Sistema penal, bienes jurídicos y control social en Latinoamérica. por Eduardo Luis Aguirre

ACERCA DE LA REALIDAD CRIMINOLOGICA.

Si se ha de convenir, en principio, que desde un prisma epistemológico y a nivel meramente definicional, la criminologia plantea muchas más incógnitas que certezas, también deberemos asumir que la pretensión de trascender el trance de mera delimitación de su objeto para asumir el desafío histórico- político-ideológico de conformar desde la disciplina nada menos que un aporte en función de (la flexibilización) los organismos de control social en la región, depara muchas más dificultades todavía.
Este intento se profundiza en su incertidumbre, a poco que se revisen las formas multifacéticas que asume la criminalidad en las sociedades postmodernas, que ha llevado a muchos investigadores, cada vez con más fuerza convictiva, a afirmar que ya no se puede hablar de la criminología como una unidad, sino que es preciso atender, inexorablemente, a las particularidades regionales y aún zonales que el fenómeno irresuelto (en sus causas y consecuencias) de la delincuencia adquiere. Recuerdo que la Escuela de Chicago ya había anotado algo similar durante las primeras décadas de este siglo.
Con todo, habiendo admitido explícitamente este objetivo, bueno es consignar que, como bien lo explica Pavarini, al menos el horizonte de proyección de la disciplina (y del desafío) se encausa por carriles netamente históricos y casi excluyentemente ideológicos, lo que en alguna medida facilita, o al menos direcciona con mayor certidumbre la tarea.
Con una nota obligada al pie: la criminología (crítica) en Latinoamérica debe ser sincrética y en ese sincretismo radica -y hacia él convergen- la mayoría de los aportes que pueden realizarse en torno a un saber esquivo y heterogéneo orientado históricamente a la obtención de instrumentos que garantizaran el orden de las sociedades.
En ese marco, entonces, al menos una referencia, liminar, introductoria, debemos dedicar al perfil de la disciplina en el Continente y a la propia realidad del Continente mismo.
Si bien, como lo resume Habermas, la sinonimia confusional entre "globalización" y "diversidad cultural/fraccionamiento simbólico" alcanza su mayor expresión en la tendencia irrefrenable de la "exclusión del otro", esta misma tendencia excluyente se hace mucho más patente y brutal en nuestro margen, como consecuencia de la condición dependiente de nuestros países.
Pareciera a esta altura una verdad de perogrullo, de plena y entera comprobación empírica cotidiana, que el fraccionamiento y la fractura de las sociedades latinoamericanas son no ya el reflejo de un modelo económico, sino el producto de las nuevas relaciones de fuerza de la humanidad en este -también novedoso-mundo unipolar, que ha determinado hondas e inéditas mutaciones en el mapa social (sud) americano.
En efecto, y como ejemplo elocuente, si hay un dato objetivo de la conciencia subjetiva de las mayorías populares, ese es el de que "ya no se vive en un mundo justo", sobre el que inexorablemente volveremos a recalar.
 En otros términos, que por primera vez en la historia de nuestras comunidades el viejo axioma del positivismo sociológico, basado en la esperanza supuesta de una correlación más o menos coincidente entre metas y medios, entre esfuerzos individuales y logros, ha sido puesto fuertemente en crisis.
El exilio a la desocupación y al subconsumo, la retirada desprolija de un estado en pleno proceso de desintegración no ya del escenario político sino también de la prestación de servicios esenciales históricamente asumidos, que priva a un número cada vez mayor de personas del acceso a la salud, a la educación, a la vivienda y, también a la posibilidad de competir con mediano éxito en un mercado saturado de ofertas, ha generado la conciencia plena de que la realización de las metas personales va a depender de factores extraños al esfuerzo consecuente individual.
Asistimos a la caída, al parecer irreversible, del "orden"  como presupuesto y garante del "progreso" con que el positivismo disciplinara a generaciones enteras de compatriotas.
Esta suerte de nihilismo reciente, por supuesto, incide decisivamente en el orden, en las conductas que se alejan o desvían de ese "orden" y en el acatamiento a la promesas de respuestas estatales represivas que son dable esperar de resultas de la ruptura de aquella situación de equilibrio. Tanto gravita, que es perfectamente posible que, respecto de la etiología delictual, bien llegáramos ahora a preguntarnos "por qué no ha delinquir la gente", en sustitución del dilema histórico de "por qué la gente delinque".
Por supuesto, este cuadro apretado de situación no puede dejar de completarse con el aditamento esencial de la nueva, descomunal, descarnada e inédita relación de fuerzas sociales vigente. Este es un extremo que no puede ni debe perderse de vista un sólo instante para la acabada comprensión del planteo intentado.
Con lo que, por una parte, tenemos así una suerte de relajamiento del "orden", custodiado por los organismos destinados al control social -formal o informal- y por el otro, un modelo que sigue necesitando de la reproducción de las pautas de ordenamiento social que disciplinen al conjunto mientras la globalización produce su milagro en los mercados "emergentes" latinoamericanos mediante la inyección ocasional de volátiles capitales.
Si, como hemos dicho, el saber criminológico se propone en definitiva, aunque aluvionalmente, relevar las respuestas y garantías a la preservación de ese orden, la relación entre ambos términos se revela francamente indisoluble y coloca en el centro de la escena al sistema penal, en tanto aparato represivo del Estado por excelencia, y dentro de aquel a la criminología.
Me parece que, acaso sin proponérnoslo, podemos ahora sí entrar de lleno en el análisis de una criminología alternativa al paradigma etiológico o biologicista, que sí posee todavía adeptos no ya en las cátedras universitarias, el Poder Judicial o las agencias encargadas del control, sino también entre la gente común, que sigue a la espera de que el sistema penal le resuelva sus problemas ante el nuevo fenómeno, de intencionada y exagerada divulgación cuanto de innegable existencia, del crecimiento cuali-cuantitativo de la criminalidad en la región. Pruebas al canto: la noción de "peligrosidad" ha sido exhumada y a su influjo se condicionan y articulan políticas y discursos y normas (vgr. las leyes 22.278/22803, que regulan el Regimen Penal de la Minoridad, engendro atávico agudamente criticado por Zaffaroni en su Manual, que han explicitado nociones tales como "riesgo" moral y social) de tan cuestionable lógica interna como previsible procedencia ideológica.
En este contexto, entonces, debe plantearse la factibilidad (y validez) posible de una criminología fuertemente crítica al "statu quo", y por ende el aporte que desde esta perspectiva superadora y alternativa podríamos efectuar respecto de su utilidad en orden a los problemas del control social formal en nuestras sociedades. Nada más y nada menos, que la construcción de un nuevo paradigma (entendido éste como la interacción de formulación de cuestiones y búsqueda de respuestas).
El desafío no es fácil, por cierto, para los criminólogos críticos (sobre todo cuando algún sector autoral afirma que la suerte de la criminología crítica quedó sellada desde la caída del Muro de Berlín y la disolución de la ex Unión Soviética, hallazgo éste dudosamente compatible con el nuevo mapa social de la humanidad).
En primer lugar, debemos partir del reconocimiento liso y llano de que el discurso crítico a la criminología tradicional es, todavía, ampliamente minoritario, cualquiera sean los términos en que se lo acierte a formular.
Más aun, pareciera que asistimos a una suerte de marcado divorcio entre l
o que se genera en los ámbitos académicos y doctrinarios y lo que a nivel masivo se profesa y reclama frente al fenómeno de la nueva criminalidad en nuestras sociedades "de riesgo". Mayor benignidad por un lado, mucha mayor dureza por el otro (podríamos señalar en este último caso, que asistimos a una virtual "huída hacia el derecho penal", como bien se lo ha caracterizado).
En modo alguno, este reconocimiento importa convalidar que en nuestra región la criminología crítica se halla en crisis, a no ser que esa crisis pueda ser entendida, paradojalmente, como crisis de crecimiento.
Por el contrario, extraña pero auspiciosamente, entiendo que existe espacio para una criminología crítica, y que ese espacio se avizora con una nitidez que tal vez no reconozca precedentes.
Es que la crisis macrosocial que nos distingue, ha dejado una impronta de tal magnitud en la conciencia de nuestras sociedades que lo que parecía una utopía (regresiva, en el parecer de Ferrajoli), se proyecta ahora como una posibilidad concreta de construcción de un discurso alternativo fuertemente crítico, con profundo anclaje en nuestra realidad histórico-política, que necesariamente debe partir de un diagnóstico certero de esta última. Porque para pretender cambiar la realidad, primero hay que conocerla, fatalmente.
Y ese es, quizás, el primero y más importante eslabón en la tarea de construcción de una criminología alternativa.

¿POR QUE ES POSIBLE ESPERAR UN CAMBIO EN LA CRIMINOLOGIA LATINOAMERICANA?

Deberíamos señalar ya que muchos y muy fuertes son los embates que la criminología alternativa ha debido recibir y todavía soporta casi a diario.
Uno de los más frecuentes y gravitantes, por su descarado aunque agudo oportunismo, es asociar al discurso criminológico crítico con debilidad, inoperancia, o tolerancia insoportable e irracional frente al delito y la delincuencia, o aún como una rémora utópica impracticable.
Los criminólogos críticos somos los únicos responsables de habernos colocado en una situación francamente desventajosa al momento de sostener el debate, mediante afirmaciones dogmáticas que potenciaron las disidencias antes que las convergencias y que propiciaron una acientífica suerte de "glorificación" de los delincuentes comunes de la que bien da cuenta Elbert; o, por caso, exhibieron una negativa pertinaz e insensata en admitir el crecimiento de la delincuencia y las manifestaciones cada vez más violenta de la misma; o la defensa genérica y fundamentalista de los "menores en conflicto con la ley" -cualesquiera hayan sido los bienes jurídicos cuya afectación haya desatado ese conflicto- sin plantear cuál es el fundamento histórico de la creación de un derecho penal de menores, debatir sobre su autonomía científica o denunciar el mayor nivel de exposición que los menores ya tienen frente a la ley penal (sobre todo en momentos en que se clama por mayor rigurosidad para con ellos, por ejemplo disminuyendo el límite de la edad para la imputabilidad plena); o, en definitiva, la preocupación sobreactuada de la protección de otros grupos sociales vulnerables, olvidando que en nuestro margen -y he aquí lo esencial para el aporte de una teoría crítica- la principal clientela de nuestro sistema penal y la casi totalidad de los habitantes de nuestros establecimientos de encierro generales son los pobres (me refiero genéricamente tanto a los que poseen ingresos insuficientes como a los pobres de capacidades). Que además no constituyen un grupo social, sino que conforman la mayoría excluyente (y excluída) de nuestra población y atraviesan con su extracción social verificable  las divisiones que en razón de género, edad, identidad sexual, etc., pudieran hacerse (lo que, según Margalit, definiría una sociedad "indecente", caracterizada por la humillación de sus ciudadanos y la percepción de éstos de la humillación de que son objeto).
Por supuesto -me apresuro a aclararlo por si ello hiciera falta- parece harto plausible la defensa de otros grupos sociales con algún nivel (importante) de exposición frente al control. Pero creo que es mucho más lógico situar el problema en sus justos términos. Como lo hace la propia sociedad, acuñando el axioma (de impecable exactitud) de que en nuestro país "van presos únicamente los ladrones de gallinas", el que traduce explícitamente la aptitud criminogenética de la pobreza y la marginalidad, como así también el carácter profundamente selectivo del sistema/derecho (en sentido lato) penal.
Esta evolución de la conciencia colectiva no debería asombrarnos, porque lo único que hace es marcar exactamente de qué manera, las superestructuras jurídico- políticas no son sino -en todos los casos- un mero fenómeno de lo económico y social. Un apéndice de la realidad objetiva. Y cuando esa realidad objetiva experimenta cambios, y esas transformaciones son de una hondura tal que modifica los puntos básicos del consenso ( entendiendo al consenso como la aptitud para generar tendencias que se arraiguen en las masas), es perfectamente entendible que esas mutaciones se trasladen primero a la percepción de los sujetos y luego a las estructuras del poder/control. Por eso es que la frase ha ganado la calle con inusual recurrencia justamente en esta etapa de nuestra historia.
Lo que equivale a señalar que no debería asombrarnos si esta nueva realidad económica (marco objetivo) pudiera también generar cambios en las tendencias doctrinarias y legislativas predominantes, de una forma tan coactiva como esos mismos cambios se imponen en las sociedades. Ahora bien, cuándo y cómo esas transformaciones han de producirse (si es que finalmente acontecen) es imposible de prever. Dependerán, en definitiva, del estado de desarrollo de las fuerzas productivas, que eventualmente generarían una contradicción dialéctica con las fuerzas productivas preexistentes, que transformarán primero las estructuras macroeconómicas y recién allí extenderán esas mutaciones a las estructuras culturales del pensamiento. Con lo que me afilio a la idea (que ya he expresado antes) de que "no es la conciencia de los seres humanos lo que determina su existencia sino que, por el contrario, es su existencia social variable lo que determina el avance de la conciencia y por conclusión, los cambios sociales" ("Ensayo de criminología crítica argentina", prólogo de Elena Larrauri, Scotti Editora, La Plata, 1999).
Entre esos cambios sociales, es perfectamente esperable una reformulación de los bienes jurídicos que se dice protege el sistema penal. Señalo esto porque, en última instancia, esos bienes no encarnan sino valores socialmente compartidos, se obtenga ese consenso de forma consensual o conflictiva, lo que implica otra y más sustanciosa discusión.
Por ende, si los cambios en la estructura aparejan modificaciones en las conciencias, cierto es que los valores aparecen cada vez más asimilables a entes también variables y, por supuesto, subjetivos.
Resulta harto difícil aceptar, por eso mismo, que la dogmática tradicional -al menos en la Argentina- haya escamoteado desde siempre, y por mera casualidad, la discusión acerca del sistema penal en tanto segmento excluyente y coactivo del control social, como así también la escala axiológica tutelada y las formas brutales mediante las que ese rol pretendidamente protectivo se ejercita.
Sistema penal, control social formal y bienes jurídicos tutelados penalmente, han sido desde siempre arrojados de la discusión teórica nacional. Las verdaderas razones no deben buscarse sino en la ideología de los operadores y reproductores del sistema.

¿QUE ES LO QUE SE QUIERE CAMBIAR Y POR QUE?

Cuando los críticos tan sólo esbozamos, tímidamente, la necesidad de un cambio en las estructuras del control, y fundamentalmente de la transformación de una criminología
históricamente complaciente y "ad-hoc" a las estructuras de la explotación y la dependencia, los acólitos del statu-quo no ahorran adjetivaciones ni ingeniosos sofismas para oponerse a tamaña herejía.
Para colmo de males, las divisiones internas de nuestros teóricos (en Latinoamérica y en el mundo entero) embretados en polémicas de dudosa urgencia y nulo sentido táctico, han debilitado y retrasado la factibilidad de la construcción de una nueva criminología.
Tanto es así, que hoy por hoy, esa multiplicidad de enunciaciones que de manera aluvional y confusa constituyen esa entidad de inescrutables límites epistemológicos denominada convencionalmente "criminología crítica", se sincretiza y se sintetiza en una fórmula de pretendida simplicidad: mayor tolerancia social (estatal) frente a ciertas conductas desviadas (integren éstas o no nuestros catálogos discontinuos de ilicitudes) y menores niveles de sufrimiento institucionalmente diseñado frente a los sujetos de mayor vulnerabilidad frente a la ley penal.
De tal suerte que criminología del control social, nuevo realismo de izquierda, abolicionismo, reduccionismo, minimalismo penal, garantismo, etc., no resuenan en este margen sino como un enorme instrumento que desafía la brutalidad de los aparatos represivos de los Estados, representantes éstos, a su vez, de los sectores más concentrados del capital en la Nación Latinoamericana inconclusa (la noción de que el estado ya no representa los intereses del conjunto al que sí en cambio disciplina, se ha convertido también en una percepción masiva cercana a la unanimidad).
Frente a este -por ahora- módico arsenal, se yerguen, al menos, cuatro descomunales estructuras jurídico-políticas:
a- una Constitución oligárquica, de clara filiación racional normativa, inspirada en las ideas iluministas con la expectativa expresa de que su importación y vigencia, en nuestra región, hiciera que la realidad fuera tal como las normas lo determinaban a priori (sin importar quién generaba esas normas); esto, es, con prescindencia absoluta de nuestra realidad y, lo que es peor aún, de nuestros intereses nacionales.
Resumiendo, un sustento formal destinado a reproducir la condición clasista y excluyente del país, y a defender a sangre y fuego uno de los valores emergentes de las nuevas relaciones de producción consolidadas en Europa décadas antes: la propiedad privada (cuya afectación constituye más del 50% de los delitos que se denuncian en la Argentina, sumida en un proceso de creciente pauperización y expropiación).
b- un código penal cuyo análisis dogmático nos ha distraído de su verdadera connotación de gigantesca compilación de normas de dudosa compatibilidad con democracias populares reales. Obsérvese, si no, la irracionalidad de que normas de indiscutible perfil realizativo como las relativas a la acción penal (CP, 71,72 y 73) integren un Código de fondo, decretando de un plumazo la publicidad y oficialidad de la mayoría de los delitos y su persecusión, por oposición a todo criterio de oportunidad que contemple, no ya las particularidades regionales de la criminalidad, sino la conveniencia de la penalización de ciertas conductas y ciertos autores. Tampoco ello puede ser casual. Un sólo ejemplo vale más que mil palabras: si en nuestro país es cierto que el Código Penal otorga respuestas suficientes a la problemática de la criminalidad (sofisma del que participan, lamentablemente,  dogmáticos y criminólogos progresistas) con su actual estructura, cómo se explica que fuera un Proyecto neopositivista como el de Peco, el que hace más de medio siglo previera el perdón judicial y el error de derecho, dos ideas fuerzas por la que vienen infructuosamente pugnando los sectores más progresistas del pensamiento jurídico en aras de una sistema más justo, cuya única conquista verificable en esa lucha desigual lo constituye la incorporación reciente del instituto de la suspensión del juicio a prueba (Ley 24.316).
Curiosidades del sistema, neutro como es éste para la dogmática tradicional argentina.
c- sistemas de persecusión y enjuiciamiento penal de neto corte autoritario, con excepciones recientes que confirman la regla, diseñados para que el/los Estados "no pierdan el juicio" y logren una mediana eficacia en la "lucha contra el delito", que poseen una particularidad adicional: son aplicados por los miembros del poder menos democrático del Estado, cuyos miembros, también con honrosas excepciones, son portadores de una ideología acorde con el control social en los términos de disciplinamiento ya abordados.
d- Un sistema de ejecución penal que tanta agua hace, que ha contribuído con sus resultados a una suerte de abrogación de los denominados "paradigmas RE" entre los ciudadanos de este margen. Inquiérase, si se duda de esa afirmación, si cualquier persona cree, por ventura, que la cárcel rehabilita, resocializa, reinserta, etc.
Por el contrario, y con Rutherford, creemos que más bien estas cárceles, herederas lejanas del disciplinarismo fabril inglés, des-habilitan y des-socializan.
En un mundo donde se calcula existen ocho millones de personas presas, donde los índices de prisionización se incrementan año a año, el consenso que el positivismo sociológico y filosófico había logrado instalar entre nuestros connacionales respecto de la necesidad de la instauración de encerramientos como respuestas estatales tendientes a generar mero retribucionismo, o aún para lograr prevención especial o general son rediscutidas como nunca antes, y en especial por sus propias víctimas. El descreimiento masivo, naturalmente, se potencia cuando se observa que mientras estos verdaderos resumideros multitudinarios de "almas" revelan cotidianamente su inutilidad y barbarie, la impunidad más descarada se obtiene de parte de quienes cometen enormes negociados, violentan sin pudor elementales deberes de cuidado que derivan en tragedias otrora impensables, lavan dinero, incurren en actos de corrupción de alarmante envergadura, trafican drogas y armas, etc.
Un nuevo ejemplo: la nueva ley de ejecución penal N 24.660, en nuestro país, además de prever formas alternativas de cumplimiento de los castigos (no alternativas a éstos), lo que ha sido saludado en general con beneplácito por la doctrina y los operadores del sistema, encierra el germen inquietante de una nueva forma de retirada del Estado que vuelve a desnudar la inutilidad hipócrita del encierro y su verdadera naturaleza selectiva: la privatización, por ahora de los servicios, carcelarios (art. 199). Dicho en otros términos, el umbral de la privatización de las prisiones que grafica Wacquant.
Con todo, y a pesar de lo desfavorable de la relación de fuerzas ya enunciada, sigo sosteniendo que la criminología de los sectores populares en Latinoamérica debe ser necesariamente crítica y puede serlo.
Y creo que la importancia de esa tesitura, si es que la tiene, reside en que ese criticismo debe dirigirse, inicialmente, contra el plexo axiológico que el sistema penal dice proteger, y que en realidad no encierra sino contenidos ideológicos de meridiana claridad.
Habiendo adelantado ya que me determina la intención de debatir la cuestión del control social en su correlación con los bienes jurídicos tutelados por el mismo, corresponde al menos hacer una escueta mención respecto de estos últimos.
En primer lugar, y ex-profeso, me voy a sustraer de la discusión de neto corte dogmático acerca de si los bienes jurídicos son entes que preceden a la norma o si son las normas las que crean a los bienes jurídicos porque, precisamente, con ser ella provechosa, poco aporta a la temática que interesa en este caso concreto.
Sí, en cambio, me interesa señalar y denunciar esa suerte de subversión axiológica que es el resultado de la interacción entre las agencias del control y los bienes jurídicos resguardados en una región capitalista dependiente.
Ese revuls
ivo acaba fatalmente colocando -esto no es novedad, lo que es inusual es que no se insista en su formulación- al derecho de propiedad en el pináculo de todos los bienes jurídicos, sobredimensionando su tutela hasta límites impensables y totalmente irracionales; lo que no hace más que desenmascarar el fuerte contenido clasista que informa al derecho y en especial al derecho penal, siempre entendido lato sensu y el sórdido maridaje entre escala de valores dominante y el derecho a castigar.
No resisto la tentación de manejarme con ejemplos, que casi siempre son más claros que cualquier especulación teórica:
Hace algunos años (muy pocos) la Cámara de Diputados de la Provincia de La Pampa sancionaba la Ley N 1152 (luego derogada), que introducía modificaciones en el Código Procesal Penal, y que tornaba virtualmente inexcarcelable el hurto de dos o más cabezas de ganado (tengo entendido además que otras provincias argentinas padecieron regímenes semejantes). Este macabro hallazgo de nuestra política criminal, hacía posible que quien resultara acusado de la sustracción de dos ovejas fuera inmediatamente privado de su libertad, pero que en cambio un sujeto procesado por abuso deshonesto de un niño, o un desaprensivo "homicida culposo" de nuestras sociedades riesgosas, o un funcionario acusado de peculado esperaraban seguramente el juicio en libertad. Una de dos: o la norma reconocía una clara inspiración en las tradiciones milenarias hindúes, o el sistema penal no hacía sino subrayar su condición de brutal mecanismo de control social formal, definitivamente afectado a la reproducción de las condiciones de producción y explotación de nuestra sociedad. A cada lector podrá ocurrírsele, seguramente, al menos un ejemplo que corrobore esta conclusión.
Como estimo, en última instancia, que esta realidad puede ser percibida y este cuadro de situación compartido total o parcialmente, el planteo que ahora se impone es, si en nuentro marasmo talional, con una sociedad obsesionada por la "falta de seguridad urbana" (confieso que la sóla mención de la "seguridad" me recuerda inmediatamente las cosas que el Estado fue capaz de hacer en la Argentina y en otros países del Continente en nombre de la "seguridad", en ese caso "nacional"), con un reclamo masivo de respuestas eficientes al sistema penal, es posible al mismo tiempo rediscutir esta tríada de factores ya enumerada: sistema penal, control social, bienes juídicos.
A mi modesto entender, y por extraño que ello resulte, la respuesta es afirmativa.
Intentaré fundamentar semejante aserto.
Así como creo que deviene urgente priorizar entre los críticos las coincidencias antes que las disidencias, creo también que es posible articular un discurso crítico coincidente, no sólo con la necesidad de un pensamiento criminológico democrático y progresista, sino también con las expectativas y percepciones sociales mayoritarias.
En efecto, de la misma forma en que decimos que el delito carece de entidad ontológica, que es una creación histórica y cultural del hombre ( o mejor dicho, de aquellos hombres con poder de deinición respecto de ciertas conductas) y que por lo tanto es variable porque variables son los bienes jurídicos y valores que se dice proteger mediante el sistema penal, la mayoría de la gente percibe de manera parecida este fenómeno cuando actualiza la idea de que "nadie" va preso en este país. Por supuesto, ese "nadie" no alude a los muchos que van presos, sino a que no van presos los que realizan conductas disvaliosas trascendentes, situación ésta que se ponde en evidencia cotidianamente.
Cuando advertimos que el/los sistemas realizativos penales en la Argentina no cumplen con el mandato constitucional de la instauración del juicio por jurados, o cuando admonizamos contra la oficialidad de las acciones penales o criticamos las ideologías dominantes en un poder autoritario y elitista del estado, la visión ciudadana coincide, aunque no lo exprese formalmente en los mismos términos, en un descreimiento total respecto del sistema de justicia.
También a los críticos nos cabe la responsabilidad de clarificar que lo que se vive como un sentimiento de desconfianza en relación con las formas en que se administra justicia, no hace sino aludir en realidad a la falta de legitimación del sistema penal así como está planteado.
Lo que es total y absolutamente cierto, vale reiterarlo.
Ahora bien, si se aceptan estos postulados -consignados mediante trazos tan gruesos como lo resiste el propio objeto de una ponencia acotada- es necesario al menos delinear los límites del criticismo que proponemos.
El umbral inicial, como ya quedara esbozado, sitúa el problema en términos de desajuste intencional de los bienes jurídicos y la intensidad y rigurosidad de su tutela por parte del sistema penal.
Por ende, la crítica apunta (sin descartar la factibilidad de radicalizar el pensamiento hasta los límites mismos del cuestionamiento al castigo como respuesta estatal, y aún aceptando la conceptuación de que el delito importa, de hecho, una situación social problemática, como lo señala el abolicionismo escandinavo), al redescubrimiento de los estrechos márgenes que nuestra realidad objetiva nos marca. 
El cuestionamiento explícito de la protección penal a la propiedad privada, sobreactuada, sobredimensionada, insólitamente cruel en Latinoamérica, es un punto de partida ineluctable e insoslayable.
Más específicamente, en la protección penal del derecho de propiedad (privada) cuando esta es afectada en bienes nimios, absolutamente irrelevantes. Los denominados "hurtos de bagatela", sin ir más lejos.
He reflexionado -tan profundamente como me ha resultado posible- acerca de la cavilación ensayada por Bergalli en el sentido de que el capitalismo decimonónico era menos excluyente y por lo tanto menos injusto que el que corresponde a este estadio de evolución del sistema a escala mundial. No me resulta para nada difícil compartir ese punto de vista.
Pero sí, en cambio, me apareja no pocas tribulaciones encontrar idéntica justificación dikelógica y racional a una protección penal de la propiedad privada en el mismo momento en que (a diferencia de ese capitalismo temprano) los bienes se reproducen por millones y saturan los mercados, despertando en incógnita medida la "revolución de las expectativas crecientes" en los sujetos desposeídos, factor criminogenético éste insuficientemente explorado.
Por eso es que, en síntesis, se me representa de toda oportunidad el planteo, perfectamente posible, de una despenalización de los pequeños hurtos y de las demás afectaciones insignificantes al celoso derecho de propiedad privada. Y con ello no me refiero a soluciones que se agotan en mecanismos tales como la suspensión del juicio a prueba, que procede únicamente en determinadas circunstancias y respecto de determinados sujetos. Me refiero a alternativas extrapenales (o intra-penales, conforme al carácter punitivo o no punitivo que se confiera a instrumentos tales como la composición o la reparación del daño) que funcionen en todos los casos y no únicamente por cuestiones utilitarias que coadyuven al descongestionamiento de los engranajes judiciales. No se trata, en este caso, de preservar el sistema; se trata, por el contrario, de preservar del sistema a personas de mayor vulnerabilidad frente a la ley penal.
Si lográramos sostener el planteo frente a la realidad, el criticismo habría conseguido apuntalar la existencia (no la legitimación o convalidación) de un sistema penal más justo y equitativo en la distribución de los castigos. Porque, en definitiva, si esta sociedad quiere seguir penalizando, con toda seguridad que, aún así, no habría de faltarle clientela. Por cierto que distinta, lo que no es un dato menor.

PENAS Y PENAS (LA UTOPIA PROPOSITIVA)

Si, por con
vención, pudiéramos efectivamente definir a la penología como el "estudio sistemático del castigo y, en especial, de las penas impuestas a los criminales" (conf. Garrido Genovés- Gómez Piñana: "Diccionario de Criminología", Tirant lo blanch, Valencia 1998), esa definición no importaría sino un intento de aproximación, con algún nivel de fiabilidad, al objeto de conocimiento al que aludimos con ese rótulo.
Planteado de esa forma, las penas serían neutras y encerrarían nada más que una respuesta ocasional (estatal) frente al delito.
Desde esta perspectiva, grafican sin duda la predilección por el paradigma del "tratamiento" (en prisión) al que se afilia con fervor el autor de marras y que tiñe con ese sesgo toda su obra "criminológica". Por supuesto, la definición en estos casos no aborda para nada el "qué" y el "para qué" de la prisión.
Pero hay otra visión de las penas, entendida como la respuesta de un estado con autonomía relativa, que apela a aparatos ideológicos (como el derecho penal, entendido en sentido amplio) y represivos (como la cárcel) para disciplinar al conjunto social y reproducir las condiciones del satu quo.
Este abordaje, pleno de subjetivismo crítico, nos plantea el sentido del encierro institucional y aún la temática irresuelta e insuficientemente explorada de la justificación ética del castigo.
Lo que en otros términos pero con sentido análogo Ribera Beiras dividiera en principios de a) legitimación, y b) funciones de las penas (conf.: "La carcel en el sistema penal (un análisis estructural); M.J. Bosch, Barcelona, 1995).
Aceptada que fuera la imposibilidad de sostener la abolición de la pena de prisión en razón del desequilibrio de la relación de fuerzas sociales existentes, cabría entonces indagar si, al menos, no resulta factible una reformulación de la certidumbre en la aplicación de las penas privativas de libertad sobre la base de una depuración de las conductas sancionables en orden a una escala de valores de una lógica medianamente aceptable. Lo que seguramente en no poca medida contribuiría a devolver gran parte de la confianza perdida al sistema penal, aunque quedara en pie la sinrazón del fundamento tradicional del castigo.
De lo contrario,la composición de la población carcelaria seguirá inexorablemente compuesta por los grupos más vulnerables de la sociedad, con absoluta e irracional prescindencia de los bienes jurídicos afectados por las conductas que determinaran las sanciones en cada caso. Y lo verdaderamente novedoso de este cuadro de situación estriba en la cotidiana crítica que al sistema se efectúa desde sus propias víctimas: los reclusos.
De esta manera, se advierte cómo, en los recientes y cada vez más frecuentes motines en las prisiones las demandas tienen casi siempre que ver con una protesta sistemática a las formas del castigo y la selectividad del sistema. Elbert, en el segundo tomo de su obra "Criminología Latinoamericana", de reciente aparición, hace un pormenorizado relato de las protestas carcelarias y sus funestas consecuencias para internos la mayoría de las veces secuestrados institucionalmente por afrentar el derecho de propiedad y encarcelados no tanto de resultas de un juicio como de la voluntad de un juez, a través del instituto de la prisión preventiva, como bien lo destaca Ferrajoli, y sin sentencia condenatoria firme.

ACERCA DE LA NATURALEZA DEL SISTEMA PENAL.

He connotado una perspectiva del sistema penal, indisolublemente ligada a la escala de valores y bienes jurídicos reputados relevantes en un contexto social en el que la propiedad privada asume en tal sentido una preponderancia irracionalmente excesiva (alrededor del 53% de los delitos en la Argentina son delitos contra la propiedad).
Desde esa mirada, entonces, pocas dudas podrían albergarse al menos de tres presupuestos: a- el carácter selectivo del sistema penal y su creciente deslegitimación; b- su condición de aparato ideológico y represivo del estado, destinado a reproducir las condiciones de inequidad de la sociedad; c- el dudoso privilegio de las doctrinas represivas, consistentes en ser el único segmento de la política institucional que sigue generando el drenaje de ingentes fondos públicos hacia la "seguridad", al mismo momento en que ese estado se retira de funciones que le competieron históricamente, adonde anida un porcentaje determinante de la criminogénesis y que son esenciales además para el mantenimiento de cierta cohesión social; d- el abandono colectivo de la idea de vivir en "un mundo justo", como punto de partida para la averiguación y análisis de la criminogénesis.
Ahora bien, si se coincidiera en estos puntos de partida, igualmente la pregunta obligada debería fundarse en estos (otros) términos: ¿el sistema penal es nada más que esto?. O, si mejor se lo prefiere ¿podría de otra manera aceptarse al derecho/sistema penal como un instrumento de lucha política, cuando esa lucha encolumne tras de sí la voluntad mayoritaria del pueblo en defensa de intereses tan altos como su propia emancipación o la defensa lisa y llana de la misma?
Si mal no lo he entendido, así lo han expresado personalidades tales como el Profesor Ramón de la Cruz Ochoa en el Congreso Internacional "La criminología del siglo XXI en Latinoamérica", para referirse concretamente a la situación cubana (ver sobre el particular la primera edición de las ponencias del Congreso, coordinada por Carlos Elbert, Rubinzal Culzoni, Santa Fe, 1999, p. 95). No se trata en el caso de una diferencia menor, por supuesto: se pone en crisis nada más ni nada menos que la categoría históricamente esgrimida por la criminología crítica, por ejemplo, para asimilar cárcel y fábrica, sistema penal y disciplinarismo burgués, etc.
Confieso que, desde que escuchara esa categoría alternativa, me he sentido irrefrenablemente tentado a reflexionar sobre la misma, sensación ésta que, espero, haya embargado a cuantos escuchamos y leímos al eminente colega.
Luego de mucho cavilar, y con las limitaciones de espacio aceptadas para la formulación de este trabajo, me inclino por insistir en la dialéctica apasionante de la rediscusión de los bienes jurídicos tutelados por el sistema penal como única instancia para dirimir el conflicto teórico, si es que este existiera en última instancia.

EL ETERNO RETORNO

Creo que, acaso sin saberlo, una respuesta aceptable, o al menos un punto de partida dinámico para formular otros interrogantes, los había transitado ya antes de plantearme formalmente a la naturaleza del sistema penal como un espacio potencialmente polémico.
En efecto, no alcanzo a advertir por qué no podría afirmarse que las sociedades pudieran elegir libre y democráticamente la construcción de un sistema punitivo que castigue la afectación de una escala de valores racional y verificadamente compartida por el conjunto, sin operar como un instrumento brutal de reproducción de un estado de cosas injusto cuyo rigor se hace notar casi siempre sobre casi los mismos.
Con lo que el sistema penal podría ser ambas cosas a la vez, dependiendo del ámbito tempo-espacial de su pretensión de validez pero, lo que es más importante, de los distintos valores cuya defensa se propusiera (lo que equivale a indicar que ello a su vez dependería de la naturaleza de las relaciones de producción de una sociedad, de las formas de distribución de la riqueza y del consenso social alcanzado, entendido éste, claro está, como la aptitud para generar tendencias con arraigo en las mayorías populares).
Pero hete aquí que, de manera casi concéntrica, estaríamos discurriendo una vez más, de forma recurrente, en derredor de los bienes jurídicos protegidos por la ley y los operadores penales.
Expresado en otros términos:
¿las dos cabezas de ganado cuyo apropiación ilegítima confinaran al presunto autor a la inexcarcelabilidad, son un equivalente o al menos reconocen algún punto de contacto con los cinco años de máximo que en abstracto prevé el código cubano (art. 322.4) para el hurto de un vehículo de motor y apoderamiento de cualquiera de sus partes componentes o algunas de sus piezas?
Esta es la discusión vigente, en última instancia.
Para intentar sostenerla, y evitar caer en una aporía, es ineludible a esta altura bosquejar un concepto de la significación del bien jurídico/penal.
Sobre este particular, bien señala Reyna Alfaro (Revista Electrónica de Derecho Penal) que la puja por la configuración de su contenido encierra en principio una disputa para controlar el desmedido avance del derecho penal a partir del establecimiento preciso de normas que tipificaran las conductas jurídicamente relevantes de las que la sociedad o el estado debían protegerse. Esto encierra, naturalmente, una discusión de neto perfil ideológico y por eso mismo, alrededor de diferentes posturas filosóficas se han configurado distintas teorías tendientes a desentrañar el concepto penal de bien jurídico y su alcance. Una de esas vertientes, la conforman las teorías relativas al "perjuicio social". Abstracción hecha del funcionalismo sistémico de Jakobs, e intentando por el contrario centrar el análisis en las concepciones interaccionistas que acuñan el contenido material del bien jurídico desde la "importancia social" de los mismos, Bustos Ramírez discurre a mi entender imparmente sobre esta temática expresando que el bien jurídico es "una síntesis normativa concreta de una relación social determinada y dialéctica" ("Control social y sistema penal", PPU, Barcelona, 1987, p. 33). Explayándose además de manera reveladoramente aguda contra una dogmática que ha actuado como reaseguro permanente del stato-quo, al punto de lograr que generaciones enteras pensaran en términos de identidad engañosos las nociones de dogmática y derecho penal.
Abundando respecto de la idea del bien jurídico/penal, en lo que aquí interesa, el maestro trasandino arroja no poca luz al afirmar que la teoría del mismo es la que con mayor fuerza ha puesto en crisis a la dogmática penal y muy especialmente a la categoría iluminista de igualdad formal en el campo penal. "Una teoría crítica del bien jurídico viene a poner de relieve precisamente el carácter discriminatorio e injusto del derecho penal. Y si la teoría del delito ha de fundamentarse sobre el objeto de protección del derecho penal, esto es, los bienes jurídicos, ciertamente, el revelar la ideología encubridora del planteamiento dogmático implica también poner de manifiesto la injusticia del llamado injusto penal" (op. cit., 28). "Dentro del sistema social, la pena ha sido y es una autoconstatación del Estado…" "Con lo cual entonces en un sistema democrático los bienes jurídicos se convierten en la base de fundamentación y legitimación de la pena, pero por ello mismo en una condición sine qua non de la pena…"…"En otros términos, un sistema penal democrático aparece abierto en su base de legitimación, que son los bienes jurídicos, ya que éstos aparecen como relativos y en constante desarrollo, por su carácter comunicativo, participativo y dialéctico. La pena (la autoconstatación del sistema) no es una realidad cerrada, axiomática, un fiat autoritario, sino todo lo contrario, en razón de que su base de legitimación y límite son los bienes jurídicos. El bien jurídico resulta así una categoría crítica del propio sistema, está en el sistema, pero también más allá de él, es siempre final, y su fin está siempre por alcanzar, que es lo propio de una sociedad abierta, en que es la participación de sus miembros en todos los procesos culturales, sociales, económicos, políticos, los que van configurando el sistema" (ibíd, 33).
En tanto categoría crítica dinámica y mutable del sistema y atendiendo a la connotación final que lo define en un devenir social dialéctico, debe entendérselo como interés social relevante merecedor de tutela jurídica/penal por resultar el emergente del consenso general de una sociedad y no por pertenecer o responder al interés de clase de un sector de la misma, como bien lo consigna Reyna Alfaro (op. cit).
Si esto es así, cabría indagar entonces acerca de las formas participativas reales de una democracia en manos de las mayorías, en comparación por ejemplo al devaluado perfil de un sistema transformado en un mero mecanismo de selección de liderazgos, conforme lo advierte Habermas respecto de las democracias del denominado "capitalismo tardío".
En virtud del peso específico de las formas deorganización sociales, está claro que las dos ovejas y las piezas del automotor no son asimilables desde la perspectiva del bien jurídico. El abigeato inexcarcelable, en nuestras democracias módicas, representa el símil de una justicia clasista ejemplificada por Marx refiriéndose a la construcción definicional del hurto de leña por la Dieta en cuanto esa conducta perjudicaba los interes de la burguesía alemana (Bustos, p. 17), mientras que la pieza del automotor podría conceptuarse como la elevación del mismo a la categoría de bien jurídico/penal en razón del esfuerzo colectivo que demanda su reparación en un país bloqueado económicamente y en lucha por la preservación de su independencia.
En consecuencia, obviada que sea su mirada desde las relaciones de poder (porque incluso para ello deberíamos distinguir entre poder estatal y poderes supra-estatales), el sistema penal podría ser tanto un instrumento en manos de una clase dominante, cuanto una herramienta de lucha política. Lo único que mutaría sería, va de suyo, la legitimación de cada uno de los sistemas penales en función de su aptitud para sostenerse en base a consensos perdurables. Lo que da la pauta que la muerte de las ideologías es una suerte de iatrogenia sociológica y por ende la crisis de la criminología crítica bien podría constituir un llamativo yerro diagnóstico.