1-Introducción
Cualquier discusión que se intente desarrollar en el marco actual de la teoría del delito, no puede soslayar la problemática de la teoría de las normas. Lo normativo ha sido materia de debate en los dos últimos siglos por parte de los penalistas, quienes han tratado de hallar fundamento y motivaciones a los obrares humanos, a partir del contenido de esos enunciados -ficciones- que fueron definidos como normas. Pero lo medular del tema aún hoy está en pleno debate, y es lo que lleva a uno a preguntarse, entre otras cosas, el concepto de conducta, ¿es óntico-ontológico o normativo?; la culpabilidad por el acto, ¿es puramente normativa?; ¿existe otro reproche en el ámbito de la culpabilidad, distinto a la culpabilidad por el acto?.
Más allá de este cuadro de situación, es necesario poner de resalto que el punto de vista que uno adopte en materia de la teoría de las normas, no puede escindirse de la concepción de derecho penal a la cual uno adhiere. En lo que respecta a este ensayo, pongo en claro -desde un comienzo- que sigo la línea de pensamiento desarrollada por Zaffaroni en su última obra, donde se define al derecho penal como una rama del saber jurídico, distinta del conjunto de las normas, que tiene por función brindar un discurso racional dirigido a los operadores de las agencias judiciales que sirva para contener y reducir la violencia del poder punitivo, que es siempre irracional y selectivo.
Desde este prisma, intentaré abordar desde un cuestionamiento crítico, aquellos puntos de vista legitimantes del ejercicio del poder punitivo que le han dado un contenido motivador a la norma, poniendo de resalto como una concepción funcional conflictiva del saber penal se proyecta a los institutos de la conducta -como carácter genérico de la teoría del delito- y a la culpabilidad, elemento principal para la determinación de la pena -y principal nexo vinculante del injusto con su autor-, último filtro contentor del ejercicio de la potentia puniendi que es utilizado por los juristas, en cada caso en concreto.
2- Teoría de las normas: visión breve y críticas
Desde el punto de vista de una teoría agnóstica de la pena (allí donde no se le asigna a esta ninguna función racional), la existencia real de la norma, o considerar que la misma determina un injusto, no puede sostenerse, ya que de lo contrario se estaría habilitando la posibilidad de concebir a partir de una norma defraudada real, el fundamento necesario para la legitimación del ejercicio del poder punitivo, desde un punto de partida preventivista. La parte de la doctrina que denomina a la legislación existente en materia penal como norma, suele distinguir entre primarias (las destinadas por el soberano a los súbditos) y las secundarias (dirigidas a los órganos del Estado encargados de la imposición de la pena en caso de trasgresión de las mencionadas con anterioridad).
Sobre las normas primarias mentadas, se construyó la teoría de los imperativos, que proviene de Austin y fue corregida por Thon. El primero de los autores, ponía el acento en la necesidad de la coacción asociada a la idea de imperativo, en tanto que al segundo no le interesaba tanto la referencia a la coacción, sino que más bien daba énfasis a la función motivadora de aquella. Para Thon, debido a que sólo existen mandatos y prohibiciones (versión monista de la teoría), no habría en su esquema lugar para los permisos, con lo cual se reconoce la indiferencia entre tipicidad y antijuridicidad, con la consecuente admisión de la teoría de los elementos negativos del tipo.i
Para Binding, a diferencia de los dos autores anteriores, las normas no forman parte del derecho penal, sino que apuntó a encontrarlas en el resto del ordenamiento jurídico, base en la que halla el carácter fragmentario y sancionador de la ley penal. Otros autores, por su parte, intentaron ubicarlas como normas de cultura (Mayer), mientras que algunos buscan hoy su esencia en la violación de deberes derivados de roles sociales (Jakobs)ii. Siguiendo con las ideas que el autor mentado propugna, es preciso manifestar que la adecuación social de la conducta, nunca dejó de ser un instituto muy criticado (desde su primigenia exposición por Welzel, hasta la actual, a través de Jakobs), debido a que no se puede evitar hacer una distinción entre los individuos que participen de la definición de qué es lo adecuado socialmente, y quienes no pueden hacerlo. En este sentido, una teoría acotante, sólo debe establecer su línea divisoria entre la cantidad de irracionalidad tolerable desde el punto de vista de vulneración de derechos de personas, y no con la contradicción del obrar humano con la noción de la razón de Estado.
Entonces, entender a una conducta como una infracción a una norma de determinación es un presupuesto falso, por dos cuestiones centrales. Por una lado, la equivocidad de los discursos preventivistas, demostrable empíricamente, que ante el fracaso fáctico se sigue sosteniendo desde un punto de vista simbólico (Jakobs)iii, no hallando otro sustento ello que el mero ejercicio del poder irracional por parte del Estado. Por otro lado, se halla la selectividad del sistema penal. Este dato de la realidad es otro de los argumentos centrales que pone en crisis la racionalidad de las teorías en estudio, ya que el paradigma que sostiene que la sanción penal es un instrumento que se impone en forma indefectible frente a la conducta contraria al deber, y así motiva la abstención (de ese individuo en el futuro, o del resto de la comunidad) de tales acciones, no permite explicar la dinámica real del sistema, que solo descarga su furia criminalizante sobre determinadas personas en determinadas situaciones, con independencia de la conducta que realicen y de la "norma imperativa" que su actuar vulnere.
Más allá de este cuadro de situación, válido es sostener que todas estas posturas son susceptibles de recibir la misma crítica. Es decir, todas ellas poseen una perspectiva ideal sobre las normas, debido a que asignan un carácter real a un mero recurso metodológico, confundiéndose, de esta manera, la forma del conocimiento con el objeto por conoceriv.
Esto es, del contenido de las normas no puede concluirse que las mismas contengan imperativos en forma de prohibiciones o mandatos, que hagan que las personas se abstengan o se obliguen a realizar determinados comportamientos, sino que, en realidad, y como se sostuvo párrafos arriba, la simple labor del legislador -cuya racionalidad no puede afirmarse- seleccionando conductas que luego podrán -o no- ser criminalizadas por el resto de las agencias que laboran en el sistema penal, es la esencia misma del complejo normativo en cuestión. Por ello, uno de los principales presupuestos de la teoría de los imperativos (el fin preventivo de la pena, y el consiguiente efecto motivante de la normav) cede ante las oposiciones que un Derecho Penal contentor del ejercicio del poder punitivo le realiza, a partir del reconocimiento del dato mismo de selectividad criminalizante. Por otra parte, se niega la existencia de una norma antepuesta al tipo, ni en la ley ni en la cultura, sino que esa es una simple deducción que se realiza a partir de los mismos tipos penalesvi
3- Una visión funcional conflictiva
El cuadro de situación que brevemente se expuso arriba, es criticado desde un punto de vista funcional conflictivo, tal el pensamiento que Zaffaroni despliega en su última obra. Como ya lo adelante, para esta concepción del derecho penal, la pena no tiene una finalidad en sí misma (o al menos, esta no es conocida ni legítima en el marco de un Estado de Derecho). Por ende, la conducta y la culpabilidad resultan dos filtros reductores principales de la violencia que lleva insita el ejercicio del poder punitivo en el caso concreto.
Desde este punto de vista, no puede dejarse de lado la opera
tividad real del sistema penal como punto de partida para la construcción de las categorías de análisis dogmático referidas, motivo por el cual la selectividad del aparato de control en los procesos de criminalización, la incapacidad para resolver los conflictos, el efecto deteriorante sobre las víctimas, como también la enorme dimensión de la red del poder punitivo -en todas sus manifestaciones-, deberán necesariamente tomarse en cuenta. Ante ello, la teoría funcional reductora adopta una noción de conducta y de culpabilidad que incorpora el dato fáctico de selectividad del sistema penal, que no era alcanzado por las concepciones tradicionales sobre el punto (desde el causalismo al funcionalismo sistémico, desde el psicologismo hasta el reproche normativo), de lo que se extracta, evidentemente, que este es el elemento más novedoso e interesante que este conjunto de ideas inscribe en la discusión dogmática actual.
Desde esta óptica, se toma de la criminología la idea de que todo sistema punitivo no puede llevar adelante la criminalización secundaria en la misma medida que la criminalización primaria. Es decir, las agencias ejecutivas, quienes son las encargadas de poner en marcha esta segunda etapa de la criminalización, no hacen entrar al sistema penal a todas las personas que realizan conductas que están descriptas normativamente como delitos, ya que ello resulta materialmente imposible (es más, de poder concretarse, la mayoría de la población -por no afirmar toda- se encontraría sometida al sistema penal).
La criminalización secundaria, entonces, es intrínsecamente selectiva, y esta selección no se hace conforme a criterios jurídicos, sino según estereotipos criminales que se van formando en el imaginario de quienes integran dichas agencias. Así, los que son seleccionados no lo son por el hecho delictivo que han cometido, sino por responder al estereotipo criminal, el cual se asienta en rasgos físicos, culturales y económico-sociales, formando parte de dicho estereotipo las personas con menores recursos de la población, y por ende, más vulnerables al sistema penal. A consecuencia de la mentada selectividad, surge imperiosa la necesidad del derecho penal reductor del poder punitivo a fin de efectuar una contraselectividad, para limitar a través de su sistema de filtros reductores el efecto pernicioso de los procesos de criminalización (principalmente, de la secundaria, que no escoge actos, sino personas).
Dicho proceso debe construirse a partir del reconocimiento en el tratamiento dogmático de la cuestión de los datos de realidad antes referidos, a través del estudio de las categorías que hacen a la vulnerabilidad de los sujetos en cuestión al ejercicio de la potentia puniendi; es decir, del a) estado de vulnerabilidad (que se corresponde con el estereotipo criminal, resultando alto o bajo con relación directa con el grado de la misma) y de b) la situación de vulnerabilidad (que es la concreta posición de riesgo criminalizante en que el individuo se ubica), resultando directamente proporcional el grado de esfuerzo que el sujeto efectuó para colocarse en la constelación situacional mencionada con relación al estereotipo que al mismo le haya sido impuesto, nociones estas que Zaffaroni ha desarrollado a lo largo de los últimos años, aunque con ciertas diferencias, que considero no menoresvii.
A esta teoría limitante y contentora del poder punitivo, las críticas que pueden formularle las teorías legitimantes de aquel, no son susceptibles de causarle cuestionamientos esenciales, ya que se produce, a partir de los lineamientos de aquella, un quiebre estructural con las concepciones propias del prevencionismo, tanto desde el punto de vista normativo, como desde el relacionado con la admisión del dato de realidad que la operatoria penal debe -necesariamente- reconocer y admitir. Es más, si bien -desde esta óptica- la lógica intrasistemática sigue vigente, las categorías que conforman la teoría del delito, han dejado de ser concebidas como presupuestos de la determinación de la existencia de un ilícito, para convertirse en filtros al ejercicio de la potentia puniendi, la que de todas maneras se ejerce sin lógica, y de manera irracional.
4- El concepto jurídico-penal de acción
Entonces, el reconocimiento del dato de selectividad, no puede dejarse de lado en oportunidad de construir un concepto de conducta -acción o comportamiento, tal como la doctrina ha mencionado a lo largo del tiempo-. Es decir, sobre este extremo, se cierne la discusión que instituyó el interrogante planteado como punto de partida del presente breve ensayo: el concepto de conducta, ¿es ontológico o meramente normativo?. Dar una respuesta al mismo, implica tomar un punto de partida determinado en el esquema de la teoría del delito -consignándole al derecho penal una construcción teleológica determinada-, y los argumentos que Zaffaroni nos brinda al respecto, son más que interesantes.
Claro es que la discusión sobre el punto, no puede escindirse del momento histórico-político en que las diversas posiciones se han desarrollado. Ello nos ha llevado ha evolucionar desde un concepto de acción que, en sus principios, fue formulado por Hegel como la negación misma del derecho, cuya vigencia era reafirmada a partir de la imposición de una pena -la negación de la negación es sinónimo de afirmación-, siendo lo único antijurídico la acción, que siempre se concebía como comportamiento libre, definición estructurada de modo funcional a las teorías preventivas en materia del fin de la pena -esquema criticado arriba, desde el ámbito de la teoría de las normas-.viii
El período de tiempo transcurrido entre fines del siglo XIX y principios del próximo pasado, en lo que ha concepción de conducta se refiere, encuentra a la doctrina ciñéndose a un instituto con pretensión de naturalismo o descriptivo que, luego, se pretendió describir como una construcción conceptual jurídica. Fue Franz von Liszt uno de sus principales expositores, quien estructuró una definición de la acción como la realización de una mutación en el mundo exterior (resultado) atribuible a una voluntad humana, cuando resulta de un movimiento corporal de un hombre querido o, lo que es lo mismo, arbitrario. En definitiva, una definición que abarca dos elementos: el movimiento corporal por una lado, y el resultado por el otro.ix
Partiendo de una teoría en materia del conocimiento, en la que se crea -o, al menos, se modifica al objeto estudiado-, el neokantismo diagramó un concepto de acción no muy diverso del de von Liszt. Se generó una voluntad sin finalidad, porque se perpetuaron las imágenes y representaciones que movilizan a la voluntad escindidas del contenido de la misma, con lo cual se trabajó con un esquema con escasa aplicabilidad práctica. Como críticas principales a estas ideas, se expresaron que, por un lado, no eran capaces de arquitectar una base tanto para la acción como para la omisión, y por otro lado, la no existencia de un límite a la causalidad, la que no se detenía hasta el infinito, ya que cualquier acción es condición de resultados típicos.x
A dar respuestas a estos interrogantes interesantes, viene el finalismo, de la mano de Hans Welzel, quien diseña un concepto de acción óntico-ontológico, reconociendo -a partir de esto- que todo obrar humano tiene una manifestación en el mundo del ser -conforme a sentido-, y que posee una incuestionable finalidad, intrínseca a aquel. Desde este esquema, el autor se propone un resultado -el que se representa mentalmente, al igual que las posibles consecuencias concomitantes-, selecciona los medios para la realización de tal fin y, posteriormente, pone en marcha la causalidad hacia dicho objetivo. El finalismo, que enarbola el fundamento del límite óntico como bandera, adhiere a una teoría del conocimiento en que el valor no altera ni crea el objeto desvalora, propia del idealismo.xi
Luego, las tendencias en materia de doctrina reinante, se vol
caron por un concepto social de acción (así, entre otros, Jescheck, Maurach, Schmidt), por una propio de una conducta como realizadora del tipo o acción típica (Radbruch) y -posteriormente- uno negativo, también llamado funcionalista, analizado por Jakobs y uno personal, estudiado en la obra de Roxin.xii Más allá de estas estructuraciones dogmáticas (en cuanto a las críticas a las mismas, considero pertinente remitirse a las obras citadas en la nota a pie de página anterior), llega el momento en que debo delinear los alcances que brindo a un concepto jurídico de acción, generado en razón de un derecho penal funcionalmente reductor del ejercicio de la potentia puniendi.
En este hilo conductor, debo afirmar, en primer lugar, que el concepto de acción es jurídico, siendo dudoso sostener que Welzel haya querido significar otra cosa.xiii Es decir, no hay un concepto real sino una realidad de la conducta humana, de lo que cada uno de los diversos saberes abstrae lo que entiende funcional y útil para definir su propia concepción. Por ende, para un esquema funcional conflictivo, este concepto debe servir como carácter genérico del delito, con una única función: contener y reducir el ejercicio del poder punitivo. Vale aclarar, en tanto, que el concepto finalista de acción no resulta óntico en estos términos, ya que no puede concebirse una conducta sin motivación, y ésta se analiza recién en el estrato de la culpabilidad, escisión que no responde a parámetros del ser, sino a una necesidad sistémica adoptada a consecuencia de la diferencia entre injusto y culpabilidad.xiv
El ser de las conductas humanas no impone ningún concepto, sino que el límite óntico a la construcción de lo jurídico debe respetar un límite determinado. En virtud de este hito, el respeto por un esquema de conocimiento realista es innegable, ya que no puede producirse una abstracción tal que modifique o cree el objeto en cuestión. El fundamento normativo a este tipo de construcción no se encuentra ya en los tipos penales -de allí también la crítica a la teoría de las normas-, sino de la Constitución Nacional y del Derecho Internacional de los Derechos Humanos (esto es, art. 18 y 19 de la Ley Fundamental, cuando el legislador constitucional habla de hecho del proceso y de acciones públicas; art. 75 inc. 22, en referencia al art. 11, segundo párrafo, de la Declaración Universal de Derechos Humanos; art. 15, primer párrafo del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; art. 9 de la Declaración Americana de Derechos Humanos; etc.).
Consecuentemente, este concepto jurídico-penal de acción (construido desde el derecho penal), elaborado desde la abstracción de la realidad de la conducta, extremo óntico que pone límite a la construcción (no se puede abstraer lo que no existe), con base legal Constitucional y de Derecho Internacional, y puramente teleológico (contentor y reductor de la potentia puniendi), se define como "…un comportamiento humano (por ende, conforme a sentido) que se exterioriza con efectos en cierto contexto mundano".xv
5-Culpabilidad por la vulnerabilidad
En esta visión de la teoría del delito, la culpabilidad es concebida como "…el juicio necesario para vincular en forma personalizada el injusto a su autor y, en su caso, operar como principal indicador del máximo de la magnitud de poder punitivo que puede ejercerse sobre este. Este juicio resulta de la síntesis de un juicio de reproche basado en el ámbito de autodeterminación de la persona en el momento del hecho (formulado conforme a elementos formales proporcionados por la ética tradicional) con el juicio de reproche por el esfuerzo del agente para alcanzar la situación de vulnerabilidad en que el sistema penal ha concretado su peligrosidad, descontando del mismo el correspondiente a su mero estado de vulnerabilidad"xvi.
Para Zaffaroni, el reproche ético previo al del esfuerzo del agente por colocarse en la situación concreta de vulnerabilidad, sigue siendo imprescindible, a fines de garantizar el respeto de la persona como tal, a partir de su concepción en razón de lo dispuesto en el art. 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, por lo que resulta inherente a la persona, el reconocimiento de la posibilidad de autodeterminación, que no debe confundirse con la idea del libre albedrío.
Es más, la vigencia del principio de racionalidad como corolario del principio de culpabilidad en este estrato de análisis de la teoría del delito, hace que se reconozca la preeminencia de un reproche de carácter ético respecto del de la vulnerabilidad, puesto que de lo contrario, se caería en una incoherencia profunda, ya que se impediría medir el esfuerzo por la vulnerabilidad de esas personas que por definición han actuado en tal situación extrema de vulnerabilidad que no puede medirse por ser parte de su esencia situacional, como así también porque se les exigiría abstenerse de situaciones riesgosas a quienes están más expuestos a ellas.
Ahora bien, el reproche realizado en la culpabilidad, no puede comprenderse, bajo ningún punto de vista, como legitimador del poder punitivo que se habilita en su función, sino que, por lo contrario, ha de oponerse al mismo, como valla infranqueable o límite a su irracionalidad selectiva y su correspondiente defecto ético. De ello se desprende, asimismo, que el concepto de ética con que se trabaje en esta concepción del fenómeno del reproche, se diferencia el sostenido por los clásicos (desde Aristóteles hasta Hegel, pasando por Santo Tomás de Aquino y Emmanuel Kant)xvii, puesto que del mismo no puede extraerse ningún criterio acotante, toda vez que la exigencia descripta párrafos arriba en cuanto a la autodeterminación del sujeto al que se le reprochará el injusto luego, no puede negar el dato real de que la criminalización sólo recae sobre algunos individuos previamente seleccionados en razón de su mayor vulnerabilidad.
En este esquema, atento concebir a la culpabilidad como la vinculación personalizada del injusto con el autor que se proyecta desde la teoría del delito como indicador del máximo caudal de poder punitivo que puede tolerarse en el caso concreto, sostiene Zaffaroni, la misma debe impedir que aquel se ejerza en una magnitud que supere el grado del esfuerzo que el sujeto haya realizado para colocarse en la situación concreta de vulnerabilidad, convirtiéndose el esfuerzo mentado en la esencia misma de una culpabilidad reductora, que conserva en su síntesis al reproche ético, traduciéndose así a la culpabilidad normativa como "…el esfuerzo (ético y legítimo) del saber jurídico penal por reducir (hasta donde su poder alcance) el resultado de la culpabilidad formalmente ética"xviii.
6- Conclusiones
A lo largo de este escueto trabajo, ha quedado en claro que la necesidad de reconocer el dato de realidad brindado por los procesos de criminalización y el cuestionamiento esencial realizado en el ámbito de la teoría de las normas, impone un cambio principal en lo que respecta a la concepción de la conducta y de la culpabilidad como estratos propios de la teoría del delito, atento el principio de racionalidad que rige en la materia, y el respeto por la concepción de persona en el marco de un derecho penal de límites al poder punitivo.
Por esto, es pertinente dejar por sentado algunas cuestiones que considero principales. En primer lugar, ningún esquema en materia de teoría del delito que pretenda ensayarse, puede dejar de observar el esquema histórico-político en que se desarrolla. Es decir, en un mundo globalizado, con trasnacionalización de los capitales a costo cero, con un grupo de la población excluido cada vez mayor, con el aumento de la criminalización de la pobreza y la protesta social, con el auge de las políticas de tolerancia cero, la confusión entre lo público y lo privado, el gerenciamiento del riesgo (y el consecuente "temor a la caída"), n
o puede adoptarse una teoría del delito con pretensiones de universalidad, porque -de ser esto así- la dilucidación del caso de los "pelos de cabra" le ganará la pulsión al Estado de Derecho, que puja por surgir a través del reconocimiento del dato de la selectividad criminalizante.
La dogmática penal con rasgos de logicidad intrasistemática y cierta belleza estética, tributaria de teorías preventivistas o funcionalistas sistémicas (o consagratorio del disvalor de acto), debe dejar su lugar a una que sea herramienta de una finalidad meridiana: contener y reducir el ejercicio arbitrario e irracional de la potentia puniendi. Es cierto que una construcción de este tipo podrá ser susceptible de las más diversas críticas desde una dogmática tradicional, pero no es menos cierto que la misma, lejos de ser un a ficción erigida a partir de la supuesta función motivadora de la norma, ha sido pensada para la realidad que hoy vive nuestro margen latinoamericano. La mayoría de las críticas que se alzan sobre estas ideas contentoras se elevan en las voces de aquellos que las ven como propias de países nórdicos, con escasos niveles de criminalidad, y -en verdad-, nada más infundado que ello.
Este trabajo a tenido un objetivo: sentar las bases de una teoría del delito arquitectada sobre la base de los datos de la realidad de la operatoria del sistema penal, que se lleva adelanta a través de los procesos de criminalización, arbitrarios y selectivos, que han sido legitimados desde el derecho penal por discursos que le consignaron una función motivante a la norma y un fin a la pena estatal -tal vez, la principal característica diferenciadora del derecho penal de las otras ramas del derecho (la imposición de una sanción, que no tienen un objetivo restitutivo o reparador)-. Esta teoría del delito será una herramienta -y nada más que ello-, con filtros acotantes del poder punitivo (sus caracteres clásicos, conducta, tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad)xix, que sólo dejaran pasar aquella porción intolerable e irreductible de la potentia puniendi, determinada por el esfuerzo concreto por colocarse en la situación de vulnerabilidad. Mientras se razone en la labor de la judicaturaxx en clave funcional conflictiva, aquel objetivo se habrá cumplido.
Notas a pie de página
*Abogado, auxiliar docente de segunda de la cátedra del Dr. Eugenio Raúl Zaffaroni, desempeñándose en las asignaturas "Elementos del Derecho Penal y Procesal Penal" y "Teoría del Delito", comisiones a cargo del profesor adjunto Dr. Benjamín Ramón M. Sal Llargués, Facultad de Derecho, Universidad de Buenos Aires.
i Zaffaroni, Eugenio Raúl, Alagia, Alejandro, Slokar, Alejandro, Derecho Penal. Parte General, primera edición, Editorial E.D.I.A.R., Buenos Aires, 2000, p. 93.
ii Ibidem, p. 94.
iii Respecto de la concepción de la pena y el carácter simbólico que se le asigna a la misma en la obra de Jakobs, véase Jakobs, Günther, Derecho Penal, Parte General, Fundamentos y teoría de la imputación, traducción de Joaquín Cuello Contreras y José Luis Serrano González de Murillo, segunda edición corregida, Editorial Marcial Pons, Madrid, 1997, ps. 8 y ss..
iv Zaffaroni, Eugenio Raúl, Alagia, Alejandro, Slokar, Alejandro, ob. cit., p. 94.
v Zaffaroni, Eugenio Raúl, Alagia, Alejandro, Slokar, Alejandro, ob. cit., p. 362.
vi Zaffaroni, Eugenio Raúl, Alagia, Alejandro, Slokar, Alejandro, ob. cit., p. 418.
vii Sobre la temática de la Culpabilidad por la Vulnerabilidad, consultar en Zaffaroni, Eugenio Raúl, En busca de las penas perdidas. Deslegitimación y dogmática jurídico-penal, segunda reimpresión, Editorial E.D.I.A.R., Buenos Aires, 1998, ps. 271/287; Zaffaroni, Eugenio Raúl, Alagia, Alejandro, Slokar, Alejandro, Derecho Penal…, ob. cit., ps. 8 y ss. y 620 y ss.. Es pertinente poner de resalto, en tanto, que la diferencia esencial que hallo en el caso, es la no realización de reproche alguno al autor por su esfuerzo por colocarse en la situación concreta de vulnerabilidad -tal cual sostiene en En busca de las penas perdidas…-, extremo que no sostiene en su última obra.
viii Zaffaroni, Eugenio Raúl, Alagia, Alejandro, Slokar, Alejandro, ob. cit., p. 383.
ix Liszt, Franz von, Lehrbuch, 1891, p. 128, citado por Zaffaroni, Eugenio Raúl, Alagia, Alejandro, Slokar, Alejandro, ob. cit., p. 384, nota a pie número 23.
x Ibidem, p. 385.
xi Ibidem, pp. 385/389, puntos 3. a 9..
xii Sobre los alcances de esos pensamientos, léase, a modo de ejemplo, Zaffaroni, Eugenio Raúl, Alagia, Alejandro, Slokar, Alejandro, ob. cit., pp. 389/394; Roxin, Claus, Derecho Penal. Parte General. Tomo I. Fundamentos. La estructura de la teoría del delito, traducción y notas de Diego-Manuel Luzón Peña, Miguel Díaz y García Conlledo y Javier de Vicente Remesal, primera edición, Editorial CIVITAS, Madrid, 1997, pp. 235/266; Stratenwerth, Günter, Derecho Penal. Parte General, I. El hecho punible, traducción de la 2ª. Edición alemana (1976) Gladys Nancy Romero, Fabián J. Di Plácido Editor, Buenos Aires, 1999, pp. 50/60.
xiii Así Zaffaroni, Eugenio Raúl, Alagia, Alejandro, Slokar, Alejandro, ob. cit., p. 394.
xiv Zaffaroni, Eugenio Raúl, Alagia, Alejandro, Slokar, Alejandro, ob. cit., p. 395.
xv Zaffaroni, Eugenio Raúl, Alagia, Alejandro, Slokar, Alejandro, ob. cit., p. 402.
xvi Zaffaroni, Eugenio Raúl, Alagia, Alejandro, Slokar, Alejandro, ob. cit., p. 626.
xvii Ibidem, p. 623.
xviii Ibidem, p. 625.
xviii Sobre el desarrollo de la problemática del tipo y de la antijuridicidad en la obra de Zaffaroni -en coautoría- en estudio, los que -por una razón obvia- no han formado parte de este ensayo breve, pueden consultarse en Zaffaroni, Eugenio Raúl, Alagia, Alejandro, Slokar, Alejandro, pp. 412/616.
xviii Zaffaroni, Eugenio Raúl, Alagia, Alejandro, Slokar, Alejandro, ob. cit., Prefacio.
Bibliografía consultada
– Jakobs, Günther, Derecho Penal, Parte General, Fundamentos y teoría de la imputación, traducción de Joaquín Cuello Contreras y José Luis Serrano González de Murillo, segunda edición corregida, Editorial Marcial Pons, Madrid, 1997.
– Roxin, Claus, Derecho Penal. Parte General. Tomo I. Fundamentos. La estructura de la teoría del delito, traducción y notas de Diego-Manuel Luzón Peña, Miguel Díaz y García Conlledo y Javier de Vicente Remesal, primera edición, Editorial CIVITAS, Madrid, 1997.
– Stratenwerth, Günter, Derecho Penal. Parte General, I. El hecho punible, traducción de la 2ª. Edición alemana (1976) Gladys Nancy Romero, Fabián J. Di Plácido Editor, Buenos Aires, 1999.
– Zaffaroni, Eugenio Raúl, En busca de las penas perdidas. Deslegitimación y dogmática jurídico-penal, segunda reimpresión, Editorial E.D.I.A.R., Buenos Aires, 1998.
-Zaffaroni, Eugenio Raúl, Alagia, Alejandro, Slokar, Alejandro, Derecho Penal. Parte General, primera edición, Editorial E.D.I.A.R., Buenos Aires, 2000.