas educativas, sanitarias, habitacionales y de toda índole del Estado, terminan transformándose en verdaderos factores criminalizantes de los sectores sociales marginales, los que finalizan siendo seleccionados por el poder punitivo, ergo, el sistema penal acaba bajando su espada sobre los sectores más vulnerables y golpeados, que son los que menos esfuerzo deben hacer para resultar alcanzados por el poder punitivo.

              Desde este punto de perspectiva, veo con claridad que el derecho penal, por las consideraciones extensamente
expuestas en éste trabajo, debe cumplir, para con el delincuente, una esencial función terapéutica.

              Por ende, no resulta contradictorio hablar de un derecho penal terapéutico, en el sentido de que debe de abandonarse la sensación de castigo que implica la pena, expresamente prohibida por el art. 18 de la Constitución Nacional e implícitamente por el art. 5 inc. 6 de la Convención Americana, y debe de abrazarse el criterio correctivo y resocializador de la prevención especial (entendida como un proyecto serio de política criminal), no desde el deber ser, como se concibe contemporáneamente y en forma ilusoria con la pena privativa de la libertad actual, sino desde el ser, con un sistema que verdaderamente, es decir, en su praxis, implique una auténtica terapia social para el condenado, que le permita, en la ejecución de la pena, adaptarse adecuadamente para la vida social.

              Ahora bien, ¿en qué consistiría ese proyecto de terapia social?, paso a explicarme.

 

La terapia social como alternativa a la prisión:

 

              Pues bien, toca tratar cual es la propuesta formulada por el suscripto en cuanto a una posible sistematización institucional que reemplace a la prisión.

              En tal sentido, primeramente debemos acudir al auxilio de la criminología, entendiendo a esta como la ciencia (para aquellos que la consideran tal) que trata y estudia las causas del delito.

              Conforme a ella, empleando conocimientos derivados de la psicología criminal, la sociología criminal, etc, llegamos a la afirmación de que el delito, como fenómeno social, responde a un policausalismo, es decir, a varias razones.

              Ello es lo que hace que Zaffaroni reconozca el estado de vulnerabilidad como factor disminuyente de la responsabilidad punitiva, en virtud de que el status social deriva, necesariamente, de las condiciones de vida del individuo, el cual es determinado por sus ingresos, posibilidad de acceder al sistema de salud, educación, fuentes de trabajo, etc.

              Ahora bien, partiendo de la premisa de que el delito no se genera como hecho social en un único factor, y teniendo en consideración que, en definitiva, el sistema penal pretende, a través de sus funcionarios, juzgar conductas individuales, si bien es cierto que los diversos factores particulares y colectivos que condicionan la conducta inciden sobre la misma, la verdad es que, necesariamente, el análisis debe basarse en el caso concreto.

              En definitiva, cada condenado por un delito es un mundo, en razón de que cada persona es única e irrepetible, no siendo correcto generalizar y que el individuo caiga en un todo que haga desaparecer su individualidad.

              Ello desnuda los peores prejuicios de nuestra sociedad, pues, por ejemplo, existe un previo juicio social en cuanto a que es más probable que un adicto al paco cometa un robo, que lo haga un ciudadano “común”. Este es el denominado etiquetamiento del individuo, lo que impone el concepto de enemigo e nuestra sociedad, fruto, en buena medida, de una publicidad vindictativa (6) (7).

              Conforme lo expuesto, considero que debemos partir de una evaluación de que motivos llevaron al sujeto a cometer el delito, para así trabajar en ellos, a los efectos de eliminar dichos factores criminógenos.

              Ejemplifiquemos: supongamos que un joven, en edad de imputabilidad, que tiene sus necesidades básicas insatisfechas, es adicto a ciertas drogas, como por ejemplo, el denominado “paco”. La experiencia indica que este menor primero venderá sus posesiones para adquirir el narcótico, acabadas éstas, procederá a hurtar dinero de su hogar (si es que lo hay), luego, cerrados los caminos a su alcance, procederá en el mejor de los casos a pedir limosna al fin de contar con el dinero, pero en el peor de los casos, comenzará a cometer robos, al principio improvisadamente, luego con mayor asiduidad, con el fin de contar con elementos que le permitan acceder al estupefaciente.

Como se ve, tenemos varios inconvenientes, por una parte, una persona que actúa “por impulso”, porque su cuerpo, químicamente corrompido por el estupefaciente, le pedirá que consuma más y más, formándose un ciclo vicioso de consumo y delito. El problema es claro: ese individuo sale a cometer robos con la finalidad de contar con el dinero, elemento que le permitirá acceder a su fin inmediato, cuál es la droga.

Lo que propongo es lisa y llanamente lo siguiente: constatada la motivación del crimen (como en el ejemplo), debe someterse al delincuente a un tratamiento obligatorio de desintoxicación, además de la terapia psiquiátrica y psicológica correspondiente.

Manifestando una recuperación ese muchacho (para lo cual deberá necesariamente internárselo en una institución especializada en el tratamiento de adictos a las drogas, salvo que, por recomendación médica, ella no sea necesaria, bastando un tratamiento ambulatorio), debe insertárselo en el mercado del trabajo, primeramente educándolo (completando la instrucción primaria o secundaria, según sea el caso), sin perjuicio de ir formando en la persona enferma un bagaje cultural distinto, por ejemplo, instruyéndolo en oficios y artes que sean de su agrado (concurrentemente con el tratamiento médico y educativo).

De esta manera y para este caso concreto, la prisión es reemplazada por un sistema totalmente distinto, en efecto, mientras en la primera se lo priva de la libertad de una forma determinada en la sentencia (porque estas penas son temporales) en la privación de la libertad en el establecimiento médico especializado dicha privación se efectúa con fines exclusivamente terapéuticos, siempre que la privación de la libertad resulte necesaria, dado es factible la posibilidad de que el sujeto reciba tratamiento ambulatorio.

De hecho, recluyendo al delincuente en esa institución especializada, recibe un trato totalmente distinto del carcelario, sin las presiones de sentir que está “preso”, sin los maltratos que ocasionalmente brinda el servicio penitenciario, porque aunque esta privado de la libertad, lo está al fin asistencial y rehabilitatorio, siendo atendido por médicos y asistentes terapéuticos en la etapa de tratamiento de su adicción (enfermeras, psicólogos, etc.), recibiendo el tratamiento de un enfermo, es decir, una vez dentro del centro asistencial, ese individuo no debe ser considerado y tratado como un preso o recluso, sino como lo que es: un enfermo.

Luego, cuando el sujeto se encuentra en condiciones de aprender un arte u oficio, pues debe ser entrenado por funcionarios aptos para tratar con un individuo con las particularidades reseñadas, recibiendo un trato pedagógico y humano.

Como se ve, el sistema así concebido persigue, por etapas, primero erradicar, en el ejemplo, la adicción, o al menos volverla controlable para el delincuente, para luego, proceder a su preparación, a su entrenamiento para la vida en sociedad, así, se lo preparará para un oficio, se le instruirá en primaria y secundaria, o porque no, en estudios universitarios o terciarios.

Desde luego que de nada sirve que el Estado logre eliminar la adicción del sujeto, si no lo prepara para insertarse en el mercado laboral, si no le entrega las herramientas necesarias para desenvolverse en un ámbito que no sea justamente el delictivo.

Grafiqué con el caso de las drogas porque tiene un altísimo impacto en la sociedad, de
hecho, ella potencia e incrementa la agresividad de los autores de los hechos delictivos, veamos que los robos sangrientos, donde resulta la muerte de la víctima o lesiones en ella, muy por lo general el sujeto está bajo la influencia de algún estupefaciente, dado que con su empleo se dan el valor para emprender el hecho delictuoso, puedo dar fe de ello con mi experiencia como funcionario judicial.

La pena así concebida tiene un carácter esencialmente terapéutico, tanto individual como socio-económicamente, porque no solo se atacan las causas individuales (adicción a las drogas, al alcohol, etc.), sino también las sociales (como el caso del delincuente de placer –que le gusta robar-) y económicas (cuando el reo carece de empleo o de los recursos para conseguirlo).

No debemos olvidar que proponemos, paralelamente a la terapia propuesta, continuar con una instrucción obligatoria para el reo, donde se le enseñe ética ciudadana, se lo eduque en artes y oficios que lo preparen para la vida en sociedad, una vez rehabilitado.

Sintetizando lo sugerido, podemos esquematizar el modelo de ejecución de la pena propuesto del siguiente modo:

1-Período asistencial: mediante el cual el sujeto puede realizar un tratamiento ambulatorio, controlada su ubicación con los ya existentes dispositivos de rastreo que actualmente se utilizan para conceder alternativas a la prisión preventiva, salvo que la gravedad del caso amerite que el condenado deba quedar internado en un centro asistencial, con la adecuada seguridad para evitar fugas, pero sin que los agentes del servicio penitenciario tengan contacto personal con el interno, dado no cuentan con la preparación profesional ni pedagógica necesaria para ayudar a la rehabilitación. En este período, de naturaleza temporal variable (según la evolución personal del individuo), los únicos funcionarios competentes para tener trato personal con el interno serán los profesionales y asistentes encargados de la terapia.

Las terapias deben ser personalizadas y focalizadas en el móvil y causas que motivaron la comisión del hecho delictuoso, no estandarizadas como prevé el sistema de ejecución de la pena privativa de libertad actual, donde el reo, hoy en día, vive un encierro, entendiendo este como castigo en la práctica penitenciaria (así la viven los presos, no nos engañemos) pero siendo atendido al mismo tiempo por un gabinete profesional que “monitorea” su evolución

Lo que puede ser ventajoso es que se evita la superpoblación carcelaria, mensurado ello en que se privaría temporalmente de la libertad solo a aquellos individuos que verdaderamente no estén en condiciones de realizar la terapia social en forma ambulatoria (en decir, concurriendo al centro en determinados horarios, controlada la localización del condenado a través de la pulsera electrónica o dispositivo superior).

La circunstancia de que la pena sea verdaderamente terapéutica, de duración relativa y no estandarizada, solo limitada a partir de máximos fijos según el tipo penal, alienta al interno a emprender con verdadero empeño su recuperación, dado sabe que, cuanto antes logre su readaptación (llámese terapia contra adicciones, internación en centros de formación ética y ciudadana, etc.), antes logrará vencer la etapa de tratamiento, logrando escalar a la siguiente.

2-Período de entrenamiento laboral y educativo: mediante el cual, cumpliendo prisión domiciliaria nocturna (salvo que el ambiente familiar no sea conveniente para la etapa, en cuyo caso debe cumplirse la prisión nocturna en un establecimiento adecuado), el interno, durante las horas del día, y a doble turno, complete sus estudios y/o aprenda un oficio, lo que permitirá darle al condenado las herramientas para que pueda afrontar la vida laboral.

También creo conveniente que el sistema de monitoreo electrónico se implemente en esta etapa, a los efectos de que la prisión domiciliaria nocturna se cumpla, no con fines represivos, sino al único efecto de que el condenado complete la fase de entrenamiento laboral y sus estudios, con el fin de contar con elementos para encarar la vida civil, en pleno ejercicio de su libertad.

Es importante que el Estado tome las medidas del caso y fomente la destrucción de los prejuicios y estigmatización que padecerá socialmente el condenado, imprimiendo políticas que promocione la contratación del interno, ya recuperado o en recuperación, por ejemplo: acordando beneficios fiscales para los empleadores, la concesión de créditos a bajas tasas, donación de maquinarias de trabajo, etc., siempre a cambio de la contratación efectiva del trabajador, logrando de esta forma su reinserción en la vida social.

Aquí, el Estado no solo asume un papel de asistente terapéutico, en la primera etapa, y de educador en la segunda, sino también de gestor de la contratación del condenado recuperado o en recuperación, porque no es idéntica situación que el condenado recupere su aptitud social y salga en soledad a buscar trabajo, situación nueva para él y en inferioridad de condiciones por la situación vivida y su prontuario delictivo, por mínimo que sea, a que sea el propio Estado el que se lo gestione y consiga.

Es importante advertir que la duración de la ejecución de la pena prefijada legalmente resultaría abolida y reemplazada por el sistema propuesto, manteniendo solo un límite máximo para la duración del régimen institucionalizado, a efectos de que la pena, así concebida, no termine convirtiéndose en una medida de seguridad.

El sistema propuesto resulta mucho más versátil, durando lo necesario para que el condenado recupere paulatinamente su aptitud, superando etapa por etapa.

Considero y creo firmemente en ese viejo adagio de que “una escuela que se abre, es una cárcel que se cierra”, es por ello que, respetando ese saber, pienso que es mucho más útil reemplazar la prisión como sistema de encierro banal y sin sentido, por un nuevo régimen, pensado en forma educativa y tuitiva para el condenado, a los efectos de que este reciba la educación y aquellos elementos que le faltaron en el pasado en su vida.

 

El rol del injusto penal:

 

              Debo de hacer notar que fijar las penas con mínimos y máximos, es decir, en forma estandarizada, implica un contrasentido, toda vez que significa etiquetar a personas, más allá de que, en el caso concreto, el sistema positivo determina que el juez debe fijar el monto de la pena al momento de condenar conforme a la gravedad del injusto y al grado de culpabilidad (disminuido por la vulnerabilidad, para los seguidores de las ideas zaffaronianas).

Por las consideraciones efectuadas, resulta claro que, en un sistema como el propuesto, el mínimo de la pena puede llegar a ser excesivo en el caso concreto, y puede que el máximo de la pena sea exiguo para el tratamiento social, dado ello dependerá siempre de la conflictividad del sujeto para la terapia, lo que se relaciona con el grado de culpabilidad de su conducta delictiva, traducida en los problemas concretos de adaptación social, entonces, resulta evidente que la fijación estandarizada carece de utilidad, dado que, en definitiva, dependerá la duración de la pena del grado de facilidad o de dificultad del condenado en cuanto a la terapia.

              Por lógica consecuencia, de adoptarse este sistema, la parte especial de nuestro código penal debería quedar abolida en cuanto a toda especificación sobre la pena estandarizada en cada delito, manteniéndose únicamente un máximo según la gravedad de cada tipo penal, mensurado en la medida del injusto, pero no en modo estandarizado, sino como límite máximo de duraci
ón del tratamiento.

              Así, y tomando el ejemplo del homicidio, bastaría con que se especifique la acción típica, tal como está formulada en la actualidad, más dejando únicamente como previsión que dicho delito recibirá como pena el sistema ya explicado, según requiera las características personales del condenado, de acuerdo al régimen legal aplicable y al contralor del juez competente, pero limitándose la duración del tratamiento a un techo, a un máximo de duración.

              Algo que he descubierto es que la gravedad del injusto penal solo debe fijar el límite máximo de la terapia, pero nunca deberá ser entendido como medida de la pena, paso a explicarme.

              Todos sabemos que la magnitud de los injustos no es la misma, dada la sencilla razón de que todos los bienes jurídicos no son equivalentes (nadie pensaría que la propiedad es más valiosa que la vida, por ejemplo), pero con el sistema de ejecución penal propuesto, podría ocurrir, sin dudar, que una persona condenada por homicidio calificado por el vínculo se recupere mucho antes que otra condenada, por ejemplo, por robo simple.

              Piénsese en alguien que mata a su madre por sendos traumas psicológicos, que en la actualidad podría recién obtener la libertad condicional luego de 35 años de ejecución de pena (art. 13 del código penal), y de una persona que, condenada por robo simple, podría con el régimen actual, obtener la libertad condicional mucho tiempo antes, ahora, con el sistema propuesto por este autor, llegamos a la conclusión de que la magnitud del injusto no juega ningún papel en la duración de la pena, solo la limita en su duración máxima, justamente porque mira pura y exclusivamente a la recuperación del condenado, entonces y continuando con el ejemplo: si el homicida calificado se recupera válidamente a los dos años de terapia social, recuperando su aptitud para la vida en comunidad, ¿qué motivo existe, que sea auténticamente legítimo, para mantener 33 años más de banal encierro?, desde el otro prisma, si pasan 5 años y el ladrón no muestra señales de evolución favorables, ¿corresponde su soltura, cuando se sabe a ciencia cierta que no está preparado aún para la vida libre?

              Como se aprecia, la magnitud del injusto penal, en sus agravantes y atenuantes, incide tanto como el grado de las motivaciones, es decir, el índice de culpabilidad imputable al autor, por lo que, tenemos por probado (con los ejemplos dados) que el injusto penal (la calificación agravada del homicidio por el vínculo, por ejemplo) mal interpretado, es una clara señal vindicativa o de venganza social por la afectación del bien jurídico tutelado, porque hace depender la cuantía de la pena, en esos casos, a la gravedad o quantum de afectación del bien jurídico.

              De esta forma, considero que el grado del injusto no debe mensurar la duración de la pena, sino solo fijar su tope máximo, es decir, solo debe limitar la duración del tratamiento a un máximo tolerable por el derecho.

              El sistema propuesto reconoce que la magnitud del injusto no es, en principio, relevante para la cuantía de la pena, habida cuenta que no se relaciona en nada con el fin de readaptación social del reo, sino con pura y subconsciente venganza social, con puro castigo comunitario por la gravedad del delito cometido. Es cierto que el valor del bien jurídico es trascendente, pero ello no debe motivar al Juez para imponer una pena como castigo, provocando una prolongación innecesaria de la misma, cuando el condenado a demostrado plena recuperación social.

              En rigor de verdad, el sistema penal actual parte de presunciones implícitas y de las que la doctrina entiendo que nunca habló o descubrió, al menos en forma expresa, que hacen depender la cuantía de la pena, más allá del grado de reprochabilidad o culpabilidad (único factor subjetivo en forma indubitada), a la gravedad del injusto cometido (elemento en que aún la doctrina discute si ostenta carácter objetivo o subjetivo), y desde ese prisma (gravedad del injusto penal), entiende que cuanto mayor sea la lesión al bien jurídico tutelado, mayor debe ser la pena a aplicar en el caso concreto, porque, implícitamente, mayor será la necesidad de aplicar el criterio resocializador de la prevención especial en el caso específico.

              Grafiquemos con un ejemplo: no es la misma cuantía de injusto un hecho de homicidio simple, que un homicidio calificado por ensañamiento, habida cuenta de que éste último, además de completar la tipicidad objetiva del simple (matar a otro), se le agregan elementos subjetivos distintos del dolo, en el supuesto, el ensañamiento (intención de causación de un dolor innecesario a la víctima). Estos elementos subjetivos, que transitan en la voluntad del autor en forma paralela al dolo al momento de cometer el crimen, finalizan provocando por resultante que el homicidio se califique en forma agravada con pena de reclusión o prisión perpetua, porque el mayor grado de lesión o la mayor cuantía de antijuridicidad de la conducta, hacen que dicho injusto sea considerado más grave que un homicidio simple.

              Silogismo por medio, la actual concepción de la teoría del delito arriba a la conclusión de que el homicidio con ensañamiento en más grave que el simple, lo cual es cierto e inobjetable, pero nuestro derecho penal toma ese dato ontológico y lo traslada automáticamente a la cuantificación de la pena, inclusive, lo hace directamente en el propio código: el homicidio simple tiene una pena prefijada (estandarizada) de 8 a 25 años de prisión o reclusión, mientras que el calificado por ensañamiento recibe prisión o reclusión perpetua.

              Es decir, el derecho penal parte del ideal de que el sujeto que comete homicidio calificado precisa mayor prevención especial (mayor pena como “resocialización”) que el que comete homicidio simple, lo que justifica, en abstracto, una mayor condena.

              Ahora, ello encubre una trampa lógica, porque parte de una falsa premisa: que todos los individuos son iguales y que pueden ser etiquetados.

              El problema práctico que se plantea es el mismo que antes se explicitó: puede ocurrir que el homicida calificado se recupere antes para la vida en sociedad que el homicida simple, sin embargo, éste último puede recuperar la libertad mucho antes de estar verdaderamente preparado, y puede que el primero esté aún encerrado, habiendo recuperado su aptitud para la vida en comunidad.

Como se aprecia, el sistema vigente padece los típicos inconvenientes de todo aquel que tiene por base una ficción legal, que por concepto, puede o no darse en el caso concreto, lo que desnuda su falta de utilidad, pudiendo ser sin hesitación alguna reemplazado por el régimen propuesto, que elige no etiquetar delincuentes con penas estandarizadas que terminan violentando solapadamente la seguridad jurídica, tomando como base de duración de la pena no fórmulas mágicas, como las penas de nuestra legislación criminal, sino haciendo depender la duración de la pena-tratamiento al único pilar que considero básico: la evolución del interno en la terapia social, y la colaboración de éste en la eficiencia de la misma, para lograr su adecuada readaptación, limitando la duración de la pena a un máximo de tiempo, conforme a la gravedad del injusto.

Esa limitación no resulta caprichosa, sino que impide que la pena-tratamiento propuesta se convierta en una medida de seguridad, lo que expongo a continuación.

 

La terapia social no debe ser entendida como medida de seguridad:

 

En tal sentido, el hecho de que la duración de la pena dependa de la evolución del condenado en la terapia social concebida como pena-tratamiento, no debe ser considerada como una medida de seguridad, ella por varias razones.

Primeramente, porque su duración no es ilimitada, sino que estaría supeditada a un máximo fijado en el código de fondo, así por ejemplo, podemos establecer que el robo simple recibirá una pena que no superará los 6 años de tratamiento, el homicidio simple, bien podría ser reducido a 15 años como máximo para la terapia, etc.

El sistema así establecido, obligaría al legislador a reducir notoriamente los máximos que hoy existen en los códigos, toda vez que ellos tienen sentido en un sistema de penas elásticas, ergo: con mínimos y máximos.

Por otra parte, el sistema no implica la imposición de medidas de seguridad, desde que estas se basan, en la práctica, en la jurisprudencialmente denominada peligrosidad del individuo (8), mientras que la pena-tratamiento admite al hombre como capaz de autodeterminarse, respetando su autonomía moral, pero sabiendo que, como individuo inadaptado social, debe recibir un tratamiento estatal adecuado.

A su turno, el encierro en el establecimiento de terapia no se convierte en la regla, sino en la excepción a la regla de libertad vigilada durante el tratamiento, siendo procedente la privación de libertad en el centro de terapia social solo en aquellos casos donde el sujeto revela una personalidad que exige una terapia verdaderamente exhaustiva y con vigilancia permanente.

Estos argumentos deben ser bien comprendidos, porque el hecho de que en este ensayo se considere al delincuente como una especie de “enfermo social” no significa que se lo observe como un ser determinado al delito ni mucho menos, sino como una persona que precisa de ayuda a los efectos de corregir su conducta, haciendo desaparecer los factores que la llevaron, directa o indirectamente, al delito.

No es un peligrosismo garofaliano (9) lo que sostengo, sino una pena basada en criterios terapéuticos que pretende socavar en las razones que motivaron al criminal a cometer el delito, para tratar de eliminar dichas causas criminógenas.

Por ello, siendo limitada la duración máxima del tratamiento conforme a la gravedad del injusto, considero que la pena-tratamiento sería, de aplicarse correctamente, lisa y llanamente una terapia social, y no así una medida de seguridad.

 

Conclusiones:

 

              Concluyendo y sintetizando la exposición: el derecho penal terapéutico, no sería otra cosa que un derecho penal correctamente interpretado, despojado de todo elemento extraño, de sus aspectos y residuos vindicativos, de venganza, castigo y, en definitiva, de todos los componentes que resulten ajenos a su verdadero propósito: la resocialización del reo y su preparación para la vida libre, reconocido ese propósito en sendas normas internacionales de derechos humanos.

              En efecto, no estaríamos hablando más que del derecho penal de acto, que tiende a la prevención especial, el que tiene el fin de readaptar al delincuente, ergo: no sería más que el derecho penal que sostiene la doctrina mayoritaria, y que, es oportuno decir, recogen legislativamente nuestra Constitución Nacional (art. 18) y el Pacto de San José de Costa Rica (art. 5 inc. 6), por ende, cualquier concepción de un derecho penal que tienda a establecer la venganza, el castigo, o de utilizar al reo como ejemplo de lo que no se debe hacer (volviendo al condenado un medio, es decir, cosificando a la persona –prevención general-) resultarían palmariamente concepciones ajenas a nuestro bloque federal, inválidos constitucionalmente y tachados de una ilegitimidad manifiesta.

              Conforme al sistema propuesto, la reincidencia, la condenación condicional y la libertad condicional no pueden jugar ningún papel, toda vez que pasarían a ser institutos arcaicos que ninguna relevancia tienen en el sistema propuesto.

              La reincidencia, por lo dicho en su oportunidad, no hace más que cargarle al delincuente todas las culpas, incluyendo las del propio Estado que no supo readaptar al condenado para la vida libre, además de instaurar un derecho penal de autor, habida cuenta que, fundado en la peligrosidad, hace que el reo pierda beneficios por el hecho de ser tachado de “reincidente” (libertad condicional –art. 14 del código de fondo-, condena condicional –art. 26 del mismo plexo normativo-), lo que demuestra que estamos ante un instituto fundado en concepciones ajenas al criterio del derecho penal de acto, sin contar que la reincidencia, en lo que hace a su compatibilidad con el sistema de ejecución penal que se propone, no demuestra ninguna compatibilidad, toda vez que lo único que busca es etiquetar de “peligroso” al condenado, excluyéndolo de ciertos beneficios a los que podría acceder aun mostrando recuperación en la terapia, de lo que se deduce su total y absoluta incompatibilidad con el régimen propuesto.

La condena condicional no hace más que amenazar con una pena potencial, dejando en suspensión la ejecución de la pena, pero ninguna terapia lleva a la práctica, demostrando total inutilidad, en efecto: ¿de qué sirve declarar responsable penalmente a un sujeto y no someterlo a terapia social?, es evidente que lo que busca el Estado es renunciar a la imposición del grueso de las penas cortas privativas de libertad, con tal que cumplan el requisito de ser “primera condena”.

Es cierto que sería imposible alcanzar con la penalización efectiva a todas y cada una de las conductas delictivas en nuestro país y el cualquier lugar del planeta ocurriría lo propio, pero, como lo que buscamos es readaptar al reo, un delito leve seguramente, más no necesariamente, presupone una terapia breve, al menos en hipótesis. De una u otra forma, el Estado no puede violar el derecho humano subjetivo del condenado a recibir la terapia social (art. 5 inc. 6 de la Convención Americana), por lo que el Estado, por su calidad de tal, debe cumplir inexorablemente con la misma. De esto se colige que la condena condicional no es más que un ingenioso recurso estatal para incumplir con la terapia del condenado (conforme al sistema que se propone), por lo que resulta un instituto ajeno al fin de la pena, tal como está aquí concebida, proponiéndose su abrogación.

La libertad condicional no tiene total cabida en este sistema, porque se superpone con el tratamiento, de lo que se deduce que puede ser sin problemas reemplazada con el sistema propuesto. Es decir, la libertad condicional es procedente, como facultad del juez cuando el condenado tiene pronóstico favorable, lo que señala una cierta identidad con el sistema desarrollado por éste autor. Debo reconocer que bien podría ella funcionar en el sistema, como una habilitación legal, ha pedido de parte o de oficio por el Juez de Ejecución, para obtener salidas transitorias y de prueba, con la loable finalidad de acreditar que la terapia que recibió el condenado realmente surtió efecto en él. De ello se deduce que es el instituto de mayor compatibilidad con el sistema defendido en esta tesis.

Debe quedar claro que el sistema de ejecución penal que se propone en modo alguno debería ser utilizado como una suerte de herramienta para privar de libertad en forma perpetua, ni como una especie de jaula para encerrar en forma indefinida a las personas etiquetadas como “molestas”, lo que exige la contratación de funcionarios y profesionales respon
sables, que tengan verdadera vocación de servicio, que estén libres de todo tipo de prejuicio social contra el condenado, y que tengan siempre la mira puesta en la recuperación de este, que se preocupen por conocer la historia personal del reo, de estudiar los motivos que lo llevaron al delito, y de a partir de allí, trabajar en ellos con el fin de su erradicación en el espíritu del condenado.

Se trata de una terapia situada en el espacio personal del delincuente, que busca conocer al hombre que se esconde detrás de hecho cometido, y que persigue destruir los pilares socio-económicos e individuales que lo llevaron a delinquir.

              Titánica tarea que seguramente llevaría buen tiempo en todos o en la mayoría de los casos y que demandaría la aportación doctrinaria, jurisprudencial y hasta de la comunidad, para que ciudadanos, justiciables, abogados, jueces y funcionarios judiciales vean esta nueva cosmovisión y logren adaptarse a ella, de tener favorable acogida, desde luego, pero creo que vale la pena intentar la implantación de éste nuevo sistema en nuestro país, dado el sistema punitivo vigente ha demostrado su notorio fracaso.

              Así visto, el derecho penal y su marco legislativo, lleno de parches y de contradicciones, de disposiciones encontradas, polémicas, de dudosa constitucionalidad (ejemplo: la reincidencia) y de postulados que se fundan en el derecho penal de acto y de autor en forma simultánea, cuando éstos son de incompatible coexistencia, verifican que el derecho penal, que alguna vez fue un coloso jurídico de incuestionable poder, hoy esté a punto de caer ante una realidad que demuestra, una vez más, que los sistemas fundados en ficciones jurídicas que nada tienen de real, no hacen más que enfermarlo y lograr que éste caiga desplomado al suelo.

              Ojalá esta nueva visión, que tiene por resultado necesario cambiar la concepción de lo que entendemos por delito (donde ya vimos y notamos que la gravedad del injusto no debería incidir en la cuantía de la pena, sino solo limitar su máxima duración) como también de lo que conceptuamos como derecho penal (erradicando todo elemento relacionado con el castigo y la retribución), sirva para algo positivo.

              Creo que debemos abrazar el desafío, como juristas, de que este sistema de ideas repercuta y haga caer ciertos cimientos que se creían indestructibles, habida cuenta que esta teoría reforma y toca medularmente conceptos de la teoría del delito (injusto penal que no repercute en el quantum de la pena) y de la teoría del saber penal (noción del derecho penal terapéutico ya expuesta), sin contar que reformula en forma prácticamente total a la teoría de la coerción penal, que es la específica de esta tesis y la que mayormente se ve modificada.

              Desde ya, este autor se compromete a explorar esos nuevos horizontes, con el fin de descubrir hasta qué punto esta tesis, esta nueva cosmovisión del fin de la pena, ha modificado, al menos en mi criterio, al derecho penal en general, incluyendo su noción conceptual, como así la misma teoría del delito.

              Ojalá esta tesis aporte nuevas ideas a nuestra ciencia, y de un primer paso, o uno más al menos, con el objeto de que avance y no se quede atascada con conceptos que deben ser ya abandonados por resultar extraños al verdadero objetivo del derecho penal, y de la pena que es su base nuclear: readaptar al condenado para la vida social.

 

NOTAS:

(*)- El autor es Auxiliar Letrado del Juzgado de Garantías nro. 1 del Dep. Judicial de Quilmes.

e-mail: emanuelmorita@yahoo.com.ar

(1)- Vale para ello comprobar la cita de los datos que nos proporciona Zaffaroni en su obra “Estructura Básica del Derecho Penal”, ed. Ediar, ya citada, pág. 243, cuando nos afirma que: “las condiciones carcelarias en América Latina aumentan en diez o quince veces los riesgos para la vida y la salud, con lo cual se convierte en una pena corporal. Además, en el 70% de los casos (promedio de la región) no se cumple como pena sino como prisión preventiva, que se imputa luego a la pena que se le impone en caso de condena (art. 24 CP)”.

(2)- Obra citada, pág. 209/213.

(3)- Obra en cita, pág. 260.

(4)- “Estructura Básica del Derecho Penal” citada, pág. 30, cuando en referencia al problema señala: “…el derecho penal no se legitima programando las decisiones jurídicas para acompañar el ejercicio del poder punitivo que las agencias jurídicas no ejercen, sino que debe programarse para contener y limitar su ejercicio…el derecho penal y el poder jurídico se legitiman en la medida que ejercen ese control limitador”.

(5)- Obra en cita, pag. 215, cuando se refiere a la compresión de la criminalidad exponiendo que “…lo que debe serle exigible no es el mero conocimiento, sino su comprensión. Los valores no basta conocerlos, sino que debe ser posible comprenderlos… La mayoría de los autores de injustos demuestran con su realización que no han comprendido (o por lo menos no han comprendido por completo o han neutralizado) los valores jurídicos cuya lesión es penalmente relevante…”.

(6)- “El Enemigo en el Derecho Penal”, de Eugenio Raúl Zaffaroni, editorial Ediar, segunda reimpresión, Buenos Aires, 2009, pág. 16.

(7)- “Estructura Básica del Derecho Penal” citada, pág. 33.

(8)- “Código Penal de la Nación y legislación complementaria, anotados con jurisprudencia”, de Horacio J. Romero Villanueva, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 2010, cuarta edición, pág. cuando se cita jurisprudencia de la Cámara Nacional de Casación Penal, Sala 7, autos “Orther Mariano”, cuando se expone que: “la base de la medida de seguridad de internación es la peligrosidad del agente y no son dictadas con el fin de compensación retribuidora por un hecho injusto, sino para la seguridad futura de la comunidad frente a las violaciones ulteriores del derecho por parte a esperarse de parte de ese autor”.

(9)- “El Enemigo en el Derecho Penal”, de Eugenio Raúl Zaffaroni, editorial Ediar, segunda reimpresión, Buenos Aires, 2009, pág. 91, cuando se expresa que Rafael Garófalo pretendía que la ley penal protegiera a la sociedad contra sus enemigos naturales.

 

 

Bibliografía:

 

CODIGO PENAL DE LA NACION ARGENTINA, anotado con jurisprudencia, de Horacio J. Romero Villanueva, Abeledo Perrot, cuarta edición, 2010.

“MANUAL DE DERECHO PENAL”, de Eugenio Raúl Zaffaroni, editorial Ediar, 1986, Buenos Aires.

“ESTRUCTURA BASICA DEL DERECHO PENAL”, de Eugenio Raúl Zaffaroni, editorial Ediar, primera edición, 2009, Buenos Aires.

“DERECHO PENAL: PARTE GENERAL”, de Carlos Creus, editorial Astrea, tercera edición, 1992, Buenos Aires.

“DERECHO PENAL: PARTE ESPECIAL”, de Carlos Creus, tomos I y II, editorial Astrea, Buenos Aires.

 “EL ENEMIGO EN EL DERECHO PENAL”, de Eugenio Raúl Zaffaroni, editorial Ediar, segunda reimpresión, Buenos Aires, 2009.

“CRIMINOLOGIA Y SISTEMA PENAL: Compilación in memoriam”, de Alessandro Baratta, editorial B de F, Montevideo-Buenos Aires, año 2006, reimpresión.

 “LOGICA E INTRODUCCION A LA FILOSOFIA”, de Vicente Fatone, editorial Kapelusz, novena edición, 1969, Buenos Aires.