La ética argentina y el espíritu del ilegalismo. Por Mariano Hernán Gutiérrez

Introducción

Weber demostró -o pretendió hacerlo- que cierta ética práctica que fue la base del capitalismo moderno y uno de sus factores determinantes, surgió como un fermento de una ética religiosa protestante. Sin embargo ha dejado la pregunta abierta con respecto a qué moral, que ética práctica resultó del fermento de otras religiones y al desarrollo de qué sistema económico político contribuyó. La misma pregunta que Weber se hiciera para con el capitalismo y los protestantes, es lícita que nos la hagamos nosotros con nuestro devenir social ¿Es que acaso debemos buscar la razón de nuestra realidad social en nuestras fundaciones religiosas o en sistemas morales? Creo yo, que al menos éste ámbito debe ser uno de los factores que debemos estudiar.

Dice Weber que “El racionalismo económico no depende sólo de la técnica racional y del derecho racional, sino también de la capacidad y disposición de las personas para ciertos tipos de la conducción práctico-racional de la vida. Donde esta se vio obstruida por obstáculos de tipo anímico también el desarrollo de una conducción económicamente racional de la vida topó con serias resistencias interiore. Pues bien, uno de los elementos formativos más importantes de la conducción de la vidas fueron en el pasado las fuerzas mágicas y religiosas y las ideas éticas de deber enraizadas en la fe en esas fuerzas”[1]. El desarrollo del capitalismo se debió entre otros de esos factores anímicos a un apego a la legalidad por parte de los calvinistas, o mejor, una imposibilidad ética de cuestionar la ley del mundo terrenal, sobre la base de que lo que está dado debe ser aceptado. Ello, unido a un espíritu ascético contribuyó a una ética acumulativa que derivaría en una mentalidad y un derecho de racionalidad calculadora. El legalismo trunco y torpe del capitalismo en nuestro país ¿se debió una falta de disposición práctica adecuada en la ética de las personas? ¿a la falta de la técnica racional, o del derecho racional? En ese caso ¿ha tenido algo que ver una predisposición anímica contraria al derecho racional? Weber sostenía que los factores anímicos están entrelazados en la génesis del capitalismo. Con una conducción santa y ascética de la vida cotidiana, la acumulación se desarrollaría de un símbolo de aceptación divina a una meta social. Un derecho racional que habilite las bases para el capitalismo no podría surgir si no están dadas las bases “éticas” de la conducción cotidiana de la vida.

Si es cierto que la “disposición anímica”, la cultura moral, de una cierta población influye de forma determinante en su devenir político-económico, se hace necesario entonces investigar cuáles son las bases espirituales y éticas arraigadas en nuestra cultura, y tratar de vislumbrar qué consecuencias se han derivado de ellas evitando caer en tentaciones prejuiciosas o simplistas. Para entender entonces qué mentalidad, que ética práctica nos rige, no sólo debemos conocer el espíritu de las religiones que se impusieron en nuestras tierras, sino también cómo, quién, porqué y qué resultado tuvieron, qué dificultades las limitaron, qué realidades determinaron la ideología que de allí surgió. Para entender nuestra vida política capilar hace falta entender cómo fue construido el sujeto “argentino”. Desde qué instituciones disciplinarias, con qué discursos científico-ético-políticos. Qué dispositivos de construcción entraron en conflicto y cómo funcionaron.

Debo aclarar que dejaré de lado un tratamiento pormenorizado de las religiones sincréticas propias del Noroeste que aúnan elementos del cristianismo católico y elementos de las religiones indígenas, ello porque, estas requerirían de un análisis particular y distintivo de resto del país. También he de dejar de lado las personalidades propias del “porteño” o de la clase urbana comerciante que se gestó en el contrabando, no porque estas no deban ser tomadas en cuentas, sino, porque al contrario, han sido exhaustivamente analizadas. Curiosamente, la mente del hombre rural que puebla el medio rural y que migra hacia las grandes ciudades, que define un perfil característico en el interior y en las villas de la metrópoli, no lo ha sido tanto. Por el contrario, encuentro un gran vacío analítico, que aquí espero ayudar a completar. A los efectos de acotar nuestro trabajo, debemos centrarnos en las vicisitudes y propuestas éticas que surgen de la religión dominante o que resultan en un patrón general de conducta de lo que podríamos llamar el argentino medio de clase popular.

A este respecto es relevante señalar a priori algunas diferencias con el proceso que Weber trata. La trascendencia de los protestantes en el moderno Estados Unidos, o en la Europa reformada es un factor que no puede ser pasado por alto en el paso hacia la modernidad. Pero la reforma fue un cambio de dirección sobre la religión pre-existente en Europa, y sobre creyentes cristianos ya existentes que generarían a los colonos en Estados Unidos. En Estados Unidos los colonos fundaron su propio sistema político-ético a base del exterminio étnico y cultural del indígena haciendo tabula rasa con la cultura preexistenete en aquel territorio. De esta forma logró mantener sus raíces étnicas y culturales puras. El español y el portugués tal vez más acostumbrado a la diversidad de razas, y seguramente más liberal en sus costumbres sexuales que los puritanos, establecieron con el indio una relación de exterminio, pero también de reducción, de integración, de absorción cultural, de sometimiento gradual. Nuestra historia nos impone una complejidad mayor que surge de la conflictiva integración jerárquica de distintas culturas. Los grados de ciudadanía del indígena fueron mixtos, híbridos, mestizos, abarcando desde la exclusión y el exterminio hasta la integración forzada: mendigos, siervos, esclavos, comerciantes, caciques aliados, conversos. En nuestro caso se intentó la formidable y ambiciosa tarea de convertir a culturas que nada compartían con los europeos en cristianos europeizados.

Entiéndase que para llegar a entrar en el terreno que desconozco debo atenerme a una bastante grosera generalización. Metodología que puede pecar de inexacta, pero que es necesaria para crear “tipos ideales” -en la terminología de Weber- que nos permitan trabajar con herramientas teóricas para desentrañar apenas algunos cursos del devenir de la vida real.

En definitiva, la genealogía que me interesa trazar es la de un pensamiento antilegalista generalizado, una resistencia a las instituciones que se mantiene extendida socialmente. Un amor a la trasgresión legal y una reivindicación del trasgresor. Pretendo entender una vida cotidiana donde la ilegalidad no solo es algo permanente (lo que no resultaría de ninguna forma curioso o excepcional), sino donde incluso es defendida éticamente, rescatada, y hasta a veces pregonada como un valor a seguir. Creo que entender una cultura así nos ayudará a entender numerosos otros fenómenos actuales que hoy son foco de interés y estudio sociológico ¿De dónde nuestra tendencia a requerir un gobierno autoritario y paternalista? ¿Como se relaciona esto con la corrupción (entendida como la contradicción entre la norma de un sujeto y el comportamiento que exhibe) como vía privilegiada de socialización? ¿Y con la llamativa tolerancia a la corrupción política?

Para ello propongo estudiar algunos sistemas éticos-religiosos a través de los principales procesos históricos que determinaron la creación de una moral social determinada en el hombre rural, y de qué manera estos principios morales se combinaron para conformar una idiosincracia nacional, un tipo inicial del ser argentino (si es que lo hay) que se afincaría en el imaginario de la tradición, que luego se combinaría con el porteño, con el inmigrante, con el burgués. Comenzar a develar, al menos, una de las corrientes que nos llevarán a conocer qué valores éticos son la base de nuestro devenir político, y porqué.

La Misión.

Desde el comienzo de la colonización, el poder se ejerció a través de dos estrategias conjuntas pero diferenciables: (1) la productiva: el aniquilamiento o esclavización de los indígenas y la toma y explotación de las tierras y los recursos naturales; y (2) la moralizadora: el plan constructor e inyector de una identidad funcional al plan de explotación, principalmente a través de una función sistemática y paciente de conversión del indio a cargo de las órdenes misioneras.

El poder pastoral de los misioneros se ejerció de forma planificada en forma de proyecto psicológico-espiritual gigantesco y masivo. Las órdenes misioneras financiaban grandes campañas previamente planificadas. En ellas el cura ejerció un control individualizado, basado en el afecto, la confianza y un status sagrado que debió construirse. Un control basado en la instrucción, en la corrección moral de pensamiento y comportamiento; y en la vigilancia mediante la práctica de la confesión.[2] Pero a diferencia del poder pastoral en Europa, el misionero como fundador de pueblos en Indoamérica también implicó un control disciplinario y biopolítico, una manera de ordenar la vida cotidiana y las fuerzas sociales.

Los misioneros ingresarían en primer momento desde Asunción principalmente a territorio guaraní y comenzarían siglos de una tarea lenta y paciente de transformar la mente indígena en una mente de “buen cristiano”. Comenzaron en primer momento los franciscanos y dominicos, pero éstos no lograrían en un primer momento una conversión ni una difusión masiva de su fe aquí en el sur del continente. Esto estaría reservado a los jesuitas, que comenzaron a llegar a finales del siglo XVI. La primera misión jesuita llegó a Asunción en 1578 y para 1593 ya eran la orden más importante. Establecieron un verdadero imperio, en lo que hoy abarca el Centro y Norte de Argentina, Paraguay y sur de Brasil que duraría hasta fines del siglo XVIII. He de dedicarme, entonces, en primer momento a los jesuitas, por ser ellos la fuerza que fundó la conquista espiritual en nuestro país, y que más lejos llegó en sus consecuencias, al punto de influenciar en sus métodos y nociones directamente sobre las otras órdenes (dominicos y franciscanos), que sin embargo misionaban desde hacía algunos años antes.

Mientras las misiones jesuíticas en el norte del país creaban su imperio, los asentamientos de colonos en el resto del país eran minúsculos, y no se dedicaron a la conquista moral. Cuando había un fraile entre los colonos, este era apenas el capellán del ejército o de la comunidad, pero no actuaba autónomamente. Los colonos fundaban fuertes, luego ciudades y establecían relaciones bélicas y de intercambio con los indígenas, pero no había gran comunicación ni se producían una transculturización significativa hasta que llegaban las órdenes misioneras.

Para entender el rol de los jesuitas en la historia es necesario recordar que fueron una orden con fines políticos estratégicos explícitos desde su concepción. Creada en pleno movimiento contrarreformista para enfrentar a los cismáticos y disidentes, se encargaban de cultivarse profundamente en teología y en mantener su fe con ejercicios espirituales de introspección que el mismo San Ignacio de Loyola diseñó. Quien quisiera formar parte de la orden recibía aproximadamente quince años de educación universitaria en teología y debía demostrar su espíritu a la vez asceta y místico. Su prestigio creció tan enormemente que en pocos años fueron los campeones de la iglesia romana en frenar el avance del protestantismo. Con su debate teórico teológico racionalista-lógico y demostrando una ética estricta y metódica (en contraste con el Vaticano) lograron frenar al protestantismo en España, Francia y el sur de Alemania. Desde el primer momento el principal objetivo de los jesuitas fue defender la Iglesia Católica Romana y la legitimidad del pontífice; y es justo decir que, literalmente, fueron más papistas que el papa. Muchas veces este exceso de celo les trajo problemas dentro y fuera de la misma Iglesia.

Los Jesuitas predicaban principalmente una doctrina de constricción a los sacramentos, pero también una aplicación metódica al trabajo. El jesuita del litoral solía internarse pacíficamente en territorio indígena hasta encontrar a un grupo de ellos, y luego trataba de unírseles. Con el tiempo trataba de convencer a los hombres que se acercasen a escucharlo y trataba de evangelizar. Los convencía al sedentarismo y construían una casa donde vivir. Solían enseñar a dividir las chozas comunitarias con paredes internas, formando cuartos separados, y un espacio común en el centro, y de esta manera auspiciaban la formación de familias nucleares y monogámicas al estilo europeo, evitando la promiscuidad. Enseñaba a trabajar la tierra y a distribuirla equitativamente entre todos, pero de manera privada, introduciendo el concepto de propiedad privada entre ellos (lección que aparentemente era fácilmente aceptada y que no se desarraigaría aún en las comunidades disueltas). Sus mensajes catequistas se dirigían en primer momento contra la hechicería, la poligamia y la promiscuidad, alterando lo más mínimamente sus otras costumbres que no riñeran con los principios básicos cristianos. Trataba de erradicar la ética guerrera si la tribu era belicosa. A medida que sus costumbres se iban transformando, los indígenas recibían el bautismo y la celebración de los sacramentos. Instruía en la lectura y escritura, enseñaba otras artes y se encargaba él mismo de comerciar lo que producían. Con ello se mantenían todos, la casa se convertía en escuela, y en templo, y se continuaba con la expansión del pueblo hasta convertirse en una ciudad que combinaba una trazado europeo y características estéticas locales.

En la misión jesuítica el trabajo de la tierra era una cuestión estratégica de conversión con una importancia primordial. A través del trabajo de la tierra se lograba sedentarizar y pacificar al salvaje. El mismo trabajo constituía además fuente de mantenimiento del mismo trabajador. El ser buen trabajador hacía al camino para ser un buen cristiano. Y en ese sentido, el trabajar también tenía un sentido divino. Dios prefería gente tranquila, bien trabajadora y educada.

Por otro lado, debe rescatarse que la diversidad de oficios era mayor que la que enseñaban otros misioneros, tal vez debido a que los jesuitas solían ser más intelectuales y preparados. Enseñaban arte, latín, construían instrumentos musicales, enseñaban juegos en los ratos de ocio. Con ello la comunidad crecía y se sedentarizaba rápidamente, bajo el poder pastoral del sacerdote. El nombre que se le daba a los asentamientos una vez puestos en marcha no debe dejar de llamarlos la atención: “reducciones”: Los indios eran “reducidos” en su naturaleza salvaje a un trabajo metódico. El ascetismo, propio de los misioneros mendicantes no era, sin embargo, un valor que debiera ser implantado. Los indios vivían con poco y nada, lo suficiente para comer y no recibieron de los jesuitas la ambición de lucro. Sin embargo, si incorporaron rápidamente la noción de propiedad privada.

Aquí vemos dos elementos que pueden haber fermentado en valores por demás interesantes para ser comparados con aquellos que menciona Weber: El ascetismo y el trabajo metódico, casi como un llamado divino. Esto trajo una fuerte acumulación de capital que fue la que impulsó la expansión del “imperio jesuítico”[3], tal como impulsó la expansión de los pioneros norteamericanos. Podemos afirmar, asimismo, que el uso del dinero en la reducción jesuítica era de gran racionalidad instrumental, pues gran parte de él se reutilizaba, se calculaba, y se reinvertía en las misiones.

En tanto para los protestantes el trabajo debe hacerse sin importar la condición social o la necesidad de él, por ser un mandato divino, para los misioneros, basados en Santo Tomás, el trabajo es bueno y debe hacerse porque permite al hombre vivir en comunidad, es decir que no tiene en sí misma una cualidad sagrada, aunque sí es necesario. Esto plantearía una diferencia fundamental, en tanto el asceta trabajador protestante seguiría haciéndolo aún teniendo dinero o comodidades, mientras el católico no. Principio muy cierto en los colonos españoles. Sin embargo siendo que el trabajo era el principal medio de reducción de los indígenas, en sus enseñanzas los jesuitas solían otorgarle un valor cuasi sagrado como vía de cristianización, no sólo como necesario para la vida en sociedad, sino indispensable para poder proceder luego a la evangelización. Por lo que no es difícil adivinar que con el paso del tiempo, de haberse asentado y difundido estas enseñanzas, para los indígenas cristianizados el trabajo adquiriera un valor simbólico sagrado casi sacramental.

Pero aquí ha de distinguirse dos características que impedirían que tal cosa como una ética capitalismo primitivo aflorara en el imperio jesuítico. Muchos autores sostienen que se vivía en aquellas reducciones un verdadero comunismo. De hecho los jesuitas conocían los anteriores intentos de Franciscanos y Dominicos (como Fray Bartolomé de Las Casas) de crear una comunidad al estilo de la utopía de Tomás Moro, y se basaban mucho en las ideas de estas órdenes con quienes compartían estrategias e información. Tildar a la reducción como una especie de comunismo sólo sería correcto si tomásemos el asentamiento-templo-escuela-hogar del misionero como un bien de la comunidad, pero la verdad es que siempre estuvo en poder del o los monjes. La comunidad siempre estuvo bajo el mando, o al menos la dirección paternalista, de un religioso, y no era una comunidad horizontal plena. Es por esto que allí no pudo surgir ni el comunismo puro, ni una ética fecunda para luego fermentar en capitalismo. El capital acumulado, era manejado, entonces por el misionero quien, por lo general lo reinvertía, pero no era directamente manejado por cada particular. No era cada familia o cada particular quien manejaba el excedente de dinero fruto de un trabajo duro y de una vida ascética, sino la autoridad constituida, para el caso, la iglesia.

No había en ese entonces, por supuesto, en la reducción, un colegio religioso donde la tradición se pudiera perpetuar y pasar paulatinamente a manos de los indios (sólo en las grandes ciudades los había). Por lo tanto se perpetuó el tipo de dominio tradicionalista que impidió la formación de una burocracia “racional”, lo que ató la vida de las comunidades a la de la Compañía (y esto sería fatal). Si el pueblo se consolidaba, terminaba por ser regido por una autoridad civil, y esta no era la de un local sino la de un funcionario colocado por España. Cuando las reducciones jesuíticas fueron disueltas las comunidades volvieron a su estado anterior, sin haberse trasmitido las ideas de dirección, los métodos de comercio, ni la autoridad tradicional a manos de indígenas. Las reducciones perdieron su elemento de cohesión, salvo aquellas que ya se habían convertido en pueblos bajo la autoridad real. Los indígenas reducidos por lo general, fueron sometidos al poder de algún colono, ya sea por la pura fuerza o con alguna legitimidad formal.

Por último, los protestantes (y particularmente los calvinistas), absolutamente ajenos a comprender la justicia divina, eran desinteresados en la mundana. Sin embargo su conducta debía ser virtuosa. En lo terrenal, entonces, los calvinistas eran absolutamente legalistas: no cuestionaban la ley, era una de las cosas que Dios imponía y había que aceptarla. La ley divina era incuestionable e incognoscible, por lo que mal se sabría como se manifiestan los designios de Dios en la tierra. Para los jesuitas que portaban los principios éticos de Santo Tomás de Aquino, pero a la vez eran estrictamente papistas, la legalidad siempre fue un concepto dividido en tres dimensiones que tienen que ver no solo con su formación filosófica sino con su dependencia institucional: la legalidad formal del orden político, civil o real; la legalidad de los mandatos internos de la iglesia; y la legitimidad, que se remitía al orden divino. La primera y la última estaban atadas, aunque de manera forzada. Para los jesuitas, la legitimidad divina, si bien podía conocerse a través del razonamiento racional, tenía su juez inapelable en el Papa. Es decir que no podían permitirse sostener una idea de legitimidad divina de un orden que no coincidiera con la opinión papal. Para los jesuitas la palabra papal era infalible, aunque la doctrina oficial de la Iglesia no había sostenido aún su propia infalibilidad.

Pero, en cuanto a la legalidad del orden político, seguían al pie de la letra las enseñanzas de Santo Tomás de Aquino quien ataba la divinidad y la justicia. La ley debe ser justa, o si no es tiranía. La ley no justa no es ley, es una ilegalidad. La justicia es una cualidad divina que la ley debe respetar. Las ideas iusnaturalistas de Santo Tomás no sólo inspiraban a todas las órdenes mendicantes misioneras de Indoamérica, tenían recepción en el mismo sistema judicial español: en cada sentencia los jueces debían remontarse a las aguas de lo moral y lo justo según Dios. Por lo tanto, la ley terrenal, de ser injusta, no debía obedecerse.[4] Esta división entre legalidad y legitimidad, que sostenían todas las órdenes misioneras, se impuso como principio ético y aún como principio legal, por paradójico que resulte.

Los jesuitas nacieron defendiendo al Vaticano, aún en la peor época de excesos que dio fuerza al protestantismo (Alejandro VI). Los jesuitas eran también extremadamente legalistas en cuanto a los mandatos canónicos se refiere. De haberse constituido un Imperio Jesuítico dentro de la Iglesia reconocido por ésta, sin duda encontraríamos presente en sus súbditos, el requisito de apego a la legalidad que Weber señala. Pero el proyecto, que iba tomando forma tal vez más allá de sus intenciones originales, era abiertamente un estorbo para los planes de las potencias coloniales. La permanente interferencia de los planes colonizadores, muchos más urgentes que los de conversión, tuvieron el efecto contrario. Si por ley se entendía la ley del colono sin duda la ley era ilegítima para Dios.

Era frecuente que los colonos tomaran por la fuerza tierras que meses antes habían sido otorgadas formalmente a los indios por el misionero. La mayoría de las veces el colono actuaba respaldado por una orden legítima desde la capitanía. El misionero no tenía una autoridad civil que lo habilitara para dar tierras en propiedad, al menos en grado oponible (de iure o de facto) a la del adelantado o del colono conquistador. A menudo los colonos tomaban la tierra y convertían a los indios que ya la venían trabajando en esclavos o en siervos arrendados. Muchos, ya amansados, constituidos en la comunidad, aceptaban la servidumbre al colono. Pero también muchas veces los jesuitas instaron a la desobediencia civil, y decretaron la libertad de los indios sometidos, imponiendo mejores condiciones de trabajo, si es que quisieran volver a ser trabajadores una vez libres. Lo hizo el padre Diego de Torres en el 1600 en el Paraguay. Y en Córdoba y en Santiago del Estero, y arreciaron las persecuciones contra la Orden por parte de los encomenderos y colonos. Luego lograron las Ordenanzas de Indias de 1614, y prácticamente se comenzó una guerra por la que se terminaron de establecer las encomiendas con el auspicio de las autoridades virreynales

Si la ley civil no siempre es justa y debe ser desobedecida en la tiranía, el jesuita les enseñaba que éste era el caso, y que por ello existía un derecho divino a rebelión. Luego de años de sacrificios el colono toma por la fuerza las tierras, las tierras que el mismo padre les había asignado, mata a los rebeldes, y esclaviza a quien era un trabajador libre dentro de la comunidad. Las quejas de los monjes eran desoídas o tranquilizadas desde la autoridad central donde las cúpulas civiles y eclesiásticas arreglaban entre sí sus negocios.

Los jesuitas tuvieron éxito en convertir al indígena en un cristiano, o al menos en un semi-cristiano. Muchos que escapaban a la conquista de la reducción por parte del colono o encomendero volvían a la naturaleza, a luchar contra ellos, aun siendo semi-católicos. Esto quiere decir, aún sin olvidar su nueva conformación ética: reclamando un derecho divino a vivir ordenadamente en libertad. No hubo en este indio reducido primero y rebelde luego la mentalidad del esclavo que desde que nace se percibe a sí mismo como esclavo. Este indio había sido formado como un sujeto libre, en el reconocimiento y cercanía afectiva de su pastor. Su esclavización se convertiría en un proyecto por demás arduo que terminaría por fracasar. En la realidad del indígena cristiano ya se comenzaba a reconocer en la ley real –que les robaba sus tierras, su historia de fieles, su libertad- la ley tiránica e injusta, contraria a Dios, que no debía obedecerse, de la que hablaba Santo Tomás.

Por último, cabe analizar un aspecto más del proyecto jesuítico. La ética católica, laxa (para los protestantes), particular, conflictivista, de arrepentimiento y absolución, en la que cada acto debe ser juzgado por sí mismo, y en la que se puede graduar la pecaminosidad del acto, no resulta en una ética tan estricta como la Calvinista, en la que el comportamiento debe ser sistemático, metódico y coherente. Pero como señala el mismo Weber[5] este mismo ideal de vida puritano fue el de San Ignacio y el de los jesuitas. Los jesuitas, tal como los calvinistas, se mantenían ascetas y metódicos, sin embargo, eran laxos y permisivos a la hora de perdonar desviaciones, traiciones y tentaciones de sus fieles. De esta manera su rígida moral no se difundió hacia fuera de sus iglesias, y permaneció como una cualidad necesaria para el jesuita pero no para su rebaño, impidiendo el proceso de “sacar a los santos del convento” del que habla Weber, aquel proceso que convirtió a la gente común en venerables, que fue lo decisivo para la generalización de la ética ascética puritana protestante. En el caso de los jesuitas, por su paternalismo, y por no haberse terminado de consolidar su sistema carismático de dominación en una burocracia tradicionalista, se mantuvo, en cambio, la “aristocracia de los monjes” por encima del mundo, y no se produjo la aristocracia religiosa de los santos en el mundo. Por ello, a pesar de ser exitosos, no tuvieron como resultado la consagración de una comunidad necesariamente ascética. Lo exigido para el jesuíta no era lo exigido para el indio converso: el converso bastaba con que trabajase, difícilmente se le podía exigir que deje de pecar cuando el mismo colono era el ejemplo de todos los pecados. Ya era buena la obra si el converso tomaba los sacramentos y pecaba menos (y se arrepentía si lo hacía); y si trabajaba. La moral jesuita, que contenía bastante de los elementos puritanos que dieron base al espíritu capitalista de los calvinistas, no se transmitió fuera de ellos mismos.

Los jesuitas misioneros no pretendían estar por encima y por afuera del mundo. Todo lo contrario, pretendían integrar al otro, en este caso, el indígena. Sin embargo el indígena nunca dejó de ser el otro; nunca el jesuita asumió las formas indígenas en un proceso mutuo de transculturización -más que como estrategia de captación-, sino que se llevó al indígena a asumir las formas católicas. Sólo el misionero era Jesuita, el líder; la comunidad era su rebaño: cristianos o cristianos en potencia. Aunque el jesuita era humilde y modesto nunca dejó de ser una aristocracia religiosa: nunca pasó a ser del otro, sino que atrajo al otro bajo su manto protector.

Queda flotando la pregunta ¿qué hubiera ocurrido si se hubiera consolidado realmente un “Imperio Jesuítico” como muchos temían? El temor a que esto ocurriera llevó, a Carlos III (quien encontraba en ellos una férrea oposición a sus planes) primero a expulsarlos de las colonias en 1767, y posteriormente a pedir la supresión de la orden. Así lo hizo el Papa Clemente XIV en 1773, que también empezaba a temer su poder y para el cual la misma ética jesuítica empezaba a resultar peligrosa. Luego hubo de recuperar la Orden Pío VI en 1814. Sin embargo ya su “imperio” no se levantaría nuevamente y sus misiones ahora serían compartidas con franciscanos, mercedarios y dominicos. Menguados en su fuerza y en su efectividad, como todas las órdenes, se dedicaron con más esfuerzo a negociar con las clases políticas -cosa que también lograron de manera magistral-.

Me interesa recordar, primordialmente, de esta primera parte, aquel principio tomista según el cual existe una ley natural, divina y justa que hay que obedecer. Y una ley humana, que de ser injusta se convierte en tiranía y es contraria a Dios. De ser así existe un derecho divino en el hombre a rebelarse contra la tiranía. La persistencia de estas ideas, repetidas por las otras órdenes, y por la ley misma, en los códigos morales de la vida cotidiana e incluso institucional del país será llamativa. Las enseñanzas de los jesuitas, la triste suerte de sus reducciones, la experiencia de sus alzamientos contra las pretensiones de ciertos colonos esclavistas, crearon una base sólida para aplicar el principio de la “ley natural” de Santo Tomás, que reinaba ya formalmente en la jurisprudencia española y colonial. También terminaría por reinar en el corazón indio y mestizo de sus descendientes.

Las Otras Órdenes.

Si bien la Compañía tuvo vital trascendencia en la historia de las tierras que hoy son de nuestro país, y aún en la misma Europa de la Reforma, antes, durante y después de ellos también trabajaban otras órdenes religiosas tanto en las reducciones indígenas como en los centros urbanos.

Su influencia y evolución tuvieron una marcada influencia en un proceso histórico de vaciamiento moral del catolicismo americano. En Europa el formalismo sacramental de la iglesia católica romana fue una de las causas que la llevaron a debilitarse y romperse en la Reforma. Si bien este proceso ya se encontraba en estado de madurez, en América las órdenes misioneras tuvieron un éxito considerable en darle a la religión nuevamente sustancia en las colonias, es decir en convertirla nuevamente en un código ético que rija el comportamiento de los fieles. Un proceso efectivo de construcción del sujeto basado en una metodología de corte pastoral. Esta eficacia ética sustantiva que duró los primeros siglos fue acabándose por distintas razones históricas a medida que otros procesos políticos influían en la metodología de los misioneros y curas de ciudad. Este giro hacia el formalismo sacramental también es importante para entender nuestra hipótesis.

En nuestro país la otras órdenes misioneras fueron los dominicos, los franciscanos y los mercedarios. Todos estos imputaban a los jesuitas laxitud a la hora de perdonar pecados convenientemente para posicionarse entre las altas clases, pero no tenían el prestigio del ascetismo metódico del jesuita. Expulsados los jesuitas a finales del siglo XVIII, su labor la retomaron principalmente los franciscanos hasta luego de 1810 (por sólo tres décadas), cuando los acontecimientos políticos llevarían a los misioneros, a los indios y a los colonos a retirarse y dedicarse a cuestiones más urgentes (las guerras de la independencia y consolidación de los países). Entretanto, los indios reducidos servirían como soldados en el ejército libertador, produciéndose una integración y mestizaje acelerado que daría una nueva raza criolla.

Había diferencias fundamentales en la manera en que los jesuitas reducían indígenas y los métodos con los que los hacían las otras órdenes. Los franciscanos, por ejemplo, a diferencia de los jesuitas, solían adaptarse a las culturas en las que misionaban imitando sus usos, sus ropas y su manera de vida para ganar confianza. De esta manera se mostraron menos estrictos con las formas culturales autóctonas de los indios o los negros, y facilitaron su absorción en la liturgia católica. Unido a ello, las múltiples dificultades políticas -como los permanentes conflictos con los colonos- presionaban para que su labor se librara de la teología de liberación que insuflaba el espíritu de los conversos. Su labor se fue convirtiendo paulatinamente en una reducción física, instrucción básica en las letras y una conversión formal al cristianismo, unida, en el mejor de los casos a la enseñanza de algún oficio. Es decir, se convirtió en una misión de ciudadanía.

Desde finales del siglo XVII y durante el XVIII la Iglesia en España comenzó a perder fuerza y las congregaciones unidad por debates políticos e ideológicos que las aguas del pensamiento moderno agitaban. La fe católica en los países Europeos recibía los embates de la ilustración, los jansenistas, y otros movimientos de fuerte penetración que minaban la fuerza que había adquirido la Iglesia con San Ignacio y los jesuitas, Santa Teresa y San Juan de la Cruz (todos ellos frutos y adalides de la contrarreforma). No habían los mismos recursos para financiar las misiones y la obra evangelizadora decayó. La inquisición perdía fuerza a manos de sus propias crueldades y excesos, y la mano férrea de la religión se distendía en América (donde de todas maneras la Inquisición nunca se mostró tan ocupada como en España). Las órdenes se encontraban permanentemente en cisma, en peleas político-teológicas.

Esta laxitud se caracterizó también por una vulgarización de la religión en los nuevos poblados y ciudades. Se simplificaron y multiplicaron las representaciones y las intervenciones de los monjes en la vida cotidiana. Comenzaron a aparecer por doquier santos patronos locales: San Martín que liberaba a Buenos Aires de la sequía; la Virgen de Luján liberaba cautivos y evitaba las epidemias; San Bonifacio y San Sabino defendían a la ciudad de hormigas y ratones[6]. Los misioneros comenzaron a aceptar representaciones étnicas de los santos propias de religiones sincréticas o alteraciones del cristianismo, adaptaciones de sus propios santos a vestimentas y nombres cristianizados locales[7] o de los negros africanos[8] que eran traídos como esclavos[9].

El fetichismo comenzó a formar parte indispensable del culto religioso, perdiendo la religión muchas de sus características tradicionales permitiendo una distensión de las doctrinas originales. “¿Cuáles fueron las características de la religiosidad hispano colonial del siglo XVIII? –se pregunta el escritor católico Julio Noé[10]- Ante todo la escasa comprensión de la doctrina cristiana, que había sido desnaturalizada por cultos más mezquinos e interesados, y luego, las apariencias de una fe intensa por el celo y el ceremonial en la práctica de las festividades religiosas”. Como veremos, Noé tiene razón en cuanto a que la terrenalización de la religión coincidió con un mayor cumplimiento de la formalidad ritual.

Las nuevas formas menores en que se manifestaba la religiosidad católica permitió que el culto se generalizara entre las culturas indígenas, mestizas y negras, y a la vez que las órdenes en particular perdieran fuerza de control individual sobre el comportamiento de los conversos, pero también de los blancos residentes en las colonias. Particularmente sobre los habitantes de las ciudades.

Es justo decir que este giro hacia el formalismo sacramental, no era nuevo. Por el contrario era una tendencia que se venía gestando desde hacía siglos desde el Vaticano. Ya desde entonces, desde las corrientes antimodernistas de la iglesia, se gestaban las bases para una religiosidad puramente formal. La Inquisición fue una de las instituciones en la América colonial que luchó por instaurar un formalismo sacramental. En 1567, por ejemplo, acusó a Francisco de Aguirre (de destacada labor en la conquista), acusándolo, justamente, de no respetar las formas y ser demasiado sustancialista en su entendimiento de la religión (tal vez, un adelantado de la modernidad, o un ilustrado renacentista). Los cargos eran “Que con solo la fe se pensaba salvar, que no se había de tener pena por no oír misa, pues le bastaba la constricción y encomendarse a Dios con el corazón…”[11]. Al margen de la mentalidad premodernista de Aguirre que no cabía en el proyecto político de la Iglesia de Adriano VI, lo que resulta curioso es la acusación de sustancialismo por parte de la Inquisición: luchaba no por mantener sus valores cristianos, sino por el valor simbólico de los formalidades sacramentales.

En el siglo XVII los jesuitas denunciaban el formalismo que comenzaban a ver que se extendía entre las culturas mixtas. Refieriéndose a los indios que cruzaba en su camino de Buenos Aires a Mendoza (1698) el padre jesuita Fanelli[12] decía no sin cierta aversión ”…procuran con súplicas y eficaces plegarias a todo los que pasen por sus ranchos que les bauticen a sus hijos. De modo que quieren ser bautizados pero no vivir como cristianos..”.

El ser cristiano, cumpliendo con los trámites para ser considerado tal, les daba a los indios una protociudadanía, o al menos una protohombría, seguramente importante para no estar absolutamente a merced de cualquier blanco europeo o criollo con pretensiones de encomendero o colono, y le servía para contar con la protección -a veces apenas formal, pero a veces fuerte- de los sacerdotes (particularmente si eran misioneros). A la vez implicaba comenzar a ser vistos como integrantes (aunque jerárquicamente inferiores) de la nueva sociedad que se estaba creando entre los centros urbanos y los fortines de frontera. Lo importante era ser considerado cristiano, y esto dependía de los sacramentos y no de un modo de vida. Pues entre los mismos cristianos -españoles, criollos, italianos, portugueses; guerreros, comerciantes, contrabandistas, sastres- la manera en que esa cristiandad se manifestaba era de lo más heterogénea, y por tanto heterodoxa y lábil su moral.

Los jesuitas, y los franciscanos misioneros, los primeros siglos de la colonización difundían una forma de vida cristiana, y no solo una formalidad sacramental. Pero en el siglo XVII / XVIII, comienzan a gravitar los intereses de una naciente sociedad urbana comercial: comienza a nacer la burguesía. Las ciudades crecen de la mano del comercio de los puertos. En su mayor parte el territorio que se consideraba útil para esto ya había sido ocupado[13]. Ahora faltaba asegurar las riquezas. Por ello en el siglo XVIII comienza a resultar más decisivo el rol coordinador del sacerdote de ciudad que el del misionero que se adentra en la jungla. De allí también que la religión se vuelve más vulgar y terrenal, pues su geografía se vuelve más urbana

La función del sacerdote misionero o del de ciudad era radicalmente distinta. Intervenir en la vida política de la ciudad española, y hacer de los salvajes cristianos son dos tareas muy diferenciables en cuanto a su función de formadores de ética. Perdió importancia el impulso misionero en el sentido que lo entendían los primeros jesuitas. Ahora lo importante de la misión era reducir y crear nuevos poblados, ya no tanto hacer nuevos cristianos. Lo importante era que los conversos pudieran ser incorporados en la cadena productiva -como siempre lo pretendió el imperio español- y no tanto como pretendía el gran plan misionero en un primer momento, hacer de ellos cristianos fieles. Esto fue particularmente cierto luego de la expulsión de los jesuitas.

La solución formalista a los problemas políticos de la iglesia sería una práctica que se extendería desde el siglo XVII hasta, al menos, finales del siglo XIX, incluso en las misiones. En las misiones del siglo XIX, las más de las veces, los misioneros ya no venían de España, sino, por el origen de su orden, de Italia o Francia. No hablaban completamente bien el castellano, si quiera, lo que les dificultó aprender las leguas indígenas o comunicarse con los que de ellos hablaran el idioma de los criollos. Ello también consolidó el proceso por el cual la educación religiosa se transformó en formalista y de escaso poder trasformador de subjetividades, al menos en términos relativos con las pretensiones originarias de los primeros misioneros. Resulta ilustrativa, por ejemplo, la Memoria del padre Bentivoglio al Coronel Racedo sobre su desempeño como Capellán, que se encuentra en La Conquista del desierto..[14]:

“Otra cosa que yo, a fuer de misionero, deseaba mucho, era catequizar a los indios prisioneros y enseñarles las verdades de la fe y los principios de la moral cristiana. En efecto apenas hubo reunido aquí (Pitre Lauquén, Lebucó) cierto número de niños infieles y precisamente el 11 de junio de 1879 principié a catequizarlos; pero desgraciadamente yo ignoraba por completo su idioma y ellos ni entendían nada, lo cual impidió que lo hiciera con algún éxito, antes convencido por mi propia experiencia de la mucha rudeza natural en lo tocante a cosas especulativas y la extraordinaria desaplicación de esos pobrecitos…en consecuencia … me propuse limitarme a hacerles comprender a los adultos o mayores de siete años, que había necesidad de bautizar, y las verdades principales de nuestra fe, valiéndome al efecto de algún lenguaraz, como dicen ellos, o intérprete, que no teniendo él mismo sino una escasa comprensión de lo que le tocaba interpretar, necesariamente llenaba su cometido de una manera harto defectuosa”.

Como otro ejemplo, los misioneros lazaristas en Azul (desde 1875) comenzaron a utilizar el método mnemónico de catequesis, haciendo repetir la doctrina cristiana de memoria a los indígenas, para lo que debieron aprender el idioma mapuche.

Así comenzó la religión en nuestra cultura a ser una característica casi formal de los hombres, que se adquiría fácilmente mediante los sacramentos y la confesión de pecados, que permitía los excesos y la laxitud moral que los primeros hubieran tratado de corregir. Una religión formal, y sin embargo con una llegada popular total. Era importante ser católico para ser, pero qué significaba eso a nivel de una conducción ética de la vida –o incluso en cuanto a qué santos se veneraba-, ya nadie podía decirlo, o a nadie interesaba. Aunque la religión operó como vía de integración y absorción social para los indígenas, ya no fue un mecanismo eficiente de disciplinamiento para el trabajo. La intervención del cura no era un mecanismo suficiente para crear una subjetividad indígena o mestiza radicalmente nueva como podría haber sido la del religioso, abnegado y metódico trabajador guaraní, pero sí para integrar al indígena a la cadena de producción y comercio. La influencia del cura se mixturó con otros procesos históricos y tuvo como resultado el formalismo católico, carente o débil en dictámenes éticos subjetivos que rigieran la conducta, al mismo tiempo que adquirió un alto valor simbólico el hecho de ser cristiano conforme lo requerían los trámites sacramentales, un valor necesario para la intervención en la vida social y en el circuito productivo. También, como veremos más adelante, adquirió el cura un rol político decisivo como árbitro de la vida cotidiana.

El Derecho Según Conquistadores y Colonos

Paralelamente a este proceso de misiones se vivía otro proceso político que produciría también sus efectos culturales. El principal objetivo de los recién llegados de Europa y aun para sus hijos era la riqueza rápida pero principalmente la nobilización de su nombre mediante la posesión de tierras[15]. Es curiosa la permanencia de este principio, pues se ha estabilizado de tal forma que la tenencia de tierras como valor ha permanecido hasta principios de siglo XX. Toda familia rica, para ser considerada de alcurnia, ha de pasar a la categoría de estanciero y terrateniente, por vil que sea su origen, ello le garantiza historia y nobleza. En la historia del continente esta constante se repite, y el abolengo se consigue, más que con fortuna, con la tierra.

Podemos intentar rastrear los orígenes de éste fenómeno. El descubrimiento de América permitió a los reyes españoles fomentar una nobleza terrateniente (al estilo feudal) sin perder su recién adquirida autoridad central en los territorios de la península. Con la súbita expansión de fronteras en las colonias, los valores feudales medievales ligados a la tierra y a la fuerza, lejos de disiparse y concentrarse en un poder central, se revitalizaron. Ésta fue la estrategia para poder dominar América: Los Adelantados (cualquiera su nacionalidad) que tomen parte de la tierra en nombre de la Corona Española serán dueños de ella. Otros, además, serán Virreyes o Capitanes. La sed de lucro universal en la historia, para el colono se transformó en sed de poseer tierras. No tanto por la ganancia, sino por el status que confería ser propietario de la tierra: el que tenía la tierra era un Señor, y como tal, compartía el status de los nobles (o casi). A la dificultad de dominar sobre tan vasto territorio responde a la lógica estratégica de que cualquiera que tome posesión y control de algunas tierras y reconozca la autoridad española, ha de ser recompensado con la propiedad de esas tierras e instado a que las defienda.

Este proceso, que permitió la resistencia de la monarquía española hacia la modernización del estado, significó la continuación de la lógica de la política territorial feudal en la que el que la toma de facto de un territorio establecía el dominio de iure sobre él: El señor es quien domina el feudo; quien domina el feudo es Señor. Con la única diferencia que debían reconocer formalmente la autoridad suprema española -no siempre efectiva-. Se establece mediante esta forma de legitimidad política un principio ético político fundamental que se transmitirá históricamente desde los adelantados y colonos, a los terratenientes criollos y a los caudillos regionales: El ejercicio de la fuerza como fuente de derechos legítimos. Este principio y la exaltación del hombre fuerte como gobernante legítimo -casi como un señor feudal- existe de forma predominante en todo el medio rural y agrícola dependiente del nuevo mundo aún hoy.[16]

Quien domina es el que tiene derechos. Y tiene derechos porque tiene el poder de dominar. De su hacer (poder fáctico) nace su derecho (poder formal). Esto es justamente la inversión absoluta del principio político que la Ilustración proclamaría, irrumpiendo en nuestras tierras más tarde (el derecho racional y justo como única fuente legítima de la fuerza). Mientras la Europa burguesa o pre-burguesa avanzaba hacia un sistema político formal, racional-instrumental, legal, la estrategia de colonización española dependía de la continuación de los viejos esquemas feudales del poder de facto –donde la racionalidad lógica y los valores burgueses no sólo no ayudaban, sino que eran absolutamente inconvenientes-.

Curiosamente, en un primer momento, los valores iusnaturalistas e igualitarios de los misioneros serían los que entrarían en conflicto con la lógica política de la conquista en un primer momento. Los colonos solían traer a un fraile con ellos, pero su función era más bien dirigida al interior de la comunidad cristiana-española, no a los indígenas, porque el objetivo del colono no era evangelizar sino tomar posesión directa de la tierra. Los métodos de convencimiento de los misioneros no eran compatibles con las pretensiones de los conquistadores. Los choques entre los colonos, los aventureros, los terratenientes y los misioneros fueron frecuentes, y tenían por objeto la libertad de los indios y la posesión de la tierra que estos trabajaban (a menudo expropiada de facto por el colono). ¿Porqué se toleró esta intromisión de los revoltosos misioneros durante tanto tiempo? La razón es que el Vaticano era la única garantía de iure con la que España podría contar para defender sus derechos sobre América contra el resto del mundo cristiano, pues en los hechos, una tierra tan grande y tan lejana podría ser colonizada por cualquier potencia oportunista. Fue gracias a este pacto de evangelización que el Papa daría sus bulas en las que establecía el derecho de España sobre América (que acataría el mundo católico) y que España proveería (o consentiría) a formar de sus indios cristianos. Se trató pues de una alianza política estratégica, que por conflictiva que fuera en su aplicación local, era indispensable mantener tanto para el Vaticano como para España.

En síntesis, la racionalidad de lo legítimo políticamente no evoluciona de la manera en que comenzará a hacerlo en el resto de Europa (y en España misma, pero no en sus colonias todavía). La racionalidad política medieval se reproduce y se mantiene viva en el sistema de conquista y de mantenimiento de las colonias, a la vez, es gracias a ella que se mantiene viva y controlada la conquista.

Lo mismo ocurrió con la esclavitud y el vasallaje. Desde el primer momento se ató a los indios reducidos al vasallaje. En algunos casos se los sometió a la esclavitud, pero esta probaría no ser tan rentable, y gracias a las quejas de los misioneros estos serían simplemente reducidos a servidumbre; pasando los esclavos a ser negros traídos de Africa, que resultaban más fuertes y sobre todo, menos revoltosos. La legitimidad de la servidumbre, otro clásico valor feudal necesario para el sistema de producción, se reprodujo en estas tierras.

La cuestión de los colonos persistirá desde el siglo XVI hasta el siglo XIX, comenzando a fundar las dinastías de terratenientes, y durante éste siglo, como veremos, la legitimidad de la fuerza como emergencia fundacional legítima de un derecho se revitalizará aún más con la guerra de frontera contra los indios que en el mediterráneo y en el sur permanecían libres.

Los colonos una vez establecidos como terratenientes, para dar lustre a su apellido, sí necesitaban, sin embargo adoptar una congregación eclesiástica, y la más de las veces tener un miembro de la familia en ella, pues en ella estaban las Universidades, los hombres cultos, y por la particular relación de la iglesia en la cultura española. Así las calidades de terrateniente (Señor) y la adhesión formal a la iglesia permanecerían indivisiblemente unidas.

Todo esto impidió en el medio rural el establecimiento de un tipo de dominio burocrático en favor de un dominio carismático-tradicionalista, basado en el reconocimiento de la legitimidad del poder de facto. A la vez impidió o atrasó la llegada de las ideas burguesas ilustradas a las clases rurales.

La Misión de Frontera.

Durante los siglos XVIII y XIX lo que ahora se llama el país era un conglomerado de pueblos y regiones variables, de límites mas o menos difusos, conectados por caminos más o menos dominados. Más allá de todo eso, el desierto y el indio salvaje. La ideas ilustradas no llegaban, o llegaban muertas, a la frontera belicosa y difícil. Allí se imponía una vida peligrosa, donde era necesaria la dureza, y donde la Iglesia jugaría un rol fundamental. Y de allí germinaron lo que constituirían las clases bajas naturales de nuestro país.

Me interesa reflexionar, entonces, cómo se fue gestando la intersección y la unión de la moral religiosa popular (aquella de las creencias populares) y la de los colonos/ terratenientes (de tipo feudal). Creo que esta intersección y generalización de la moral católica-formalista en lo sacramental, conservadora en lo político e ilegalista en la conducción de la vida cotidiana se terminó de consolidar y delinear en los años de independencia y consolidación del estado, es decir durante el Siglo XIX.

La relación social que se produjo en el desierto -que en rigor de verdad abarcaba todo lo que había al sur de Buenos Aires, y alrededor de Córdoba, San Luis, en el Chaco, y entremedio- fue fruto de siglos de luchas: fortines, asentamientos, reducciones, estancias, malones, cautivos. Desde los primeros adelantados, pasando por la fundación de Buenos Aires, hasta la Campaña del Desierto de Roca a fines del S. XIX, la relación bélica con el indio era permanente y casi estable. Por otro lado la más de las veces los integrantes de cada bando se confundían. Desde las primeras ciudades, muchos indios eran traídos de otras partes como siervos o simplemente como mano de obra mal pagada. Otros se acercaban a la ciudad, o mendigaban. Muchos, conversos, volvían a su estado anterior a rebelarse. El indio era despreciado, pero de ninguna forma era un objeto extraño para el colono, ni siquiera para el comerciante de ciudad. En realidad el indio una vez en contacto con colonos permaneció casi siempre como una identidad híbrida, semi-socializado, un mestizo de espíritu: parte cristiano y parte pagano; un poco mapuche y un poco hispanoparlante; un poco siervo y un poco esclavo, parte rebelde y parte negociante. En 1810 varios indios fueron integrados al ejército -así como varios negros-. Los gauchos, errantes productos del mestizaje, eran cazados para pelear en los fortines, pero bien podía ocurrir que alguno se refugiara en las tolderías. De los indios salvajes que peleaban, muchos eran ya cristianos, y otros estaban por serlo. Si bien el indio no dejaba de ser un otro, era una entidad particularmente cercana y familiar, aún estando tras la trinchera.

Los misioneros Franciscanos se reorganizaron en 1854 y desembarcó el grupo Propaganda Fide, que desde las Ciudades de Córdoba, Santa Fe, San Luis, Salta y San Carlos fundaron universidades y enviaron misiones ya en plena época de guerra civilizadora abierta contra el indio. En la segunda parte del siglo XIX, en menos de cinco décadas, paulatinamente se redujeron, convirtieron, insertaron la totalidad de los indios sobrevivientes a las campañas de ocupación y exterminio. Los nuevos misioneros, que en la mayoría de los casos actuaban sobre los indios vencidos y prisioneros planificaron primero civilizar, y luego evangelizar (fruto de la influencia de las ideas modernas), sobre la base de que un hombre no civilizado no puede ser cristiano. Lo primero implicaba disciplinarlos, erradicar sus costumbres nómades, la caza y la recolección, y sujetarlos a la tierra. “excitar su indolencia, aficionarlos al trabajo, iniciarlos en la industria y artes mecánicas, suavizar su rudeza, disipar su ignorancia, enseñarles la doctrina y moral evangélica; en pocas palabras volverlos hombres laboriosos, ciudadanos útiles y buenos cristianos”[17] (el subrayado es mío). Primero ciudadanos, luego útiles, luego, buenos cristianos.

Similar a la estrategia jesuítica, pero más simplificada y menos ambiciosa, resultó, igual que aquella, en la explotación en que los tomadores de tierras terminaron sometiendo al indígena civilizado, a veces hasta la esclavitud.[18] Esta actitud persistente de colonos y terratenientes, apoyada por el gobierno nacional terminó de frustrar la estrategia de los franciscanos. Las quejas de los misioneros contra las actitudes del criollo, así como antes contra el colono, se hicieron escuchar nuevamente. El sacerdote recuperó su lugar como el defensor del indio contra las injusticias de la civilización blanca.

Escribe Fray Pedro Iturralde[19].: “Nuestro Indio no es tan salvaje como se cree. Conoce las ventajas de la civilización y las aceptaría de buen grado si la experiencia no le enseñara que la gran mayoría de las veces la civilización es para él sinónimo de opresión … por esto parece que el indio fuera refractario a la civilización cuando en verdad es refractario a las injusticias de la civilización. En contacto con el cristianismo de la frontera, trabaja con él, observa su modo ser, ve su avarie, se da cuenta de la falta de equidad con que se recompensa su trabajo, comprende que le explota[20] y si se somete a servirle es porque la necesidad le obliga a ello.”

Escribe Fray Vicente Caloni, en Informe sobre las misiones de santa Fe y Chaco[21]: “Sí señor ministro, no son nuestros indios y su civilización las que asustan al padre misionero; son los indios que vienen de Europa con sus costumbres perversas y hacen que sea estéril una misión”.[22]

Aquí es interesante observar dos cosas: primero, que el cura en ambos casos defiende al indio contra el incipiente proceso de modernización, se coloca de su lado. Y en, segundo lugar, que para el misionero ya no existe el indígena salvaje puro, ahora esta siempre en contacto, al menos con la misión de frontera, tiene traductores, escritores, negociantes. En los conversos y reducidos no se producía la transformación religiosa radical que pretendían los primeros misioneros. El indio permanecería semi-indígena, que se reconocía, mayormente cristiano, y respetaba al cura[23]. Los indígenas paulatinamente fueron transformados en paisanos, campesinos, gauchos, y dieron a luz nuevas razas mestizas. Aún los que serían los caciques y capitanejos indios en la guerra del desierto eran convertidos e instruidos por los curas de frontera, y los que no, lo fueron luego. Todos ellos bajo la figura paternal, a la vez dominante y protectora, del cura.

La relación de los indios, los paisanos, gauchos y soldados (mayormente indios o mestizos), con los curas de frontera fue siempre valorada por las tres partes. A medida que se convierten, la rivalidad verdadera, la alteridad, la falta de identificación, se dirige contra los gobernantes de la capital y sus generales que vienen de allá, o lo que es lo mismo contra las clase naciente de la burguesía urbana.

A su vez los caudillos y terratenientes involucrados, si bien como facción en pugna, también desarrollan una relación muy positiva con el cura, de quien reciben educación, prestigio y a quien necesitan para negociar en términos bélicos y comunicarse con los indígenas y el componente salvaje errante. Es también de cierta dependencia: el soldado y el gaucho que suelen pelear con el caudillo son también mestizos. Sus peones son indígenas convertidos y reducidos. Después de todo en esta lucha constante y errante, el viejo caudillo o estanciero comparte más valores con los gauchos y se entiende más con el indígena a través del cura, que con los burgueses ilustrados que desde mediados del siglo XIX, pretenden civilizar el país, cambiar el sistema de dominio tradicional que lo sustenta en una dinámica de lucha y que necesita de una ética de valoración de la fuerza. Con el indio comparten la pampa, la guerra, los cautivos y la ética de la guerra. Y, principalmente, comparten la figura que representa, de una manera muy vulgar, y por ello accesible, al orden divino.

Algunos documentos pueden llegar a darnos una cabal idea de la ambigua relación que existía entre los indios salvajes (por oposición a los reducidos); los terratenientes, colonos; los ejércitos de frontera; y los monjes. Las siguientes cartas transcriptas textualmente corresponden al cacique Mariano Rosas (las tres primeras), al misionero franciscano Marcos Donati, al General Roca, y a un fraile que peticiona en nombre de los civiles.[24]


Lebucó, marzo 26 de 1872.

Al reverendo Padre Marcos Donati.

…Mi padre hoy estoy trabajando nuebamente para arreglar el tratado de paz que se perdio a caua de varia cosas que no faltan en mis paisanos y en los jefes de las fornteras y toas estas coas me las culpan ami sin tener yo la menor culpa. El General me escribe pidiéndome sinco cautivos y le he podido conseguir a costa de todo sacrificio a fin de quedar bien con el general y con el Gobernador de San Luis hoy le mando dos cautivos los otros tres quedan en mi poder estos quedan porque la muger me dise que quiere que benga el marido a buscarla para yr con mas comodidad con estos chasques[25] quiero que me manden dos chinitas que los chasques les diran cuales son tambien le encargo que junten todos los cautibos que llebaron de aca y me mande a desir el numero y los nombres de ellos para que los dueños de esas familias agan diligencias aca y busquen como cambiarlos de la cautiba que me pide le dire que se á muerto de una peste y se murieron tres hijos mas de Coliá. Mi reverendo padre yo este trabajo no pienso perderlo por nada. Crea usted que yo estoy dispuesto a cumplirle al Gobierno Nacional se que ellos tienen guerra con el Brasil con el Paraguai pero no por esto yo me alusino por nada benga federal o unitario yo no alludo a ninguno por ami no me alluda nadie yo he visto que no pasa de ser un negocio el que ellos tienen y ami no me conbiene tomar parte en esas cosas mi padre también le pido al Gneral quinientas lleguas por lo pronto para darles a estos yndios gauchos y desirle que esto del trabago que estoy asiendo para que bibamos en paz y sulplico a usted que se empeñe que me las den porque de otro modo como podre sugetar estos gauchos. Baigorrita aestado asiendo su tratado ase como diez meses y he bisto que no arreglaba nada estaba asiendo matar yndios y cristianos por una parte asiendo tratado de paz y por otra parte los yndios invadiendo estos estaba biendo yo pense y dije estoy vivi y también se hablar voy haser este trabajo asies que estoy dispuesto a cumplir. Baigorrita el que se entienda con su tocallo y yo le pedire al General otro para enterme con el sin otro motivo le saludo este amigo y seguro servidor.

Mariano Rosas.


Lebucó, mayo 2 de 1872.

Al R.P. Marcos Donati

…Señor Padre con respecto al General Arredondo ya no se anima yr ningun lenguaras ni ningun yndio porque los Recibe y los mira muy mal lo mismo que dice de mi que yo lo que hablo es mentira aun que yo le hablo, la verdad y con mi coracon pero el nada cree nose que sera lo que el quyere, hagora en su nota no me dice nada de los dos cautivos que yo le pedia y los dos que le mande dice ques por una farsa.

Tambien me pide 20 cautivos, 20 yndios y un capiatn y que cino se los mando que no, hase la pas que no mande no hay como darle gusto no aay.

(…) Recibí su encomienda y la tomamos en su nombre, con todos mys amigos lo que le agradesco mucho, yo también tengo muchos deseos de berlo… dios me le conseda la vida por muchos años…

Mariano Rosas


Lebucó, noviembre 9 de 1872

…También le notico a usted que he sabido que Quinchan hermano de Baigorrita y el Cuñao llamadop Millagues estan Dispuestos asalir a malon entre tres dias yo nosé ciserá con el conocimiento de Baigorria creo la salida de estas en con direccion a la provincia de Cordova pero espresiso que haiga celo en la linea no suseda queden buelta y ballan entrar ahesos puntos (…) Su afectisimo y seguro servidor.

Mariano Rosas.


Villa Merced dia 1 septiembre de 1879

Al M.R.P. Moysés Alavez.

Mi querido padre Prefecto:

Recibí la apreciable de V.P.M.R. fecha 28 de presente. Con respecto á Ramón, consideratis considerandis, nosotros me parece que no debríamos más que aconsejarle á que se reduciese entre Cristianos á una vida civil para que despues consiguiésemos su conversión. Por ahora no usan otros términos que se entendiese con los Gefes o con el Gobierno, en cuanto á las propuestas que se hiciesen que después no se hubiesen de cumplir caeriamos en su desgracia. Según la carta de V.P. me confirmo siempre más que los actuales gobernantes no quieren reducciones, pero si la sumisión de los indios por medio de dispersiones de ellos. En una palabra reducirlos en un estado como se halla en los tiempos presentes la nación hebrea que no forma población reunida. Es de dura necesidad mostrarse indiferente con ello, que haga expontáneamente lo que les parezca mejor. Por el contrario se nos sublevaría si viniesen con propuestas que probablemente no serán fielmente realizadas. Me buscan que vaya para hablar ellos conmigo, por que gracias a Dios me creen; pero yo no tengo datos seguros que el futuro Presidente quiera favorecer á nosotros y á los indios. Ygnoro los proyectos de él y las instrucciones que tienen los Gefes. Yvanoski me ha comunicado que Sarmiento no quería pagarle este último trimestre. Es más fácil evitar el pantano que salir caído en el. Muéstrese neutral con Ramón dígale que se entienda con el Coronel Roca. Me es doloroso usar estos términos (…). también V.P. tenga la advertencia de reflexionar bien sobre el racionamiento de Nicolás, no sea que este pobre caiga en la red como han quedado estampados aquí una cuadrilla de cautivos que comenzaron á racionarles con el título de Vaqueanos prestando servicios. A poco á poco, de vez en cuando los mandaban a descubrir el campo, en seguidos que estviesen vestidos de paisanos reunidos en tal Fortín, la conclusión fue que ahora están gobernados por un oficial como militares veteranos. Nicolás debería pensarlo bien y determinar si él mismo quiere carne de la Patria. Se me han desaparecido un par de botas; Marquito me asegura que las ha visto en mi celda puede ser que alguno de los Padres las haya ocupado para ir a cazar; me parecía que no estuviesen allí; pregunté de ellas, son botas casi nuevas. Entró el Padre Luis, algo ha de haber sucedido. En lo que tengo encargado que no me dejen la llave a nadie. Saludo con toda la expansión de mi corazón á los compañeros, en particular á V.P.

Fray Marcos Donati.


Río Cuarto, Agosto 4 de 1873.

Al R.P. Donati.

Estimado amigo:

Deseo saber en que ha quedado el proyecto de trasladar a los Indios a la reducción; ya se aproxima el tiempo oportuno y yo voi a pedir en pocos días más al Gobierno de Córdoba el terreno necesario para fundar la colonia, primer encargo hecho en la Republica.

Lo saluda su afectísimo amigo…

Julio A. Roca.


Córdoba, Agosto 10 de 1873.

M.R.P. Prefecto Marcos Donati.

Mi muy apreciado Padre:

Una muy buena señora de Córdoba y madre sumamente afligida con lágrimas en los ojos suplica a Ud. Padre de verdadera caridad que en sus correrías entre los indios le haga las diligencias de ver si se encuentra un brillante joven con el nombre de Soraido Cabrera que fue hecho cautivo ahora un año con un negrito llamado Emilio en el sauce pampa de Buenos Ayres. Si esta gran caridad Usted hisiera será recompensado con plata por el rescate y por los diarios de esta ciudad con cien mil bendiciones y soy su verdadero amigo.

Fr. Domingo Gamalesi.


Los documentos de este estilo son centenares y todos ellos demuestran el mismo trato y nos muestran el mismo juego. Las relaciones entre los indios y los jefes del ejército-colonos eran cambiantes, fluidas en treguas y en traiciones, en rebeldías y reducciones. Los indios tomaban y devolvían cautivas, con y sin rescate. Negociaban la paz. Incursionaban y tomaban cautivos. Llamaban compadre a su cura, que era nada menos que el encargado de otros indios reducidos y quien les habría dado la instrucción básica, seguramente después de convertirlos y antes de que éstos volvieran a la pampa, negociaban con él. El cura funcionaba como intermediario para interceder entre ambos bandos, pedir favores, enviar mensajes o pedidos, negociar, comprar.

El indio se dirigía al cura como su compadre, y pactaba con los generales y los otros caciques en pie de igualdad: no con los indios como a los suyos propios, y a los generales como los otros, sino ambos como aliados o enemigos alternadamente. Este nuevo indio no era sólo un salvaje, ni tan salvaje, comprendía perfectamente la lógica de la guerra de conquista. A veces el cacique sabía escribir y leer. En cambio, no todos los criollos podían.

Los paisanos (indios convertidos) se transformaban en gauchos, que podían terminar peleando para cualquier bando. Los gauchos (mayormente mestizos) solían terminar tanto a las tolderías, como (la más de las veces obligado) a los fortines, o bien transitando el desierto.

Los jefes del ejército y de las ciudades solían pactar con los caciques e inmiscuirse en problemas cotidianos como el robo de una o dos cabezas de ganado de un indio a un colono, y reiniciar la guerra para luego pactar si era necesario.

Se respira en el ambiente de las cartas cierto aire de camaradería (e incluso equiparación) hacia el enemigo. Tras siglos de luchar de esta manera, el trato tan frecuente, contradictorio y cambiante entre los soldados y capitanes con los mismos jefes indígenas, afectó la relación de alteridad propia de una guerra. El mismo gaucho era por definición un personaje difuso, de roles intercambiable y de identidad mixta.

El único elemento amalgamante, y con el cual tanto los indios, como los jefes y los gauchos se comunican y relacionan de manera directa y fluida es el sacerdote. Y este sacerdote ya no es aquel sacerdote sabio, culto y asceta de los jesuitas. Es un sacerdote bien terrenal, que enseña cuando puede pocas cosas más que a leer y escribir (lo que a todos les resultaba útil); es una persona que vive las miserias cotidianas de ambos bandos, interviene en los asuntos más mundanos, y en ese sentido es más humano, más cercano a la manera de ser del indio, del colono o del soldado que el jesuita. Por su función en esta extraña guerra constante se mueve con el respeto tanto de los indios como de los jefes, soldados y colonos. Cuando terminó la conquista del desierto y la civilización se impuso, los indios fueron a parar al cuidado de los curas misioneros que organizaron su inserción en la cultura dominante.

En este frente errático, inseguro, cambiante, se produjo durante siglos una relación de mixtura, de identificación y de integración del otro. Los colonos y terratenientes necesitaron ahora de una fluida comunicación con el cura misionero. Los soldados de frontera y los gauchos, los indios reducidos todos trabajaron con el cura, fueron bautizados por él, lo tratan como a un padre y todos hablaban el idioma que él les había enseñado. Los enemigos se reconocían mutuamente como tales, y eso, en la ética de la guerra implica respeto y paridad. El cura era el “padre” de todos ellos, tanto del indio, del gaucho, y del criollo. Los misioneros supieron infiltrase bien en la convivencia de los indígenas, de los colonos, de los soldados, en la marea de la guerra y se ganaron el respeto y la camaradería de ellos.

Esta relación de confianza entre el sacerdote y las facciones en pugna definiría la imagen, el rol social y la importancia de la iglesia católica tanto para los indígenas (luego pobres, excluidos o campesinos), como para los colonos (pobladores del interior), soldados (de donde se formaría el ejército nacional) y gauchos (trabajadores rurales). Un rol que sería aceptado institucionalmente ya no solo por las órdenes misioneras sino por el Vaticano definitivamente en el siglo XX.

Los únicos que vivían al margen de esta cultura eran los criollos cultos de las ciudades centrales (ya a finales del siglo XVIII y en el siglo XIX) que terminarían por desarrollar un ideario afín a una oligarquía modernista que se convertiría en el enemigo común de indígenas, mestizos, de todas las clases rurales en general; y por supuesto, de la Iglesia .

De la Ilustración al Racismo.

Desde la fundación de las primeras ciudades, en los centros urbanos las distintas congregaciones ejercían una fuerte presencia. La educación estaba en manos de las distintas órdenes religiosas. Había primero, una instrucción hogareña, en las casas de las familias pudientes, de los encomenderos; luego una instrucción conventual, ya que casi todos los conventos tenían escuela aneja; instrucción en las parroquias; instrucción particular, en colegios especiales. Santa Fe contaba con escuela desde 1581, Santiago del Estero desde 1585, Corrientes desde 1602, Córdoba y Buenos Aires desde mucho antes. Asimismo poco a poco se establecieron los estudios secundarios y finalmente los universitarios. Durante XVII y XVIII las escuelas se multiplicaron.

Aquí también tuvieron gran influencia los jesuitas, pero de una manera radicalmente distinta a la que ejercieran convirtiendo y reduciendo indígenas. Se procuraron de gozar de buenos contactos entre las clases criollas altas y bajas, y su filosofía y mensaje resultaría tan influyente como con los indígenas conversos y mestizos “Cerca del pueblo estaban por la proximidad que presta el confesionario, y estaban cerca de las clases altas por el ascendiente que dan los seminarios y las universidades. De éste modo lográbanlo todo. Eran fieles a las clases elevadas que daban al país nuevos sacerdotes y funcionarios y también la plebe cuya sumisión era preciso mantener…”. Al pueblo (criollo) encandilaban con ostentosas ceremonias y un fervor místico poco común. A las clases altas con la laxitud para perdonar y absolver pecados: “…la laxitud moral siempre tenía ocupados sus confesionarios de penitentes que, sin embargo de sus continuadas reincidencias, lograban de su acomodaticia teología la absolución que buscaban, sin las disposiciones necesarias, y eran muy raros los que en esta ciudad fiaban de otros ministros la dirección de sus conciencias, porque luego sentían la pena de su retiro en las persecuciones que les suscitaban.(…) Si decían las penitentes que desde su juventud tenían su confesor en el convento de San Francisco, les decían que aquellos frailes eran unos piojosos. Si les informaban que su director era dominicano, los menospreciaban con que eran unos necios; y si citaban al convento de la Merced, hacían asco con que eran unos perdidos”[26] Lo cierto es que los jesuitas lograron ser la orden dominante también en las clases dirigentes, y aún en los conventos de monjas que “estaban mareadas de aristocracia”[27].

Uno de los logros indiscutibles de la Compañía en este contexto social era la dirección de universidades. Este contexto culto, apegado a la racionalidad tomista, serviría de base al racionalismo de los ilustrados, en el que habrían de filtrarse las ideas de Rousseau, Montesquieu, Voltaire, los ejemplos de la Revolución Norteamericana y Francesa, y con ellos una conciencia liberal anticlerical. Así como la educación de los jesuitas fue necesaria para encontrar en los jóvenes de principios del siglo XIX una mente apta y cultivada para la ilustración, la ausencia de la Compañía ayudó a que estas ideas fecundaran. Entre estas ideas se desarrolló con fuerza la de la ilegitimidad de la ley tiránica. Y sin duda sirvió para ello la difundida doctrina de los derechos naturales del hombre y de la legitimidad de la resistencia contra la tiranía del Jesuita Francisco Suárez. En esta teoría el derecho pasa de Dios a los hombres, quienes lo delegan. No de Dios a directamente a los reyes.

Cuando irrumpe la fuerza emancipadora en el país las ideas de la ilustración son bienvenidas casi por todos salvo por una parte de la Iglesia[28] y sus defensores. Ya eran para esta época los criollos no unos aventureros sanguinarios, sino muchos, burgueses con dinero y establecidos, muchos formados en las luces de Europa.

Durante los años de independencia hombres como San Martín y Belgrano aunaban la retórica religiosa y las ideas de la modernidad. Bajo los principios de la teología iusnaturalista Castelli profesaba y difundía ideas modernas de igualdad y libertad que, lógicamente, incluían al indígena[29]. La Asamblea del año 13 reivindicaba a los indígenas y eliminaba los impuestos de vasallaje. Aunque todas estas medidas tuvieron reveses, el rumbo de la nueva nación parecía unirse bajo las nuevas ideas de la ilustración más sensata y justa, o, podemos decir, parecían tender a incorporar formalmente al indio a la ciudadanía bajo una orden, al menos formal, de igualdad ante la ley.

Las clases urbanas portuarias impulsadas y atadas paulatinamente a los intereses de los países capitalistas imperialistas que comenzaban a dominar el nuevo orden mundial se van conformando en una burguesía comercial. Los puertos comienzan a dominar la economía nacional, y se va gestando una gran tensión política-económica se produjo entre los intereses del puerto -y otras ciudades comerciales mayores- y los del interior rural y aún en su mayoría inexplorado y salvaje o semisalvaje. Se fueron conformando también dos culturas distintas, la rural, de conquista y guerra permanente -que ya expusimos- y la burguesía comercial urbana, que invocaba el fundamento de sus planes políticos en los textos de los ilustrados, principalmente franceses.

Si bien ambas clases reconocen una genealogía común, terminan por divorciarse en el trascurso del siglo XIX. Unitarios y Federales. Rosas y los antirosistas. Rivadavia y las leyes de control de la Iglesia, Tagle y el ejército de la fe, son momentos de este proceso de escisión entre ambas facciones ideológicas que terminará en la guerra civil y en la formación de dos polos culturales antagónicos. La burguesía urbana y los aliados internacionales necesitaban de un estado moderno, los terratenientes conservadores defendían un orden carismático-tradicional cuasi feudal, y la Iglesia su rol tradicional como rectora de la vida civil y como institución primaria de socialización. El orden feudal y el valor simbólico de la pertenencia a la Iglesia se encontraban profundamente arraigados tierra adentro. Los esfuerzos de la burguesía se concentraron en retirar de manos de la Iglesia las instituciones civiles que regulaban la vida cotidiana y la relación del sujeto con el poder constituido: la educación y el registro civil para comenzar. Sin embargo la burguesía era una clase primordialmente urbana y los efectos de sus instituciones y dispositivos estuvieron en gran medida limitados a las ciudades.

En la frontera convivían peleando constantemente el indio, el cura, el terrateniente y el gaucho, el mismo devenir de su vida social belicosa y de ocupación atentaba contra la posibilidad de aceptación de las ideas burguesas. La inestabilidad y lejanía del medio, impedía dispositivos disciplinarios que pudieran suplantar el rol de las reducciones. El cura, como bautista, era el conducto a la ciudadanía. Como instructor era el primer maestro de lectura. Como mediador de las facciones era el arbitro de la vida cotidiana. Gozaba de legitimidad simbólica. La Iglesia atacó con toda su fuerza las ideas ilustradas de la época, por supuesto intentando detener sus principios anticlericales, y difundió sus ideas contrarias al progreso modernista. También los terratenientes conservadores se hacían eco del discurso eclesiástico y tomaban partida en la batalla ideológica y armada.

La formación que la iglesia y el cura pedestre había logrado en el hombre de campo, así como la ética feudal de la ocupación, resultaban en la construcción de un hombre rural poco o nada útil al trabajo que se requería en el naciente capitalismo que se planeaba. Se presentaba como un hombre errante, indisciplinado y belicoso. Una vez tomadas las instituciones de control formal, la burguesía modernista -en su mayoría la oligarquía urbana- dirigió su ataque contra este hombre que se presentaba resistente: el indisciplinable, que venerando su fe se resistía a los nuevos valores burgueses de progreso: el indio, el gaucho, el mestizo, en general el hombre rural, que reinvindicaba su indisciplinamiento y su fe religiosa. Frente a este hombre resistente, a la vez que intentó extender y profundizar las instituciones de disciplina formal, la burguesía comenzó a producir estrategias racistas de exterminio, proponiéndose eliminar a quienes frenaran el progreso[30], a la vez que importar mano de obra proletaria que estuviera disciplinada para el trabajo que el nuevo orden en formación requería.

Aquí se anuda en la tradición rural una fuerte alianza católica-nacionalista, que rescata el valor del localismo rural, de la fe católica y del caudillo carismático. Una cultura que aúna el valor simbólico de la pertenencia formal a la religión católica, una ética de la fuerza, y, como resultado de este contexto histórico, una ética de la resistencia contra el gobierno y sus instituciones. Las ideas de progreso a través del exterminio, podrían haber tenido éxito si no fuera porque este hombre resistente ya existía, y de forma muy extendida. La estrategia colonial-eclesiática de incorporación jerarquizada y sus efectos de mestizaje ya llevaban siglos de práctica y había tenido efectos profundos y duraderos en la conformación de una cultura que rescataba como tradición propia al hombre fuerte, creyente y rebelde.

Todos los cambios, las reformas de sistema, las guerras, estaban autorizadas por una orden formalmente legítima, que emanaba del poder central que desde mediados del siglo XIX representaba a la burguesía. Para las clases rurales con una ética, unos intereses y una cosmovisión opuesta a la burguesía, esta ley era claramente un instrumento más de lucha, y de ningún modo gozaba de legitimidad -que era una cualidad ética divina, y no una cualidad formal-. Como fueron las órdenes reales para los indios reducidos a la servidumbre, la ley era para los católicos tradicionalistas un instrumento de un poder terrenal, claramente parcial, injusto, y contrario a los representantes de Dios, por todo ello definitivamente ilegítimo, según la doctrina religiosa ampliamente arraigada. La escasa representatividad popular de las ideas progresistas y la resistencia que se creó llevó a la conformación de una oligarquía burguesa que se mantendría en el poder mediante el fraude sistemático, y nuevamente la legitimidad de la ley se vería burlada repetidamente en la simbología popular. Esta dinámica de oposición terminó por divorciar definitivamente legitimidad y legalidad.

Es necesario decir que si bien los ilustrados no mantenían un espíritu religioso particular que diera origen a una ética especial, sí creaban instituciones disciplinarias que habrían de tener mediano éxito en la trasformación de este hombre resistente. Sin embargo, incluso a pesar del proyecto educador secular de Sarmiento, no se desterró el orden simbólico-ético que sustentaba en las clases bajas la posición privilegiada de la fe y la legitimidad de la rebelión contra la ley injusta. Estas ideas pasaron a formar parte de la tradición y desde allí se perpetuaron. En definitiva mientras la clase política dominante se mostraba modernista, y a la vez abiertamente racistas y clasistas (y a su vez ilegalista, pero por otra historia cultural), las clases populares permanecieron formalmente religiosas y conservadoras y opuestas al poder constituido.

Podríamos sintetizar diciendo que los fenomenales dispositivos disciplinarios que puso en marcha la burguesía, no solo fueron insuficientes para su plan, sino que al verse deslegitimados a priori, al no contar con una invocación ética suficiente en el imaginario del hombre rural o semi-rural, al no penetrar en la distancia que imponía el medio no fueron suficientemente efectivos para crear una nueva cultura de obediencia al poder constituido. En la órbita intima de las clases rurales fueron resistidos por una tradición formalmente religiosa, respetuosa del dominio fáctico directo y visible: una mentalidad y un orden político carismático-tradicional, que se había formado a través de una persistente estrategia pastoral y de una permanente guerra de colonización y frontera fue el límite para la penetración disciplinaria que pretendía la burguesía.[31] Se hizo necesario entonces importar obreros ya disciplinados en Europa para escribir otra historia, pero éstos también escribirían la suya propia.

La Masonería

Merece un tratamiento aparte la cuestión de la masonería. Si se hace difícil hablar sobre la Ilustración y el racionalismo en nuestro país sin hablar de la masonería, más difícil se hace determinar su verdadero rol: si ellas (al menos como fenómeno político extendido) son fruto o consecuencia de la Ilustración. Convengamos que han sido al menos un instrumento de fundamental importancia para la toma del poder por parte de las clases ilustradas y para la difusión de determinadas ideas políticas.

Sin embargo la masonería en nuestro país cometió el mismo error que la gran mayoría de los líderes políticos ilustrados (y lo comparten porque prácticamente todos ellos fueron masones), al permanecer elitistas, impidieron que sus ideas penetren en la conciencia popular. No necesariamente esto debió ser así; y de no ser así hubiera habido consecuencias muy distintas como en muchos otros países latinoamericanos.

La masonería del siglo XIX presenta características muy afines a la consagración del espíritu procapitalista que describe Weber: ascetismo, metodismo, legalismo. Y presenta un fuerte contenido místico. Sus miembros solían ser abnegados, prudentes, y mantener una ética férrea. Entre ellos ser masón no solo daba prestigio, daba seguridad de honestidad. Como la anécdota que relata Weber en El Espíritu Protestante…sobre el hombre que se hacía bautizar para ser banquero en EEUU, por el prestigio que la pertenencia a la comunidad religiosa le daba, lo mismo podría decirse de la masonería en muchos países: no sería extraño que un hombre quiera ser masón para ser un banquero político o profesional exitoso por el prestigio y el respeto social y el respaldo que obtendría. En ciertas comunidades en las que las logias son un fenómeno extendido, ser miembro de una de ellas da prestigio y confianza.

De la mentalidad de un masón -afín a la mentalidad protestante- definitivamente podría haberse formado una tradición cultural apta para el desarrollo adecuado del capitalismo, directamente como fruto declarado del plan disciplinario del francmason y de su discurso de libertades burguesas, del trabajo honesto, del racionalismo metódico, de legalismo. No por casualidad las logias de distintos tipos florecen en todos los pueblos de EE.UU. Pequeñas logias locales y circuitos paralelos como el Rotary Club, o Clubes de Leones, tiene muchísima relación tanto en sus orígenes como en sus objetivos con la masonería operativa, operando casi como un sistema paralelo auxiliar de la masonería mayor. Entre los protestantes tardíos de los que habla Weber, era natural, por sus características sectarias y por su ética que florecieran este tipo de logias, convirtiendo la ética burguesa ilustrada no en un fenómeno de una élite sino en un fenómeno social extendido y casi hegemónico.

En Chile o en Cuba (aún la actual) –por poner dos ejemplos – no puede dejar de sorprender la gran cantidad de edificios con la escuadra y el compás en su frente o directamente con el nombre de la logia, aún en pueblos pequeños. En cambio el argentino medio suele vivir toda su vida sin haber escuchado del tema, sin saber bien de qué se trata, y sin conocer, seguramente dónde queda la sede de la Gran Logia de su ciudad. Algo inexplicable en otros países. En nuestro país las logias mantuvieron un silencio hermético e hicieron poco por extenderse a todas las capas sociales (ni el Rotary Club de cada barrio suele ser conocido por los vecinos). Esto tal vez se deba a que cuando las logias en todo el mundo parecían conseguir su mayor poder (durante el siglo XIX), su crecimiento en nuestro país fue interrumpido por la persecución sistemática de Rosas. En esta época debieron aumentar su hermetismo y formarse nuevamente ya tarde, luego de que éste fuera depuesto. Entendiendo el giro racista que dio la burguesía local a mediados de este siglo, y por la amplia penetración popular de la Iglesia, resulta fácil entender que las logias masónicas no se extendieran más que a las capas cultas. Cuando comenzaron a hacerlo, ya la ética masónica no era homogénea: los obreros comenzaban a fundar sus propias logias, algunas se transformaban en sectas religiosas, otras en partidos políticos, o en clubes sociales, y en todo el mundo comenzaban a dividirse luego de perder sus objetivos comunes –por haberlos logrado, en su mayoría-.

La masonería fue sólo un instrumento político en nuestra historia, y no un fenómeno social como lo es en otras. Pretendió dominar, no difundir una ética particular. No será hasta Sarmiento que la educación laica y todas las propuestas liberales que los masones tomaban como bandera se apliquen, difundiendo una cultura liberal y secular. Pero aún entonces, al no estar acompañadas estas ideas de un reemplazo espiritual para la Iglesia -que la masonería podría haber provisto-[32] estas ideas nunca pudieron penetrar en donde el mensaje de la Iglesia había calado profundo: en el espíritu, o si se quiere en las representaciones simbólicas de lo sagrado, en la imagen de la divinidad en la tierra, y en dar ese orden de justicia más allá de las leyes que tanto se invoca. Para el indio, el gaucho, el soldado y el hombre de campo (terrateniente o campesino) la imagen de esa justicia es el cura, y con él la religión católica.

La ilustración criolla logró quitar la educación y ciertos controles institucionales de la comunidad de manos de la Iglesia, pero no logró borrar ni su presencia extendida, ni su rol social simbólico-espiritual, y con él su efectiva formación ética.

La Integración de las Corrientes Culturales.

También en Europa la Iglesia y los poderes monárquicos debieron aliarse contra el plan burgués que propugnaba la secularización del estado y la disolución de la monarquía a favor de un estado republicano. Debieron radicalizar sus ideas, y la Iglesia se volvió más conservadora[33].

Como ya hemos referido, aquí pasaba algo similar, pero mientras la Iglesia seguía siendo la vía de integración para el indio y el mestizo, a la vez que una necesidad de status para el criollo, muchos de los burgueses ilustrados evolucionaron en una cultura urbana racista. Aunque la división no es exacta, sí es claro que al menos desde la muerte de Dorrego, los unitarios representaban más fielmente las ideas ilustradas y elitistas, o al menos las usaban de bandera, y Rosas, ferviente enemigo de toda cultura intelectual, que se encargó de “limpiar” su federalismo de pensadores, contaba con gran legitimidad popular entre las clases bajas. Su nombre incluso será resucitado incluso en el Siglo XX por el populismo de derecha.

Rosas y los caudillos del interior son fieles representantes de esta lógica política de facto que se desarrolló en la lucha constante y que se ató a las representaciones religiosas. Para ellos la cultura urbana intelectual le era tan despreciable como para éstos los caudillos mestizos y sus gauchos. Para la clase baja la ley escrita no era más que un instrumento político de éstos, y aún teniendo el poder, Rosas la veía como algo despreciable y peligroso que operaba en contra de su ética caudillesca, de su tipo de dominio carismático-tradicional. Para Rosas esta cultura intelectual conspiraba contra su poder hegemónico y en ello estaba en lo cierto. Para la Iglesia esta misma cultura urbana intelectual oligárquica también la que conspiraba contra su poder.

Este ataque ilustrado sobre el poder de los caudillos, los terratenientes conservadores y la Iglesia, unido al sectarismo intransigente de quienes terminaron imponiéndose en el movimiento modernizador, terminó de unir los intereses de caudillos e Iglesia en una alianza definitiva[34]; y en la imagen popular de las masas rurales, indisciplinadas, ambos fueron sus más fieles defensores y representantes[35]. El iusnaturalismo religioso se arraigó profundamente y ampliamente no sólo en la ley heredada de la colonia, sino en la forma de pensar del hombre común, sometido ahora a la tiranía de una Oligarquía racista. Se conformó en una tradición. El Martín Fierro (Ida), por ejemplo, retrata la desconfianza del hombre común frente a la ley[36] y rescata la actitud del rebelde que vive al margen de ella. Representa al renegado libre que lucha por mantener su libertad contra la ley, o el ejercito, o el Estado. La masiva repercusión de esta obra es un claro indicio del arraigo de estas ideas, de la identificación del hombre común con aquel gaucho perseguido, particularmente la identificación con el hombre que no se deja someter por un Estado que considera injusto e ilegítimo. A partir de éste ícono de la simbología popular, se puede explicar, por ejemplo, la pasión por los bandoleros rurales, convertidos en héroes populares. El folclore se teje alrededor de la figura del forajido y del rebelde y de la mitología católica.

En las décadas de expansión urbana la clase rural fue poblando las ciudades llevando consigo su aporte cultural. En la clase popular, principalmente la no urbana, pero también en el pobre mestizo de ciudad que llegaba a ella, la trasgresión de la ley esta arraigado firmemente a su tradición y a su folclore como un valor positivo: es la resistencia del pobre y del hombre de acción contra el dominio artero y sofista de una elite urbana que se escudaba en discursos leguleyos para sus injustas políticas. En este mismo imaginario lo legítimo está representado por el hacer, no por la ley. La gente de hechos (de facto), que ejerce el poder visiblemente, como el caudillo de campo, es quien logra representar los sentimientos populares, no el que lo confunde con leyes pretendidamente racionales y no muestra su fuerza. El factismo, la resistencia y el personalismo es un código ético sistemáticamente introducido en la educación religiosa (en las misas, los catequismos, los discursos etc.) y militar; y mantenido de esta forma entre las prácticas catalogadas como costumbre y tradición.

Con la llegada de los nuevos inmigrantes a las ciudades, esta ideología costumbrista de la ilegalidad y la resistencia encontró un terreno fértil entre las ideas anarquistas y socialistas. La visión moral de la ilegitimidad de la ley adquirió aun mayor difusión y arraigo en la nueva clase obrera. Ya no solo en la clase rural, sino también en la naciente clase trabajadora urbana, compuesta de inmigrantes y trabajadores rurales desplazados.

La preferencia ética por la dominación personal carismática contra la dominación burocrática es una tendencia que permanece aún arraigada. En nuestra historia reciente del siglo XX ha sido oportunamente explotada en numerosas ocasiones en las que se ha apelado a este ideario y a esta moral popular: en la ideología peronista, en los discursos de los gobiernos militares, de los paramilitares, en los de los grupos de derecha hasta las guerrillas montoneras, en la teología de la liberación y en algunas corrientes de la iglesia moderna.

Ambas corrientes de pensamiento, la racional-modernista y la católica-conservadora, hacen eclosión, se mezclan y dan a luz nuevos discursos autoritarios en el gobierno de Perón. Perón entiende la necesidad de un líder de facto y católico (no de un representante de la inevitablemente ilegítima oligarquía burguesa) que lleve los trabajadores a la modernidad industrial. Sólo un hombre con imagen de poder y manifiestamente católico podría haber arrastrado tanto apoyo en las multitudes. Amalgamó los sentimientos populares de una justicia más allá del orden, los nuevos sentimientos corporativos obreros heredados de los inmigrantes, y la ética y estética factista -el ejercicio del poder como valor mismo-. Ningún dirigente en la historia del siglo XX que no demostrara que era un hombre de hechos más allá de la ley, goza de legitimidad durante mucho tiempo. Tiene que demostrarse potencia. Y para ello es necesario también superar la ley.

Es cierto que merece agregarse a este estudio todos los aportes culturales de los inmigrantes. Sin embargo, este tema sí ha sido extendidamente estudiado. Se tiende, sin embargo a analizarlos autónomamente, olvidando que su cultura fue un aporte que debió integrarse a esta base cultural popular que ya estaba firmemente arraigada. La nueva idiosincracia del proletario argentino no es la pura del inmigrante, sino la que se produjo de la acción intercultural sobre una mentalidad fruto de siglos de una formación ética particular. Estos principios éticos culturales permanecen sólidos en la idiosincracia del argentino medio, al menos hasta los años noventa del siglo XX.

Conclusiones

¿Cuáles fueron, entonces las ideas éticas que se construyeron en el habitante de estas tierras, y cuáles subsistieron en la mentalidad general del argentino medio de las clases populares? ¿Qué consecuencias tuvieron?

Para comenzar, desde una óptica foucaultiana nos atreveríamos a sostener que el amplio despliegue de dispositivos pastorales y el proceso de la guerra de ocupación se combinaron creando una subjetividad general disfuncional para los intereses de la naciente burguesía. Los amplios dispositivos de disciplina que la burguesía implementó no calaron lo suficientemente profundo para modificar radicalmente esa subjetividad, particularmente porque estas instituciones no lograron reemplazar de forma suficiente a los dispositivos pastorales de la Iglesia, pero principalmente porque se aplicaron sobre una cultura tradicional que se sostenía en valores opuestos a ella.

Recapitulando, la ética misionera de los jesuitas tenía muchos elementos similares a los puritanos y a los protestantes que hubieran sido muy funcionales al nacimiento de un sistema burgués capitalista; eran ascetas y metódicos, y su misión era trabajar duro sin disfrutar riquezas. Sin embargo, con los indios reducidos, las circunstancias históricas impidieron que estas enseñanzas arraigaran como propias, y sus comunidades no lograron nunca una existencia autónoma al margen de la misión. Por otro lado la estricta ética y que aplicaban los jesuitas para sí mismos no era la misma que trasmitieron hacia fuera para los colonos. Ello impidió que en los convulsionados siglos de conquista se difundiera más allá de los miembros de la propia Compañía este espíritu de abnegación, entrega al trabajo y ascetismo, y de allí que no se naciera un orden de derecho racional basado en el cálculo y en una mentalidad legalista. Su aporte de una ley divina más allá -y contraria a la ley humana que existía-, y su derecho natural a la rebelión, sin embargo sí fue un principio ético que el nuevo indio semi-cristiano conservaría aún reducido, y también la clase conquistadora.

Otras órdenes trabajaban paralelamente a ellos y se hicieron cargo de sus misiones luego de ser éstos expulsados. Sus métodos más sencillos y más directos dejaron de lado la gran transformación espiritual, y se terminaron avocando a una conversión formal-sacramental, y luego un mantenimiento formal de la fe. No tuvieron un gran éxito en trasformar al hombre en una ética particular, aunque sí en extenderse ampliamente, en posicionarse como actores privilegiados en la vida cotidiana y política del hombre común. Vaciaron los métodos y contenidos morales de los jesuitas, consiguiendo que la Iglesia representara una posición insuperablemente legítima como árbitro y guía de la vida cotidiana en el imaginario de las clases rurales y de los terratenientes.

Paralelamente en el medio de frontera y ocupación se desarrollaba una ética feudal propia de la estrategia de conquista: la legitimidad nace de la fuerza. El derecho nace del poder. La guerra permanente y la permanencia de espacios vacíos para conquistar afianzará y difundirá este principio. El medio rural lo conservará como un valor tradicional.

En un contexto geográfico lejano la nueva cultura burguesa se desarrolló al margen de las misiones y de la vida indígena, en una élite urbana, de la que los mismos colonos del interior quedaban excluidos. Tomó así un ribete ideológico clasista y racista que la alejó de las bases étnicas que formarían las clases populares. Las estrategias disciplinarias modernistas, racistas, tildadas de extranjerizantes y sin duda amenazantes fueron resistidas por los descendientes de indios y mestizos, los campesinos, las clases populares que se mantuvieron fieles a los frailes de los que recibieron la primera instrucción, que los defendían de los excesos, y que ya eran parte de su imaginario cultural. Ellos fueron siempre su principal carta de ciudadanía antes que la escuela. La Iglesia adquirió gran legitimidad popular y también un rol fundamental para las clases altas terratenientes (y para el espíritu del ejército relacionado con ellas) por sus intereses conservadores. Con el ataque de la oligarquía burguesa, estos sectores terminaron por afianzar su unión. Las clases dominantes urbanas, modernistas y racistas representaron desde entonces para el hombre rural un poder necesariamente ilegítimo.

La rebeldía ante la ley ilegítima se afincaría históricamente en el ideario religioso del hombre rural. Por la deslegitimación del discurso oligárquico que despreciaba abiertamente al hombre rural y mestizo (y luego al inmigrante también), la misma situación de marginalidad adquirió un valor positivo en la ética de las clases excluidas. Ligadas la idea de pobreza y marginalidad (el gaucho, indio, negro, campesino) a la presencia constante de los frailes como la única vía de ciudadanía y defensa del pobre, el principio ético de la justicia divina por sobre la legal, resultó en la asignación de la idea de marginalidad e ilegalidad con un valor positivo, que encuentra su justificación en una justicia supralegal. El rebelde y el resistente pasó a ser un personaje de veneración. El gaucho, muy católico, se enorgullece de ser “salvaje”: su salvajismo representa la libertad, particularmente la libertad natural y divina por sobre la tiranía de la ley del gobierno, tiránico y -en nuestro caso- anticristiano.

La lógica ética feudal necesaria en la conquista, se introdujo en los valores cotidianos. La legitimidad del dominio de facto se impuso finalmente como un paradigma político, particularmente en los status superiores conservadores, descendientes de colonos-terratenientes (y de allí al ejército, que se reclama hereditario de esa tradición) y en el hombre rural.

Los intereses y discursos de la Iglesia y de la clase agraria conservadora resultaron plenamente funcionales entre sí. La legitimidad del dominio de facto, que incluye el ascendiente carismático del caudillo por sobre sus fieles, es absolutamente afín a la legitimidad divina que pregonaba la Iglesia. Y así la difundió en la misma Iglesia, a quien la clase conservadora terrateniente proveía de nuevos sacerdotes, de defensa ideológica y de defensa armada.

En la clase terrateniente rural, se reprodujo la legitimidad del uso de la fuerza. En las clases marginadas la legitimidad de la ilegalidad. Para ambos, de ahora en más, la ilegalidad es legítima en un orden supralegal (divino o natural).

Este panorama comenzará a cambiar paulatinamente con la industrialización gracias a los nuevos valores que los nuevos obreros e inmigrantes de todo tipo, introducirán a las clases bajas. Sin embargo es fácil notar como persiste aún después de la gran inmigración en la simbología de las clases bajas la legitimidad sacramental de la Iglesia (que no ha perdido del todo su aparataje pastoral). Y cómo persiste en la clases bajas y en la oligarquía rural conservadora la legitimidad del poder ejercido directamente, de hecho. Y por ende la ilegitimidad de la ley: ley vulnerable en favor de este orden supralegal por este caudillo popular.

La alianza ideológica-política nacionalista católica y popular hará eclosión y se transformará recién en la época de Perón, con el despertar de la clase obrera y el corporativismo, mezclando sus discursos con el modernismo ya debidamente difundido por la educación laica, dando por resultado un permanente pero conflictivo amor popular al facismo (o su manifestación local: caudillismo), manteniendo fielmente estos principios éticos por tantos años reproducidos. El facismo, al menos en nuestra versión, es más bien factismo moderno. Un orden productivo industrializado, bajo principios de dominación carismáticos y regido por un principio de legitimidad de la acción directa (de la dominación de facto).

Difícilmente en esta evolución histórica se hubiera podido desarrollar una ética popular legalista y metódica que diera origen a un espíritu como el que refiere Weber, o si quiera una moral liberal burguesa extendida (a la manera de la Francia posterior a la Revolución). Los valores éticos trasmitidos por la formación católica y las circunstancias históricas de la conquista impidieron el desarrollo de una mentalidad apta para que germinara un sistema político estable secular, republicano y racional. Por la particular evolución histórica de nuestras clases sociales, el mensaje de la ley natural sobre la de los hombres se convirtió en la difusión del ilegalismo legítimo.

Si seguimos la lógica Weberiana, con esta formación ética, no es esperable otra cosa que un sistema político inestable, con tendencia al informalismo. Un tipo de dominación carismática-tradicional. Una sociedad refractaria a la burocracia, poco respetuosa de un orden formal y apegada al dominio visible y afectivo.

De éste devenir ético de la “idiosincracia” popular se deriva necesariamente, un desapego por la ley. Un desapego por la ley implica como consecuencia la ineficacia del mandato legal formal para regir la voluntad y de las instituciones legales para modificar las subjetividades. O lo que es lo mismo un déficit simbólico (o un valor negativo) de la ley.

Si estos procesos culturales son ciertos, es decir, si es cierto que existe en el argentino común una desconfianza a priori de la ley; una cierta tendencia a valorar la justicia según valores independientes de la norma formal, a los que le asigna una categoría superior, no es de extrañar que en su normalidad cotidiana cometa permanentemente pequeños actos de corrupción (de trasgresión normativa) sin por ello sentir un especial reproche, ni de sí mismo, ni de su propia comunidad. Por el contrario, sienta su conducta como un pequeño acto loable de rebelión contra la autoridad, particularmente si su conducta se atiene a los valores morales comunes que entiende supralegales.

Si se concuerda con esto, cualquier teoría de criminología sociológica debe ser reformulada a la hora de interpretar la conducta de los grupos sociales argentinos. La anomia (en el sentido Mertoniano), la formación de subculturas, e incluso la fuerza y la necesidad de técnicas de neutralización frente a una conducta disvaliosa propia, deben ser reestudiadas y reformuladas para esta realidad particularmente distinta a aquella en la que fueron creadas.

A su vez, si se coincide en las conclusiones, no resulta difícil entender la corrupción dirigencial generalizada y aparentemente insuperable. Si lo que hemos dicho es correcto, resultan claras las razones culturales que sirven de base a la permanencia de las prácticas corruptas, y con ello se entiende el porqué de su persistencia. No solo hay una particular predisposición a la tolerancia. Hay, en el fondo una identificación con el corrupto, y hasta cierto amor cuando se convierte en un caudillo, en un hombre de hechos: cuando hace visible su trasgresión e incluso hace de ella una bandera, el hombre se trasforma en un líder legítimo.

En síntesis, si la ley tiene este devaluado y contradictorio valor simbólico para el hombre común, no puede existir sino una gran tolerancia hacia los hechos de corrupción. Si hay cierta predisposición anímica para ser dominados por un hombre, de forma carismática, y además, de respetar el poder ejercido de facto, se reivindicará favorablemente el acto contrario a la ley que despliegue ostensiblemente un hombre con poder, un dirigente. La tolerancia de la corrupción es reivindicación cuando el acto se personaliza en un caudillo fuerte, un hombre de hechos, y el acto pasa a ser, como trasgresión misma, un despliegue de poder directo y en ejercicio, un hecho positivo.

Creo, en definitiva, que estas que he expuesto son algunas de las raíces históricas de una cultura de la trasgresión cotidiana. Creo que esta cultura está emparentada -al menos a través de la tolerancia y la identificación- con otros fenómenos de corrupción omnipresentes y persistentes en el devenir político de la realidad argentina. Pero también creo que en esta cultura se encuentra la semilla de la resistencia del hombre común a ser dominado por lo que considera un sistema injusto. La ilegalidad, pero también la rebelión -y en ella la esperanza de revolución-. El devenir de fuerzas, la conformación social, las contradicciones y las ideologías y cosmovisiones del hombre común que he expuesto han continuado conformándose y moviéndose desde mediados del siglo XX, y sin duda se encuentran en movimiento estos primeros años del siglo XXI. Será necesario continuar este estudio con las fuerzas del presente para entender este nuevo devenir y construir herramientas útiles para aportar al análisis sociológico del presente.

Bibliografía

  • AUZA, Néstor Tomás. Los Católicos Argentinos. Claretiana, 1984.
  • AUZA, Néstor Tomás. La Evangelización del Chaco. Academia Nacional de Historia, 1997.
  • BERNAL, José. Catecismo Guaraní. (Sin datos editoriales al momento de la redacción de este trabajo; se encuentra en Biblioteca del Congreso de la Nación)
  • BRAUN, Rafael. Religión e Intolerancia. Todo es Historia. Buenos Aires. A 22 Nº 262 (abril 1989)
  • BOERO VARGAS, Mario. Religión y Sociedad en Iberoamérica. Cuadernos Hispanoamericanos. Madrid. 1984. T. IV.
  • BOJORGE, Horacio D. Laicado: Comunión y Misión. Aportes para una Nueva Evangelización.
  • BORGES, Pedro. Religiosos en Hispanoamérica. MAPFRE. Madrid, 1992.
  • BUNTIG, Aldo J. Religión: enajenación de una sociedad. Guadalupe, 1973.
  • CARO FIGUEROA, Gregorio A. Historiografía e Intolerancia. Todo es Historia. Buenos Aires. A 22 Nº 262 (abril 1989)
  • CLEMENTI, Héctor. Inmigración e Intolerancia. Todo es Historia. Buenos Aires. A 22 Nº 262 (abril 1989)
  • CASARE. La Religión y el Estado. Coni, 1919.
  • DAWSON, Cristopher Henry. La Religión y el Origen de la Cultura Occidental. Sudamericana, 1953.
  • DURAN, Guillermo. Catecismos Pampas. Investigaciones y Ensayos. Buenos Aires nº 46 (ene-dic 1996)
  • FARRELL, Gerardo T. Religiosidad Popular y Fe. Patria Grande, 1979.
  • FERNANDEZ ARTAUD, Santos. Historia Argentina y Americana. Buenos Aires. 1993.
  • FILIPPO, Virgilio. La Religión en la Escuela Argentina. Editorial Lista Blanca. 1944.
  • FOUCAULT, Michel. Los Anormales. FCE. Buenos Aires. 2000.
  • GALVEZ, Lucía. Jesuítas y Guaraníes. El encuentro de Dos Mundos. Todo es Historia. Buenos Aires. A 22 Nº 260 (febrero 1989)
  • GARCIA MERCADAL, J. Lo que España Llevó a América. Ser y Tiempo. 1959. Madrid.
  • GOLDMAN, Noemí. Los Jacobinos en el Río de la Plata. Todo es Historia. Buenos Aires. A 22 Nº 264 (junio 1989)
  • HENRIQUEZ UREÑA, Pedro. Historia de la Cultura en la América Hispánica. Fondo de Cultura Económica, 1959. México. Buenos Aires.
  • LANATA, Jorge. Argentinos. ediciones B. Buenos Aires, 2002.
  • LOZADA, Salvador María. Religión y Estado en la Argentina. Instituto de Investigaciones Históricas del Derecho. 1994.
  • LUNA, Félix. La cultura en Tiempos de la Colonia. Planeta. Buenos Aires, 1998.
  • MADUEÑO, Raúl. La Religión y el Estado. El Coloquio. 1975.
  • NOE, Julio. La Religión en la Sociedad Argentina a fines del S. XVIII. Anales de la Facultad de Derecho. Julio, 1998.
  • RIVAROLA, Francisco Bruno de. Religión y Fidelidad Argentina. Instituto de Investigaciones del Derecho. Octubre 1934.
  • RODRIGUEZ, Pepe. Mentiras Fundamentales de la Iglesia Católica. Ediciones B. Grupo Zeta. Madrid, 1998.
  • SANGUINETTI, Horacio. La Revolución Francesa y Mayo. Todo es Historia. Buenos Aires. A 22 Nº 264 (junio 1989)
  • SCHAFFER, Heinrich. Religión Dualista Causada por Antagonismos Sociales. Boletín de Estudios Latinoamericanos y del Caribe. Nº 45 (dic-88). Amsterdam.
  • TAMAGNINI, Marcela. Cartas de Frontera: los documentos del Conflicto Inter Etnico. Facultad de Ciencias Humanas. Universidad nacional de Río Cuarto. 1994.
  • TODOROV, Tzvetan. La Conquista de América: El problema del Otro. Siglo XXI, 1995.
  • VAZEILLES, José Gabriel. La Conquista Española de América. Centro Editor de América Latina. Buenos Aires.1979.
  • WEBER, Max. La Ética Protestante y El Espíritu del Capitalismo. Ed. Istmo. Madrid. 1998.
  • WEBER, Max. Sociología de las Grandes Religiones. Ed. La Pléyade. Buenos Aires.—-
  • YUNQUE, Alvaro. Breve Historia de los Argentinos.

Páginas Web consultadas:

  • Página WEB de la Compañía de Jesús. www.jesuitas.es
  • Catholic Encyclopedia: The Society of Jesus. www.newadvent.org.

Notas:

[*] Ponencia presentada por Mariano Hernán Gutiérrez en el III Seminario de Derecho Penal y Criminología (15 al 17 de noviembre de 2002) de la UNLPam dirigido por Eduardo Aguirre.-

[1] Weber, 1998. p. 86-87

[2] Para una síntesis de la operatividad de la confesión como práctica de control puede verse de M. Foucault “Los Anormales” (clase del 19 de febrero). FCE. Buenos Aires. 2000.

[3] Como es esperable según Weber en Sociología de las Grandes Religiones.

[4] Interesante es observar el fuerte arraigo de estas ideas, recordando que fueron la base para la encíclica de Puebla, el movimiento de curas del tercer mundo, y todo el fenómeno de la iglesia revolucionaria o de resistencia en los años ‘60.

[5] En La Ética Protestante…(1998) p. 183.

[6] Archivo General de la Nación, Acuerdos del Cabildo, 1776, libro 40.

[7] Como por ejemplo Gualicho en la cultura indígena: una especie de duende que disfrazado de hombre pobre pedía limosna y de ser denegada mataba con veneno a los hijos de hombre egoísta.

[8] Como por ejemplo la figura de Mandinga, como representación del diablo, o de un demonio menor entre los gauchos, responde a la figura similar del genio o duende mumbodjombo de Guinea del Norte.

[9] Curioso hubiera sido investigar, si la cultura negra hubiera podido sobrevivir en el Río de la Plata, que hubiera pasado con su religión original, que como la calvinista –y tal vez esto se deba a la labor de algunos tempranos misioneros franciscanos tildados de fanáticos-, creía en un Dios, tan alejado de la influencia de las obras humanas que el sistema de premios y castigos del más allá, ya estaba fijado, predestinado –ver MUNGO PARK, Viaggio nell’interno dell’Africca, fatto negli anni 1795, 1796 e 1797. Volumen III.- Desgraciadamente en todos los lugares de América donde la cultura negra se estableció fue siempre como esclava, sometida a las creencias y costumbres de los colonos o terratenientes, reprimida en sus propias manifestaciones, y por supuesto, sin esperanzas de encontrar ningún tipo de salvación en el trabajo metódico que no era más que la manera de evitar el látigo.

[10] La Religión en la Sociedad Argentina a fines del S. XVIII. Anales de la Facultad de Derecho. Julio, 1998.

[11] También decía el procesado otras aberraciones como que si sólo tenía lugar para un herrero y un clérigo, echaría al clérigo; que servía más a Dios procreando mestizos que el pecado que en ello se cometía; y que Platón había alcanzado al evangelio de San Juan. (MEDINA, José Toribio “la inquisición en el Río de la Plata”. Citado por LANATA, Jorge en Argentinos. Ediciones B. Buenos Aires. 2002)

[12] FANELLI, Antonio María: Relazione in cui sin contiene due relazioni del regna del Io nei viaggi fatti, per mare, e per terra, dal P. fanelli, jesuita, nella Missione allo stesso Regno. Rescatado por LANATA, Jorge “Argentinos”, Ediciones B. Buenos Aires 2002.

[13] Buenos Aires, Santa Fé, y de allí a Córdoba, Tucumán, Potosí y Lima, o Corrientes y Asunción. Estas ciudades y los corredores que las unían eran las vías del comercio colonial.

[14] La Conquista del desierto. Racedo, Eduardo. Buenos Aires, 1965, pp. 235-236

[15] Dice Todorov en La Conquista de América: “El conquistador no ha dejado de aspirar a los valores aristocráticos, a los títulos de nobleza, a los honores y a la consideración; pero para él se ha vuelto perfectamente claro que todo se puede obtener con dinero, y que éste no sólo es el equivalente universal de todos los valores materiales, sino que también significa la posibilidad de adquirir todos los valores espirituales.”

[16] Dejo la inquietud de estudiar esta coincidencia como un desafío. Pero la repetición de este escenario de caudillos rurales (El estanciero de los llanos venezolanos, el “rey del ganado” brasileño, el ranchero texano) parece sugerirnos que se trata de más que una mera coincidencia, y que existe una relación al menos en forma de tendencia entre el medio geográfico y de producción y el tipo de dominio (tradicionalista-carismático, personalista, factista) que le resulta afín.

[17] Joaquim Remedi; Escritos Varios sobre el Chaco, los Indios y las misiones. Salta, 1895. P.35

[18] Una interesante y minuciosa descripción del proceso por el que los indios eran sometidos por los colonos y los conflictos que surgían se halla en La Evangelización del Chaco…, Néstor Tomás Auza. Academia Nacional de Historia. Buenos Aires 1997.

[19] Los Indios tobas y la misión de San Francisco de Lahisi…, Buenos Aires 1909, p.10

[20] Como dijimos al comenzar, es importante que este nuevo indio semi cristiano, comprende que se le explota y vive y siente esto como una injusticia, como una ilegitimidad. Se siente en capacidad de juzgar su situación frente al blanco.

[21] Memoria del Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública, 1893, p. 449

[22] Aquí ya existe otra problemática pues tal vez el fraile incluya en el Europeo perverso al inmigrante, un nuevo actor que entra en juego, que no existía como tal hasta ahora.

[23] Ver, por ejemplo, DURAN, Guillermo. Catecismos Pampas. Investigaciones y Ensayos. nº 46.

[24] Se trata de las cartas del Archivo de San Francisco, guardadas en el Convento de San Francisco de Río Cuarto, seleccionadas y reunidas por Marcela Tamagnini en “Cartas de Frontera: Los Documentos del Conflicto Inter Étnico”, Universidad Nacional de Río Cuarto, 1994. Los errores de redacción y ortografía corresponden a la escritura original de las cartas.

[25] Intérprete y traductor indígena.

[26] Obispo Manuel Antonio de la Torre, en carta enviada al rey (BRABO, Colección de documentos relativos a la expulsión de los Jesuítas, p. 242)

[27] Idem.

[28] Como la facción católica encabezada por el Obispo Lué.

[29] El 25 de mayo de 1811 declara en las ruinas de Tihuanaco, frente a un grupo de caciques, el fin de la servidumbre indígena, y les declara plenos derechos civiles, negando cualquier especie de discriminación. Esta medida no fue, por supuesto bien recibida por las clases terratenientes del Alto Perú.

[30] Las frases racistas de Sarmiento sobre que la sangre del gaucho no sirve más que para abonar el suelo, o que la letra con sangre entra, son las expresiones más fácilmente recordables de esta cultura racionalista elitista que se transformó tempranamente, por sus circunstancias políticas locales, en un elitismo racista y clasista.

[31] Esto resultará de vital importancia para entender, por ejemplo fenómenos posteriores como el auge de la criminología positivista en nuestro país, el discurso racional- policial autoritario (edictos, contravenciones, etc.) y la inserción de discursos racionales a favor del “progreso” con tintes racistas o discriminatorios. Este discurso racionalista y autoritario también florecerá, tal vez gracias a la masonería, en la ideología de las fuerzas armadas.

[32] Por supuesto que los masones lo negarían. Pero lo cierto es que el gran componente místico y filosófico de la masonería es un sistema espiritual propio, con sus dogmas, sus rituales, sus enseñanzas, y en esto puede ser considerado una religión o al menos un reemplazante de ella en los lugares donde se difundió extensivamente.

[33] Es a partir del 18 de julio de 1870, mediante el decreto del Vaticano I, que se determina que la doctrina del pontífice es infalible por Gracia de Dios.

[34] La “Santa Federación” de Rosas.

[35] Es justo aclarar que los terratenientes del interior eran obviamente también racistas en un primer momento –postura necesaria para justificar el exterminio y la explotación de una raza-, pero en esta extraña alianza que se produce en el período de Rosas, están unidos por el valor que le dan a la Iglesia a los gauchos, indios y campesinos. Eso a pesar de que Rosas es quien inicia la campaña sistemática de exterminio y de apropiación de tierras. Sin embargo es también con él que la burguesía racista comienza a acusarlo de “ser amigo de los negros” y de la chusma en general, acusándolo de atacar la cultura -proeuropeísta-. Se comienza a difundir el mote de entreguistas y antipatrióticos a los unitarios (y a todos los modernistas en general), y el nacionalismo comienza a asociarse con el conservadurismo, y por ende con la Iglesia.

[36] Entre muchos versos que cuestionan a la ley y al Estado, recordamos fácilmente“la ley es como telaraña/ en mi ignorancia lo explico/ pues la rompe el bicho grande/ y solo atrapa a los chicos”. En otros se presenta como un hombre perseguido por la injusticia del gobierno.

ETIQUETAS /