“El principio del jefe único, que es tal no porque haya sido elegido por el pueblo, sino porque es superior a todos en inteligencia y virtud, y en esta superioridad indiscutible encuentra el título justificativo de su poder; el sistema organizado jerárquicamente de la “confesión”, conforme al cual el jefe llega a saber todo, incluso aquello que piensan los súbditos; la concepción totalitaria de las relaciones entre los súbditos y el régimen, sin excluir la generación y la educación; el principio de que la ciudad debe bastarse a sí misma en su estructura económica y, celosa de sus propias instituciones, desconfiar de los extranjeros, de modo que no corrompan a los ciudadanos con el solo hecho de que se puede vivir diversamente; la importancia atribuida a la educación deportiva, al adiestramiento militar incluso de las mujeres, a la perfección técnica y a la novedad de los armamentos; y finalmente la preocupación de que todos los ciudadanos tengan una vestimenta semejante, en suma, un uniforme, minuciosamente desde la forma del calzado hasta el color de la camisa” (Bobbio, Norberto: “Introduzione” a “La cittá del sole”, Turín, Einaudi, 1941, p. 31 y 32; citado por Luis Rossi, al prologar “Ensayos sobre el fascismo”, del mismo Bobbio, Ed. Universidad de Quilmas, 2006).
Hace algunos años, había intentado advertir acerca de que “el abordaje que las agencias estatales han hecho respecto de la “inseguridad” en Latinoamérica, y muy especialmente en la Argentina, importa, en sustancia, un reduccionismo que parte, en casi todos los casos, de asimilar la inseguridad a la criminalidad. Esta particular e intencionada simplificación, por ende, ha connotado tan sólo uno de los aspectos desde los que, epistemológicamente, podría referirse la relación seguridad/inseguridad: la que se circunscribe al “miedo al otro”, que se ciñe a la mera posibilidad de ser víctima de un delito y que se sostiene en base a un imaginario colectivo construido a partir de la idea de que la sociedad está habitada por una multitud de sujetos peligrosos y desviados, contra los que hay que acometer “antes que nada ocurra”[1], y que deben, además, desaparecer de la mirada banal de los consumidores alienados.
En otros términos, voy a insistir sobre la otredad y el “miedo al delito” de calle o de subsistencia, perpetrado por aquellos “diferentes” que ganan poco a poco el paisaje urbano, a los cuales hay que disciplinar, vigilar y controlar.
Es éste uno de los pocos denominadores comunes susceptibles de ser extrapolados, sin derivar en un discurso claudicante, a las sociedades de este margen. Muchos otros productos culturales, en cambio, tales como la idea de “postmodernidad”, de “welfarismo”, de “estado penal”, etcétera, deberían en rigor ser leídos en clave de naciones oprimidas y opresoras, a riesgo de caer en aporías legitimantes sin retorno, de las que lamentablemente se valen (en demostraciones reiteradas de erudición, que no es otra cosa que el ejercicio más explícito de poder y violencia simbólica en la “sociedad de la información y el conocimiento”) muchos jóvenes criminólogos cuya perspectiva ideológica de abordaje resulta extrañamente difusa, cuando no irreconocible. La contradicción entre países opresores y países oprimidos, abolida pretorianamente por las nuevas gramáticas del mundo unipolar -como los grandes relatos- convocando a los voceros del saber criminológico de la “tardomodernidad”, sigue constituyendo, a mi entender, una cuestión fundamental para entender y explicar los modernos procesos de dominación y destitución social, sobre todo en nuestra región.
No obstante, la generalización del uso de estas categorías las hace inteligibles, independientemente de las representaciones diversas que las mismas puedan encarnar. Por eso es que, como proveedores de significados, no podemos sustraernos al desafío de su utilización, sobre todo en lo concerniente a los avances en la catalogación del miedo como nueva forma de control social, los objetos y –muy especialmente- los sujetos que ocasionan esos miedos, que remiten siempre a la “inseguridad” ocasionada por los “extraños”.
Esta visión sesgada, de “los otros”, de los infractores, del “delito” y de la “inseguridad”, en definitiva, no configuran únicamente un yerro analítico, sino que se nutre de contenidos ideológicos precisos y es uno de los productos culturales hegemónicos en el marco de la nueva relación de fuerzas sociales imperante, que es necesario remover imperiosamente porque deriva –en un último plano analítico de la inseguridad- en la utilización o manipulación del miedo como elemento de dominación y control social[2], a la sazón un extremo fundamental a abordar en materia político criminal y social.
Por un lado, el miedo al delito puede entenderse como la percepción subjetiva de las probabilidades de convertirse en víctima de un delito. Por el otro, esos mismos temores importan una expresión sintética de otros miedos de mucha más dificultosa identificación y dominio. Miedos humanos ancestrales, existenciales, donde la muerte configura una especie de vórtice irrebatible que tiende sistemáticamente a ser eludida como principio y fin de todos los temores, justamente por su indocilidad e irreversibilidad. Lo que provoca una suerte de “trabajo práctico” que se expresa en la construcción fragmentaria del “miedo al otro” como única forma de coexistencia militante frente a lo sobrecogedor e inmanejable de la vida y de la muerte.
Es la actualización en clave de la modernidad tardía de los miedos cósmicos antiguos, de los miedos religiosos del medioevo, del miedo moderno a la política, al Leviatán. “Al tiempo que se insiste en que podemos conseguir cualquier cosa que anhelemos, la inseguridad endémica es el único logro no perecedero. Los efectos del debilitamiento de la seguridad, la certeza y la protección son notablemente similares, y nunca resulta claro si el miedo generalizado deriva de una insuficiente seguridad, de la ausencia de certeza o de la desprotección. La angustia es inespecífica y el miedo resultante puede atribuirse a causas erróneas y realizar acciones inútiles para resolver el problema de fondo. Se tiende a la agresividad, y se buscan chivos expiatorios, porque la desconfianza es corrosiva y la identidad del yo transitoria, cambiante. La vida insegura se vive entre gente insegura y solitaria, porque, como dijo Margaret Thatcher, la sociedad no existe”[3].
El delito y muy especialmente las estrategias estatales que se diseñan para contenerlo pasan a configurar una nueva forma de articulación de la vida cotidiana. El miedo al delito, como un fetiche postmoderno, se ha inscripto como un insumo básico en las agendas políticas. “Gobernar desde el delito” implica actualmente una tentación irrefrenable, que tanto permite ganar elecciones, controlar y dominar, como deteriorar el catálogo de libertades y garantías decimonónicas y la convivencia armónica y medianamente civilizada, sustituida por una concepción sociológica de la enemistad (y la intolerancia). Cualquier parecido con la laureada película “La vida de los otros” no es pura casualidad.
Peor aún, y por el contrario, conscientes de los réditos que en términos políticos la “lucha contra el delito” depara, las discusiones de las campañas y las acciones durante las gestiones se vinculan inexorablemente a la puesta en escena de gestualidades y gramáticas tan ampulosas y demagógicas como inocuas e inservibles, y de prácticas militarizadas, segregativas y violentas, casi siempre criminales. “Gobernar a través del delito”[4], además de resultar corrosivo de la propia
democracia, marca el agotamiento y los límites objetivos que en términos de transformación de las nuevas sociedades “bulímicas” del capitalismo neoliberal de la periferia, exhiben la política y los estados[5].
Es importante destacar además un dato comparativo por cierto revelador de la indigencia teórica de estas prácticas y ejercicios propagandísticos: mientras el “miedo al delito” ocupa el centro de la agenda social en la Argentina, la edición 2002 de la Encuesta de Seguridad Pública de Cataluña señalaba las diferentes formas que la inseguridad asume para los habitantes de esa región, advirtiéndose allí que la criminalidad convencional en modo alguno excluye ni desplaza la preocupación ciudadana por otras incertidumbres tanto o más relevantes, como la pérdida del empleo, de la vivienda, de la salud o factores asociados a terceros, como por ejemplo la negligencia médica, el envenenamiento y el deterioro del medio ambiente, en tanto realidades propias de la modernidad tardía. Esta misma encuesta revela, además, que una mayoría abrumadora de ciudadanos de Cataluña intuye, paradójicamente, que el incremento de los delincuentes en prisión aumentará sus problemas y su inseguridad, al igual que la instalación de cárceles cercanas a sus lugares de residencia[6].
No obstante, tampoco parece del todo cierto que el reclamo de mayor seguridad a costa de menos libertades configure un clamor del todo unánime, como se pretende hacer creer, sin una problematización o indagación previa medianamente consistente. Una investigación de César Manzanos Bilbao[7] en Euskal Herria, da cuenta de la escasa confianza de la gente en las agencias de control del delito, particularmente en la cárcel y en la imposición de penas más duras, donde la búsqueda de alternativas a la pena de prisión constituye la respuesta mayoritaria de los entrevistados. Este trabajo debe completarse con mi investigación, efectuada sobre las percepciones e intuiciones de la agencia policial en la Provincia de La Pampa. Ambas dan la pauta de que es posible contrarrestar la pretendida hegemonía de los discursos draconianos sustentados en un sistema de creencias que remite en apariencia, o en un primer análisis, a la punición.
Una segunda instancia, más reflexiva, en un contexto de exploración etnográfica, con una simbología y un marco diferentes, nos devuelve, al parecer, respuestas hasta ahora impensadas.
En el estudio de Manzanos, la gente descree de la cárcel, de las penas más severas y aboga por alternativas superadoras. En las conclusiones de mi trabajo, la propia policía (más del 70% de los entrevistados), concibe a las políticas públicas de seguridad como meras improvisaciones destinadas a visibilizarse ante la población y hacer ver socialmente que “se está haciendo algo contra el delito”.
Las encuestas de victimización llevadas a cabo en el año 2004, revelan que en algunos barrios de Santa Rosa, solamente el 16% de las personas fueron víctimas de un delito a lo largo de su vida, y sin embargo, al momento de ser indagadas sobre las principales necesidades del propio barrio, la “seguridad” trepa el primer lugar de las demandas, con el 50% de las respuestas, reproduciendo la enorme brecha entre la seguridad objetiva y el miedo al delito, en una provincia donde los indicadores de homicidios cada cien mil habitantes se acercan a los más bajos del mundo. Es decir, la “sensación de inseguridad” constituye una intuición fuertemente mediatizada y autonomizada del riesgo objetivo de victimización de los ciudadanos (lo que se reproduce en la Encuesta Nacional de Victimización realizada por la Dirección Nacional de Política Criminal de la Nación).
Es menester entonces dar en la Argentina una discusión sostenida desde la sociedad y el Estado, reivindicando la amplitud del concepto de seguridad humana, que es central justamente en el marco de una sociedad que, como pocas, ha sufrido las inseguridades que el capitalismo tardío marginal depara.
La convalidación de una percepción reaccionaria de la “inseguridad” únicamente se comprende a partir de una declinación en el plano discursivo, cooptado y rellenado a su imagen y conveniencia por los sectores más conservadores de la sociedad, que además se escudan en el “cumplimiento de la ley” como forma de disciplinamiento ritual. Es que las nuevas formas de dominación obligan a ocultar la verdadera ideología de sus mentores y ejecutores políticos. Así, por ejemplo, valores tales como la “democracia”, la “legalidad”, la “familia”, la “autoridad” y el “orden” son patrimonio casi exclusivo de lo peor de la derecha argentina, justamente porque se ha dejado de lado la discusión sobre el contenido conceptual de esas apelaciones. Las experiencias políticas en los estados convenientemente debilitados, en los que la “lucha contra el delito” se vuelve indispensable para la legitimación de los mismos, demuestran que estas irrupciones conducen a regímenes autoritarios y policíacos, que conservan las formas extrínsecas aparentes de la democracia, pero al mismo tiempo habilitan las políticas “de mercado”, el espionaje y la persecución interna.[8] No tanto el orden como el mítico retorno a un orden inexistente, no tanto la autoridad como la vulgar vocación de la erradicación social de los diferentes, constituyen los insumos que tienden a exacerbar y resignificar en clave conservadora, a los “nuevos” miedos como articuladores de la vida cotidiana. Los discursos políticos desbordan de lugares comunes, apelaciones tan enfáticas como inconsistentes respecto de la lucha que a diario se emprende (y se vuelve a emprender sin solución de continuidad en democracias de “baja intensidad”) contra el desorden y la inseguridad, sin que siquiera nos percatemos de que esas mismas narrativas, transmitidas en clave de amenazas, enmascaran o suprimen deliberadamente cualquier tipo de propuesta dirigida a revertir las inéditas asimetrías sociales de la tardomodernidad en nuestro margen, con la complicidad aberrante de la “prensa libre” complaciente. Como durante la época del fascismo, la “acción” (en rigor, los fastos punitivos) se prioriza a la razón y la demagogia a la experticia. Por el contrario, esta “guerra preventiva interior”, se percibe desde las intuiciones colectivas como un hacer impostergable, justo, heroico, cruzado, aunque se emprenda contra los destituidos, los marginales, los excluidos y los disidentes que se animan a reclamar por su derecho a vivir con apego a bagajes culturales alternativos a las “buenas costumbres” y la “moral” única, que reniegan de los datos objetivos del pluralismo y la diversidad de nuestras sociedades fragmentarias.
Notas:
[*] El autor Eduardo Luis Aguirre es Doctor Cum Laude en Derecho por la Universidad de Sevilla. Doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales por la UNL (2005). Magister en Ciencias Penales (UCALP, 2000). Diplomado en Filosofía de la Liberación por la UNJu. Docente de Postgrado en la UNLPam y la UTDT. Escritor, columnista, pensador, poeta.
[1] Conf. Martín, Adrián Norberto: “El miedo a la relación con el “otro” como política de control social”, Ponencia presentada en el II Seminario de Derecho Penal y Criminología, realizado los días 15, 16 y 17 de noviembre de 2002 en la UNLPam
[2] Conf. Wagman, Daniel; “Los cuatro planos de la seguridad”, Ponencia presentada en el Congreso “Política Social y Seguridad Ciudadana”, Escuela Universitaraia de Trabajo Social, Vitoria- Gasteiz, 2003, actualmente disponible en sitio “Seguridad Sostenible”, www.iigov.org/seguridad/?p=17_01.
[3] Conf. González Duro, Enrique: “Biografía del miedo”, Ed. Debate, Barcelona, 2007, p. 245.
[4] Conf. Simon, Jonhatan: “Gobernando a través del delito”, en Delito y Sociedad, Número 15, Universidad nacional del Litoral, p. 75 y ss.
[5] Conf. Young, Jock: “Canibalismo y bulimia. Patrones de control social en la modernidad tardía”, en “Delito y Sociedad”, N° 15-16.
[6] conf. “Encuesta de Seguridad Pública de catalunya”, Edición 2002, Departament de Justícia i Interior de la Generalitat de Catalunya, p. 182 y 183.
[7] “La imagen social del delito. Victimización, autoinculpación y visión de la intervención policial y penal. Investigación aplicada en la sociedad vasca”, en “Paisaje Ciudadano, delito y percepción de la inseguridad. Investigación interdisciplinaria del miedo urbano”, Ed. Dykinson, Instituto Internacional de Sociología Jurídica de Oñate, 2006.
[8] Conf. Christie, Nils: “Una sensata cantidad de delito”, Editores del Puerto, Buenos Aires, 2004, p. 74.