El derecho penal del enemigo o la pretensión imposible de encontrar un fundamento iusfilosófico en Rousseau y Hobbes Por Bernardo Belzunegui

INTRODUCCIÓN

Como expresión, el Derecho penal del enemigo tiene un origen preciso en las aportaciones de Günther Jakobs realizadas en los últimos veinticinco años, en una fórmula que ha corrido a favor del viento y ha dado origen a una multitud inusitada de trabajos. Partidarios y críticos se han dedicado, sobre todo en los últimos diez años, cuando su carácter expansivo era evidente, a precisar su contenido, crear o negarle una extensa genealogía, establecer sus implicaciones sobre la teoría de la pena, sobre las medidas de aseguramiento o sobre los delitos de peligro abstracto. Han contribuido a extender su análisis a todos los campos del Derecho, a construir o rememorar la figura del enemigo, a destacar su carácter simbólico, punitivista o inocuizador.

La mancha se ha extendido tanto que no ha habido nadie que pasara por allí (Protágoras, Platón, Moro, Suárez, Vitoria, Hobbes, Hume, Grocio, Pufendorf, Rousseau, Kant, Schmitt, Heidegger, Wittgenstein,…) al que no se le haya hecho un traje con este material, fuese o no de su gusto y se adecuase o no a su talla. Sólo unos pocos (Aristóteles, Epicuro, Erasmo, Bruno, Spinoza, Gassendi, Hegel, Schopenhauer, Nietze,…) han logrado seguir vestidos con su propio ropaje, ya sea por la dificultad de tomarles la talla o por su carácter de contrahechos. Incluso a estos, hay quien no ha resistido la tentación de adornarles con algunos petachos.

Con la misma paciencia que se cosían, se han cortado piezas de aquí y de allí para ilustrar el concepto de enemigo, quizá bajo la intuición de que esa era la clave del arco y que todo tenía que tener un sólido andamiaje antes de proceder a colocarla. Ya fueran Cervantes o Céline, Camus, Dostoievski o Coetzee, todos se convertían en bocas saqueadas,  como diría Quevedo, con el propósito de aumentar el tamaño de la metáfora.

La responsabilidad de Jakobs en todo ese fenómeno tiene dos fases. La primera, que se podría denominar de manera neutral como descriptiva, introduce una expresión todavía no consagrada para tratar una serie de problemas existentes en muchos ordenamientos penales[1]. El tema en el que se centra es el del adelantamiento de las barreras penales para abordar los casos que se considera que entrañan una mayor peligrosidad. Se refiere a la criminalización de los denominados delitos de peligro abstracto, incorporados en el Código penal alemán y en las legislaciones de muchos otros países.

Frente al criterio predominante en los códigos penales liberales que exigían como requisito para la intervención penal que la voluntad criminal se manifestase en los hechos, mediante la lesión de un bien jurídico reconocido y tipificado, las tendencias que marcaban el nuevo Derecho penal no exigían la lesión sino que, en ocasiones, bastaba la “enemistad” con ese bien jurídico, ponerlo en riesgo, para que la intervención se anticipara. Los nuevos tipos penales que respondían a ese criterio, a los que Jakobs denomina normas de flanqueo[2], que tratan de neutralizar el peligro, mediante el adelanto de las barreras de protección, sin que sea necesario esperar a una lesión efectiva del bien jurídico protegido por la norma. El efecto correlativo es la consiguiente reducción de la espera de libertad del sujeto

En este contexto se introduce la noción de Derecho penal del enemigo. En un principio parece que esa división es puramente descriptiva, para recoger esa dicotomía que presenta el reciente Derecho penal. Frente a su versión clásica, que exige para la intervención penal una lesión efectiva del bien jurídico y, en una visión estática de la libertad y de la norma, optimiza la esfera de la libertad, el adelanto de las barreras punitivas reduce el ámbito de la libertad y “optimiza la protección de bienes jurídicos”[3]. El primero caracteriza al Derecho penal del ciudadano, el segundo, el del enemigo.

La proliferación de esas normas anticipatorias, que tienen como propósito garantizar las condiciones de vigencia de las normas principales, no afecta, en esta primera versión de Jakobs, a las garantías procesales ni a la necesidad de que esa puesta en riesgo del bien jurídico tenga una manifestación exterior, compatible con el denominado principio del hecho, sin el que no puede haber intervención penal. Sin embargo, la propia denominación de Derecho penal del enemigo y la consideración de que el adelanto de las barreras punitivas optimiza la protección de los bienes jurídicos, indican que ni el concepto ni el análisis son sólo descriptivos y que ambos pueden tener un gran potencial de expansión.

La vuelta de Jakobs al mundo del Derecho penal del enemigo se realiza en 2003[4]. No viene sólo, ni en un viaje pasajero, sino acompañado de una extensa cohorte de filósofos muertos y juristas vivos, con voluntad de quedarse. Lo hace en un breve artículo, que tiene todos lo ingredientes de un manifiesto sobre una nueva variante del Derecho penal, dirigido no al ciudadano sino al enemigo.

Para demostrar que su programa de acción va dirigido a presentar una nueva alternativa al Derecho penal, no sólo esboza una nueva teoría de la pena, sino que revisa sus fundamentos iusfilosóficos y pretende hacerse acompañar en su interpretación por algunos gigantes del pensamiento del pasado. Expone, además, las implicaciones que su sistemática tiene para el Derecho procesal penal, en la justicia universal y en la vigencia real de los derechos humanos. Un programa breve, pero que cree suficiente para cambiar las bases del Derecho Penal.

En este estudio de 2003, Jakobs orienta todos sus esfuerzos a contraponer el Derecho penal del enemigo y el Derecho penal del ciudadano, el “tratamiento del autor como persona y el tratamiento del sujeto como fuente de peligros”[5]. Su intento de fundamentar su análisis de la noción de enemigo en la tradición del iusnaturalismo y en la interpretación del pacto social podría no resultar vano si el concepto de individuo y persona que maneja tuviera algo que ver con esas tradiciones filosóficas y jurídicas. Sin embargo, tanto desde la perspectiva de la libertad natural como desde la ciudadanía, Kant ya había anticipado esa imposibilidad lógica de asociar Derecho y enemigo. “La expresión enemigo injusto es un pleonasmo, porque el estado natural es ya por sí un estado de injusticia. Enemigo justo sería aquel al cual mi resistencia fuera injusta, en cuyo caso no sería mi enemigo”[6].

Tampoco en el ámbito de la ciudadanía es posible compatibilizar “Derecho penal del enemigo” y “Derecho”. “La igualdad exterior (jurídica) en un Estado consiste en una relación entre los ciudadanos según la cual nadie puede imponer a otro una obligación jurídica sin someterse él mismo también a la ley y poder ser, de la misma manera, obligado a su vez [Dicho con otras palabras, podría expresarse] la proposición siguiente, que bien puede llamarse ‘fórmula trascendental’ del derecho público: ‘Las acciones referentes al derecho de otros hombres son injustas, si su máxima no admite reconocimiento general’”[7].

Esas respuestas anticipadas de Kant a la pretensión de Jakobs de configurar un Derecho penal en términos de la dicotomía entre ciudadanos y enemigos podrían tener especial significado si su aportación se enraizase, como pretende, en la tradición kantiana. Sin embargo, los conceptos de individuo y persona que incorpora, nada tienen que ver con ella. Su fuente se encuentra en el funcionalismo sociológico que, en manos de Luhmann y Jakobs, se convierte en funcionalismo penal.

 

EL CAMINO QUE LLEVA DEL SISTEMA SOCIAL A LA SEGURIDAD COGNITIVA

La síntesis particular entre el estructuralismo y el positivismo lógico que hacen algunos sociólogos, en las
últimas décadas del siglo XX, para describir lo que denominan  sociedad del riesgo, se basan en unas premisas comunes, las crisis de integración que caracterizan a las sociedades modernas. Estructuras sociales que, mientras más basan su desarrollo en la creciente diferenciación entre los diversos subsistemas que las configuran (la economía, la política, la ciencia, la tecnología,… y, de una forma particular, el derecho), más amenazadas se encuentran, porque el desarrollo autónomo de esos subsistemas les hace operar con lógicas e intereses propios, que entran en conflicto entre sí.

El modo inconexo de operar de los distintos subsistemas, que se conducen por sus propias lógicas parciales de autonomización y diferenciación, introducen un déficit estructural de racionalidad en la sociedad actual. La pérdida de una visión unificada y racional de los problemas que la afectan, dificultan o impiden el tratamiento de los problemas globales y extienden de manera no controlada los riesgos asociados al desarrollo social. “La novedad es que la fuente de los peligros no se encuentra en los entornos de la actividad social, sino en las mismas operaciones sociales y que sus amenazas son, en verdad, autoconfiguradas”[8].

La formulación de Luhmann comparte esa visión. La sociedad actual, funcionalmente diferenciada, está integrada por distintos subsistemas que autogeneran los códigos y programas que explican y ordenan sus funcionamientos específicos. Los subsistemas así diferenciados generan una dinámica de interdependencia que resulta coherente con la viabilidad del sistema. Sin embargo, como esa dinámica propia de los distintos subsistemas impide la aparición de cualquier cosmovisión globalizadora, imposibilita la existencia de una racionalidad exterior rectora que regule el conjunto.

La posibilidad de solucionar los problemas depende críticamente de las capacidades de prestación intersistémica, de que “los sistemas funcionales individuales soporten la disposición para el riesgo de los otros sistemas y que logren equilibrarlos con medios propios”[9].

El carácter autopoiético[10] de los diversos sistemas sociales, junto con la ausencia de una instancia externa privilegiada capaz de regirlos, hacen que la sociedad actual, diferenciada funcionalmente, se encuentre universalmente expuesta al riesgo. Un riesgo endógeno, que no proviene de un entorno exterior, y que se genera en el propio proceso de comunicación. “Frente a la imposibilidad de predecir de manera perfectamente racional (…) toda comunicación se convierte en un riesgo: el de no haber atendido algo que más adelante resulta ser importante o el de haber decidido de una manera que más adelante resulta ser errónea o, de algún modo, reprochable. Pero la no comunicación tampoco nos protege de este riesgo, puesto que puede ser convertida, como omisión, en una decisión”[11].

Esas comunicaciones son las operaciones que utiliza el sistema social para autorreproducirse. “En virtud de la diferenciación funcional, la sociedad puede alcanzar una complejidad tan alta y, a la vez, un nivel tan alto de ‘desorden’ (en el sentido de indeterminación estructural y carácter casual de las conexiones e interrelaciones)”[12]. Todas las formas de diferenciación tienen más posibilidades de despliegue que en las formaciones sociales previas. Ese es el motivo por el que la inseguridad se multiplica. “Las semánticas de la contingencia de los sistemas funcionales se enlazan con un futuro en permanente apertura. No excluyen que todo lo que en un momento determinado es aceptado, también pudiera ser modificado por comunicación. Su propia autopoiésis exige un alud de operaciones sin certidumbre final”[13].

Destruidas las fuentes de la certeza de la que se nutre la vida, la incertidumbre implícita en esa dinámica autorreferencial hace que, en la sociedad actual, la relevancia concedida al futuro se incremente. La dependencia respecto a la decisión es mucho mayor. “Mucho de lo que antes ocurría por su propia lógica, ahora se demanda como decisión”[14]. En la misma medida se incrementa la importancia de las expectativas.

En este contexto, el Derecho aparece también como un subsistema comunicativo, autopoiético y autorreferencial. Está desligado de la ética, la moral y la política, que para el subsistema del Derecho son sólo ruidos, elementos aleatorios que no influyen el la comunicación jurídica. “El derecho no es política, ni economía, ni religión, ni educación. No produce obras de arte ni cura enfermedades, ni distribuye noticias. Sin embargo, no podría existir si todas estas cosas no se dieran. Así, como todo sistema autopoiético, el Derecho sigue dependiendo en gran medida de su entorno”[15].

En el conjunto de sistemas sociales, el Derecho adquiere, sin embargo, un estatus privilegiado, un papel de variable de control. En la medida en que los sistemas sociales son sistemas de comunicación, que incorporan el riesgo, en los que se generan expectativas que pueden verse defraudadas, lo que introduce un elemento de inseguridad, el Derecho actúa como un sistema particular que trata de contribuir a evitar que esos sistemas colapsen.

De acuerdo con la visión de Luhmann, lo que aporta el Derecho al sistema social para contribuir a solucionar ese problema son las expectativas normativas y las expectativas cognitivas. Las primeras no se diferencian en nada de la concepción del sistema jurídico que aporta el normativismo de Kelsen en la Teoría pura del Derecho. Consisten en un conjunto de normas y reglas de imputación. No garantizan el éxito de los contactos sociales, pero reducen la complejidad y el riesgo de los sistemas, en cuanto proporcionan al sujeto un horizonte en el que orientarse. Además, no se modifican en caso de no coincidir con la realidad. Su defraudación no provoca que la sociedad abandone la expectativa normativa. Por el contrario, la frustración de las expectativas cognitivas puede permitir que sean modificadas y adaptadas a la realidad.

Aquí se da el último paso para casar la teoría sistémica con el Derecho penal. La norma (si se quiere, la expectativa sobre la norma), no garantiza que la conducta se desarrolle conforme a Derecho pero, en la medida que contribuye a reducir la complejidad, protege de la incertidumbre. Las posibilidades de comunicación y desenvolvimiento sistémico se incrementan en la misma proporción que la confianza de los agentes en que sus expectativas no se verán defraudadas. Nada garantiza que esto vaya a ser así y el delito es una muestra de la contingencia de los sistemas sociales.

Cuando el delito ataca la norma, el sistema jurídico afirma su vigencia mediante la pena. Delito y pena son medios que afectan al sistema social en cuanto interrumpen o restauran la comunicación, defraudan o restablecen la confianza en las expectativas. Se convierten, así, en medios de interacción simbólica. En consecuencia, la interpretación de la norma que se introduce aquí, añade al significado que tenía en las concepciones normativistas clásicas (restaurar la confianza de los ciudadanos en la norma), un propósito funcional (proteger frente a las incertidumbres que provoca la defraudación de las expectativas).

En este terreno desbrozado por Luhmann es donde Jakobs construye su teoría del Derecho. Sus dos únicos elementos son norma y tiempo (o expectativa que, en la medida que es sobre la propia norma, no deja de dar por resultado una concepción unidimensional). “La personalidad es irreal como construcción exclusivamente normativa. Sólo será real cuando las expectativas que se dirijan a una persona también se cumplan en lo esencial. (…) Quien no presta una seguridad cognitiva suficiente de un comportamiento personal, no sólo no puede ser tratado aún como persona, sino que el Estado no debe tratarlo ya como pe
rsona, ya que de lo contrario vulneraría el derecho a la seguridad de las demás personas”[16]. La persona, por lo tanto, sólo se construye en la norma y es la norma la que puede dar o quitar esa condición.

Es indudable, por otra parte, que la pena no es sólo un medio de comunicación, ni se reduce a tener un carácter simbólico[17]. No es sólo una categoría conceptual, ni únicamente un imperativo categórico, sino que tiene una dimensión práctica, física, que implica el uso de la coacción dirigida a quien aumenta el riesgo en el sistema interfiriendo en la comunicación social o frustre las expectativas de comportamiento establecidas en la norma.

 

LOS COMPAÑEROS DE VIAJE O ALICIA YA NO VIVE AQUÍ

A la vista de sus reconocidos orígenes teóricos no deja de resultar extraño el empeño de Jakobs de escoltar su oxímoron, “derecho penal del enemigo”, con todo tipo de precursores iusfilosóficos[18], por más que eso le lleve a torcer el brazo a la lógica de las más diversas formas y a definir conceptos con el único propósito de violar su propia definición. “Se denomina ‘Derecho’ al vínculo entre personas que son a su vez titulares de derechos y deberes, mientras que la relación con un enemigo no se determina por el Derecho, sino por la coacción. Ahora bien, todo Derecho se halla vinculado a la autorización para emplear coacción, y la coacción más intensa es la del Derecho penal. En consecuencia, se podría argumentar que cualquier pena o, incluso, ya cualquier legítima defensa se dirige contra un enemigo. Tal argumentación en absoluto es nueva, sino que cuenta con destacados precursores filosóficos”[19].

El primero a quien acude Jakobs para justificar su nuevo tipo de dogmática es a Rousseau, no sólo por ser uno de los autores del pasado que habían incorporado en su sistema la distinción entre ciudadanos y enemigos, algo que comparte con todos los autores con contrato social, sino porque en sus palabras se expresa explícitamente sobre el ataque a un derecho social y la posibilidad de que el autor de este ataue sea tratado como enemigo. En la selección que hace Jakobs, “afirma Rousseau, que cualquier ‘malhechor’ que ataque el derecho social deja de ser ‘miembro’ del Estado, puesto que se halla en guerra con éste, como demuestra la pena pronunciada en contra del malhechor[20]. La consecuencia reza así: ‘al culpable se le hace morir más como enemigo que como ciudadano’”[21]

Para apreciar la referencia interesada al texto de Rousseau, basta recordar lo que escribe el teórico de El contrato social, en el apartado dedicado al “Derecho de vida y muerte”. Ahí Rousseau trata de compatibilizar su interpretación del pacto social, con la existencia de un derecho positivo, que incluía la pena de muerte, propio del momento en que lo escribía. Por forzado y hobbesiano que resulte el argumento dirigido a justificar la aplicación de la pena de muerte diciendo que quien está dispuesto a entrar en el contrato social para librase de ser víctima de un asesino tiene que estar dispuesto a dejarse ahorcar en caso de que él mismo llegue a ser un asesino, todo el proceso de desarrolla en el ámbito de la ciudadanía.

El pacto social, que es el que da vida al cuerpo político, es el que garantiza la libertad y el movimiento de ese cuerpo.

On demande comment les particuliers, n’ayant point droit de disposer de leur propre vie, peuvent transmettre au souverain ce même droit qu’ils n’ont pas. Cette question ne paraît difficile à résoudre que parce qu’elle est mal posée. Tout homme a droit de risquer sa propre vie pour la conserver (…).Le traité social a pour fin la conservation des contractants. Qui veut la fin veut aussi les moyens, et ces moyens sont inséparables de quelques risques, même de quelques pertes. Qui veut conserver sa vie aux dépens des autres doit la donner aussi pour eux quand il faut. Or, le citoyen n’est plus juge du péril auquel la loi veut qu’il s’expose ; et quand le prince lui a dit : « Il est expédient à l’État que tu meures », il doit mourir, puisque ce n’est qu’à cette condition qu’il a vécu en sûreté jusqu’alors, et que sa vie n’est plus seulement un bienfait de la nature, mais un don conditionnel de l’État.

La peine de mort infligée aux criminels peut être envisagée à peu près sous le même point de vue- c’est pour n’être pas la victime d’un assassin que l’on consent à mourir si on le devient. Dans ce traité, loin de disposer de sa propre vie, on ne songe qu’à la garantir, et il n’est pas à présumer qu’aucun des contractants prémédite alors de se faire pendre[22].

Entre las muchas voces que repitieron las opiniones de Rousseau durante la Revolución Francesa, las de Robespierre y Saint-Just son, probablemente, las más se ajustan a las concepciones republicanas formuladas por Rousseau en El contrato social. Como expresaba Hegel, en 1821, al exponer en su Filosofía del Derecho, las virtualidades y los límites de estas concepciones y del movimiento real que habían puesto en acción, “Rousseau ha tenido el mérito de establecer  como principio del Estado un principio que no sólo según su forma (…) sino también según su contenido es pensamiento y, en realidad, el pensar mismo: la voluntad. (…) Llegadas al poder estas abstracciones han ofrecido por primera vez en lo que conocemos del género humano el prodigioso espectáculo de iniciar completamente desde un comienzo y por el pensamiento la constitución de un gran Estado real”[23].

La primera ocasión para apreciar el alcance práctico de las propuestas “penales” formuladas por Rousseau en El contrato social, se presentó en la primavera de 1891, cuando la Asamblea Constituyente discutió también los contenidos que tendría que tener el nuevo Código Penal, dirigido evidentemente a los ciudadanos, y si la pena de muerte debía ser conservada o abolida.

El alegato realizado por Robespierre, en su discurso del 30 de mayo de 1791, no deja ningún resquicio, ninguna excepción para que los ciudadanos puedan, en ninguna circunstancia, sufrir esa pena inhumana, que degrada no sólo a quien la padece sino a la sociedad que la aplica. Comienza rogando a los legisladores que borren del código penal “las leyes de sangre que rigen las muertes jurídicas”. “Quiero probarles: 1) que la pena de muerte es esencialmente injusta; 2) que no es la más represiva de las penas, y 3) que provoca más crímenes de los que previene”[24].

La diferencia existente entre una situación prepolítica, previa al pacto social, y la que existe una vez que la sociedad se ha configurado y ha establecido sus leyes queda perfectamente manifiesta. “Fuera de la sociedad civil, si un enemigo encarnizado me ataca (…) como yo sólo puedo oponer mis fuerzas individuales a las suyas, tengo que perecer o matarle. Y la ley de la defensa natural me justifica y me apoya. Pero en la sociedad, cuando la fuerza de todos se arma contra uno solo, ¿qué principio de justicia le autorizaría a darle muerte? ¿Qué necesidad puede absolverle? ¡Un vencedor que mata a sus enemigo cautivos es considerado ‘bárbaro’ (…) Un acusado al que la sociedad condena no es para ella más que un enemigo vencido e impotente (…) Asimismo, a los ojos de la verdad y de la justicia, esas escenas de muerte que ordena con tanto aparato no son otra cosa que cobardes asesinatos, crímenes solemnes, cometidos no por los individuos, sino por naciones enteras, con formalismos legales”[25].

En la formulación de Robespierre, que recoge y ahonda las aportaciones de Rousseau, no se produce ninguna ambigüedad. No hay trasvase de conceptos para justificar, con un fraude de etiquetas, un trato penal agravado a los ciudadanos que han cometido un hecho calificado como delito me
diante su designación peyorativa como enemigos. Al contrario, si se refiere a ellos como “enemigos”, lo hace en cuanto vencidos e impotentes, cuando “la fuerza de todos se arma contra uno”. En ningún caso trata de reclamar o justificar un tratamiento penal agravaedo. “Las penas no están hechas para atormentar a los culpables, sino para prevenir el crimen por el miedo a incurrir en ellas”[26]

Se equivoca Jakobs cuando cree encontrar en los teóricos de la voluntad general y en sus aplicadores prácticos, los antecedentes de sus propuestas que tratan de justificar, mediante su calificación como enemigos, el agravamiento de las penas de los ciudadanos que han delinquido y su anulación mediante un tratamiento penal inocuizador. Aplicado, además, con garantías procesales reducidas. Lo que equivale a proponer, mientras no se demuestre que las garantías pueden graduarse sin que se vea afectado su núcleo fundamental, la falta de garantías.

Nada de eso se encuentra en Rousseau ni en la estela más próxima que deja su pensamiento. Al contrario de lo que plantea Jakobs[27], Robespierre afirma que es necesario extremar las garantías, a sabiendas que nunca serán suficientes. “Escuchad la voz de la justicia y de la razón que nos gritan que los juicios humanos nunca son lo bastante certeros como para que la sociedad pueda dar muerte a un hombre condenado por otros hombres sujetos a error. Aunque imaginaseis el más pefecto orden judicial, o encontraseis a los jueces más íntegros y más ilustrados, siempre habrá un lugar para el error o la prevención. ¿Por qué prohibiros [mediante una pena sin remisión] el medio de repararlo?”[28].

Tampoco la deriva que hace Jakobs a partir de la noción de “seguridad cognitiva”, aportada por la sociología del riesgo y que permite catalogar como enemigo a quien no la preste[29], para aplicarle las consecuencias que el sistema penal asigne, en cada caso, a esta figura, encuentra el aval que busca en estos autores iusnaturalistas. La noción de seguridad cognitiva parece una masa plástica que se desliza por un corredor sin retorno, y que muestra a los sistemas sociales como realidades inevitablemente abocadas a toparse con las consecuencias más agravadas del Derecho penal. Tiende a confundir la imagen de la dinámica social con las peores pesadillas apocalípticas del fin de la historia.

Nada tiene que ver con la dinámica del hombre social que emana de de esos autores a los que Jakobs acude para justificar sus posiciones. Para estos, “arrebatar al hombre la posibilidad de expiar su fechoría por medio de su arrepentimiento o por actos de virtud, cerrarle despiadadamente cualquier retorno a la virtud, a la estima de sí mismo, empeñarse en hacerle bajar, por así decirlo, a la tumba aún recubierto por la mancha de su crimen, es para mi el más horrible refinamiento de la crueldad”[30].

El agravamiento de las penas, el adelantamiento de las barreras penales, la disminución de las garantías procesales o las pretensiones de inocuización a través de esos métodos, en suma, todo lo que Jakobs observa en la realidad, justifica y engloba detrás de la etiqueta de Derecho penal del enemigo, nada tiene que ver con las afirmaciones de los autores a los que invoca. Si su traje sólo está hecho de ese tejido, se puede decir que está desnudo. El alegato de Robespierre, afirmando que el valor preventivo de la pena sólo se conserva cuando no es desproporcionada, no puede ser más claro. “La idea del crimen inspira menos terror cuando la propia ley da el ejemplo y el espectáculo; el horror del crimen disminuye cuando se castiga sólo con otro crimen. Guardaos de confundir la eficacia de las penas con el exceso de severidad: una está absolutamnte opuesta a la otra. Todo ayuda a las leyes moderadas; todo conspira contra las leyes crueles”[31].

Queda por ver en qué argumentos fundamenta Rousseau y quienes pretendieron transformar sus propuestas en una realidad práctica, la reacción de la voluntad general frente a quien ataca el pacto social (“le droit social”).

D’ailleurs, tout malfaiteur, attaquant le droit social, devient par ses forfaits rebelle et traître à la patrie ; il cesse d’en être membre en violant ses lois, et même il lui fait la guerre. Alors la conservation de l’État est incompatible avec la sienne ; il faut qu’un des deux périsse ; et quand on fait mourir le coupable, c’est moins comme citoyen que comme ennemi. Les procédures, le jugement, sont les preuves et la déclaration qu’il a rompu le traité social, et par conséquent qu’il n’est plus membre de l’État. Or, comme il s’est reconnu tel, tout au moins par son séjour, il en doit être retranché par l’exil comme infracteur du pacte, ou par la mort comme ennemi public ; car un tel ennemi n’est pas une personne morale, c’est un homme ; et c’est alors que le droit de la guerre est de tuer le vaincu.

Mais, dira-t-on, la condamnation d’un criminel est un acte particulier. D’accord : aussi cette condamnation n’appartient-elle point au souverain ; c’est un droit qu’il peut conférer sans pouvoir l’exercer lui-même. Toutes mes idées se tiennent, mais je ne saurais les exposer toutes à la fois.

Au reste, la fréquence des supplices est toujours un signe de faiblesse ou de paresse dans le gouvernement. Il n’y a point de méchant qu’on ne pût rendre bon à quelque chose. On n’a droit de faire mourir, même pour l’exemple, que celui qu’on ne peut conserver sans danger.

Rousseau consigue aportar con el contrato social una concepción en la que la libertad física del hombre deja de desgastarse en confrontaciones particulares y se convierte en voluntad general, en una “voluntad que se manda a sí misma y por eso es libre”[32]. Lo que afirma aquí, en una construcción aporética, es que la ruptura del pacto por alguien que no lo reconoce faculta a la voluntad general, expresada en ley, a eliminarle mediante el destierro o la muerte.

Las dificultades de resolver esta aporía son las mismas que las que presenta la cuestión de dilucidar si uno es libre para renunciar a la libertad o si es posible legítimamente romper el pacto social que obliga a todos. El mismo Rousseau lo percibe. ¿Es un problema de jurisdicción ordinaria o un asunto de soberanía, que está más allá del juez y de la ley? ¿Quién rompe el pacto es necesariamente un peligro que hay que eliminar o no hay malvado al que no se le pueda redimir? ¿Es legítimo compeler a alguien con una violencia ilimitada hasta que sea “bueno para algo” o el hombre sólo lo es en cuanto es un fin en sí, no un medio, como diría Kant? Rousseau reconoce su perplejidad ante las cuestiones que se plantea. Todas sus ideas se agolpan y se relacionan, pero “no podría exponerlas todas a la vez”.

La forma de abordar el problema, cuando se planteó en el seno de la Convención el juicio contra Luis Capeto, muestra sus dimensiones. En palabras de Robespierre: “No se trata de ningún proceso. Luis no es un acusado. Vosotros no sois jueces (…). Luis no puede ser juzgado. Ya ha sido condenado o la república no es firme (…) si Luis puede ser todavía objeto de un proceso, entonces es que puede ser absuelto, puede ser inocente. ¡Qué digo! Lo es mientras no sea juzgado (…) Confundís las reglas del derecho civil y positivo con el principio del derecho de gentes; confundís las relaciones de los ciudadanos entre sí, con las de naciones con un enemigo que conspira contra ellas. (…) Cuando una nación se ha visto forzada a recurrir al derecho de la insurrección, vuelve, a los ojos del tirano, al estado de la naturaleza. ¿Cómo podría invocar el pacto social? Lo ha aniquilado. La nación puede conservarlo, si lo considera adecuado, por lo que concierne a las relaciones de los ciudadanos entre sí; pero el efecto de la tiranía y de l
a insurrección es romper ese pacto absolutamente con relación al tirano; consiste en constituirlo recíprocamente en estado de guerra. Los tribunales, los procesos judiciales, sólo están hechos para los miembros de la ciudad. (…). Los pueblos no juzgan como los tribunales; no dictan sentencias, lanzan anatemas; no condenan a los reyes, los devuelven a la nada”[33].

De acuerdo con Robespierre no se trata de “Derecho penal del enemigo”, ni siquiera de Derecho penal, sino del ejercicio del derecho a la insurrección. Algo que resulta contradictorio con el contrato social del antiguo régimen que pretende destruir[34], con la voluntad general que ha cambiado de sede y con una ley que ya sólo expresa la voluntad de la tiranía derrocada. Las palabras de Rousseau se convierten, fuera de su contenido histórico, en una gran metáfora. En un lugar que tiene para Jakobs el atractivo de pensar que se apropia de la autoridad de quien las emite, aun a costa de espantar el sentido que las palabras tienen para sus propios autores. Quiere apropiárselas como un instrumentio afilado y vacío, ignorando que tienen el propósito de abordar las dificultades que se presentan cuando se quieren solucionar con el cuerpo de la vieja ley los problemas derivados del cambio en el pacto social y en la voluntad general.

Jakobs no encuentra tampoco aquí un precursor que envuelva en su manto iusfilosófico las características del derecho penal que propugna y que se caracteriza, a fin de cuentas por el mantenimiento sin cambios de la estructura social, unido a un agravamiento desproporcionado de las penas para determinados delitos, una anticipación de la intervención penal para abarcar los actos preparatorios y de peligro, una reducción de las garantías procesales y una modificación del derecho penitenciario que, perdida la esperanza o la perspectiva de rehabilitación, tiene como único horizonte la inocuización y raya en el ensañamiento punitivo.

Que al enemigo no se le aplique el derecho penal, que no exista el derecho penal del enemigo, que el ejercicio del derecho a la insurrección sea, como planea Kant, por su propia definición ilegal, no significa que esa insurrección no se produzca y que la violencia no busque medios para encauzarse a través de una relación de justicia. Saint- Just, intentando también iluminar esas contradicciones, las expresa de una forma tajante, como un cirujano con su bisturí. Se refiere inicialmente a César. “El tirano fue inmolado en pleno senado, sin más formalismo que veintitrés puñaladas y sin más ley que la libertad de Roma. (…) De pueblo a rey no conozco ninguna relación natural. (…) Este hombre [Luis Capeto] debe reinar o morir. (…) ¡Juzgar a un rey como un ciudadano! Esta palabra asombrará a la posteridad fría. Juzgar es aplicar una ley. Una ley es una relación de justicia; ¿qué relación de justicia existe entre la humanidad y los reyes? (…) No se puede reinar inocentemente: la locura es demasiado evidente”[35]. “Si él es inocente, el pueblo es culpable”[36].

No hay, por lo tanto, ninguna diferencia sustancial entre ambos. Lo único que diferencia las posiciones de Robepierre y de Saint-Just es el momento en el que se formulan. Las primeras, cuando se está debatiendo la oportunidad del enjuiciamiento del rey. Las otras cuando se está realizando. Ninguno de ellos puede considerarse precursor de las tesis de Jakobs, muy al contrario[37], lo que hacen es expresar su imposibilidad.

Esa contradicción en sus propios términos entre las nociones de derecho penal ordinario y la noción de enemigo, se expresa tanto en Rousseau como en Robespierre y Saint Just. Una contradicción que la historia resolvió en contra de Carlos I, en Inglaterra, y de Luis XVI, en Francia, y que Kant intenta solucionar a favor de quien, habiendo perdido el poder supremo irresistible, recupera la ciudadanía[38]. Aunque la auténtica superación del problemasólo la intentará Kant al abordar la “insociable sociabilidad” humana, en un contexto no regido sólo por el imperativo categórico, sino en el que el deber y el bien, en lugar de limitarse a sostener el mundo, tiren de él hasta transformarlo en una historia humana “en constante progreso hacia lo mejor”[39]. Un proceso que conduzca, a través del derecho de gentes[40], hacia la “paz perpetua“. Por otra parte, el ámbito de la justicia universal y de los derechos humanos tienen poco que ver, en la formulación de Jakobs, con sus pretendidos precursores iusnaturalistas[41].

De vuelta a la concepción de enemigo, la contradicción que aparece en la formulación de Rousseau, de la que trata de aprobecharse Jakobs (“Todo malhechor, al atacar el derecho social, resulta por sus fechorías rebelde y traidor a la patria, deja de sr miembro de la misma al violar sus leyes y hasta le hace la guerra. Entonces, la conservación del Estado es incompatible con la suya y es necesario que uno de los dos perezca”) puede terner como origen el problema que destaca Hegel: el que la interpretación que Rousseau hace de la voluntad general sólo de manera limitada supera la voluntad individual y su contradicción con otras voluntades particulares. “Su gran defecto es haber aprehendido la voluntad sólo en la forma determinada  de la voluntad individual, mientras que la voluntad general no es concebida como lo en y por sí racional de la voluntad, sino como lo común, que surge de aquella voluntad individual en cuanto consciente”[42].

Una voluntad que sólo es general por recoger lo común, pero que no es universal, en cuanto no permite superar las contradictorias determinaciones individuales. Ese es el problema, según Hegel, que Rousseau se plantea pero que no llega a resolver. Por eso, ante la imposibilidad de dar solución a un conflicto irresoluble en los términos en los que lo ha planteado, acude a la solución de que “uno de los dos [uno de los términos del problema] perezca”[43].

Lo mismo ocurre, según Hegel, en la realización práctica de esa voluntad general en la Revolución Francesa, “por ser abstracciones sin idea han convertido su intento en el acontecimiento más terrible y cruel”[44].

Hay un último elemento que hace difícil legitimar el recurso que hace Jakobs a Rousseau, para utilizarlo como divisa de sus propuestas. Al final del capítulo en el que aborda el “derecho de vida y muerte”, Rousseau argumenta a favor y en contra del indulto, lo mismo que años más tarde hará Robespierre y concluye: “pero siento que mi corazón murmura y retiene mi pluma: dejemos discutir estas cuestiones al hombre justo que no ha delinquido y que jamás tuvo él mismo necesidad de gracia”[45]

Del tenor de sus palabras sólo cabe entender que la expresión encierra dos propuestas adicionales para abordar el problema penal. O bien propone dejar en suspenso los problemas para que el recurso exclusivo a la racionalidad no impida dejar entrar el sentimiento y la compasión, o bien se plantea acudir a un hombre justo, un metalegislador que los solucione.

La segunda alternativa no parece muy coherente que la formule  el que se considera el padre intelectual de la voluntad general. No parece que pueda considerarse que la conclusión de sus argumentos sea la necesidad de llamar a un juez hercúleo –al estilo de Dworkin- para que, en caso de conflicto, restaurara la justicia.

La primera (“mi corazón murmura y retiene mi pluma”) supone, utilizando la terminología que más tarde empleará Kant, dejar de lado, al menos por el momento, el imperativo categórico y dar entrada a una ética impura, contaminada por el espacio y el tiempo, por las pasiones de los transgresores a las normas y por sus biografías. Supone el paso de la voluntad general y las normas de validez universal formuladas en el imperativo categórico, por una ética en la que tiene entrada la vida y pasa a
ser una especie de ética de la compasión.

No hace falta decir que todo parece indicar que Jakobs, que al oír las palabras “enemigo” y “perezca” se había puesto detrás de la estela del iusnaturalista, hace tiempo se habrá dado cuenta que ha seguido el camino equivocado y que Alicia ya no vive aquí.

 

CHEZ HOBBES

El mismo Jakobs percibe que su intento de encontrar una filiación iusnaturalista a su teoría del derecho penal del enemigo en la tradición ro[46]ussoniana es demasiado complejo. Las pruebas genéticas de paternidad presentan demasiadas anomalías y él mismo, voluntariamente, abandona el intento. “No quiero seguir la concepción de Roussau (…) pues en su separación radical entre el ciudadano y su Derecho, por un lado, y el injusto del enemigo, por otro, es demasiado abstracta. En principio, un ordenamiento debe contener dentro del Derecho también al criminal y ello por una doble razón: por un lado, el delincuente tiene derecho a volver a arreglarse con la sociedad (…) Por otro (…) no puede despedirse de la sociedad a través de su hecho”.

No hace ninguna referencia a las dificultades encontradas para transitar por ese camino, ni a la evidencia de que esa concepción roussoniana no ahoga, cualquiera que sea la forma en la que se manifieste, el derecho de rebelión. Sus propuestas de Derecho penal responden a una razón práctica pero, como en toda práctica, el imperativo categórico no resulta incondicionado[47].

Jakobs no sólo no quiere seguir el camino de Rousseau, es de suponer que por los motivos que dice, sino que en su retirada borra todas las huellas. El que antes debía ser tratado como enemigo, ahora “tiene derecho a volver a arreglarse con la sociedad” y el que en la formulación anterior automáticamente, con su hecho, se constituía como enemigo, ahora, “no puede despedirse arbitrariamente de la sociedad”, incluso aunque lo quisiera. Puede ser el efecto balsámico de Rousseau, pero una afirmación y negación tan simultánea de los propios postulados no es fácil de encontrar.

En su peregrinaje en busca de la genealogía de su contribución teórica, Jakobs recaba en Hobbes. Desde el comienzo parece dudar de la posibilidad de encontrar en él un antecedente adecuado, pero lo acaba encontrando en esa obra polisémica que es el Leviatán y, según dice, en una nota a pie de página. “Hobbes era consciente de esta situación [que el delincuente tiene derecho a reintegrarse a la sociedad y que no puede arbitrariamente abandonarla]. Nominalmente es (también) un teórico del contrato social, pero materialmente es más bien un filósofo de las instituciones. Su contrato de sumisión -junto al cual aparece en igualdad de derecho (¡!) la sumisión por medio de la violencia- no debe entenderse tanto como un contrato como una metáfora de que los (futuros) ciudadanos no perturben al Estado en su proceso de autoorganización. De manera plenamente coherente con ello, Hobbes en principio deja al delincuente en su rol de ciudadano: el ciudadano no puede eliminar por sí mismo su status. Sin embargo, la situación es distinta cuando se trta de una rebelión, es decir, de alta traición: ‘Pues la naturaleza de este crimen está en la rescisión de la sumisión, lo que significa una recaída en el estado de naturaleza… Y aquellos que incurren en tal delito no son castigados en tanto que súbditos, sino como enemigos’”[48]

Antes de iniciar la crítica a este nuevo intento de enraizamiento iusfilosófico de sus postulados, sería necesario dilucidar un problema previo. Averiguar si lo que pretende Jakobs es establecer un cordón sanitario entre el Derecho penal del ciudadano y el Derecho penal del enemigo, porque considera a éste una “patología de la modernidad”[49] o, por el contrario, lo que parece más verosímil, recurre a Hobbes para encontrar precedentes iusfilosóficos, y más allá, que justifiquen la deriva del Derecho penal actual hacia planteamientos cada vez más asegurativos y punitivistas, haciendo que la pena recoja no sólo la retribución de la sociedad y, a ser posible de la víctima, la prevención general, la prevención especial, la rehabilitación, la reinserción, la seguridad,…[50], sino que en su ámbito y extensión resulte cada vez más ilimitada.

En relación con su recurso a Hobbes, sería conveniente analizar cómo se configura en este autor la noción de enemigo en el estado de naturaleza. Cómo se transforma una vez que se ha realizado el contrato que establece la sociedad civil. Quién y de qué es enemigo, a qué fines responde la reacción contra él y qué carga de futuro aporta el concepto.

La ruptura con la tradición aristotélica conduce a Hobbes a un concepción en la que se sustituye la supuesta sociabilidad natural del hombre por la tendencia universal a la dominación del otro[51]. La igualdad natural y el derecho común a todo, en una situación en la que “a todos les era lícito [52]hacer lo que quisieran, así como poseer, usar y disfrutar de todo”. Se desmorona con una energía no menor que la que lleva “la piedra hacia abajo”, cuando la combinación de necesidades ilimitadas, iguales derechos y recursos escasos, conducen a una situación de conflicto sistémico irresoluble.

El pacto entre ellos para “no hacer uso a su derecho a todo, y de contentarse con tanta libertad en su relación con los otros hombres, como la que el permitiría a los otros”[53], no es una solución. “el que cumple primero no tiene garantías de que el otro cumplirá después, ya que los compromisos que se hacen con palabras son demasiado débiles para refrenar (…) (las) pasiones de los hombres, si éstos no tienen miedo a alguna fuerza superior con poder coercitivo (…) Por tanto, quien cumple primero no hace otra cosa que entregarse en manos de su enemigo, lo cual es contrario a su derecho inalienable a defender su vida y sus medios de subsistencia”[54].

Si a esta situación de hostilidad universal se une la vulnerabilidad de la condición humana, el miedo que se genera transforma el conflicto de todos contra todos en un contrato de todos con todos para transferir a un tercero el poder absoluto al que todos han renunciado[55]. El soberano se configura, así, como un poder irrevocable capaz aprovechar, articular y movilizar el miedo.

El pacto de sujeción al soberano, en el pensamiento de Hobbes, no se configura como un acto político sino que se naturaliza, ya que la ley natural es “un dictamen de la recta rqzón acerca de lo que ha de hacer u omitir para la conservación, a ser posible duradera, de la vida y de los miembros de la sociedad”[56]. Y se hace irrevocable “porque entre el soberano y los súbditos no hay interpuesto ningún contrato”[57].

La habilidad de Hobbes para argumentar que la ley natural, en lugar de se lo que fundamenta el derecho de resistencia, se convierta en el fundamento de la obediencia absoluta, es indudable. No es más que una consecuencia de que, en u concepción, la soberanía no sólo es irrevocable sino también incondicional, quien la detenta puede ejercerla sin límites externos. “El poder del soberano no puede transferirse a otro sin su consentimiento, no puede enajenarlo; no puede ser acusado de injusto por ninguno de sus súbditos, no puede ser castigado por ellos; él es el que ha de juzgar los que es necesario para la paz, y es también juez de las doctrinas; él es el solo legislador y el juez supremo de las controversias”[58].

En el órgano que ejerce la soberanía no puede haber, por tanto, abuso de poder. El problema, de existir, no es el abuso, sino el no uso, porque podría estimular a los ciudadanos a desvincularse del deber de obediencia, lo que estimularía que cada uno recuperase su libertad natural e introduciría inseguridad. Esa tentación sólo e el
iminaría cuando la libertad natural fuese sustituida por una libertad civil limitada, expresada en leyes positivas que son expresión y están garantizadas por el poder irresistible del soberano.

La conclusión es que esas leyes positivas constituyen, a su vez, la única ley natural posible[59]. Para los ciudadanos, porque es la única forma de eliminar el miedo, conseguir la paz y ejercitar sus derechos limitados, ya que se han visto obligados a renunciar a su derecho a todo. Para el soberano porque, al carecer de limitación, sus leyes son leyes naturales positivas[60].

En cuanto al consentimiento de los ciudadanos y la obligación que genera, Hobbes identifica dos formas por las que los hombres consienten o se ven inducidos a renunciar a su libertad natural. La soberanía, el dominio político, puede establecerse por adquisición o por institución. “Un Estado por adquisición es aquel en el que el poder del soberano es adquirido por la fuerza cuando los hombres (…) por miedo a la muerte o a la esclavitud, autorizan todas las acciones de aquel hombre o asamblea que tenga en su poder el salvar sus vidas y su libertad. Esta clase de dominio o sobernía difiere de la soberanía por institución en esto: que los hombres que eligen a su soberano, lo hacen porque tienen miedo unos de otros y no de quien es instituido (…) Pero tanto en un caso como en otro lo hacen por miedo”[61].

Este pasaje, que recoge la solución que proporciona Hobbes al problema de la ciudadanía, aparece desteñido en la exposición de Jakobs, para quien Hobbes es “más bien un filósofo de las instituciones” y su contrato de sumisión debe entenderse simplemente “como una metáfora de que los (futuros) ciudadanos no perturben al Estado en su proceso de autoorganización”[62]. Esto resulta coherente con su concepción de la sociedad como un sistema autopoiético y su noción de la función del Derecho como una “generalización y estabilización de expectativas de conducta”[63].

Si se pueden interpretar así unas palabras que no dejan de ser esotéricas, el Estado es un dato, una realidad que se autoconfigura, el problema de la soberanía carece de relevancia y lo único importante es la organización. A fin de cuentas, como diría Hobbes, “la vida no es sino un movimiento de miembros”[64]. En este caso, de ese gran autómata denominado Leviatán[65]. Sin embargo, incluso dentro de esa concepción mecánica que Hobbes hereda y comparte con Gassedi y Mersenne, no deja de considerar que la soberanía sigue siendo el núcleo del problema del Estado, porque “en él, la soberanía actúa como alma artificial, como algo que da vida y movimiento a todo el cuerpo”[66].

Es cierto que los argumentos con los que Hobbes fundamenta la soberanía: el miedo, la amenaza, la extracción del consentimiento por la fuerza, no pueden generar una obligación. Como indica Rousseau, “derecho del más fuerte” es intrínsecamente contradictorio, un “derecho tomado irónicamente”. “Ceder a la fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad, es, a lo sumo, un acto de prudencia. ¿En qué sentido podrá ser un deber? (…) Pues desde el momento en que es la fuerza la que hace el Derecho (…) desde el momento en que se puede desobedecer impunemente, se puede legítimamente, y puesto que el más fuerte tiene siempre razón, sólo se trata de procurar ser el más fuerte. Ahora bien, ¡qué derecho es ese que prescribe cuando la fuerza cesa”[67].

El propio Hobbes percibe esa contradicción lógica entre su axioma de que el pacto que da origen al Estado, el contrato de sumisión, está fundado en el miedo y su afirmación de que la promesa de no resistir a la fuerza no transfiere ningún derecho ni resulta obligatoria[68]. No sólo la percibe sino que intenta anticiparla al afirmar que “suele preguntarse si los pactos conseguidos por miedo obligan o no. Por ejemplo, si para salvar mi vida de un ladrón pacto con él que le voy a entregar mil monedas de oro (…) Aunque a veces semejante pacto deba tenerse por inválido, lo será, pero no por el hecho de proceder del miedo, ya que de ahí se seguiría que serían inválidos los pactos por los que los hombres se agrupan en la vida civil (puesto que el hecho de someterse al dominio de otro procede del miedo al mutuo exterminio)[69] .

La inmersión en la petitio principii, que Bentham incorporaba entre las que denominaba falacias de confusión, es evidente que no explica nada, se limita a dar como solución al problema el propio enunciado del problema planteado[70]. No es posible solucionar el problema de fundar la autoridad del soberano en el consentimiento, aunque éste proceda de la amenaza y del miedo, afirmando que los pactos otorgados bajo amenaza obligan, porque de otro modo no podría fundamentarse la autoridad del soberano.

Los argumentos de Jakobs, con los que quiere situar a Hobbes como escudo humano de sus postulados, son inmunes a estos problemas. Pero la inmunidad la consigue considerando que Hobbes no sólo no resuelve sino que ni siquiera plantea el problema de la soberanía, que estas formulaciones son sólo “una metáfora de que los ciudadanos no perturbarán al Estado en su proceso de autoorganización. Dicho con otras palabras, no sólo la referencia concreta que hace a Hobbes sino la propia concepción hobbesiana no es más que una metáfora de la teoría sistémica de Luhmann.

Al considerar que la aportación de Hobbes está centrada en analizar que los futuros ciudadanos no perturben al Estado en su proceso de organización, está afirmando, con palabras más habituales dentro de la epistemología de Jakobs, que ce centra en analizar que los sujetos, mediante el pacto de sumisión, proporcionen una suficiente seguridad cognitiva (fidelidad al Derecho) para que no produzca ruidos en el sistema autopoiético que es el Estado. Una opción nada prometedora como solución de los problemas planteados, porque resulta claro que “un sistema autopoiético no puede asegurar los presupuestos de su propia constitución, sino que, precisamente, tiene que presuponerlos”[71].

De esa manera, los problemas hobbesianos sobre los fundamentos de la soberanía se hacen completamente irrelevantes y desaparecen de escena. De hecho es indiferente que estén o no, porque cuando se abren el Leviatán o De Cive o el Diálogo, por cualquier página, lo que aparece “materialmente es más bien” la reiteración de los postulados del Derecho penal del enemigo. A Jakobs parece ocurrirle nuevamente como a Alicia, no la de Scorsese sino la de Carroll, cuando atravesó el espejo, que cuanto más se adentra en la metáfora de Hobbes, más se aleja de él.

Una vez levantado el velo de la metáfora, queda la compleja y polémica dicotomía entre “la ley”, a la que se ve sometido el ciudadano en el estado civil, y “la guerra”[72] vigente en el estado de naturaleza[73] y que “puede aplicarse a aquellos súbditos que deliberadamente niegan la autoridad del Estado establecido”[74]. Sobre esta dicotomía quiere establecer Jakobs las raíces hobbesianas del Derecho penal del enemigo. Pero son cimientos implantados sobre un terreno demasiado movedizo. En primer lugar, por la propia concepción voluntarista de la ley que expone Hobbes y que, como tantas de sus formulaciones, implica una petición de principio: la ley supone una alternativa al estado de guerra de todos contra todos porque sólo la existencia de la ley garantiza un orden social que mantiene alejada la calamidad del estado de naturaleza. “Por leyes entiendo leyes vivas y armadas (…) No es, pues, la palabra de la ley, sino el poder de quien tiene la fuerza de la nación lo que hace efectivas las leyes[75].

La efectividad de la ley y del derecho a castigar su violación, queda así dependiente de la efectividad del poder que las sustenta. La necesidad de que el po
der soberano sea ilimitado, para hacer efectivas las leyes, se expone Hobbes con multitud de argumentos[76]. Pero eso introduce el problema, que Hobbes no elude pero tampoco resuelve, de saber “por qué puerta entró ese derecho o autoridad de castigar”. Es evidente, responde, que “el derecho que tiene el Estado (…) par castigar no está basado en ninguna concesión o donación de los súbditos. Pero también he demostrado antes que, con anterioridad a la institución del Estado, cada hombre tenía derecho a todo (…) el derecho a someter, herir o matar a cualquier hombre a fin de conseguirlo. Y ese es el fundamento en que se basa ese derecho a castigar que es ejercido en todo Estado”[77].

Resulta, así, que esa dicotomía sobre la que Jakobs había querido fundamentar en Hobbes su distinción entre un Derecho penal del ciudadano y un Derecho penal del enemigo se disuelve. Para Hobbes, el fundamento del derecho a castigar, ya sea al ciudadano o al enemigo tiene el mismo postulado que sustenta la noción de estado de naturaleza, en el que “cada hombre tenía derecho a todo”.

Indudablemente éstos no son los únicos problemas lógicos que la solución hobbesiana presenta. Junto a ellos está, en primer lugar, la imposibilidad de aclarar cómo accede el Estado civil a ese poder ilimitado propio del estado de naturaleza. Sobre todo si se tiene en cuenta que no está basado “en ninguna concesión ni donación de los súbditos” y el Estado no existe dentro del estado de naturaleza, sino como negación de él. “It is of fundamental importance that the sovereign remains in the state of nature with respect to the subjects (as well as to other sovereigns) after the covenant is made. However, the sovereign, as such, only begins to exist at the point when the state of nature ceases to exist in its full form. The sovereign as such does not exist in the full state”[78].

Otro problema no menos importante, que afecta al carácter ilimitado del poder y del derecho a castigar y, por lo tanto, a la extensión y eficacia del Derecho penal, se encuentra en los derechos y garantías de los ciudadanos. Toda la teoría hobbesiana se dirige a intentar demostrar la imposibilidad del abuso de poder. El único abuso no sería un poder que carezca de límites sino que el soberano se sometiera a “imponerse a aceptar limitaciones que no deben existir”[79], porque entonces abandonaría su función de proteger a los ciudadanos del miedo.

En el capítulo XXI del Leviatán[80], dirigido a exponer las libertades de los ciudadanos[81], Hobbes afirma que el derecho de resistencia al poder del soberano será legítimo siempre que no frustre “el fin para el que la soberanía fue instituida”[82]. En cualquier caso, tanto en su condición de ciudadano como en calidad de enemigo, “nadie estará obligado a no resistir a quien le infiera la muerte, heridas o cualquier daño corporal en virtud de ningún pacto”[83].

Así, los intentos de Jakobs de fundamentar en Hobbes sus postulados del Derecho penal del enemigo, se encuentran con una nueva dificultad. A la ley natural que prescribe la renuncia a los derechos absolutos del estado de naturaleza, se unen otras leyes, que también recoge el texto del Leviatán y se dirigen al mantenimiento de la paz. Es problemático determinar si, en Hobbes, esas leyes que prescriben comportamientos con independencia de la constitución del Estado civil, tienen validez fuera de él. La solución explícita de Hobbes es que esas leyes sólo obligan en conciencia[84] .

Sin embargo, el propio Hobbes afirma que “de esa ley de naturaleza que nos obliga a transferir a otro esos derechos que, de ser retenidos, impiden la paz de la humanidad [es decir, del propio pacto de sumisión que da origen al Estado civil] se deriva una tercera ley, que es ésta, que los hombres deben cumplir los convenios que han hecho”[85]. Entre ellos indudablemente está, en la situación actual, los pactos internacionales que declaran o protegen de manera universal determinados derechos humanos.

Por esta vía, la vinculación a esos convenios internacionales, que Hobbes deriva del mismo pacto de constitución del Estado,  la fisura que insiste Jakobs en abrir entre el derecho del ciudadano y el del enemigo puede resistirse a aparecer. Esto puede explicar la ambigua posición de Jakobs sobre las declaraciones de los derechos humanos y las vías actuales para su efectividad[86]. Sólo bajo la idea de que esos pactos no son capaces de configurar en ningún caso una legalidad, unas normas que obligan, se puede mantener la ficción de la existencia de esa doble normatividad, una dirigida a los ciudadanos y otra a los enemigos, y mantener esta última como un Derecho penal de exclusión.

Hay un último argumento que puede minar la legitimidad de los postulados del Derecho penal del enemigo y, también, su pretensión de enraizarse en Hobbes. Según la teoría hobbesiana es la eficacia la que legitima el poder, porque “la obligación de los súbditos para con el soberano se sobreentiende que durará lo que dure el poder de éste para protegerlos, y no más. Pues el derecho que por naturaleza tienen los hombres de protegerse a sí mismos cuando nadie más puede protegerlos, es un derecho al que no puede renunciarse mediante convenio alguno”[87].

Lo que hace, en este aspecto, el Derecho penal del enemigo, interpretado como síntoma, en un sentido fenoménico, es mostrar la ineficacia y el fracaso del Estado del que se quiere presentar como punta de lanza o como Derecho penal de combate. Como expone Müssig, “el Derecho penal del enemigo es concepto y símbolo de su (de una) época: en cuanto concepto, significa la retirada de posiciones jurídicas (ciudadanas) de fundamentación universal (…) es (también) el símbolo de un Derecho penal ciudadano en crisis (…) pretende haber reunido en un concepto las tendencias de una ‘legislación de lucha’ en el Derecho penal”[88]

El epílogo a las ambiguas y complejas formulaciones de Hobbes sobre el ciudadano y el enemigo[89] no le ha correspondido redactarlo a Jakobs, se produjo hace ya trescientos cincuenta años y fue, en parte, obra del propio Hobbes. Enfrentado a un problema tan antiguo y tan vigente como el Derecho penal[90], escribe: “En el Estado de Atenas, para acabar con la guerra civil se acordó el acta siguiente: que a partir de ese momento nadie sería molestado por nada que hubiera hecho antes de ese acta, fuera lo que fuera y sin excepción. A esa acta sus artífices la denominaron ‘acta de olvido o de amnistía’ (…) Y a imitación de esa acta, en el Senado romano, a la muerte de Julio César, se propuso otra igual, aunque no llegó a tener efecto”[91].

Es cierto que después de la guerra civil inglesa, los enemigos quedaron integrados entre los ciudadanos. Ese “Derecho penal del enemigo” que, con tan poca autonomía en sus fundamentos, había invocado Hobbes no se aplicó. Sus ecos, que han servido a Jakobs para hacer un grito de combate de los susurros del pasado, muestran que fue una idea sin objeto. “La restauración de Carlos II no fue una contrarrevolución (…) El peligro de que pudiera establecerse en Inglaterra un gobierno absolutista era ahora escaso (…) Las únicas medidas de la restauración que merecen el nombre de contrarrevolucionarias fueron las tomadas por el Parlamento, contra los deseos del rey, sobre asuntos religiosos. Carlos deseaba tolerancia para los católicos y estaba, por tanto, dispuesto a admitirla para los protestantes no-anglicanos; pero el Parlamento impuso un anglicanismo rígido y formal”[92].

Dos años después, en 1662, la formulación de ese Derecho penal del enemigo se había convertido en la pugna de un septuagenario polemista con un crítico despiadado de algunas de sus publicaciones[93], que durante la guerra civil había apoyado al Parlamento. “Me maravil
la –escribía Hobbes en un libelo contra Wallis- que habiendo sido usted perdonado por estos tan trascendentales crímenes de tamaña deuda con la horca, agarre al Sr. Hobbes por el cuello por causa de unas palabras en su Leviatán (…) a mi entender, con ello ha perdido usted, como el ofensor que no perdona del Evangelio, su perdón, de modo que si no hay nuevo perdón, todavía puede ser ahorcado”[94]. Sólo falta esperar que todo el programa de combate del actual Derecho penal del enemigo se diluya en este tipo de estrangulamientos metafóricos y, como en los films de los Lumière, el viejo recurso del inocuizador inocuizado despliegue todo su potencial.

 

 

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Notas:

[*] El autor es doctor en Historia y licenciado en Economía y Derecho. Es profesor contratado doctor de Teoría Económica en la Universidad Complutense de Madrid. E-mail: belzunegui@ccee.ucm.es

[1] JAKOBS, G. (1985), pp. 293 y ss.

[2] Ibídem, p. 314.

[3] Ibídem, p. 323. Como si se tratara de dos vasos comunicantes en un sistema cerrado de fluidos, todo lo que reduce o minimiza la esfera de la libertad y la autonomía individual, incrementa o maximiza la seguridad. Detrás de esta concepción está una teoría de sistemas (especialmente Luhmann) que argumenta que, para reducir los riesgos sistémicos, es necesario limitar la propia autonomía de los agentes que operan en los distintos subsistemas sociales.

[4] JAKOBS, G., (2003).

[5] POLAINO-ORTS, M., (2009), p. 63.

[6] KANT, I. (2004), p. 194.

[7] KANT, I. (1977), pp. 222 y 243.

[8] BECK, U. (1996), p. 59.

[9] LUHMANN, N. (1998), p. 126.

[10] Una noción introducida en los años 70 por Maturana y Varela en el ámbito de la biología (como una generalización del concepto clásico de hematopoiesis, desarrollado inicialmente en el campo de la hematología) para expresar la capacidad de autocreación y autodestrucción de los seres vivos en respuesta a los cambios en el medio. Después fue adoptada por el funcionalismo sociológico, por iniciativa de Luhmann y del propio Maturana, para explicar la transformación de los sistemas sociales.

[11] LUHMANN, N. (1998), p. 242.

[12] LUHMANN, N. (1987), p. 218.

[13] LUHMANN, N. (1996), p. 163.

[14] Ibídem.

[15] LUHMANN, N. (2005), p. 69.

[16] JAKOBS, G. (2003), p. 47

[17] “Al atribuir a la pena una función de integración social a través del reforzamiento de la fidelidad al Estado, Jakobs subordina el individuo a las exigencias del sistema social general. La pena se convierte en una exigencia general de autoconservación del sistema político y deviene incapaz de funadamentar un derecho penal mínimo que tutele los derechos de la persona” (BASTIDA FREIXEDO, X. (2006), p. 299).

[18] “Qui aimes-tu le mieux, homme énigmatique, dis?”. BAUDELAIRE, C. (2006), p. 105.

[19] JAKOBS, G. (2003), pp. 25-26.

[20] Si se recuerda que lo que trataba de demostrar es que quien comete un delito deja de ser miembro del cuerpo político y éste le trata como enemigo, la argumentación desarrollada aquí parece seguir más la lógica histérica de la Reina de Corazones de Carroll (“La condena primero, el juicio vendrá después”, CARROLL, Lewis. Alicia en el país de las maravillas), que cualquier otra lógica en la que de las premisas se deriven conclusiones, o de los axiomas y postulados, deducciones.

[21] JAKOBS, G. (2003), pp. 26-27.

[22] Traducción en ROUSSEAU, J.J. (1985), p. 180.

[23] HEGEL, G.W., (1999), p.272.

[24] ROBESPIERRE, M. Discurso pronunciado el 30 de mayo de 1791 en la Asamblea Constituyente. En MUNIESA, B. (1987), p. 44.

[25] Ibídem.

[26] Ibídem, p. 46.

[27] “En el derecho procesal penal de nuevo aparece esta polarización [entre ciudadano definido por sus derechos y provisto de garantías, y el ciudadano etiquetado como enemigo, privado de ellas]; es fuerte la tentación de decir: evidentemente” JAKOBS, g. (2003), p. 43.

[28] ROBESPIERRE, M. (1791), p. 47.

[29] “Sólo es persona quien ofrece una garantía cognitiva suficiente de un comportamiento personal” JAKOBS, G. (2003), p. 51.

[30] ROBESPIERRE, M. (1791), p. 47-48.

[31] Ibídem, p. 48.

[32] IMAZ, E. Prólogo a KANT, I. (1994), p. 6. No es extraño que Kant considerase a Rousseau el Newton del orden moral, al considerar que había encontrado, de esa forma, un principio universal tan potente como el de la gravitación.

[33] ROBESPIERRE, M. (1792). En MUNIESA, B. (1987), pp. 49-53.

[34] KANT, I. “Si al fundarse un Estado se pusiera la condición de que en ciertos casos podrá hacerse uso de la fuerza contra el soberano, eso equivaldría a dar al pueblo un poder legal sobre el soberano. Pero entonces el soberano no sería soberano, y si se pusiera por condición la doble soberanía, resultaría entonces imposible instaurar el Estado, lo que sería contrario al propósito inicial”. En KANT, I. (1977), p. 244.

[35] SAINT-JUST, L.A., Primer discurso sobre el juicio contra Luis XVI pronunciado el 13 de noviembre de 1792. En MUNIESA, B. (1987), pp. 117-121.

[36] SAINT-JUST, L.A., Segundo discurso sobre el juicio contra Luis XVI pronunciado el 27 de diciembre de 1792. En MUNIESA, B. (1987), pp. 138.

[37] En contra de la opinión de Xacobe Bastida que considera que Saint-Just “es, en este caso, el jakobsiano avant la lettre”. BASTIDA FREIXEDO, X. En CANCIO MELIÁ; GÓMEZ-JARA DÍEZ (Coord.). (2006), p. 287.

[38] “Si la sublevación resulta victoriosa, esto significa que el soberano retrocede y vuelve a la condición de súbdito; le está, pues, vedado sublevrse de nuevo para restablecer el antiguo régimen; pero también queda libre de todo temor, y nadie puede exigirle responsabilidad por su anterior gobierno”. KANT, I. (1977), p. 244.

[39] “Únicamente como apuntando hacia él, como señal histórica”. KANT, I. Si el género humano se halla en progreso constante hacia lo mejor.  En KANT., I. (1994), p. 104.

[40] “No se puede hablar de derecho de gentes si no es suponiendo un estatuto jurídico, es decir, una condición externa que permita atribuir realmente un derecho al hombre. El derecho de gentes, como derecho público que es, implica ya en su concepto la publicación de una voluntad general (…) Y este estatuto jurídico ha de originarse en algún contrato, el cual no necesita estar fundado en leyes coactivas –como el contrato origen del Estado-, sino que puede ser un pacto de asociación constantemente libre”. KANT., I. La paz perpetua. En KANT, I. (1977), p.p. 244-245.

[41] Según Jakobs, la justicia universal opera precisamente a la inversa de los planteamientos kantianos, “declara al autor persona para poder mantener la ficción de la vigencia universal de los derechos humanos. Sería más sincero separar esta coacción en la creación de un orden del derecho a mantener un orden”. JAKOBS, G. (2003), p. 54.

[42] HEGEL, G.W. (1999), p.272.

[43] La misma fórmula parece convertirse, en manos de Jakobs, no sólo en una abstracción sin historia, sino en una abstracción dirigida a detener la historia, cualquiera que sea la fórmula que se utilice para justificarla (eliminación del riesgo, castigo de la falta de seguridad cognitiva, de la frustración de expectativas,…).

[44] HEGEL, G.W. (1999), p. 272.

[45] ROUSSEAU, J.J. (1985), p. 181.

[46] JAKOBS, g. (2003), P. 28.

[47] A diferencia de Kant, al menos en la interpretación estática de su sistema. “La piedra de toque de Kant es la exigencia incondicionada que se vincula con el concepto de razón práctica” (HÖFFE, O. (1979), p. 210, cit. en PÉREZ DEL VALLE, C. (2008), p. 6). Aunque ese imperativo categórico sea no sólo su piedra de toque sino también su talón de Aquiles.

[48] JAKOBS, G.  (2003), pp. 28-29. Los paréntesis y los signos de admiración son del autor.

[49] Al menos en cuanto rompe con toda la tradición garantista y de intervención mínima que el iusnaturalismo había hecho nacer en el Derecho penal nacido en esas sociedades divididas que sucedieron al Antiguo Régimen. Una “patología” que se traduce en un Derecho penal propectivo, con un intenso adelanto de la punibilidad, una anticipación de las barreras punitivas y elevación desproporcionada de las penas y una relativización o supresión de las garantías procesales, mientras se flexibilizan  los principios político-criminales y las reglas de imputación. (JAKOBS, G.; CANCIO MELIÁ, M. (2003), pp. 79-81).

[50] Quizá demasiados argumentos para que quepan dentro de la pena.

[51] “La mayor parte de los que han escrito sobre política suponen, pretenden o exigen que el hombre es un animal que ha nacido apto para la sociedad (…). Axioma que, aunque aceptado por muchos, es sin embargo falso” (HOBBES, T. (1993), I,2, p. 14).

[52] Ibídem, p. 19. También en el Dialogo: “Sin ley toda cosa es de tal modo de cualquiera, que puede tomarla, poseerla y disfrutarla sin agraviar a nadie; toda cosa, tierras, animales, frutos, e incluso los cuerpos de otros hombres, si su razón le dice que de otro modo no puede vivir con seguridad. Pues (…) sin ley humana todas las cosas serían comunes” (HOBBES, t. 1992), pp.9-10).

[53] HOBBES, T. (1999), p. 120, donde anticipa el fracaso empírico del imperativo categórico kantiano.

[54] Ibídem, p. 125.

[55] Con cierta ironía, expone Rousseau: “Hay aquí muchas palabras equívocas que necesitarían explicación, pero atengámonos a la de enajenar. Enajenar es dar o vender (…) Un rey, lejos de proveer a la subsistencia de sus súbditos, sac
a de ellos la suya, y según Rabelais, un rey no se contenta con poco (…) Se dirá que un déspota asegura a sus súbditos la tranquilidad civil. Sea, pero ¿qué ganan con esto? (…) ¿Qué ganan si esta misma tranquilidad es una de sus miserias? (…) Decir que un hombre s da gratuitamente es decir una cosa absurda e inconcebible; acto tal es ilegítimo y nulo, simplemente porque el que lo realiza no está en su sano juicio. Decir lo mismo de todo un pueblo es suponer un pueblo de locos; la locura no hace derecho” (ROUSSEAU, J.J. (1985), I, 4, p. 161).

[56] HOBBES, T. (1993), p. 23.

[57] BOBBIO, N. (1991), p. 80. “Por medio de los pactos por los que todos y cada uno e obligan entre sí, y por la donación del derecho a que tienen obligación de ratificar al soberano, el poder queda provisto de una doble obligación de los ciudadanos: la que hace referencia a sus conciudadanos y la que hace referencia al gobernante. En consecuencia los ciudadanos, en el número que fuese, no pueden despojar al gobernante de su poder sin su propio consentimiento” (HOBBES, T. (1993), VI, 20, p. 67).

[58] HOBBES, T. (1999), XX, p. 180, y continúa sobre el derecho a la guerra y a la paz y cualquier otra limitación imaginable. Después de él, los sermones de Bossuet son sólo lírica.

[59] “La ley natural y la ley civil están contenidas la una en la otra y tienen igual extensión” (HOBBES, T. (1999), XXVI, p. 233).

[60] De este modo el soberano se configura como el último vestigio del estado de naturaleza.

[61] HOBBES, T. (1999), XX, p. 179.

[62] JAKOBS, G. (2003), p. 28.

[63] GIMÉNEZ ALCOVER, P. (1993), p. 171.

[64] HOBBES, T (1999), Introducción, p. 13.

[65] “Ese dios mortal a quien debemos (…) nuestra paz y seguridad” (HOBBES, T., XVII, p. 157).

[66] HOBBES, T (1999), Introducción, p. 13.

[67] ROUSSEAU, J.J. (1985), I, III, p. 160. Y continúa : « Si hay que obedecer por la fuerza, no hay necesidad de obedecer por deber, y si no se es forzado a obedecer, ya no se está obligado a hacerlo. Se ve, pues, que esta palabra derecho no añade nada a la fuerza; no significa aquí absolutamente nada”. Además es inestable. “El más fuerte no es nunca lo bastante fuerte para ser siempre el amo, si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber” (ibídem, p. 159).

[68] “Un convenio que me obligue a no defenderme usando la fuerza cuando la fuerza es ejercida sobre mi, siempre será nulo (…) la promesa de no defenderme usando la fuerza no transfiere derecho alguno y un convenio que implique esa cesión no es obligatorio (…) Y esto es aceptado como verdadero por todos los hombres. Síntoma de ello es que, cuando llevan a criminales al patíbulo y a la cárcel, lo hacen con una escolta de gente armada, a pesar de que esos criminales han consentido someterse a la ley que les ha condenado” (HOBBES, T. (1999, XIV, p. 127). En el mismo sentido y con palabras similares, en De Cive: “Nadie está obligado a no resistir a quien le infiera la muerte, heridas o cualquier daño corporal, en virtud de ningún pacto (…) dado que nadie está obligado a lo imposible, no lo está a soportar la muerte (que es el mayor mal natural), ni las heridas ni otros daños naturales que se le infieran y que no sea capaz de tolerar (…) a quienes se lleva al cumplimiento de alguna pena, sea capital o inferior a ella, se los sujeta con cadenas o van custodiados por guardias; señal de que no parece que estén lo bastante obligados a no resistir en virtud de pactos” (HOBBES, T. (1993), II, 18, p. 28).

[69] HOBBES, T. (1993), II, 14, p. 27.

[70] BENTHAM, J. (1990), p. 125.

[71] GÓMEZ-JARA DÍEZ, C. (2006), pp. 992-993.

[72] Esa que Marinetti denominaba la “sola igiene del mondo”, mientras proclamaba su fuerza sanadora (MARINETTI, F.T. (2009), p. XVIII).

[73] “Fuera del Estado la condición de los hombres es hostil; y en ella, al no someterse unos a otros, no hay leyes fuera de los dictámenes de la razón natural” (HOBBES, T. (1993), XIV, 5, p. 125).

[74] HOBBES, T. (1999), XXVIII, p. 271. “Y no sólo a los padres, sino también a la tercera y cuarta generación de descendientes”.

[75] HOBBES, T. (1992), p. 10.

[76] “Cuando nos obligamos a obedecer antes de sber qué se va a mandar, nos obligamos a obedecer de forma general y en todo (…), aunque la ley natural prohíba el hurto (…) si la ley civil ordena ocupar algo, entonces no es hurto” (HOBBES, T. (1993), xiv, 10, P. 127).

[77] HOBBES, T. (1999), XXVIII, P. 265.

[78] NEWEY, G. (2008), p. 200.

[79] BOBBIO, N. (1991), p. 91.

[80] HOBBES, T. (1999), XXI, pp. 187-197.

[81] Lo que Bobbio denomina “Carta de los derechos a la libertad de los súbditos del Estado hobbesiano”.

[82] HOBBES, T. (1999), XXI, p. 193.

[83] HOBBES, T. (1993), II, 18, p. 28.

[84] “Las leyes de naturaleza obligan in foro interno, es decir, nos ligan a un deseo de que se cumplan. Pero in foro externo, es decir, cuando llega la hora de ponerlas en práctica, no siempre es así” (HOBBES, T. (1999), XV, p. 145).

[85] HOBBES, T. (1999), XV, p. 121.

[86] La posición de Jakobs, en este aspecto, no parece tener ninguna ambigüedad “(…) en lo que se refiere a la vigencia global de los derechos humanos. No puede afirmarse de ningún modo que exista un estado real de vigencia del Derecho, sino tan solo un postulado de realización (…) no s trata del mantenimiento de un estado comunitario legal, sino, con carácter previo, de su establecimiento. La situación previa a la creación del estado comunitario legal es el estado de naturaleza, y en éste no hay personalidad”. Respecto a la actuación de los órganos internacionales y del ejercicio de la justicia universal por parte  de algunos Estados, su posición demoledora también es nítida: “Una vez que se tiene al infractor, se cambia el Código penal y el Código de procedimiento penal (…) (y) se declara al autor persona para poder mantener la vigencia universal del los derechos humanos” (JAKOBS, G. (2003), p. 54).

[87] HOBBES, T. (1999), XXI, p. 195.

[88] MUSSIG, B. (2006), p. 371.

[89] “Si un súbdito niega con hechos o con palabras que consciente y deliberadamente niega la autoridad del representante del Estado (…) sufrirá las consecuencias que se derivan de ser enemigo del Estado” (HOBES, T. (1999), XXVIII, p. 267).

[90] YERUSALMI, Y.H. et al. (2006), p. 15, sobre “el problema de saber olvidar”.

[91] HOBBES, T.  (1992), p. 33, también en pp. 132 y 135.

[92] WOODWARD, E.L. (1982), pp. 139-140.

[93] El matemático John Wallis.

[94] HOBBES, T. 82001), pp. 37-38.