I. El Pueblo Mapuce.
El pueblo-nación mapuce[1] se ubica al sur de América Latina, a ambos lados de la cordillera de los Andes en el centro-sur de Argentina y Chile: los mapuches que habitan al este de la Cordillera -en Argentina- se denominan Puel Mapu, y los que viven al oeste de la cordillera -en Chile- Gulu Mapu. En nuestro país se ubican mayoritariamente en las provincias de Neuquén, Rió Negro y Chubut; y en menor medida en Santa Cruz, Buenos Aires y La Pampa[2]. Del lado chileno, los mapuches se asientan en la zona denominada “La Araucanía”, en la IX Región. Existen estudiosos que datan la presencia mapuche desde el siglo XI, aunque recién en el XVII adquieren relevancia y lentamente van pasando desde el sur chileno hacia la patagonia y la pampa argentina (Fernández, 1995; Vázquez, 2000; Golluscio, 2006).
Con la formación de los Estados Nacionales (tanto en Argentina como en Chile) el pueblo mapuche -a ambos lados de la cordillera- quedó incorporado a un determinado diseño político y económico en un claro lugar de subordinación, que excedía a estos dos aspectos. Desde esta perspectiva y para el contexto argentino, expresa Golluscio:
“El proyecto fundacional de la Argentina como Estado-nación instrumentado durante la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX se imaginó sobre un modelo económico agroexportador, un programa poblacional con incorporación de población europea y una perspectiva ideológica fonológica, monolingüe y monocultural que no tuvo en cuenta ni a los pueblos originarios ni sus culturas ni sus lenguas. Así, a partir de la década de 1860 se llevó a cabo sistemáticamente un plan nacional de ofensivas militares contra los pueblos aborígenes de la Patagonia, el Chaco y el noroeste. (…) No por muy conocido dejaremos de recordar que el proceso de dominación, que comenzó en el campo político-militar y se centró luego en el económico, desde tempranas épocas coloniales estuvo respaldado por políticas culturales instrumentadas especialmente en los dominios religioso, educativo y lingüístico (2006:24-25).
Y desde una perspectiva más amplia, David Viñas sostiene que:
(…) Si se leen los documentos oficiales o la serie de libros publicados con motivo de la campaña al río Negro, ya sea para insistir en la necesidad de la empresa contra los indios o en el despilfarro que eso implica, ya se trate de comentar algún episodio o de celebrar sus éxitos, se va recortando un núcleo problemático que se repite de forma matizada, con fugaces resonancias a veces o de manera enfáticamente subrayada en otros casos: que la campaña al Desierto representa “el necesario cierre”, “el perfeccionamiento natural” o “la ineludible culminación” -en su extremo sur más lejano- de la conquista española de América inaugurada en el Caribe. Esa empresa urge porque es un “mandato del destino”. Eduardo Wilde, uno de los hombres más lúcidos de la agresiva élite roquista, llega a parodiar:”Desde el río Negro, cuatrocientos años de historia nos contemplan” (2003:54).
Las propias características que definen al Estado-nación destacan la importancia del ejercicio de la soberanía en un determinado territorio; y al reclamarlo para sí como soberano el Estado requiere del necesario e indispensable monopolio de la violencia legal. No obstante esto, las confrontaciones militares y batallas del Estado-nación frente a distintos pueblos indígenas fueron intercaladas con negociaciones de tipo diplomáticas y políticas (firmas de tratados, pactos, acuerdos), en una estrategia que permitía una acción o la otra según las circunstancias políticas de los momentos más o menos favorables a los distintos intereses estatales. Sobre las firmas de tratados, Briones y Carrasco han expresado que:
Mientras algunos anteceden la formación del Virreinato del Río de La Plata en 1776, otros se formalizan en los albores de la “conquista del desierto”, hacia finales del siglo XIX. A pesar de su variedad de propósitos y alcances, lo que todos testifican es que, contrariamente a lo que indica el sentido común, la práctica de negociar, pactar y parlamentar con los pueblos indígenas no fue excepcional (2000:29).
La celebración de tratados entre el estado-nación y las comunidades mapuches fue una práctica repetida -y que implicó debates entre los propios indígenas al analizar las cláusulas en discusión- que fue dejada de lado por el Estado argentino luego de la “conquista del desierto”. Así lo expresa Abelardo Levaggi:
A partir de 1879, en la República Argentina se desarrolló -con algunos intentos anteriores pero sobre todo a partir de ese año- la llamada Conquista del Desierto, primero del desierto austral, pampeano patagónico y después del desierto chaqueño, el septentrional. Con motivo de estas campañas militares, fueron disueltas o exterminadas comunidades indígenas, ya partir de ese momento el discurso respecto de los tratados cambió radicalmente respecto de la idea anterior. Ya no se intentó más, desde luego, su celebración; habían desaparecido esas comunidades libres, que eran la contraparte de los tratados. No sólo no se insistió con su práctica sino que, además, se difundió la opinión de que esos tratados nunca habían existido. Y tanto éxito tuvo esa prédica que hasta el día de hoy muchos de nosotros pensamos que nunca se celebraron tratados con los indios en Argentina (Briones y Carrasco, 2000:34-35).
Vemos entonces que el Estado-nación pasó de celebrar tratados y pactos (sobre paz, amistad, guerra, comercio, cesión de tierras) con las comunidades mapuches, al abandono de esta práctica y la consiguiente negación del valor -jurídico y político- de los que se habían celebrado en el pasado. Esta estrategia política consolida entonces la subordinación del pueblo mapuche al Estado argentino; dado que las celebraciones de los convenios implicaban el tratamiento en un pie de igualdad con los indígenas, como así mismo el respeto por sus autoridades políticas: un claro reconocimiento como pueblo mapuche por parte del Estado-nación. Ya inexistente la práctica de los convenios, y desconocido el valor de los celebrados previamente, el estatus de los pueblos indígenas se profundizó en una subordinación que los llevaría al mero lugar de la subsistencia (en cuanto pueblo): determinadas prácticas biopolíticas (Foucault, 2001) como la incorporación de mano de obra barata -en el caso de los hombre y niños- y de servicio doméstico -en el caso de la mujeres y niñas- evitaron la desaparición total de los mapuches.
Esta situación postergación y subordinación histórica que presenta el pueblo mapuche en nuestro país (y también en el vecino Chile), ha tenido un leve pero fundamental giro con la vuelta de la democracia -en el año 1983- y con la influencia de un favorable contexto internacional: la vuelta de la democracia implicó una agitación social masiva y la fundamental consigna de los derechos humanos posibilitó una reorganización de las luchas y reclamos indígenas (bajo el derecho a la diferencia cultural en tanto derecho humano); las manifestaciones de protesta en torno al cumplimiento de los 500 años de la conquista española en América; algunas reformas constitucionales en países latinoamericanos que reconocían determinadas demandas indígenas; la celebración del Convenio 169 con la OIT; etc. Estas circunstancias influyeron en la reforma constitucional de nuestro país[3] llevada a cabo en el año 1994, donde el artículo 75, inciso 17 expresa que corresponde al Congr
eso:
Reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos. Garantizar el respeto a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural; reconocer la personería jurídica de sus comunidades, y la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan; y regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano; ninguna de ellas será enajenable, transmisible ni susceptible de gravámenes o embargos. Asegurar su participación en la gestión referida a sus recursos naturales y a los demás intereses que los afecten. Las provincias pueden ejercer concurrentemente estas atribuciones.
Este cambio en la legislación argentina -incluso al nivel constitucional- no ha podido sin embargo evitar la situación de incumplimiento de los derechos otorgados, aún de aquellos de fundamental importancia:
En el caso de los pueblos indígenas, aún hoy, a principios del siglo XXI y gozando ya del derecho constitucional a la educación en lengua materna, el reconocimiento de realidades bi o multilingües a nivel nacional es conflictivo y parece depender todavía de las posiciones que asuman los funcionarios que en cada momento ejerzan la responsabilidad del diseño y la instrumentación de políticas lingüísticas y educativas a nivel nacional y local (Golluscio, 2006:26).
Sabido es que los mapuches consideran a la palabra como algo fundamental y constitutivo de su pueblo[4], por lo que esta situación de no acceso a la educación en lengua materna, de por sí grave, potencia entonces su significado de subordinación política a la luz de la propia tradición y consideración mapuche en torno a la palabra.
II. Mano de roca, cara de piedra.
Las protestas mapuches más usuales ya no se vinculan solamente con el reclamo de tierras ancestrales habitadas por las comunidades indígenas, y de las cuales han sido paulatinamente desplazados a lo largo de sucesivos años; sino con la más compleja situación que incorpora junto al Estado-nación a las grandes empresas multinacionales como actor central en la apropiación de recursos naturales (minería, petróleo, gas, agua, biodiversidad, actividad pesquera, forestal, turística, etc.) y la construcción de grandes proyectos hidroeléctricos o acueductos y gasoductos que atraviesan el ecosistema de las tierras mapuches. Desde este punto de vista Agosto y Briones han expresado que:
El protagonismo del Pueblo Mapuche en la lucha por la defensa de la naturaleza se ancla en su cosmovisión, en su concepción de territorio y en el lugar que ocupa la espiritualidad en su cultura. El territorio es concebido no sólo como un espacio geográfico dónde se habita, sino como ámbito en el que los seres humanos y la naturaleza constituyen un todo indivisible, un círculo equilibrado de vida. La relación seres humanos y naturaleza se piensa circular, armónica y basada en el principio de la reciprocidad –se da y se recibe a la vez. A partir de esa concepción, la identidad mapuche se sustente en la necesidad de estar en equilibrio con el todo, que incluye elementos naturales, culturales y espirituales. Por ello se oponen tan incansablemente a la destrucción del territorio (2007:296).
Y en el mismo sentido:
Los mapuches, por definición, se asumen como “gente de la tierra”. La tierra no es de ellos sino que “ellos son de la tierra”. Incluso, la lucha épica de siglos enteros en defensa de la tenencia de la tierra, no debe hacer ver a la misma, en la concepción mapuche, como un bien económico, sino como un espacio para la vida. Pertenecen a un orden terrenal donde incluso los entes que el cientificismo moderno consideró inanimados adquieren sentido y vida propia (el agua, la tierra, las rocas, el aire). Esos elementos coadyuvaban para el establecimiento y preservación de un orden armónico totalizante. Incluso, la posibilidad de valerse de esos bienes estaba regida por una idea de conservación de los mismos, a fin de no alterar el equilibrio de un ecosistema y un medio ambiente determinado, que los instrumentos de control social mapuche tendían a conservar y reproducir, en un marco ostensible de solidaridad comunitaria y respeto por las tradiciones culturales heredadas (Aguirre, 2007).
Como ejemplo de la situación anteriormente descrita puede mencionarse el caso de las comunidades mapuches Paynemil y Kaxipayiñ, que mantienen una disputa legal con la empresa YPF-Repsol por la contaminación del agua que utilizan con gasoil; calculándose en mil millones de dólares el pasivo ambiental por el daño producido por explotaciones de hidrocarburos, pozos abandonados, elevación de las napas, degradación del suelo (todo esto comprobado en un estudio de Naciones Unidas), siendo YPF-Repsol el principal responsable (Verbitsky, 2000); por la contaminación de mapuches con plomo y mercurio en la sangre, cabritos que nacen deformes y mueren, agua que se incendia al tirarse un fósforo, cultivos arruinados, miembros de las comunidades mapuches con fuertes dolores de articulación, vecinos amenazados por denunciar el estado del agua, farmacéuticos amenazos por analizar el agua del lugar (Brailovsky, 2003), criticados por la prensa local por poner en riesgo millonarias inversiones, hostigados por la seguridad privada de YPF-Repsol que hasta llegó a pedirles documentos de identidad en sus propias tierras: de esta manera los mapuches han visto afectada su tradición cultural y forma de vida y han perdido lugares sagrados a causa de la explotación impune de la mayor reserva gasífera de América Latina (Latorraca y Montero, 2003). Incluso el propio Ejército Argentino, sucesor del genocida Julio A. Roca es “propietario” de miles de hectáreas de tierras ancestrales mapuches, lo que sin lugar a dudas potencia la sensación de despojo y avasallamiento sufridos. Estas circunstancias, sumado a la falta de tierras para los pocos animales que poseen las comunidades mapuches, ha motivando actualmente algunas tomas como el inicio de un proceso de recuperación de tierras en la zona de Pulmarí (Ranzani, 2008), como puede apreciarse en el documental La Nación Mapuce, de la directora suiza Fausta Quattrini.
Las violencias física y simbólica que el Estado-nación[5] ejerce frente al pueblo mapuche hasta nuestros días -y hacia ambos lados de la cordillera-, es una de las respuestas a la creciente movilización mapuche en procura de la obtención de tierras que antiguamente habitaban, o por una serie de reclamos históricos, o bien en el marco de determinadas protestas sociales que abarcan diferentes temáticas vinculadas al medioambiente. Ante esta nueva situación, el Estado-nación ha desarrollado diferentes estrategias para tratar de contener, impedir, obstaculizar e incluso suprimir la movilización del pueblo mapuche unida a sus justos reclamos. Del lado chileno[6] podemos apreciar la combinación de represión selectiva (dirigentes, líderes, abogados de los mapuches, colaboradores de movimientos sociales, etc.) junto a la apertura de vías institucionales y el estratégico impulso de reformas; estas maniobras han sido puestas de manifiesto ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, donde el representante del Estado chileno ha reconocido la utilización del derecho penal con fines estrictamente políticos y de manera arbitraria, condenándose a 144 comuneros mapuches por los delitos de usurpación y asociación ilícita, llegando incluso el gobierno chileno a acusar de “asociación ilícita terrorista” a una coordinadora mapuche, acompañados por una parte de l
a prensa burguesa que prevenía sobre la incipiente “intifada mapuche” (Toledo Llancaqueo, 2007a)[7]. En los territorios mapuches que se encuentran del lado argentino se observa una militarización de las zonas en disputa, criminalización, represión y judicialización de la protesta social, venta ilegal de tierras fiscales, intimidaciones por parte de empresas multinacionales, desalojos y relocalizaciones de poblaciones (Agosto y Briones, 2007).
No obstante esto, hay hechos políticos evidentemente favorables al resurgimiento cultural indígena en el país:
Queda por verse qué garantías tendrán las comunidades a partir de la aprobación, el 1 de noviembre de 2006, de la Ley de Emergencia de la Propiedad Comunitaria Indígena que frena por cuatro años los desalojos de comunidades, con el propósito de relevar -en vistas a regularizar- la situación territorial de las comunidades originarias existentes en el país para, supuestamente, poder garantizar a futuro el control de los bienes de la naturaleza por los pueblos originarios (Agosto y Briones, 2007:297).
III. Justicia.
Con la constitución y la ley de su lado, pero con el poder judicial del Estado-nación y los grupos multinacionales en contra, el pueblo mapuche buscar volver a su cultura originaria y a su forma de vida ancestral; esto es, desde la visión hegeliana, la organización de la comunidad histórica a través de las instituciones propias en tanto órganos de la propia comunidad para canalizar la satisfacción de sus necesidades (Picotti, 2006). Asumiendo esta perspectiva, la recuperación del sistema judicial mapuche es una de las maneras más interesantes y legítimas de reafirmarse en la cosmovisión mapuche. Posición que suma argumentos cuando desde los propios estudiosos se reconoce un amplio consenso respecto al fracaso del propio sistema judicial del Estado-nación (entre otros, Schiffrin, 1998; Bergalli, 1999; Bombini, 2000; Aguiar Dias, 2001; Niño, 2001; Fucito, 2002; Balestena, 2002; Ganón, 2002; Cels, 2002; Zaffaroni, 1986, 1989, 1992a, 1992b, 1994, 2008). La aplicación del sistema judicial del Estado-nación al pueblo mapuche, encuentra su persistencia -pese a su notorio fracaso- en que:
La diferente relación de fuerzas culturales -una consecuencia lógica del resultado de la contienda militar- ha influido de manera decisiva en la subalternización sistemática del análisis de las técnicas de resolución de conflictos que practicaban los antiguos mapuches, y de la existencia de una justicia restaurativa con una lógica distinta del binarismo invasor, como consecuencia de una visión cosmogónica manifiestamente diferente de la occidental (Aguirre, 2007).
En esta misma línea, Levaggi sostiene que:
En el territorio argentino no podía haber más derecho que el derecho oficial; estaba absolutamente excluida la posibilidad de admisión de otro sistema jurídico que no fuese ese. Por lo tanto, los derechos indígenas debían desaparecer (citado en Briones y Carrasco, 2000).
Esta apuesta a la modalidad de justicia restaurativa mapuche, no sólo implica un volver hacia la propia comunidad histórica del pueblo indígena en un claro proceso de recupero de identidad, sino que -además- se posiciona como una alternativa a las fragmentadoras lógicas punitivas, hegemónicas en nuestras sociedades occidentales[8]. En este sentido Aguirre ha expresado:
En un momento histórico donde se imponen al parecer sin demasiadas dificultades los discursos represivos frente al crecimiento de la criminalidad en América Latina y muy especialmente en la Argentina, el interés por indagar las formas alternativas de resolución de diferencias entre los mapuches nos remite a comunidades casi exclusivamente preocupadas por reestablecer el equilibrio en absoluta coherencia con su visión holística o cósmica. Como en la mayoría de las culturas precolombinas, el sistema jurídico mapuche es, esencialmente, un derecho de mediación, donde la infracción (en rigor, el daño causado) refleja una potencialidad de puesta en riesgo de un equilibrio colectivo que se protege con celo llamativo y de una paz social que resulta preponderante. (…) Esta realidad pone de relieve las profundas diferencias con las sociedades occidentales, y muy especialmente con las contemporáneas, donde la apelación al castigo parece ser el instrumento hegemónico incrustado en el discurso maniqueo y las prácticas brutales del tercer milenio, en manos de una sociedad que añora el fetiche de un “orden perdido”, cuya verdadera existencia no ha sometido a verificación histórica ni empírica (2007).
Las prácticas de la justicia mapuche ya tienen consagración en diferentes textos legales vigentes en nuestro país, uno de los más importantes es el convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (en adelante OIT) firmado en el año 1989 y ratificado en el año 2000[9] por parte de nuestro país (Ramírez, 2001:17). Este convenio sostiene una serie de derechos para los pueblos indígenas y tribales en su articulado, algunos de ellos establecen lo siguiente:
8.1. Al aplicar la legislación nacional a los pueblos interesados deberán tomarse debidamente en consideración sus costumbres o su derecho consuetudinario. 2. Dichos pueblos deberán tener el derecho de conservar sus costumbres e instituciones propias, siempre que éstas no sean incompatibles con los derechos fundamentales definidos por el sistema jurídico nacional ni con los derechos humanos internacionalmente reconocidos. Siempre que sea necesario, deberán establecerse procedimientos para solucionar los conflictos que puedan surgir en la aplicación de este principio. 3. La aplicación de los párrafos 1 y 2 de este artículo no deberá impedir a los miembros de dichos pueblos ejercer los derechos reconocidos a todos los ciudadanos del país y asumir las obligaciones correspondientes.
9.1. En la medida en que ello sea compatible con el sistema jurídico nacional y con los derechos humanos internacionalmente reconocidos deberán respetarse los métodos a los que los pueblos interesados recurren tradicionalmente para la represión de los delitos cometidos por sus miembros. 2. Las autoridades y los tribunales llamados a pronunciarse sobre cuestiones penales deberán tener en cuenta las costumbres de dichos pueblos en la materia.
10.1. Cuando se impongan sanciones penales previstas por la legislación general a miembros de dichos pueblos deberán tenerse en cuenta sus características económicas, sociales y culturales. 2. Deberá darse la preferencia a tipos de sanción distintos del encarcelamiento.
El convenio es bastante claro en los derechos que reconoce a los pueblos originarios y tribales. En la temática que nos ocupa, es particularmente interesante la situación respecto a la aplicación del derecho penal, instrumento que como sabemos, manifiesta un poder -en manos del Estado- que es extremadamente violento. Al desprestigio en que se encuentra la justicia penal del Estado-nación, se suma el reconocimiento legal a los pueblos originarios para que resuelvan por sus propias instituciones y mecanismos ancestrales los conflictos y “delitos” que ocurran entre sus miembros, donde se apuesta a una lógica restaurativa antes que punitiva, en sintonía con su cosmovisión cultural que privilegia la recomposición del equilibrio afectado, antes que la sanción individualizante del autor de la acción.
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No obstante, la consagración legal de los derechos para las naciones indígenas, si bien da cuenta de un avance en las luchas políticas, no pasa de ser un acto meramente formal si no es sostenido diariamente para lograr su efectiva realización; lo que implica enfrentamientos y disputas con una variada gama de instituciones del Estado-nación como de los distintos actores de la sociedad civil. Desde esta perspectiva, son bien categóricas las reflexiones del boliviano Jorge Viaña:
Está claro que la igualdad real (en lo económico, político, social, cultural y simbólico) no llegará porque las elites en Latinoamérica (antiguas y nuevas) se pongan a hacer “reglas de igualdad”, como el mismo texto citado reconoce, lo fundamental no se resolverá en el ámbito “normativo”. (…) Un concepto serio de interculturalidad no se puede reducir sólo a prescribir las características abstractas de una relación igualmente abstracta entre culturas abstractamente concebidas. Nos referimos a que, cuando lo único que se dice de la interculturalidad es que debemos “respetarnos”, “dialogar” y ser “tolerantes” recíprocamente, entonces estamos ante una posición que, a nombre de “progresos realistas” y posiciones “responsables”, impide el avance de los procesos reales de igualación y transformación profunda que se despliegan ante nuestros ojos y que muchas veces no se ajustan a las “pulcras” formas de la liberal, moderna y mercantil forma de la política (2008:310 y 313-314).
Si el genocidio indígena tuvo su fundamento en la victoria militar durante el siglo XIX y en ciertas enfermedades que los diezmaron (la tuberculosis por ejemplo), en la actualidad la situación de subordinación de los pueblos originarios se basa principalmente en el sistema productivo que los margina a los peores trabajos del mercado informal y a las peores tierras en el caso de aquellos que viven en las comunidades; en la muerte civil a través del encarcelamiento y en la eliminación física selectiva cuando la protesta alcanza niveles importantes y afecta poderosos intereses de empresas multinacionales o megaproyectos del Estado-nación. La recuperación de la identidad mapuche, así como los logros que vienen obteniendo en los procesos de recupero de tierras y de reconocimiento de sus derechos, sumado a un contexto latinoamericano en donde la cuestión indígena está en auge (Guatemala, Ecuador, Colombia, Bolivia, Perú, Brasil, Chile, etc.) permite predecir condiciones de posibilidad para que los mapuches puedan seguir avanzando en sus reclamos frente al Estado-nación. El desafío que se presenta no es solo para los mapuches, sino también para todos aquellos que sin ser miembros de un pueblo originario, la consideramos una causa notoriamente justa y defendible. Como bien lo ha expresado el historiador chileno José Bengoa, para el contexto de aquel país, pero claramente extensible también al nuestro:
(…) El meollo del asunto es determinar hasta dónde están dispuestos los chilenos a llegar en el reconocimiento de los derechos mapuches. “La clave del problema es que nos hemos negado a reconocerles su condición de pueblo. ¿Aceptaremos ahora que en el Estado de Chile puede coexistir más de un pueblo?” (Matus, 2008:14).
En el libro Indios, ejército y frontera, David Viñas presenta los indígenas víctimas del genocidio roquista del año 1879 como los primeros desaparecidos de nuestro país (2003:18). En la actualidad -y ante lo indiscutible de lo sucedido con los pueblos originarios en nuestro país- pensamos que la única salida política a la situación en la que se encuentra el pueblo-nación mapuche es su reconocimiento como tal, traducido en políticas concretas y efectivas. Saludamos entonces esta nueva conflictividad indígena que nos recuerda sobre el carácter precario de todo orden político, y que nos obliga permanentemente a ver en el conflicto el núcleo irreductible de la política (Rinesi, 2005:13).
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Notas:
[1] En mapudungun: Mapu, tierra; y ce/che, gente.
[2] Sobre esta provincia en particular, Golluscio sin embargo expresa: “En los últimos años, de manera paralela al fortalecimiento del reconocimiento legal de los pueblos indígenas en Argentina, se ha ido gestando un fenómeno de fragmentación de algunos grandes colectivos culturales reconocidos culturalmente (collas, mapuches, entre otros) por el cual las distintas parcialidades reclaman su propia identidad y se afirman en la diferencia. En el caso de las comunidades indígenas de La Pampa -a pesar de hablar una variedad de mapudungun- sus miembros se autoafirman como rankïlche o ranquel” (2006:24). Por su parte Fernández (1995:7) no registra la provincia de Santa Cruz, pero incorpora a la de La Pampa como zonas habitadas por los mapuches.
[3] Expresa Vázquez: “Posiblemente el pueblo originario que dentro de la República Argentina mejor se ha organizado y con más consecuencia ha desarrollado sus luchas étnico-reivindicativas sea el mapuche” (2000:138).
[4] Dice sobre el particular Golluscio: “la cultura mapuche es una cultura centrada en la palabra” (2006:31).
[5] No sólo nos referimos a la jurisdicción federal a la que remite el Estado-nación, sino que también se entrecruzan las jurisdicciones provinciales y municipales; al menos, para el caso argentino.
[6] Para los años 2000-2007, véase la cronología sobre los principales hechos relacionados a la represión del estado chileno de la protesta social mapuche, Toledo Llancaqueo (2007b). Relativo al lado argentino -Puelmapu- durante los años 2003-2007, véase Agosto (2007).
[7] El historiador chileno José Bengoa explica que la huelga de hambre llevada a una situación extrema por la mapuche Patricia Troncoso, logró por primera vez: “sacar el conflicto mapuche del ámbito policial y reconocerle su condición de problema político” (entrevista en Matus, 2008:14).
[8] Interesantes casos de delitos y la manera en que fueron resueltos por parte del sistema restaurativo mapuche o bien del modelo punitivo del Estado-nación, e incluso de la legislación aplicable, pueden consultarse en Kalinsky (2000), Hurtado Pozo (2001) y Aguirre (2007).
[9] Si bien el Convenio 169 de la OIT y el artículo 75, inciso 17 de la CN, son dos instrumentos jurídicos muy importantes en pos del reconocimiento de los pueblo originarios, no hay que olvidar que: “(…) también es cierto que se ha dejado librado a la legislación secundaria la regulación y op
eratividad de lo contenido en las constituciones en forma de garantías” (Ramírez, 2001:36).