La participación de los particulares en los modelos de seguridad y defensa latinoamericanos. Por Mario Zamora Cordero

El proceso de privatización que ha sufrido la esfera de acción estatal ha alcanzado el núcleo duro de la institucionalidad pública al emerger actores privados que tanto en tiempos de paz como en tiempos de guerra hacen lo que en sentido estricto tocaría hacer a órganos exclusivamente públicos como lo son los ejércitos y las policías. Sin embargo este fenómeno no es nuevo en Latinoamérica y más bien se circunscribe dentro de una tendencia histórica que data de tiempos del descubrimiento y la conquista de América.

La situación de “frontera” que hoy afronta la sociedad Latinoamérica contemporánea no dista de la que en su momento afrontó la sociedad colonial – de frontera bélica entre los conquistados y los conquistadores, entre los conquistadores españoles y sus competidores ingleses por el botín de la conquista, entre pueblos indígenas contra pueblos indígenas por territorio y relaciones de poder amparadas o combatidas por los propios españoles, etc. –. En este escenario caracterizado por los riesgos y amenazas de ataques e invasiones la Corona Española no contó con la capacidad de organizar un sistema defensivo que a lo largo de toda la costa americana así como en lo profundo del territorio que estuviera en capacidad de evitar incursiones armadas desde el mar (piratas ingleses) como desde las montañas (pueblos indómitos) lo cual hizo surgir un sistema de defensa que delegaba en los particulares el ejercicio de la defensa ante agresores externos y la mantención del orden público (seguridad interna ante los intentos de sublevación de los pueblos indígenas y no-indígenas) también a cargo de particulares.

Tales prerrogativas fueron cedidas mediante el establecimiento de un sistema de premios y castigos, reconocimientos y concesiones de mercedes a cambio de la resolución de los problemas ante los cuales la Corona Española no tenía capacidad de contención a través de sus huestes militares. Este hecho marcó una característica del modelo de dominación español sobre América en razón de que más que un modelo defensivo continental o territorial, la defensa del mundo americano fue ante todo una defensa local.

Este acontecimiento segmentó la defensa Americana bajo el principio privado de que cada cual defendiese donde vivía o donde estaban sus bienes y propiedades, encargándose la Corona sólo de los puntos vitales para el comercio entre la metrópoli y la periferia. Tal esquema dejó de resultar útil en distintas coyunturas históricas que afrontó el mundo colonial ante la presión que en distintos momentos ejercieron los ingleses, franceses y portugueses como por distintos actos de sublevación surgidos en lo profundo de los territorios coloniales, lo cual obligó a la Corona al constante envío de hombres y pertrechos, pero conforme estas necesidades fueron creciendo y la recluta voluntaria en los reinos peninsulares con destino a América se hizo más dificultosa, la Corona procedió a llenar tales plazas con los sectores marginales de la sociedad española del siglo XVII.

Este proceso de debilitamiento en el proceso de selección y reclutamiento hizo caer en descrédito a las fuerzas militares de la Corona destacadas en América en función de su rol de empleadores residuales de mano de obra, asociados más a la  bellaquería que al ejercicio de una función reconocida socialmente. Tales tropas, aparte de provenir de sectores socializados en la exclusión y reproductores de tales conductas en América, sufrieron el mal y tardío pago de sus salarios, y la desatención de la Corona en todo sentido, lo cual incidió en su nula eficacia para contener los ataques del enemigo depararon una larga lista de derrotas ante corsarios, piratas, filibusteros y bucaneros.

Los ataques a Cartagena de Indias y Guayaquil, en los últimos años del siglo XVII, con un éxito rotundo por parte de los asaltantes, había demostrado la total fragilidad y fractura del viejo sistema defensivo de Felipe II. Así, a principios del siglo XVIII, después de Ultrech, entre las directrices de cambio y transformación emanadas por la nueva dinastía borbónica, cobra especial importancia la necesidad de reorganizar totalmente la defensa americana, dignificar la institución militar y enaltecer la “carrera de armas” como propia y exclusiva del real servicio. Como señala Fernando de Salas, al igual de lo que acontecía en el ejército peninsular, en América, a principios del siglo XVIII se reformaron todas la guarniciones, trasformándose las antiguas “compañías de presidio” en unidades regulares (compañías, batallones, regimientos), dotadas de planas mayores y servicios de guarnición; desapareciendo con tal proceso la figura del “soldado de fortuna” para instaurar en su lugar cuadros profesionales, mediante el establecimiento de una serie de requisitos de ingreso entre los que destaca el de la nobleza de la sangre y el linaje.

Este proceso de transformación de las fuerzas militares en América hizo de la carrera de armas un vector de cambio en la estructura social colonial, ya que la falta de oficiales en los que concurrieran los requisitos preestablecidos para el ejercicio del puesto abrió la oportunidad para que miembros de las élites locales pasasen a desempeñar puesto y posiciones que anteriormente les estaban vedados. Por tal razón los criollos accedieron a puestos de mando militar y de decisión política sin desligarse de los interés sociales y económicos propios de su condición por lo que tal proceso de profesionalización militar con base en el linaje permite a las élites criollas conjugar sus intereses políticos, económicos y sociales con la jerarquía y mando militar. De tal conjugación de intereses nace una de las características esenciales para entender ulteriormente la naturaleza de los ejércitos latinoamericanos desde la cuna histórica en que fueron acuñados.

Como lo señala el historiador Juan Marchena el Ejército Español destacado en América fue creciendo a lo largo del siglo XVIII desde tres grandes colectivos:

A. El Ejército de Dotación. Compuesto por unidades fijas de guarnición, situado en las principales ciudades americanas, de naturaleza fundamentalmente defensiva, de idéntica estructura que las unidades peninsulares, pero cuya composición a nivel humano lo caracterizó como un ejército netamente americano; era el núcleo central del Ejército de América.

B. El Ejército de Refuerzo. Denominado también Ejército de Operaciones en las Indias, compuesto por unidades peninsulares enviadas temporalmente a América como refuerzo de algunas plazas amenazadas por invasión, o para realizar alguna campaña ofensiva contra el enemigo, evitando por tanto usar el ejército de dotación. Al finalizar cada campaña concreta regresaba a España.

C. Las Milicias. Eran unidades organizadas en forma reglamental y de carácter territorial que englobaba al total de la población masculina de cada jurisdicción comprendida entre hombres de 15 a 45 años; se le consideraba un ejército de reserva y muy rara vez fueron movilizadas, salvo casos concreto de ataques o peligros de invasión.

La Corona Española durante el siglo XVIII no solo estaba interesada en contar con un sistema de defensa que garantizara la seguridad de las provincias de Ultramar ante la penetración británica, sino también la de asegurar que las directrices de la política borbónica fueran aplicadas en toda su extensión y profundidad. De esta manera, se comenzó a utilizar el aparato militar como apoyo y sostén de la autoridad y de las políticas reales.

Otro objetivo de la política colonial lo fue el desplazar del poder a las élites locales y sus descendientes (Criollos) por funcionarios subordinados a la Corona. Sin embargo, tal objetivo dio al traste con el hecho de que tales
puestos de poder burocrático fueron acreditados mediante su venta, lo cual permitió a los criollos preservar su poder dentro de una estructura que acentuó, sin proponérselo, el carácter privado en el ejercicio del poder colonial en América.

Por lo tanto los Criollos mantuvieron el acceso directo a los puestos de poder dentro de la estructura militar española, tanto en la oficialidad del ejército de dotación, como de las milicias, además, del mando sobre el ejército peninsular movilizado a América. De estas tres fuerzas las milicias, aunque de bajo impacto en lo que al desarrollo de contiendas militares se refiere, fueron la base fundamental sobre la que se estructuró el poder criollo a lo largo y ancho de la estructura colonial en razón de que su oficialidad provenía del patriarcado urbano de las ciudades o entre los hacendados más poderosos en el ámbito rural. El fuero militar que les fue otorgado junto a otras prerrogativas legales y judiciales los exoneró del fuero común y por tanto gozaron de inmunidad en lo que al cumplimiento de la Ley se refiere (este hecho histórico colonial marca una de las características de presente de la sociedad poscolonial a través del discurso social de las élites locales que en alusión a su abolengo pretender situarse por sobre la Ley en razón de que esta se aplicaba durante la colonial solo al pueblo y nunca a los “señores”).

La concesión del beneficio a las élites locales como súbditos de la jurisdicción castrense les eximió de las actuaciones de la justicia ordinaria, por lo que tal licencia a favor de comerciantes y hacendados fortaleció su poder y supremacía a nivel social en la medida en que podían exigir a otros lo que la propia ley les eximía de cumplir a ellos mismos. Este poder estructurado al margen de la Ley impedía el cobro de deudas, responsabilidades de negocios ante terceros, etc., además de garantizar obediencia de sus milicianos los cuales no eran otros que sus peones de hacienda y clientes de comercio.

Los criollos, dada su adscripción a la oficialidad de las milicias derivaron prerrogativas tales como la excensión del embargo y la prisión por deudas (salvo las contraídas con la Hacienda Real), la excensión del desempeño de oficios públicos contra su voluntad, la del servicio de hospedaje, licencia para poseer armas defensivas y algunas clases de armas ofensivas, etc. Estos beneficios, especialmente los judiciales, atrajeron a las milicias a la mayor parte de los comerciantes que quedaban así exentos de la justicia ordinaria; a tal extremo llegó el fuero que hizo nulas las protestas de la justicia civil en razón de que la mayoría de los delitos cometidos ni siquiera llegaban a ser juzgados.

Este instituto del fuero militar que libraba de responsabilidades a la oficialidad en materia de justicia común fue acuñado en España desde la Edad Media y transferido formalmente a América mediante las Ordenanzas de Felipe IV, de 28 de julio de 1632; en la Real Ordenanza de Flandes de 18 de diciembre de 1701, reformada 27 años después, el 12 de julio de 1728, y en las de Carlos III, de 1768, según lo señala el historiador Fernando de Salas.

Por otra parte, la imposibilidad de la élite criolla de acceder a títulos nobiliarios le hizo encontrar en los grados y jerarquía militar el mecanismo por medio del cual exigía pleitesía de trato. Así el poder socio-político atrajo a sectores clave para el ejercicio de puestos de mando que no gozaban de sueldo, ni tenían el deber de uso del uniforme (Salvo tres o cuatro días al año), y mandaban sobre hipotéticos regimientos, formados sólo para los días en que oficialmente se convocaba a las milicias para el desarrollo de alguna actividad protocolaria y rara vez para asuntos de naturaleza militar.

Humboldt, a fines del siglo XVIII, escribió: “No es el espíritu militar de la nación sino la vanidad de un pequeño número de familias cuyos jefes aspiran a títulos de coronel o brigadier, lo que ha fomentado las milicias en las colonias españolas (…) asombre ver, hasta en las ciudades chicas de provincia, a todos los negociantes transformados en coroneles, en capitanes y en sargentos mayores (…) como el grado de coronel da derecho al tratamiento y título de señoría, que repite la gente sin cesar en la conversación familiar, ya se concibe que sea el que más contribuye a la felicidad de la vida doméstica, y por el que los criollos hacen los sacrificios de fortuna más extraordinarios”.

Cosa semejante sucedió también con el Ejército de Dotación, ya que tanto la tropa como la oficialidad estaba formados por los naturales de las distintas plazas en que tales fuerzas fueron creadas, permitiendo así a la élite criolla profesionalizada en armas su ingreso en estamentos de poder hasta entonces reservados de forma estricta para los peninsulares. Y tal incorporación no supuso el abandono de sus actividades comerciales ni terratenientes, en razón de encontrarse tales tropas en las mismas jurisdicciones en donde los criollos tenían sus propiedades y negocios, dándose por tanto una amalgama de intereses, entre lo público, representado por la estructura militar, y lo privado, representado por el uso de la influencia castrense como apoyo de la actividad económica y social de sus oficiales, es decir, los criollos.

El Ejército de Reserva tampoco escapó al control e influencia de la élites criollas aunque en menor medida  que el Ejército de América y las Milicias, dada su especial composición y temporalidad. Sin embargo, operó en términos estratégicos como una unidad de apoyo que fue empleada de conformidad a los criterios determinados por las élites locales y salvo contadas ocasiones, como medio para el cumplimiento de objetivos pretendidos de manera autónoma por la Corona.

Sobre el control en la estructura del mando militar surgió el control sobre el manejo logístico de la empresa colonizadora y de este la independencia como proceso político que reconoce en las élites y no en la Corona española el control político sobre América. En este sentido cabe señalar que la situación externa e interna de la América Colonial en el siglo XVIII significó la hipoteca de la Hacienda Real americana para con el gasto defensivo (circunstancia de extraordinaria importancia para el mundo socioeconómico americano ya que la mayor parte de dicha deuda estaba concentrada en los capitales locales criollos, los cuales acabaron manejando este gigantesco aparato financiero) en razón de que los mecanismos de financiamiento militar desbordaron las previsiones establecidas por la administración colonial.

El déficit generado por los gastos en defensa y seguridad obligaron a la administración colonial española a buscar la participación de personas, grupos y corporaciones que muy pronto condujo a la dependencia de la hacienda real para con los capitales privados. Tal dependencia se rebeló como un inmejorable instrumento de presión política a través del cual los intereses asociados a tales capitales privados obtuvieron para sí beneficios y prevendas por parte de la corona en salvaguarda de los intereses particulares en juego.

El peso de la deuda empezó a hacer que la mayor parte del botín obtenido en América se quedase en ese mismo lugar mediante transferencias de capital que en antaño eran dirigidas de los focos productivos – fundamentalmente mineros—y la metrópoli española y que ahora, en vez de tal destino final, se redirigen a otras áreas americanas que centralizaban buena parte del gasto, fundamentalmente defensivo, en montos cada vez más relevantes. Es decir, la mayor parte del ingreso fiscal deja de circular hacia España y pasa a hacerlo hacia las áreas de aplicación del gasto, en un circuito de capitales netamente americano. De la aceleración de tal proceso de traslado de capitales (sobre todo durante las tres últim
as décadas del siglo XVIII) y la extensión de este circuito a cada vez más amplias zonas del continente y su acaparamiento por parte de las élites locales (mediante el manejo de la deuda pública) surgirán las condiciones objetivas necesarias para que los criollos (adueñados  de los puestos de mando a nivel político, militar y hacendarios) planten la independencia de la Corona Española pero manteniendo intacto el funcionamiento del sistema colonial más allá de tal independencia política.

La vigencia de la sociedad colonial y su influencia en el poscolonialismo ha sido un factor característico del modelo social vigente en Latinoamérica al punto de que si se contrapone un mapa de desarrollo al mapa colonial se podrá apreciar que las zonas geográficas en donde existió una mayor presencia de la estructura de dominación española, al no variar las condiciones sociales y permanecer vigente el neocolonialismo, corresponde con las áreas de menor desarrollo y de mayor disparidad social; mientras que las zonas en donde la presencia del modelo colonial fue nula o escasa (Argentina, Chile, Costa Rica – la provincia más pobre y olvidada de la Capitanía General de Guatemala—el norte de México) presentan un mayor grado de desarrollo y crecimiento socio-económico. Lo cual permite establecer la conclusión de que si bien es cierto la independencia de España durante el siglo XIX marca el nacimiento de repúblicas independientes en el continente americano, este hecho no implicó transformaciones sociales que a lo interno cambiaran cualitativamente el funcionamiento de la sociedad bajo los parámetros coloniales en que esta fue fraguada, por tanto el actual statuo quo latinoamericano mantiene una relación de dependencia con la estructura colonial que le dio origen y sobre esta base los criollos y sus herederos han proseguido con el ejercicio del poder bajo modalidades que la institución militar ha ayudado a preservar. Lo cual demuestra que aún al día de hoy la independencia de América es un proceso inacabado del cual la sociedad latinoamericana actual no se ha librado de los moldes neocoloniales en que fue fraguada, y en ese contexto la continua relación entre las elites políticas y los cuadros de dirección de los institutos armados sirve para recordar esta relación mutua.