Sumario: I. Introducción al tema, II. Intervención del derecho penal en la economía de mercado, III. Constitucionalidad de las normas que tutelan el orden económico, IV. Imputación en derecho empresario, IV.a. Algunos supuestos de imputación omisiva, IV.b. Delitos de infracción de deber, V. Conclusión.
I. Introducción al tema.
Una de las características salientes del derecho penal económico, esta dada por la creciente normativización de los criterios de imputación empleados en la estructura empresaria, circunstancia esta última que vino a poner en jaque los conceptos del clásico derecho penal de la ilustración.
Desde Liszt y Beling hasta Welzel, pasando por el neokantismo de Windelband, Rickert y Radbruch, la teoría del delito debía emplazar sus cimientos sobre una estructura ontológica que ni el legislador ni la ciencia jurídica podían desconocer. El derecho positivo y la teoría del delito debían partir de estas estructuras, que se les imponían como objetivos infranqueables[1].
El funcionalismo sistémico, con Roxin y Jakobs como sus principales exponentes, se opuso al finalismo desvinculando el fundamento de la dogmática de las exigencias ontológicas, basándolo en decisiones político-criminales que no se imponen al legislador, sino que éste elige de entre otras posibles opciones. Nace así el normativismo. El punto de vista normativo presupone libertad de elección frente a la sujeción a estructuras lógico objetivas de las que partía el ontologismo de Welzel[2].
Llevando al extremo tal planteo Lesch señala que “toda distinción entre injusto y culpabilidad como dos escalones valorativos que se vinculen a la valoración negativa del hecho y del autor, respectivamente, resulta obsoleta”[3]. Jakobs sostiene que la culpabilidad no importa otra cosa que el propio injusto penal, por lo que el hecho no se separa del autor, muy por el contrario, la imputación (zurechnung) define por sí sola toda la configuración del ilícito. Así, la distinción entre un aspecto objetivo –el hecho-, y otro de orden subjetivo, dolo, por un lado y juicio de reproche al autor, culpabilidad, por el otro, pierden independencia[4]. Puede hablarse sin más de imputación, con un fuerte carácter objetivo, pues supone la total normativización de los conceptos, incluidos claro está, los tradicionalmente subjetivos –dolo y culpa, y culpabilidad-.
La necesaria incidencia de esta cuestión valorativa pone de relieve cómo el juicio de tipicidad de la conducta se vincula con la idea de constitución social, esto es, con el modo en que una determinada sociedad resuelve el conflicto entre sujetos activos creadores de riesgos y sujetos pasivos de dicho riesgo[5].
Como bien lo explica Yacobucci[6] “se trata de una imputación que supera las distinciones objetivo-subjetivas en virtud de la consideración normativa de una voluntad –normativizada, es decir no psicofísica- contraria a un deber”.
Esta irrupción de la normativización de conceptos en el campo del derecho penal económico se justifica, sostienen sus defensores, en razón de la distinta naturaleza que presentan los bienes jurídicos, normas y valores que se intenta tutelar en un mercado de bienes y servicios con características muy diferentes a las que presenta el derecho penal nuclear, con sujeto individual de carne y hueso, y en el que las garantías para el imputado –entre las cuales cuenta, claro está, la interpretación de los tipos penales- resultan ser más rígidas.
II. Intervención del Derecho Penal en la economía de mercado.
Es con el modelo del Welfare State que el estado pasa a cumplir un rol protagónico en la economía de mercado. Esto irá acompañado ineludiblemente de un cambio de paradigma en el derecho penal, que centrará su atención en ese espacio social de comportamientos, hasta entonces ajeno. El bien jurídico penal ya no aparecerá ligado exclusivamente a la protección de intereses individuales. Los bienes jurídicos del orden económico y social se vinculan estrechamente con criterios “macro”, es decir, con características ligadas a las necesidades del propio Estado y del mercado de valores globalizado, y sólo de manera mediata y a veces indirecta a los requerimientos individuales.
Aparecen así los delitos de peligro[7], de mera trasgresión. Es el propio estado quien crea nuevos bienes jurídicos[8].
Pero no es ese el único fundamento de estas nuevas reglas de imputación[9]. Dentro de la consideración moderna de los bienes colectivos, la integración de las funciones del contralor de los complejos procesos económicos y financieros actuales, muestran la necesidad de protección de ese ejercicio. El reciente affaire Madoff y su plan Ponzi, que dejó un tendal de más de tres millones de damnificados constituye un claro ejemplo en tal sentido.
III. Constitucionalidad de las normas que tutelan el orden económico.
La Corte ha sostenido la constitucionalidad de la protección penal de normas de orden económico, por ejemplo en materia de derecho aduanero (fallo “Bursa, Roberto y otros s/ defraudación”, CSJN, fallos 317:1022). Y ahondando en el análisis del bien jurídico, ha dicho que el mismo debe ser entendido como “la necesidad de controlar y encauzar la actividad comercial de los particulares como bien común y velar por la correcta ejecución de las normas que estructuran el ordenamiento económico nacional” (del voto del Dr. Caballero en los autos “Legumbres”, CSJN, fallos 312:1920).
Queda claro entonces que se encuentra legitimada constitucionalmente la protección penal de normas de control económico, financiero o tributario sobre la base de la noción de bien jurídico. En consecuencia, y tal como señalara unas líneas más arriba, la idea de bien jurídico ha dejado de expresar sólo las realidades ligadas exclusivamente de manera directa con la persona individual y ha integrado otros criterios, propios de la evolución histórica que por cierto dista de la concebida por los penalistas del siglo XVIII, atada a los derechos e intereses subjetivos. Por entonces todo comportamiento ilícito estaba orientado a la lesión del objeto de tutela. En los tiempos que corren, el derecho penal, con el objeto de impedir lesiones que terminen por generar desconfianza en el sistema económico y financiero, adelanta el objeto de protección, consagrando delitos de peligro.
Las sanciones por meros incumplimientos de deberes formales, “destinados a alcanzar el correcto funcionamiento del sistema económico y a erradicar los circuitos marginales de circulación de bienes” (Fallos, 316;1169, CSJN in re “Administrador de la Aduana de Campana s/ Denuncia”) pasan así a constituir la regla de este nuevo modelo de imputación.
Sin embargo, la Corte Suprema de Justicia Nacional ha alertado que “la sola comprobación de la situación objetiva en que se halle el infractor no alcanza para tener por configurado el delito”, ya que “las normas punitivas (de la ley 11683) consagran el principio de personalidad de la pena, que responde en esencia al concepto fundamental de que solo puede ser reprimido quien sea culpable, es decir a quien la acción punible puede serle atribuida tanto objetiva como subjetivamente” (causa “Parafina del Plata”, CSJN, fallos 271:297).
Queda claro entonces que el objeto del derecho penal económico se encuentra en otro ámbito, integrado por bienes macrosociales, bienes intermedios, instrumentos de control, necesidades programáticas, burocráticas o institucionales. Es por eso que la idea de un sistema normativo, en el sentido de regulador de la actividad, cobra una especial significación. Por eso abundan las meras infracciones formales y omisiones en el cumplimiento de los deberes de aquellos garantes designados para el contralor de ciertas actividades.
Reflexionando sobre este nuevo contexto en que inevitablemente habrán de desenvolverse el derecho penal y sus actores, Yacobucci señala que “la naturaleza de la ilicitud parece perder esa natural consistencia material, o, dicho de otro modo, esa calidad contraria a la moralidad social y pasa a significar de manera prevalente la contradicción con el modo normativamente exigido de comportamiento”[10].
Los constantes avances tecnológicos generan un marco económico por demás cambiante que necesita del dictado de nuevas normas –administrativas, y penales- que garanticen su armónico funcionamiento.
Nos encontramos ante una verdadera sociedad de riesgos (“Risikogesellschaft”)[11], en la que las expectativas sociales depositadas en cada uno de los sujetos que interviene en los distintos ámbitos de intercambio de bienes y servicios constituye el foco de atención de la norma, y en la que los criterios de imputación están destinados a disminuir riesgos, mediante la identificación de garantes y responsables.
IV. Imputación en derecho empresario.
Dando por sentado, en atención a la extensión que reclama el presente trabajo, que el derecho penal, al menos en legislaciones como la nuestra, no puede sancionar penalmente a las personas de existencia ideal[12], tanto la teoría como la jurisprudencia deben redoblar esfuerzos para establecer reglas claras de imputación que permitan establecer la persona real que debe responder por el hecho.
Silva Sánchez habla, en este sentido, de un derecho penal de dos velocidades. Con una rama destinada a salvaguardar bienes jurídicos elementales –como la vida, o la libertad física- a la que llama núcleo duro o derecho penal nuclear (“kernstrafrecht” ), con derechos y garantías rígidas y en la que resulta atendible la imposición de penas privativas de la libertad; y otra, en la que se flexibilizan las garantías del imputado, se incorporan criterio administrativos vinculados con proporcionalidad, necesidad y reparación, y en la que por principio debieran excluirse las penas privativas de libertad[13].
Es esta última línea en la que se inscribe el derecho penal vinculado con delitos ecológicos, empresariales y tecnológicos.
La moderna sociedad en que vivimos, exige como contrapartida a su constante evolución, que se traduce en el goce de mayores beneficios y comodidades a sus integrantes, la aceptación de ciertos riegos. De no ser así muchas de las actividades que hacen a su desarrollo no podrían ser llevadas a cabo –piénsese, en las disposiciones administrativas que autorizan a contaminar hasta cierto grado, o la reciente ley de blanqueo de capitales-.
Por esa misma razón, se afirma sin titubeos que el derecho penal moderno debe proteger las funciones e instituciones “con una fuerte abstracción de los bienes jurídicos individuales”.[14]
Se justifica así el dictado de leyes que regulan la actividad empresaria en materia penal castigando conductas que, en razón de verdad, constituyen verdaderas infracciones de tipo administrativo, y que son puestas como barrera para evitar la realización de la conducta que sí tendría relevancia desde el punto de vista penal.
Explica Terradillos Basoco[15] que en el campo del derecho penal económico suelen desdibujarse los límites entre autor y partícipe, fundamento de aplicación de grados diferentes de responsabilidad.
En este nuevo escenario no resultará determinante entonces que el autor lleve adelante personalmente la realización del hecho criminoso para que pueda ser considerado responsable del mismo. La idea del dominio del hecho, es reemplazada por competencias, roles, deberes, etc., en definitiva, por posiciones de garante.
La defraudación de las expectativas creadas, el incumplimiento del rol o el defecto de organización en la competencia del agente, pasan a constituir así las herramientas con las cuales se decidirá la eventual imputación del resultado disvalioso.
a. Algunos supuestos de imputación omisiva.
En todo mandato referido a la omisión hay una pretensión de atender o resguardar un determinado bien jurídico mediante acciones positivas cuya no realización permite imputar penalmente al responsable.
Y en los llamados delitos de comisión por omisión se requiere de una situación de peligro frente a la cual el sujeto posee una posición de garante. La garantía a la que se compromete el gerente, el directivo o el técnico de la empresa es la de que ese peligro no se concrete en la producción de un resultado lesivo que se pretende evitar mediante la competencia asignada al sujeto. Su obligación es, frente al peligro, la de actuar para neutralizarlo. Es por ello que se equipara el no actuar debido con el hacer.
Ahora bien, esto que parece tan fácil de implementar en la teoría demanda inconmensurables esfuerzos para poder determinar en cada caso concreto quién resulta ser el garante –el competente- de que no se produzcan resultados lesivos.
En toda estructura empresaria, existe una organización jerárquica con división de funciones, en las cuales operan criterios formales y materiales de imputación de conductas.
Lo primero que debe considerarse penalmente es que esa división y delegación de funciones en sí misma, no produzca riesgos jurídicamente desaprobados. Si bien la división de funciones puede representar un cierto factor de riesgo a la hora de individualizar responsables, no puede constituir ella misma un riesgo desaprobado.
La primera conclusión es que ninguna estructura jerárquica, división de funciones o sistema de delegación puede amparar o justificar la producción de riesgos desaprobados. Esto significa que debe tenerse en cuenta ciertos criterios del derecho mercantil y societario donde se establecen formas estereotipadas de organización empresaria a la que se suman regulaciones de distinto orden que reglamentan las actividades de los emprendedores, sobre todo en áreas con riesgos especiales –armamentos, manipulación nuclear, genética-.
Sin embargo, el derecho penal de nuestros días privilegia, por sobre deberes formalmente impuestos por normas extrapenales, criterios materiales para identificar obligados o garantes.
En consecuencia, si ese sistema de reparto o delegación de funciones impide el efectivo control de riesgos, la consecuencia no puede ser la impunidad sino la imputación penal al propietario de la empresa que resulta ser el organizador de la estructura de división de funciones.
Todo órgano directivo es garante de que su propia organización no derive en lesiones a terceros. Si se demuestra que el mismo no ha respetado las mínimas pautas que se requieren para seleccionar a aquellas personas en quien se delega una función específica –en particular, la idoneidad del elegido-, el directivo será responsable del resultado disvalioso, ya sea a título de autor en comisión por omisión de un delito imprudente, o yendo aún más lejos, a título de dolo eventual. Piénsese a modo de ejemplo, en
una empresa de seguridad que contrata a una persona sin experiencia en manejo de armas para brindar un servicio de custodia armado a una determinada entidad bancaria, o en el arquitecto que le asigna a un albañil inexperto la construcción de un pilar, o el gerente del área de créditos que le asigna tareas complejas a un contador recién recibido.
Ahora bien, un principio básico que igualmente rige en toda sociedad moderna y que se desprende del general “deber de organización”, es el de distribución de funciones. El desarrollo económico y tecnológico actual no puede ser entendido, sin la posibilidad de delegación de deberes y posiciones de garante. Se trata de buscar personas que estén en condiciones de cumplir la función técnica concreta de que se trata y que permita exonerar de responsabilidad al garante originario.
Es por demás debatida la cuestión de las condiciones en que procede tal delegación por parte del superior, empero la doctrina coincide al remarcar los siguientes requisitos:
-Que la delegación haya sido practicada en condiciones de cumplir con la función impuesta, es decir, que se trate de personas capacitadas y que se les proporcionen los medios para ello (culpa in eligendo y culpa in vigilando).
– el garante (delegado), con estas condiciones, queda como único responsable, es decir, el originario deja de ser garante, pues aquél aceptó hacerse cargo de la fuente de peligro. Siempre, claro está, hasta donde se haya delegado, y si es temporal, vencido el plazo el garante originario retomará la posición de garante.
En este sentido, la Sentencia del Tribunal Supremo español de 26 de marzo de 1994 afirmó sobre esta cuestión de la delegación de la posición de garante que “no es humanamente posible que quienes deben ejercer una posición de garante, que requiere, por su naturaleza, una distribución de funciones (se refería a un teniente de alcalde del Ayuntamiento de Córdoba y al jefe de la Policía local, castigados como autores de delitos de imprudencia en base a que se había producido un estacionamiento indebido de vehículos que había impedido a los bomberos llegar al lugar del incendio, produciéndose varias muertes) puedan realizar personalmente todas las operaciones necesarias para el cumplimiento del deber. Por ello, el ordenamiento jurídico reconoce el valor exonerante de la responsabilidad a la delegación de la posición de garante, cuando tal delegación se efectúa en personas capacitadas para la función y que disponen de los medios necesarios para la ejecución de los cometidos que corresponden al deber de actuar (en el caso concreto el servicio de grúas municipales)”. En mérito a tales argumentos, se absolvió a los recurrentes.
Distinto es el supuesto en el que el sujeto que ejecuta el ilícito lo hace con desconocimiento del superior, y éste ha cumplido con todos los deberes que le imponía su condición de delegante – se ha organizado correctamente, ha seleccionado a quien reunía el perfil para el cargo, y lo ha provisto de los materiales e información necesarios para que cumpla su función- a los fines de evitar el resultado disvalioso. Resulta evidente que aquí el único responsable será el subordinado, puesto que el superior no ha tenido injerencia alguna en el suceso ni ha infringido ningún deber de vigilancia.
Más controvertidos aún resultas aquellos supuestos de hecho en los que el ejecutor material actúa con dolo pero su conducta responde a un mandato explícito del superior. Las reglas tradicionales de imputación indican que en casos como éste, si el subordinado actúo con conocimiento y voluntad y no se encontraba coaccionado o apremiado por la situación de subordinación laboral, debe responder como autor del delito, mientras que quien le dio la orden podrá ser tenido, a lo sumo como instigador.
A una solución diferente arribó la Sala Segunda del Tribunal Supremo español en su sentencia del 25 de octubre de 2002, referida a un caso en el que los acusados habían sido condenados en la instancia por unos vertidos de sustancias contaminantes (tricloroetileno) a través de la red de alcantarillado, por un delito contra el medio ambiente[16].
Uno de los condenados, director técnico de la empresa contaminante alegaba en su recurso de casación que no había desplegado conducta alguna que permitiera afirmar su participación en los hechos.
El Tribunal Supremo rechaza este planteamiento, señalando que “la organización jerárquica de las empresas determina que no siempre la conducta puramente ejecutiva del operario subordinado sea la que deba ser examinada desde la perspectiva de su posible relevancia jurídico-penal, sino que normalmente será mucho más importante el papel de los que están situados jerárquicamente por encima (especialmente si se trata de quienes detentan el control efectivo de la empresa o, como en este caso, la jefatura en el proceso de producción). Se trata de que en este ámbito de relaciones jerarquizadas la conducta relevante será la de aquél que es responsable del ámbito de organización por ser el legitimado para configurarlo con exclusión de otras personas.
La cuestión hubo de encontrar solución en el ámbito de los delitos impropios de omisión, pues normalmente el responsable del proceso contaminante, o los altos directivos que conocen la existencia del carácter contaminante de la actividad de su empresa no realizarán materialmente la acción de vertido o emisión que integra el delito medioambiental, sino que se servirán de operarios que habitualmente actuarán con dolo eventual.
El problema que debe resolverse es doble: deberá fundamentarse la posición de garante de esos superiores jerárquicos, y su posible omisión de las actuaciones debidas para controlar el peligro derivado de la actividad industrial que se desarrolla dentro de su ámbito de dominio (es decir, la responsabilidad por omisión); y, en segundo lugar, resolverse el problema de imputación que plantea la actuación por medio de terceros (los operarios) que incluso podrían actuar…, con al menos dolo eventual, es decir, en otras palabras, debe resolverse en estos supuestos si el principio de autorresponsabilidad puede actuar o no como un posible límite a la imputación a los superiores”.
La sentencia del Tribunal Supremo concluyó afirmando que era innegable que los responsables de producción de las empresas contaminantes asumieron un compromiso de control, luego que tenían una posición de garante, y que en el ámbito de los delitos de empresa, en el que habitualmente se producen los delitos medioambientales, “el amplio dominio de todo el marco y condiciones de la ejecución del hecho corresponde a aquellos que integran las posiciones más elevadas en la jerarquía (los denominados “hombres de atrás”), que se sirven de operarios puramente fungibles que incluso pueden no conocer el sentido último del hecho, y que difícilmente pueden por sí mismos poner fin al mismo (…). Por ello, la actuación de los operarios en la realización material del ilícito solamente debe excluir la imputación del mismo a los superiores en los supuestos en los que se haya producido una delegación efectiva de la posición de garante, si bien solamente debe reconocerse valor exonerante de la posición de garante cuando tal delegación se efectúa en personas capacitadas para la función y que disponen de los medios necesarios para la ejecución de los cometidos que corresponden al deber de actuar”.
Corresponde, pues, añade la Sentencia, “a los responsables de la producción, así como a los altos responsables de la dirección de las industrias que desarrollan actividades industriales potencialmente contaminantes la adopción de las medidas necesarias para neutralizar, conforme a las exigencias l
egales y reglamentarias, el peligro contaminante procedente de las mismas (art.11.b del Código Penal español). Por ello, la falta de adopción de tales medidas (cuando se conoce la situación generadora del deber, y las circunstancias que fundamentan la posición de garante y de la capacidad de acción) y en todo caso, la utilización de operarios subalternos para el vertido ilícito de residuos, equivale a la producción activa del vertido (arts. 11 y 325 del Código Penal español). Y es justamente por esa comisión por omisión por la que resulta condenado el recurrente en la sentencia de instancia”.
También se pretende resolver casos como el citado echando mano a la teoría de los aparatos de poder ideada por Roxin y que sirviera para condenar a la junta militar del último gobierno de facto en el país.
Entiendo que tal propuesta debe ser desechada. En primer lugar por cuanto la misma fue pensada para dar respuesta a hechos de una gravedad muy superior cometidos por organizaciones militares y criminales en el ámbito público. En segundo término, por cuanto en el ámbito empresario no siempre podrá recurrirse al argumento de la fungibilidad del ejecutor, propia de los aparatos de poder.
La solución a la que arriba el Tribunal español parece encontrarse en sintonía con los postulados de Jakobs, reemplazando el criterio de imputación del dominio del hecho, por otros vinculados a deberes, roles y competencias. Lo relevante a los fines de la imputación penal no será ya la causación directa de un comportamiento ilícito, sino que lo determinante a tales fines habrá de residir en la existencia o no de una determinada competencia. Para el catedrático de la Universidad de Bonn la imputación pasa a ser un criterio puramente normativo, puesto que lo relevante consistirá en determinar la existencia de deberes –en rezón de roles y competencias- respecto de los sujetos actuantes. Ya no será decisivo que el subordinado que ejecuta el hecho obre o no dolosamente, ni que conozca que el hecho a realizar resulta antijurídico. Lo que importará es saber si según su rol tiene dentro de su esfera de competencia algún deber que cumplir. El dominio pasa a ser un factor cuantitativo pero no cualitativo a los fines de definir la autoría.
La cuestión parece más fácil en los supuestos en los que el autor material, subordinado carece de dolo o conocimiento de la antijuridicidad de la conducta encomendada por su superior. Aquí resulta plenamente aplicable la teoría del dominio del hecho a través del dominio de la voluntad, en la forma de autoría mediata del superior jerárquico. Si el delegante o superior tiene la posibilidad de direccionar el hecho, será él quien domina la finalidad de la acción, siendo el delegado un mero instrumento.
El problema en estos casos se dará cuando el subordinado, pese a tener un cierto conocimiento sobre la ilicitud del comportamiento ordenado por el superior –por ejemplo, evacuar fluidos contaminados a un río-, no puede desconocer la orden. Líneas arriba se expuso la conclusión a la que arribara la jurisprudencia española, desinteresándose de quien efectúa la acción material, y atribuyéndole el hecho a los directivos, alegando que eran ellos quienes poseían un amplio dominio de todo el marco y condiciones de la ejecución del hecho, propio de quienes integran las posiciones más elevadas en la jerarquía empresaria.
Habrá que ver en cada caso en concreto si podrá invocarse un estado de necesidad justificante, o inexigibilidad de otra conducta en el plano de la culpabilidad. Lo cierto es que en el plano económico, resulta difícil recurrir a la excusa de la obediencia debida, por cuanto en el orden societario ésta viene excluida frente a mandatos manifiestamente ilícitos[17] .
Silva Sánchez alerta que las posibilidades de exención de responsabilidad del delegado disminuyen en la medida que le sujeto posea un cargo de mayor jerarquía en la estructura empresaria o financiera.
En discrepancia con lo resuelto por el Tribunal español soy de opinión que siendo que el dominio del hecho lo sigue teniendo quien ejecuta la orden –puesto que siempre cuenta con la opción de desecharla- será él quien resulte autor del delito, mientras que quien dio la orden solo podrá ser tenido como instigador, e imponérsele una pena idéntica a la del autor del suceso – conforme lo dispuesto por el artículo. 45 del Código Penal argentino-.
b. Delitos de infracción de deber.
Intimamente vinculado con el tema en cuestión, otro sector de la doctrina actual da cuenta de la existencia de instituciones como base de la sociedad que fundan deberes, y el incumplimiento de los mismos, la obligación de responder, en muchos casos, penalmente.
Javier Sánchez-Vera Gómez-Tréllez explica que la institución negativa bien puede ser resumida en la sentencia “no dañar a nadie” (neminem laedere)[18]. El quebranto de esta institución da lugar a los llamados delitos de organización o de dominio, donde el autor extiende su ámbito de organización de forma no permitida a costa de ámbitos de organización ajenos, no respetando a los demás como personas. Dicho en resumidas cuentas, el autor se organiza defectuosamente.
Esa expectativa jurídica bien puede infringirse mediante acción u omisión. Organiza defectuosamente quien conduce su carruaje y atropella un peatón –acción- , o quien no vuelve a tomar las riendas que se habían soltado en caminos solitarios cuando el carruaje se desvía a una concurrida calle –omisión-.
Quien organiza debe responder de su organización actuando –tomando de nuevo las riendas- u omitiendo –no conduciendo contra las personas- . En ambos casos se quebranta una expectativa negativa: no dañar. Quien tiene la libertad de organizar responde de las consecuencias de su organización.
Ahora bien, con base en consideraciones efectuadas por filósofos de la talla de Hegel, Pufendorf o Schopenhauer, se instaló en la doctrina la idea de que no solo existen deberes negativos en la sociedad, sino que también los hay positivos, y estos exigen jurídicamente –esto es lo relevante- que “se edifique un mundo en común”, “una ayuda”, “un fomento”[19].
Schopenhauer diferencia entre dos grandes grupos de deberes positivos, los familiares y los estatales. Esta corriente pareciera indicarnos que, más allá de la institución negativa, existe responsablidad en virtud de otras instituciones, y que ya no se trata de no dañar, sino que se exige, en muchos casos “un fomento de la situación del bien jurídico”, aún cuando no exista una organización previa de la que se tenga que responder.
Haciendo pie en aquellas construcciones filosóficas, y argumentando la necesidad de punir supuestos que con aplicación de la teoría del dominio del hecho quedarían impunes, Claus Roxin instauró un nuevo sistema de imputación, los llamados delitos de infracción de deber (“Pflichtdelikten”), allá por el año 1963[20]. En estos delitos lo relevante no es –aunque lo haya- el dominio sobre un suceso, sino la infracción de un deber específico que sólo incumbe al autor, a saber, el debe impuesto por una institución positiva. Como ejemplos, se invocan el de los padres respecto de sus hijos, el administrador respecto de los bienes confiados, el del juez o el de los funcionarios públicos. Muchas veces el legislador ha instituido tales deberes positivos expresamente, pero en otras no.
Roxin sostiene que el dominio del hecho no es un principio universal válido en todos los casos para determinar la autoría, puesto que en muchos supuestos quien realmente domina el hecho no reúne las
condiciones del tipo, y en consecuencia, su acción debiera quedar impune, sino se quiere avasallar el principio de legalidad. Antes bien, respecto de algunos tipos penales el legislador no atiende a la naturaleza externa del comportamiento del autor, sino que el fundamento de la sanción reside en que se incumplen las prestaciones ligadas a un determinado rol social especial positivo.
Se intenta justificar el mandato de construir u organizar un mundo en común, de fomentar el bien jurídico y por ende la responsabilidad derivada de instituciones positivas invocando ejemplos como el siguiente: cuando una persona adulta ve cómo un niño de corta edad juega junto a un estanque de gran profundidad, y contando con la posibilidad de que caiga al agua abandona el lugar para evitar tener que rescatarlo, probablemente no responda –puesto que podrá alegar que cuando abandonó el lugar el niño todavía no se encontraba en peligro, y todo lo más lo hará por la omisión del deber de socorro. Si el que ve cómo el niño juega, etc., es su padre responderá, como mínimo, por una tentativa de homicidio, y si el niño muere, por el delito consumado. La diferencia entre ambos supuestos es clara: en el segundo, puesto que el padre se halla inmerso en la institución positiva paterno filial se le exige un plus, no un mero salvamento en caso de necesidad: la construcción de un mundo en común con su hijo[21].
La forma externa de la norma, prohibición o mandato, enseña Sánchez Vera- Gómez-Trellez no es en absoluto decisiva en cuanto a la determinación de su contenido material, y si la formulación es plenamente intercambiable –mandato o prohibición como conceptos contradictorios- es evidente que no puede ser ligado a ella corolario jurídico alguno. Normativamente es irrelevante que el legislador haya formulado –en apariencia- una norma como mandato o prohibición o, en fin, cómo sea interpretada dicha norma por el juez. Habla así de “tipos codificados” en los que mandatos y prohibiciones son intercambiables. De este modo, y siempre según su parecer, los tipos penales deben ser interpretados de acuerdo con los conceptos intercambiables institución negativa- institución positiva, y no de acuerdo con los conceptos intercambiables prohibición-mandato. Si un tipo penal se encuentra, aparentemente formulado como una prohibición, por ejemplo la de matar en el homicidio, esto no significará una necesaria correlación con la institución negativa, ni, por tanto con un delito de dominio del hecho. Los tipos de la parte especial que, según opinión dominante, describen delitos de dominio o común, por estar formulados a modo de prohibiciones, v.gr. el homicidio, pueden ser también delitos de infracción de deber, puesto que tales tipo han de ser interpretados de acuerdo con las instituciones descritas. Por ello, el padre –obligado especialmente por la institución paterno filial- que mata a su hijo es autor no sólo de un homicidio por dominio del hecho, sino del mismo delito por infracción de deber.
Frente a las críticas, los defensores de tal teoría sostienen que las instituciones positivas aseguran las condiciones fundamentales de existencia de la institución negativa, y en definitiva de la libertad, y que si las constituciones de los estados de derecho tutelan la libertad, necesariamente deben asegurar simultáneamente los medios para garantizar tal institución, medios que no son otros sino precisamente las instituciones positivas.
Y que las críticas basadas en el alto grado de abstracción del contenido de institución positiva, y su falta de legislación, no resultan diferentes a las que plantean algunos tipos penales previstos en relación a instituciones negativas. Las dificultades que plantean las relaciones sexuales a propio riesgo con infectado con SIDA, y su encuadre en los términos de una lesión –dolosa o culposa- o de una tentativa de homicidio son un buen ejemplo en tal sentido.
Desde la óptica de un derecho penal de ultima ratio, entendido como límite al ejercicio el poder punitivo del Estado, las críticas a tal planteamiento no pueden hacerse esperar.
En primer lugar, por cuanto, según lo establece nuestra Carta Magna en su artículo 19, todo lo que no está prohibido se encuentra permitido –principio de reserva-.
Construcciones como esas, basadas en instituciones positivas poco tangibles y por demás mutables –piénsese por ejemplo, en las obligaciones entre esposos derivadas de la institución “matrimonio”, devaluada en nuestros días- violan el principio de reserva penal ya que el destinatario de la norma no puede saber a ciencia cierta qué es lo que se le ordena hacer o dejar de hacer. Se confunde así moral y derecho, y se pretende etizar al sujeto[22].
Es inadmisible que se pretenda salvar la legalidad penal con el deber emergente de otras leyes. En el caso en estudio, el sujeto que ve al niño jugando cerca del pozo, difícilmente pueda ser encasillado en la situación típica que lo obliga actuar en virtud de un deber de solidaridad general (habrá que ver cuán cerca del pozo se encontraba, la edad del niño, la distancia que lo separaba de quien lo advirtiera, etc., elementos todos ellos que hacen a la “situación” o “contexto típico” que fundamenta el deber de actuar). Y en el caso del padre, no puede hablarse de tentativa de algo que no se quiere –al menos con dolo eventual-. A todo evento, si el niño cae al estanque, corresponde la aplicación del artículo 106, con la agravante específica del artículo 107, con una pena muy cercana a la del homicidio doloso.
Zaffaroni explica, al criticar la constitucionalidad de los delitos impropios de omisión –o de comisión por omisión- que las legislaciones que contemplan una cláusula de equivalencia para equiparar las omisiones en posición de garante a los tipos comisivos –artículo 2 del código austríaco, artículo 11 del español, 10 del portugués y 13, 2 del brasileño), consagran verdaderas analogías in malam partem, que no es equiparable el grado de injusto del que omite que del que pone en marcha una causalidad dirigida a ofender el bien jurídico, y que los únicos tipos omisivos impropios que resultan constitucionales, son los expresamente consagrados por la ley penal[23].
V. Conclusión.
El derecho penal de nuestros días debe reconocer la existencia de organizaciones como realidad social[24] y construir una dogmática del delito que permita, en la práctica tratar adecuadamente este fenómeno característico de las sociedades modernas. El recurso a la infracción de un deber por parte de una persona aisladamente considerada supone un esquema “demasiado pobre”, en palabras de Feijoo Sánchez, para resolver este tipo de supuestos. Querer entender normativamente las conductas de los que trabajan en una empresa en clave exclusivamente individual, es desconocer la realidad, por cierto, mucho más compleja.
Una vez admitido aquel presupuesto, deben separarse claramente aquellos delitos objetivamente imputables al ámbito de organización de la empresa, de otros que no. Si no es posible imputarle objetivamente el hecho a la empresa, tampoco será posible imputárselo a quienes la integran.
Acto seguido, se impone individualizar aquellas personas físicas que dentro del entramado corporativo son competentes de ese hecho como autores o partícipes. El límite entre ámbitos de organización y responsabilidad dentro de la empresa hace que no se tenga el deber de evitar lo que sucede en ámbitos ajenos de la misma empresa. Si como señala Jakobs[25], no todo es competencia de todos, por ello hay que bucear, dentro de la organización, a las personas competentes de un hecho de esas caracterí
sticas.
Finalmente, es preciso determinar quiénes, entre las personas competentes, han infringido sus deberes. Los deberes son prestaciones altamente personales y, por tanto, la infracción de un deber debe ser determinada e imputada de forma individualizada, teniendo en cuenta la estructura y organización de la empresa. El principio de confianza es una herramienta importante para dilucidar si una persona ha infringido o no sus deberes, en los supuestos de trabajo en equipo o dentro de una organización. De igual modo, lo es la potestad de delegación de tareas en personas capaces de cumplir la tarea encomendada.
Ahora bien, todo lo antedicho abastecerá sólo una parte de la imputación, la correspondiente al tipo objetivo del tipo penal en cuestión.
Pero no debe pasarse por alto que, de conformidad con el principio de culpabilidad, siempre debe existir una conexión subjetiva entre la conducta y el resultado disvalioso.
Por ello, y aún en los supuestos en los que el personal directivo de la empresa imputado se encuentre jerárquicamente muy distanciado del autor material de ilícito, habrá que probar una vinculación, a titulo de dolo –directo, necesario, eventual, o culpa con el resultado lesivo.
Las modernas teorías construidas en derredor de la ceguera frente los hechos o de la ignorancia deliberada, tendientes a demostrar una vinculación subjetiva del agente con el resultado, se inscriben en esta línea de pensamiento.
Así las cosas, resulta evidente que tanto las teorías de los delitos de infracción de deber, como las construidas en torno de la posición de garante, y hasta la de los delitos de omisión impropia no escritos, si bien resultan importantes a la hora de determinar los fundamentos por los cuales “el sujeto debió actuar en el caso concreto”, necesariamente deben ser complementadas con la prueba del dolo o la culpa en la inacción.
Notas:
[*] El autor Jorge Martín Paolini es abogado, otorgado por la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, Universidad Nacional de La Plata. Especialista en Derecho Penal, otorgado por la Universidad Austral. Agente Fiscal Titular de la Unidad Funcional de Investigaciones Complejas del Departamento Judicial La Plata. Profesor Adjunto de la Universidad Católica de La Plata en la Materia Derecho Penal I (desde el 1º de abril de 2006 a la fecha). Auxiliar Docente –por concurso de oposición y antecedentes- en la Cátedra II de la Materia Derecho Penal II de la Universidad Nacional de la Plata.
[1] MIR PUIG, Santiago, “Límites del normativismo en derecho penal”, artículo publicado en el volumen colectivo “Homenaje al profesor Dr. Gonzalo Rodríguez Mourullo”, ed. Thomson-Civitas, 2005.
[2] Explica muy bien la evolución del tema CEREZO MIR, José en “Ontologismo y normativismo en el finalismo de los años cincuenta”, artículo publicado en “Hans Welzel en el pensamiento penal de la modernidad”, ed. Rubinzal-Culzoni, Buenos Aires, 2005.
[3] LESCH, Heiko Harmut, “Injusto y culpabilidad en derecho penal”, Ed. Universidad Externado de Colombia, 2001, tomo XXVII, p. 12 y ss, donde recrea la visión de Jakobs sobre la cuestión.
[4] YACOBUCCI, Guillermo Jorge, “Algunos criterios de imputación penal en la empresa”, en “La responsabilidad penal de las personas jurídicas, órganos y representantes”, GARCIA CAVERO, Percy (coordinador), Ediciones Jurídicas Cuyo, Mendoza, 2004, pág.359.
[5] SILVA SANCHEZ, Jesús María, “Tiempos de derecho penal”, ed. B de F, Montevideo-Buenos Aires, p.44. Allí, y citando a FRISCH, el autor concluye que “probablemente no convenga mantener la distinción entre tipo objetivo y tipo subjetivo en sentido fuerte”.
[6] YACOBUCCI, Guillermo Jorge, op. cit., pág. 359.
[7] CERVINI, Raúl y ADRIASOLA, Gabriel, “El derecho penal de la empresa desde una visión garantista”, ed. B de F, Montevideo- Buenos Aires, p. 4 y ss.
[8] SGUBBI, Filippo, “El delito como riesgo social”, Biblioteca de estudios penales de la Universidad Austral, Editorial Abaco, Buenos Aires, 1998, citado por YACOBUCCI en “Algunos criterios de imputación en la empresa”, p .362.
[9] Explica TERRADILLOS BASOCO, en “Estudios sobre derecho penal de la empresa”, ed. Del Puerto, Buenos Aires, 2009, pág.. 2 y ss. que las causas determinantes de esta irrupción expansiva del derecho penal económico resultan diversas, y que no todos los autores coinciden en ello. Aunque destaca que fue SILVA SANCHEZ quien en su influyente ensayo sobre la expansión del derecho penal catalogó las más importantes: aparición de nuevos riesgos, sensación social de inseguridad, configuración de una sociedad de sujetos pasivos, identificación de la mayoría social con la víctima del delito, descrédito de otras instancias de protección, nueva gestión atípica de la moral, nueva actitud de la izquierda política, desprecio por la formas, y sobre todo, globalización e integración supranacional.
[10] YACOBUCCI, Guillermo Jorge, op cit., pág. 365 y ss.
[11] Cfr. SILVA SANCHEZ, Jesús, “La expansión del Drecho Penal”, Ed. Civitas Madrid, 2001, 2da. Edición, p. 27; y BECK, Ulrico, “La irresponsabilidad organizada” (http://inicia.es-de-cgarciam-Beck01.htm), donde señala que “la sociedad del riesgo es la época del industrialismo en la que los hombres han de enfrentarse al desafío que plantea la capacidad de la industria para destruir todo tipo de vida sobre la tierra y su dependencia de ciertas decisiones”.
[12] Yendo aún más lejos, Luis GRACIA MARTIN entiende que la persona jurídica tampoco puede ser sujeto de sanciones administrativas, ni de medidas de seguridad (La cuestión de la responsabilidad penal de las propias personas jurídicas, en “Responsabilidad de las empresas y sus órganos”, Barcelona, 1996, p. 41 y ss.).
[13] SILVA SANCHEZ, Jesús, op. citada y Winfred HASSEMER y Francisco MUÑOZ CONDE, “Responsabilidad por el producto en derecho penal”, Ed. Tirant lo Blanch, Valencia, 1995.
[14] VOLK, Klaus, “Sistema penale e criminalitá economómica”, Napolini, 1998, p. 43, citado por YACOBUCCI en op. cit, pág. 366 y ss.
[15] TERRADILLOS BASOCO, Juan María, “Estudios sobre derecho penal de la empresa”, ed. Del Puerto, Buenos Aires, 2009, p. 39 y ss.
[16] JAEN VALLEJO, Manuel, “Cuestiones actuales del derecho penal económico”, ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 2004, p.39 y ss.
[17] YACOBUCCI, Guillermo Jorge, op. cit., página 396.
[18] SANCHEZ-VERA GOMEZ-TRELLEZ, Javier, “Delitos de infracción de deber”, en “Libro homenaje al profesor Günther Jakobs. El funcionalismo en derecho penal”, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, Colombia, 2003, pág. 271 y ss.
[19] SANCHEZ-VERA GOMEZ-TRELLEZ, Javier, op. cit., pág. 275.
[20] ROXIN, Claus, “Täterschaft und Tatherrschaft”, 1ra. ed., 1963 p. 352 y ss. , versión española de la 7º edición alemana de 1999: “Autoría y dominio del hecho en derecho penal” trad. por Joaquín Cuello Contreras y José Luís Serrano González de Murillo, Marcial Pons, Madrid, 2000.
[21] Ejemplo tomado del artículo antes citado de SANCHEZ-VERA GOMEZ-TRELLEZ, pág. 276.
[22] ZAFFARONI, Eugenio Raúl, “En torno de la cuestión penal”, ed. B de F, Montevideo- Buenos Aires, 2005, página 225.
[23] ZAFFARONI, Eugenio Raúl, “Derecho Penal Parte General”, ed. Ediar, Buenos Aires, 2002,
páginas 570 y stes.
[24] FEIJOO SÁNCHEZ, Bernardo, “Cuestiones actuales de derecho penal económico”, ed. B de F, Montevideo-Buenos Aires, 2009, p.16.
[25] JAKOBS, Günther, Derecho penal parte general, fundamentos y teoría de la imputación, 2da. edición corregida, ed. Marcial Pons, Madrid, 1997, pág. 968 y stes.