El orden penal en el período tardo colonial americano. por Carlos Alberto Garcés

Las formas y funciones del castigo

La institución de la justicia penal, como institución social, admite su análisis desde el punto de vista de su función o de su forma. Aunque es obvio que las formas de represión penal han evolucionado a través de la historia, todavía no queda claro si esta evolución de las formas externas es correlativa a una modificación funcional de la institución.

El castigo judicial, cualquiera sea su forma, es siempre una institución encaminada a la conservación social; desde este punto de vista hay una primera permanencia en cuanto a funcionalidad y es probable que existan más rasgos de permanencia, fundamentalmente en relación al alcance del discurso penal, extrapolando sus finalidades explícitas de prevención y ejemplificación con posibles funciones implícitas de expresión de poder.

Al estudiarse las formas sincrónicas del derecho penal y su objetivación como justicia punitiva, desde el punto de vista de la discursividad, aparecen expresiones de "texto no verbal" que si bien no se pueden tratar tradicionalmente como expresiones verbales, sí aportan las formas contextuales capaces de informarnos sobre realidades históricas, ya que a la vez le otorgan entidad suficiente para cobrar valor en la trama cultural.

En el ejercicio de la justicia punitiva desde los más remotos orígenes, se apela permanentemente al uso de una simbología particular en la expresión de sus mecanismos, es decir que todo el aparato punitivo descansa sobre la construcción de símbolos continentes de validación que a la vez lo vuelven legible a la experiencia común.

La instituciones jurídicas son manifestaciones de un todo social que las genera y las utiliza; creaciones históricas resultantes de una realidad específica que las determina, o cuanto menos condiciona su gestación. Se abordará este estudio desde el siglo XVIII por considerar que es en aquel período donde aparecen los factores de crisis que enjuician, tanto desde la teoría, con la aparición de los reformadores, como desde la práctica por el abandono paulatino, conciente o no, de formas más antiguas del aparato jurídico heredadas del Medioevo.

Para esta época las formas de penar resultan todavía fundamentalmente arcaicas -por lo menos para el caso hispanocolonial-, teniendo en cuenta que en Europa aparecen desde mediados de la centuria importantes revisionistas en materia penal, como el célebre milanés Cesare Bonesana, marqués de Beccaria que en 1764 publica Dei delitti e delle pene[1], aguda crítica a las instituciones jurídicas de su tiempo.

El derecho en general, y el derecho penal en particular se plantea como regulador de una relación compleja entre un todo social y el comportamiento de sus partes, primero sobre la base del pensamiento mágico-religioso, para evolucionar luego hacia las actuales formas civiles. Al pensamiento mágico del tótem contraponiéndose al tabú, que regula la cohesión social de las sociedades arcaicas, puede oponérsele en la sociedad moderna la institucionalización del derecho por un lado y la penalización de su inobservancia por el otro.

De la oposición entre corpus jurídico y sanción surge el concepto de retribución, elemento básico en la justificación teórica del derecho penal. Siguiendo en este punto a Jiménez de Asúa (1950: 205)[2], "la consideración retributiva descubre el pasaje -realizado paulatinamente- del tabú religioso y mágico a las prohibiciones civiles, confundiéndose al comienzo el mandato de divino con el estatuto de los hombres".

A partir de estas consideraciones nos es posible transpolar la visión arcaica del tótem como la comunidad jurídica de origen y del tabú como la serie de prohibiciones emergentes de esa misma comunidad jurídica en los tiempos modernos.

Desde la antigüedad, la reacción punitiva es eminentemente colectiva contra el miembro que transgrede las normas de convivencia social. Ese carácter se percibe aún en las formas de ejecución ya que, por ejemplo, se considera a la lapidación[3] como una de las manifestaciones más antiguas de la reacción punitiva ejercida colectivamente; en este sentido lo "social" de la pena está siempre presente. Su relación filogenética se basa en que al ser la comunidad la generatriz de las normas de convivencia es también la que asegura su cumplimiento. Lógicamente, esta relación será correlativa a la propia evolución histórica de la sociedad y de los mecanismos de poder y cohesión.

En cuanto a la práctica penal, en la época estudiada, aparece claramente definido el rasgo social de la pena, en tanto el espectáculo punitivo que se realiza en el siglo XVIII es impensable como mero acto de administración. Foucault ([1975], 1988)[4] afirma que si un castigo conocido se hubiera realizado en secreto, no habría tenido sentido dentro de esta mecánica punitiva. No obstante ser de gran interés esta opinión, no se puede afirmar a rajatabla que sea del todo cierto, ya que la experiencia demuestra que muchas veces se propinaban castigos físicos en el interior de las cárceles, es decir que se vedaba al público el espectáculo, sin que por esto se perdiera funcionalidad. Hay que reconocer, no obstante, que las penas graves, como la capital, siempre se aplicaban en público.

La característica social de la pena aparece como dato empírico no sólo en los orígenes del derecho penal, sino hasta la actualidad cuando se producen reacciones colectivas en contra de ocasionales criminales, en el fenómeno conocido como ley de Lynch[5].

La reacción social, originariamente religiosa se torna civil paulatinamente. Franz von Liszt sistematiza este concepto al decir: en la unión social prehistórica, que se funda en la comunidad de la sangre y donde aún no se distingue el mandato de Dios del estatuto de los hombres, el crimen es un atentado contra la divinidad, y la pena la expulsión de los que atentan al orden social existente, pero como sacrificio a la divinidad en primer término[6]. Aún para las sociedades modernas, la función penal no parece haber variado mucho respecto de estas consideraciones. El vínculo entre la violación del tabú y la retribución sobrevive en las formas civiles de organización del derecho. Primitivamente, además, se es responsable por el mero efecto dañoso sin importar que el sujeto haya quebrantado las prohibiciones conciente o inconcientemente. El tabú violado exige la expiación y para restablecer el orden quebrantado por el alejamiento de la norma se llega a los extremos -contemplados en leyes medievales- de atribuir responsabilidad penal a las bestias y aún a objetos inanimados[7].

Desde la perspectiva teórica adoptada se comprueba que antes que una justicia retributiva existe siempre una justicia distributiva. ¿Cuáles son los alcances de esta distribución? Desde el punto de vista estrictamente económico, cuando un ladrón roba, la retribución del daño no es entendida por la justicia como la simple retribución económica, sino que además se deberá retribuir el "daño social", provocado por la desviación, apelándose a sanciones que exceden cuantitativamente el delito, como la confiscación de bienes a lo que se suma la prisión, de la cual se deduce un lucro cesante para el condenado, que en términos puramente económicos equivaldría a una distribución, o más precisamente a una redistribución de recursos, algunos como retribución al damnificado y otros como liso y llano traspaso al fisco de los bienes y la mano de obra forzada del condenado, de donde se desprende además que el delito no sólo conforma un "daño" en sentido estricto a una persona o a un bien, sino además un pecado y un daño general a la sociedad, por lo que la retribución deberá abarcar t
ambién esa faceta. Al estudiar la aplicación de las penas corporales se puede teorizar de manera similar, es decir, advertir que se excede el marco de la mera retribución.

Foucault[8] estima que la evolución de los sistemas penales transita desde los grandes espectáculos punitivos frecuentes en la Edad Media hacia una economía de los derechos suspendidos en la Edad Contemporánea. El momento de crisis se produciría entre mediados del siglo XVIII y mediados del XIX.

La pena, en su objetivación como "pena pública", se transforma en el derecho penal público en manos del poder ilimitado del Estado. La ley penal determina no sólo el contenido y modalidad, sino también la exteriorización de sus principios, de ahí que demarcado el concepto de crimen, el arbitrio sea imposible una vez tipificado el caso bajo la regla. En este punto, la aparente contradicción de que el poder ilimitado del Estado es a la vez el límite de aplicación de la pena, fundamenta la conceptualización de von Ihering de que "el derecho es la política del poder, así el derecho público para castigar es el poder penal público jurídicamente limitado. Mas, esta limitación está formada por el derecho penal en su sentido objetivo[9].

Desde ya, el concepto jurídico de la pena sólo es tal desde que adquiere el rango de pena pública; de otro modo sería venganza colectiva, guerras o, si se quiere, venganza privada.

Siguiendo los conceptos de von Liszt sobre el desarrollo histórico del delito y de la pena, se resume del siguiente modo las etapas que habría atravesado la justicia punitiva: a) en la primera etapa el crimen es atentado contra los dioses y la pena un medio de aplacar la cólera divina; b) en la segunda el crimen es una agresión violenta de una tribu contra otra y la pena una venganza de sangre de tribu a tribu; c) en la tercera el crimen es transgresión del orden jurídico establecido por el Estado y la pena una reacción del Estado contra la voluntad individual opuesta a la suya.

La teleología de la ley penal es la prevención y la ejemplificación. Ya la ley Visigótica decía:

"esta es la razón porque fue fecha la ley, que la maldad de los omnes fuese refrenada por miedo della, e que los buenos si siguiesen seguramientre entre los malos, e que los malos fuesen penados por la ley e dexasen de facer mal por el miedo de la pena"[10].

Estos dos principios básicos del derecho penal, prevenir y ejemplificar, están siempre presentes en la documentación jurídica colonial. La fórmula más frecuente dice: "sirva de ejemplo y escarmiento y se contengan otros de hacer lo mismo", o "para que quien tal hace tal pague"; sin embargo, una lectura más profunda descubre otras implicaciones funcionales veladas en el castigo, que pueden analizarse más detenidamente.

El cuerpo y la representación simbólica en el acto del castigo

Desde los tiempos arcaicos, la tradición penal compromete al cuerpo de los condenados como parte esencial de sus procedimientos. La tortura y el suplicio son las manifestaciones extremas de este compromiso.

La tortura judicial se concibe como la etapa del procedimiento que establece la realidad de los hechos que se juzgan. La tortura provoca la "prueba" y esta tiene dos caracteres funcionales contrapuestos: por un lado establece la "verdad" y por otro procura crear una "convicción", que tanto tenderá a justificar esa "verdad" como convencer al juez sobre ella. Lévy-Brhul (1958: 143) afirma que la prueba es "menos la investigación de la verdad que el medio de crear una convicción"[11].

El uso del tormento como medio de prueba busca provocar la confesión: la reina de las pruebas. Es un procedimiento válido para obtener la confesión de los reos, a quienes sería muy difícil condenar, especialmente a la pena capital, sin ella. Si bien en este sistema penal la propia declaración del acusado genera el máximo indicio de su culpabilidad, en el siglo XVIII se comenzará a dudar de su efectividad, sobre todo por su poca confiabilidad procesal. Por ejemplo Juan Pablo Forner ([1798], 1990: 138) califica a la prueba del tormento como "falible, perpleja, incierta y capaz de producir iniquidades espantosas, opuestas al fin e instituto de las sociedades civiles"[12], es decir desconfía de la utilidad procesal del tormento, advirtiéndose a la vez el rasgo sancionatorio que el procedimiento incluye. La tortura constituye por sí sola una pena; se descubre una implicación accesoria a su uso procesal, ya que sin desaparecer como procedimiento conlleva además una pena.

La imposición del tormento deriva de la necesidad de confirmar los indicios en contra del reo, en tanto aporta información adicional a los indicios previos y se conforma la plena prueba, frente a la justificada sanción. Los riesgos de este procedimiento son enumerados por los reformadores, fundamentalmente sobre la concepción del tormento inspirada en la antigua noción de "Juicio de Dios", según la cual si el reo no soportaba la operación y se confesaba culpable, se confirmaba sin dudas su culpabilidad. Si resistía al tormento y negaba su culpa, sería liberado de la pena capital, aunque después de haber sufrido el tormento.

Forner decía a fines del XVIII:

"La ley de Partida prescribió el tormento para llegar a la certidumbre en la indagación criminal, y no resultando este intento, le tuvo por pena suficiente para castigar las sospechas o, como explica el lenguaje del foro, para que queden purgados los indicios"[13].

Para Forner, la purgación de indicios verifica el carácter punitivo del procedimiento, porque, además, no se pude entender uno que conlleve la tremenda carga de distorsión física sin considerar su función en términos de pena.

Esta característica enunciada por Forner no está ausente en la justificación de las torturas aplicadas durante la Colonia. Un juez en Tucumán, en un proceso por hechicería llevado adelante en 1721, consideraba que a pesar de no haberse conseguido la prueba para condenar a muerte a la acusada, la prisión y privaciones que había sufrido se le daban por pena suficiente para purgar los "indicios" que contra ella pesaban[14]. Si bien no se llegó a propinar tormentos, la relación de éstos con la privación de libertad es unívoca en el sentido de "penas especiales", no consideradas como tales por el derecho.

Estas "penas especiales" no se limitan, como se dijo en el párrafo antecedente, al extremo de la tortura judicial, sino que aparecen en muchos otros momentos del procedimiento. Si bien para el siglo XVIII americano el uso de la tortura judicial es más bien raro, se apela a otras formulaciones de tendencia distorsiva sobre los cuerpos de los reos, como la prisión y el uso de cepos y grillos.

La prisión es un componente procesal -no penal- porque el reo, aún cuando pese en su contra sólo un leve indicio, deberá permanecer encerrado mientras se substancia el proceso. En muchos casos esta "prisión preventiva" excede el marco de la pena impuesta en el juicio[15]; así pueden interpretarse estas situaciones como resultantes de la "función de penalidad" que incluye el procedimiento. Esta desviación en la línea discursiva del castigo podría entenderse como parte de una estrategia discursiva, que en última instancia avalaría la idea de una intencionalidad política en el hecho de castigar. La "ocurrencia" del encierro, que podría considerarse como antecedente del encierro carcelario con fines correctivos del XIX, no debe ser interpretada como tal, ya que en esta época las penas de prisión son equiparables a penas corporales
y no a penas de detención correctivas, debe, por lo tanto, entenderse menos como un avance teórico sobre el fin de la pena que por la conjunción de la intencionalidad política con las necesidades socioeconómicas y la lentitud y los vicios[16] de la justicia colonial; en tanto los antecedentes del moderno sistema penitenciario, sostienen acertadamente Rusche y Kirchheimer ([1929], 1983: 25), han de buscarse en las casas de corrección europeas[17].

Hacia las formas distorsivas del cuerpo

La justicia punitiva transforma el cuerpo del agente transgresor generando relaciones polivalentes entre el quebrantamiento y el retorno a la norma con la mediación de la pena. Se produce una simbología que torna legible a la sociedad entera la fatal relación entre crimen y castigo, la imposibilidad de violar la norma sin que esto acarree graves consecuencias tanto para el trasgresor como para todo el cuerpo social. La justicia criminal monta un aparato objetivador de estas relaciones, las vuelve visibles y palpables. La objetivación discursiva en el acto de castigar genera una serie simbólica que establece una relación lógica entre el acto particular del delito y el acto universal del castigo. En un ritual penal es imposible dudar de la existencia objetiva del castigo, ya que permite una aprehensión descriptiva del acto.

La exteriorización verbal y simbólica del derecho penal genera un cierto número de pares opuestos entre la conducta desviada y la tipificación jurídica[18] del delito con la penalidad que ella desencadena, que vuelven tangible su relación con la pena. Tan es así que al aplicar las penas la justicia colonial suele mencionarla como "ordinaria", es decir la establecida según el delito tipificado. También existe una penalidad "arbitraria", que no se rige por la codificación sino por el arbitrio del juez interviniente, que posiblemente se relacione con un consuetudo en el ejercicio de la justicia. El homicida será sentenciado generalmente a "ordinaria" de muerte, el sodomita a "ordinaria" de cremación, etc. Toda la tipificación penal queda comprendida en un marco discursivo anterior y que necesariamente depende de su ubicación en una cultura que la valida y le brinda significado universal.

Como mecanismo de validación, la justicia utiliza la objetivación de la pena: mediante lo objetivo de su ejecución. Así, al transformar "corporalmente" al agente transgresor hace descifrable los pares opuestos que vuelven fatal la ejecución de las penas.

Ocultar o exhibir

El ocultamiento o la exhibición como significaciones opuestas a determinados significados transgresores deben entenderse dentro de la lógica de protección de la sociedad y de los particulares, aún en su aparente contradicción formal. Lo social prima sobre lo particular en cualquier sociedad y la derivación penal de las transgresiones a las normas se encuadran dentro de esa lógica. La sociedad colonial protege a sus miembros notables porque los considera estructuralmente necesarios para sí; en cambio puede desconocer a sus miembros marginales. En la derivación simbólica del castigo hacia el ocultamiento o la exhibición del condenado estará siempre la necesidad de conservar la escala social de valores, la importancia de los individuos o la importancia de la sociedad global.

La formulación de pares opuestos que van del delito al castigo a través de la exhibición o el ocultamiento, son el resultado de una lógica social plasmada en un discurso universalizador de la sanción. Los dos pares opuestos delito/exhibición, delito/ocultamiento se relacionan con lo étnico, el género, estatuto socioeconómico, inserción en el mercado de trabajo, etc., como así también -y esto por la génesis misma de la oposición- con la tipificación del delito en sí. Los delitos de sangre acarrean necesariamente la exhibición del culpable para que toda la sociedad pueda deslizar sobre él su propia vindicta, confundida con lo que el lenguaje foral denomina "vindicta pública".

Así, por ejemplo, entre los delitos contra la naturaleza, el homicidio (sobre todo el que tiene agravantes de vínculo como el parricidio, fratricidio, etc.), es en este sentido el más típico en cuanto a su castigo público. Lugar destacado ocupa aquí -aunque referido a casos estrictamente europeos- el atentado contra el príncipe, evaluado como el peor de los parricidios desde que el monarca es considerado como padre de sus súbditos.

Los delitos cometidos por mujeres son generalmente castigados en el interior de las cárceles[19], salvo en casos de brujería o herejía, donde la propia génesis del delito supera la norma que protege a los particulares, desafiando la estabilidad toda de la sociedad y de su vida transmundana -en la cosmovisión colonial, y aún contemplado por las leyes civiles, el atentado contra la religión es uno de los peores delitos-. El ocultamiento del transgresor ocurre toda vez que la conservación del equilibrio social lo requiera, involucrando la perfecta adecuación punitiva a la conservación social y generando una relación compleja entre lo que se debe "mostrar" y lo que se debe "ocultar".

En el caso de delitos contra la propiedad -en sentido amplio- la relación exhibición/ocultamiento deriva habitualmente de la posición social o étnica del transgresor. Esto se deriva de una tendencia a reproducir las relaciones estructurales de la sociedad. Es así que según las épocas hay cierta ambigüedad en la penalización que depende de la ubicación particular del trasgresor en la estructura de la sociedad que lo penaliza. En el caso hispanocolonial se revela una clara diferencia entre españoles y "castas", respondiendo básicamente a la necesidad aludida de conservación social[20].

La diferenciación jurídica entre indios y españoles obliga a asumir roles diferentes frente al hecho penal. El español que incurre en una falta a la ley debe ser extirpado de la sociedad, expulsado de la comunidad de la paz, su cuerpo se oculta condenándolo a presidio. En contraposición, el indio recibe un trato diferente por ser miembro no partícipe (por lo menos en términos absolutos) de la identidad étnica de la sociedad que lo reprime. El indio recibe la afrenta pública, es exhibido, se demuestra que no pertenece a la sociedad y a la vez sirve de canal de catarsis a la propia sociedad. Estos hechos son, sin embargo, consecuencias lógicas de las diferencias de estatuto jurídico según la procedencia étnica. No obstante, trascendiendo las formas emergentes de la legislación penal, hay motivos mucho más profundos y arraigados en la cultura colonial que refuerzan las prácticas punitivas. El tratamiento simbólico que esta política penal ejerce sobre los cuerpos de los transgresores tiende siempre a restablecer el orden quebrantado mediante las derivaciones simbólicas del ocultamiento o la exhibición.

Otra forma de utilización de esta representación simbólica es la que se da en casos de expulsión de minorías étnicas del territorio colonial, como es el caso de los judíos, moros y gitanos[21].

La exhibición de los reos tiene un capítulo aparte en las llamadas penas contra el honor, que si bien suelen formar parte de otras penas más graves, aseguran la exhibición de los condenados ante el escarnio público sobre la picota. La presencia de los rollos de hacer justicia y picotas es además un dato de interés dentro de toda una "arquitectura" de la pena[22].

La objetivación de la pena sobre el cuerpo

Las formas penales tienden a hacerse objetivas y visibles precisamente sobre los cuerpos de los condenados. Se genera un espacio de distorsión por un lado y un espacio de marginación por el otro. Desde la ejecución de la sentenc
ia capital, forma extrema de la distorsión, hasta la expulsión (real o simbólica) de la comunidad, hay un espacio social y geográfico donde se asienta una "sociedad de la pena".

El derecho penal apela a la distorsión como un modo de prevención mediante una evidente coacción psíquica, lo que constituye un principio fundador del mismo. La prevención oculta un ejercicio/expresión del poder ilimitado del soberano; es posible que la génesis de esta política de terror esté más cerca de la ostentación del poder que de la necesidad de prevención, o formen ambas facetas un todo inseparable.

En el uso de esta simbología suceptible de ser descifrada por una sociedad mayoritariamente iletrada, la justicia colonial necesita formular una política del espacio: los espacios de las ceremonias penales y los de marginación penal (cárcel o destierro).

En la elaboración espacial del castigo se traza, además, un itinerario significante que guarda relación directa con los espacios protegidos por paces especiales: los cortejos penales evitan la proximidad de las iglesias, conventos, cementerios y demás lugares sagrados, e inclusive de la posibilidad de asilo doméstico, que originado en la Edad Media, todavía reconoce consecuentes en la colonia americana[23]. Por otro lado, y de la misma manera que influye en la territorialidad penal, el espacio puede agravar los delitos, por ejemplo, robar en sagrado califica al robo.

En su formulación simbólica, la filosofía del castigo tiende a remitir a la índole del delito, es decir que es necesario que quien presencie la ceremonia penal sepa claramente cuál es el delito que se castiga[24]. Que un hecho particular de violencia sea castigado con un hecho público de violencia lo vuelve universal mediante la creación de un espacio de representación simbólica. No es válido suponer que el delito sea un discurso social a priori, desde el momento en que se supone que nadie delinque para que los demás lo imiten. El delito es, en casi todos los casos, una experiencia particular, pero es ella la que posibilita la instancia de universalización simbólica a través del castigo. La transgresión particular carece de toda teleología y se orienta a satisfacer apetitos concretos y de algún modo inmediatos, sin embargo, el castigo tiene un fin universal en sí mismo, aunque su causación provenga del delito, anterior en el tiempo y de alguna manera su fundamento.

Desde este punto de vista, la política de la marginación hacia adentro o hacia afuera (prisión/exilio) de la sociedad guarda relación con la necesidad de equilibrio y con la protección social que se persigue mediante el castigo. Tampoco se puede considerar estas penas de libertad como incorpóreas, en la medida que comprometen al cuerpo de los condenados en un espacio de reclusión o exilio involuntarios.

Ya en el siglo XVIII, Beccaria se queja del sentido restrictivo de la cárcel sosteniendo que se opone a la prontitud de la pena. Basado en la tradición de que la cárcel no es ni debe ser considerada una pena, recomienda su acotación al mínimo indispensable. Su fundamentación teórica es que si el individuo se encuentra en la cárcel (a la que considera de hecho, mas no de derecho una pena[25]) para esperar ser juzgados y saber si es digno de pena o no, se incurriría en la contradicción de aplicar una pena a quien no se sabe si será condenado después del juicio[26].

La política tendiente a la marginación expulsiva está aún en el XVIII emparentada con nociones medievales como la Friedlosigkeit o pérdida de la paz germana, concepto vinculado después con el de enemistad (inimicitia) de los Fueros Territoriales españoles. En el XVIII esta pérdida de la paz puede deducirse incluso de la teoría del Contrato, ya que el individuo que quebranta las leyes renuncia como contrapartida a su protección y a la sociedad en general. Si esta pérdida de la paz indica aquella renuncia, el infractor queda inhabilitado para permanecer en la comunidad, por lo menos mientras su deuda con ella no haya sido saldada. A pesar de la evolución teórica y práctica esta forma de exclusión, por lo menos en su apariencia, sigue siendo similar a su antecedente medieval al aplicarla al discurso sobre aborígenes no pacificados a quienes se considera enemigos[27].

La estigmatización simbólica

El derecho penal moderno, por lo menos hasta el siglo XVIII sienta uno de sus pilares fundamentales en el concepto de ejemplificación: en ella se resuelve fundamentalmente la prevención penal. Todos los mecanismos del castigo se orientan a sembrar el terror entre los espectadores componiendo el nexo discursivo entre la falta y la sanción.

La apelación al estigma como modo de separar la paja del trigo es uno de los rasgos más relevantes. La estigmatización siempre contiene una simbología particular, muchas veces, además, se inscribe sobre el cuerpo del condenado, ya sea a través de marcas[28] o mutilaciones físicas o de la obligación impuesta del uso de atuendos o símbolos infamantes, como los famosos sambenitos utilizados por la Inquisición.

Sin llegar a ejemplos extremos de teatralización simbólica, como los de los autos de fe, la marca simbólica aparece casi cotidianamente en el ejercicio penal. Obligar a los reos a portar los instrumentos de su delito en la mano, alrededor del cuello o cubrirlos con el producto de sus robos; esperar la ejecución con "túnica de ahorcado y dogal al cuello"[29], o cumplir la sentencia con condiciones como ir "vestido de pañete como delincuente"[30].

El elemento externo vinculante con el delito realiza la síntesis visual de la imagen del criminal y del crimen mismo. De la misma manera se actúa en los casos de exposición de los cadáveres o de sus miembros amputados en las encrucijadas y los lugares públicos de los poblados, donde si bien el acto del castigo ha finalizado para el reo, la permanencia de sus restos por lapsos a veces muy prolongados asegura aquella síntesis visual[31].

La dramatización del crimen -solución por lo visual- asegura su reconstrucción despojado de sus elementos circunstanciales y logrando de este modo una imagen ideal o arquetípica del crimen y del criminal. La imagen del criminal, con sus armas muchas veces aún ensangrentadas, produce un efecto sintético de la reconstrucción idealizada del crimen al reunir en un mismo espacio geográfico y temporal los componentes objetivos y subjetivos del crimen. Al reo se lo disfraza de "criminal", con sus armas o herramientas listas para el crimen, y en ocasiones con ropa estigmatizante a fin de identificarlo con el crimen concreto. Al exhibir los elementos materiales del crimen se remite simbólicamente a sus elementos subjetivos, volviendo visible incluso el ánimo insano que lo llevó a delinquir, el "aura" de criminal.

La circularidad del discurso penal

El discurso penal, en norma y acción dibuja un círculo entre el crimen y el castigo universalizando un acto particular mediante una condena universal. El acto físico y simbólico del castigo describe el mensaje del derecho penal de prevenir mediante el ejemplo.

Desde la constitución del Estado como regulador de las relaciones civiles, la aparición de la verdadera "pena pública" ocupa el terreno de las antiguas venganzas privadas que por una resignificación, pasan a ser hechos punibles al evadirse de la órbita del poder.

Las reglas de derecho elaboran una teoría de la pena por un conjunto de enunciados cuyo substrato es un discurso culturalmente determinado (y a la vez necesariamente universalizador) sobre la conservación social. La ejecución de la sanción que impone la norma sobre el sujeto transgresor formula un discurso capaz de generar re
laciones descifrables hic et nunc para la sociedad que lo observa y que simultáneamente la contextualiza. La pena pública, antítesis del delito, tenderá a reproducirlo desde la perspectiva inversa: la representación del crimen desde la materialización de la pena genera un discurso que además guarda relación con la calidad del crimen y del criminal. A la alevosía en el crimen se responderá con el suplicio en el castigo.

La pena responde a las condiciones que vuelven alevoso un crimen. Por ejemplo, para el caso de los salteadores de caminos, y teniendo en cuenta la "paz particular que protege los caminos", y según disposiciones de tiempos de Felipe IV, deberán ser ahorcados y descuartizados, así como aprehendidos o muertos por cualquiera, estableciéndose además premios para quienes los entregasen vivos o muertos[32].

La resignificación discursiva del crimen en castigo completa la circularidad del discurso al transitar desde el ámbito privado del delito a la instancia pública y universal del castigo, para resumirse en las instancia otra vez individual del aprendizaje a través de un mecanismo pedagógico, expresando cabalmente los fines explícitos e implícitos de la política penal.

Referencias documentales:

ATJ: Archivo de Tribunales de Jujuy

AHPC: Archivo Histórico de la provincia de Córdoba

AHT: Archivo Histórico de Tucumán

AGN: Archivo General de la Nación.

Notas:

[*] El autor es Director del Instituto de Investigaciones Facultad de Ciencias Económicas/Director del Centro de Estudios Indígenas y Coloniales Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales Universidad Nacional de Jujuy. Email: garces@fce.unju.edu.ar

[1] La primera edición se publica en Liorna de manera anónima. La edición consultada para este trabajo es la de Piero Calamandrei, traducción de Santiago Sentís Melendo y Mariano Ayerra Redín, ediciones jurídicas Europa y América, Buenos Aires, 1958.

[2] Luis Jiménez de Asúa, Tratado de derecho penal, t. I, Losada, Buenos Aires, 1950, pág. 205.

[3] Posteriormente, por ejemplo en Partidas, desaparecen todas las formas de sanción ejecutadas directamente por la comunidad, en relación directa con el robustecimiento del poder público. No obstante en tiempos de convulsión política suelen darse situaciones de ejercicio penal que, aunque no estén del todo desligadas del poder del Estado, dejan de lado los requisitos legales y se constituyen en especies de tribunales de justicia popular.

[4] Michel Foucault, Vigilar y castigar, nacimiento de la prisión, Siglo XXI, México, 1988.

[5] Ley de Lynch: procedimiento sumario mediante el cual, frente a un delito, un grupo de ciudadanos sin atribuciones legales para ello, impone pena de muerte al culpable y la ejecuta. Se le atribuye el nombre por Charles Lynch (1736-1796), juez de paz de Virginia, quien al concluir la guerra de independencia norteamericana persiguió a los tories aplicándoles la pena de muerte sin sujeción a norma alguna de derecho.

[6] Die Kultur der Gegenwart, citado por Jiménez de Asúa. op. cit., pág. 206.

[7] Aún en Partidas, para el caso de la copulación con animales, además de morir el culpable, se establece el sacrificio de la bestia, en el título XXI, ley II, Partida 7ª, De los que fazen pecado de luxuria contra natura, "… deve morir porende tambien el que lo faze, como el que lo consiente (…) esa misma pena deve aver todo ome o toda muger que yoguiese con bestia; e deven demas matar la bestia para amortiguar la remembrança del fecho.

[8] Foucault, op. cit.

[9] Citado por Jiménez de Asúa, op. cit., pág. 206.

[10] Ley 5ª, tít. III, lib. I, cit. por Jiménez de Asúa, op. cit., pág. 520.

[11] Henri Lévy-Brhul, Aspectos sociológicos del derecho, José Cajica Jr., México, 1958, pág. 143.

[12] Juan Pablo Forner, Discurso sobre la tortura, Crítica, Barcelona, 1990, pág. 138.

[13] Forner, op. cit., pág. 175.

[14]. AHT, Sección Judicial, caja 1 expediente 29. Antecedente: india Ana del Manantial acusada de muerte por encantamiento a Gerónima González; consecuente: de oficio, julio 15 de 1721, la sentencia final indica: "Fallo que debo declarar y declaro a la dicha Ana por libre del delito que se le ynputo dexando en su fuersa y vigor las provansas y por los yndisios sindicados y lo mas que en justisia conviene se le de en pena la prision y carsel que a tenido y en adelante asista la dicha Anna en la casa y morada de dicho su defensor y administrador para que tenga el consexo y dotrina nesesaria sin poder salir ni ir a su pueblo asi lo pronunsio proveo y mando en devida pronunsiasion de justisia" (foja 24 r y v.)

[15] Son comunes los casos en que los reos son liberados en el curso del proceso por considerar los magistrados que ya han purgado su culpa con el tiempo que permanecieron recluidos.

[16]. Según Manuel Lizondo Borda uno de los vicios principales de la justicia en el Tucumán colonial era que, dada la escasa población de las ciudades, aún de las principales, los alcaldes encargados de la administración de justicia, casi siempre, estaban emparentados o tenían lazos de amistad con los litigantes, lo que impedía la imparcialidad. Cfr. Historia del Tucumán (siglos XVII y XVIII), UNT, 1941, pág. 77. Además, es muy común, y particularmente notable en los casos penales de Tucumán, que casi siempre los intervinientes en un juicio están comprendidos en las "generales de la ley", por lo que muy a menudo hacen la salvedad de aclarar que "no por ser pariente de fulano" a faltado a la verdad en su declaración. En los procesos por hechicería entre 1688 y 1721, por ejemplo, se advierte el constante vínculo doméstico entre casi todos los participantes de las causas y sus nombres aparecen una y otra vez, a veces cambiando de función.

[17]. Georg Rusche, y Otto Kirchheimer, Pena y estructura social, [Punishment and social structurs, Columbia University Press, 1929], Temis, Bogotá, 1983, pág. 25.

[18] Ya en Partidas aparece una amplia tipificación de los delitos con sus penas correspondientes.

[19]. El papel de la mujer en tiempos de la Colonia es absolutamente subalterno, y posiblemente las acciones delictivas que estas protagonizaban eran castigadas de manera doméstica. Son muy pocos los casos donde los delincuentes son de sexo femenino; como contrapartida, tampoco se acepta a la mujer como querellante en causas criminales, y cuando esto sucede se le suele recomendar que nombre un podatario varón para que lleve adelante la causa. Por ejemplo en la causa promovida por doña Josefa Román, en 1717, contra la india Clara por hechicería, se le ordena lo siguiente: "… mando se notifique a la parte autora [sic = actora] presente los testigos que hisieren a su favor y por ser muxer mando [nombre] [roto] persona con quien se pueda formar juicio lo qual cumpla dentro de un dia de como se le fuere notificado…", AHT, Sección Judicial, Caja 2, expediente 7, f. 1 v.

[20] En un régimen de castigos establecido por las autoridades coloniales para el incumplimiento de la tributación sobre el beneficio de las minas de oro se establece lo siguiente: "… a todos los estantes y avitantes de esta lavor de San Joseph, provincia de San Salvador de Jujuy, que paguen el quinto de oro
que sacan de dicha lavor de sinco onzas, la una para su Magestad que Dios guarde, y de no ser asi pena de perdimiento de bienes y seys años de presidio en Esteco si fuese español, y si fuese yndio pena de embargados todos sus bienes muebles y rayses y sys meses de pongo de no ser así y sien asotes como se acostumbra…" (ATJ, 1708, 26: 815). El principio diferenciador en los contenidos y modalidades del castigo ya está presente en Partidas, donde se establece, por ejemplo, qué reos pueden ser torturados y cuales no, de qué forma se debe aplicar la pena capital según la calidad del reo y otras alternativas según los fueros personales o corporativos. Véase Partida 7ª, títulos XVIII, sobre los denuestos; XXIX, sobre la recabdación y XXX, sobre los tormentos.

[21] En una causa seguida contra Francisco González, peón, Roque Coronel, sin oficio, Juan Roque y José Flores por robo en 1763, la sentencia se particulariza desde el punto de vista étnico al establecer las siguientes penas: "… a Roque Coronel y Juan Roque se le den cien asotes en la misma conformidad y dos años de igual destino a las obras de su magestad en Montevideo, y a dicho Flores, por gitano, se remita en partida de registro a España (AGN, 1763, IX, 32-1-1, 4: 3)

[22] Constancio Bernaldo de Quirós ha hecho un relevamiento de estos monumentos en La picota en América, La Habana, 1948, donde menciona la presencia de 49 picotas que datan de tiempos de la colonia.

[23] Se suele mencionar la necesidad de evitar la posibilidad del asilo al conducir a los reos a la cárcel: "… le condujeron a las carceles reales de esta dicha ciudad, sin haver tocado en ninguna iglesia ni lugar sagrado…" (ATJ, 1790, 61: 1954); también en otra causa se menciona la misma condición: "… el reo contenido en estos autos condusido por par[tidarios] sin hinmunidad de lugar eclesiastico mand[o] que sea presa su persona en esta carcel publica…" (ATJ, 1783, 55: 1791). Respecto al asilo doméstico, Jiménez de Asúa menciona un caso ocurrido en Lima donde un criminal se acogió al asilo de una casa particular, op. cit. pág. 783.

[24] Además de la reconstrucción del crimen sobre base de sus productos, también se exhiben los instrumentos del delito, ganzúas o armas utilizadas. En la causa contra Juan de los Ríos, Nicolás Britos, y Antonio Rodríguez, la sentencia de azotes incluye: "… condenara a los reos a ser puestos en una escalera y públicamente paseados por las calles con las ganzúas y alhajas colgadas al pescuezo, dando a cada uno de ellos 200 azotes y publicándose por voz de pregonero el motivo que dio mérito al castigo, de modo que concluso éste se restituyan a las prisiones para que la causa tome el regular curso, y pueda pedir la final imposición por premio de sus desvergonzados excesos". AGN, IX, 32-1-2, leg. 6: 9, 1770. Puede verse también la descripción de la ceremonia penal en Alamiro de Avila Martel, Aspectos del derecho penal indiano, Instituto de Historia del Derecho Argentino (Conferencias y Comunicaciones, 13), Buenos Aires, 1946, pág. 31.

[25] Recordemos que las Partidas tampoco consideran a la cárcel como una pena, sino como un simple resguardo judicial, Partida 7ª, Título XXIX, sobre la recabdación.

[26] Beccaria, op. cit., pág. 173.

[27] Ver ATJ, 1752, 38: 1242, donde se le imputa a un delincuente de casta indio haber vivido voluntariamente entre la enemiga (refiriéndose a la nación toba).

[28]. La idea de señalamiento con fines identificatorios está presente desde antiguo; las Partidas conservan muchas de sus formas, limitándose a prohibir la señal en la cara, "Esto es, porque la cara del ome fizo Dios a su semejança: e porende, ningund juez non deve penar en la cara, ante defendemos que non lo fagan (…) gela manden dar en otras partes del cuerpo en non en la cara…" Título XXXI, ley VI, Partida 7ª. No obstante la prohibición de Partidas, la marca facial se sigue empleando en Hispanoamérica: tras la sublevación de Túpac-Amaru dieciséis reos son condenados en Jujuy a ser marcados, "… se les pondrá una señal en el carrillo que deberá ser de una R, que indica rebelde o rebelado; la que se hará a fuego para que sirva de memoria de su delito, y para otros se conosca su traicion", en "Documentos para la historia de la sublevación de José Gabriel de Túpac-Amaru", Colección de obras y documentos relativos a la historia antigua y moderna de las provincias del Río de la Plata, por Pedro de Angelis, Librería Nacional de J. Lajouane, Buenos Aires, 1910, tomo IV, pág. 521.

[29] ATJ, 1783, 55: 1791.

[30] AGN, 1776, IX, 32-1-1, 4: 13.

[31] Ejemplos de exposición de cadáveres o de miembros amputados es muy frecuente en tiempos de la Colonia, a modo de ejemplo pueden citarse los casos de Juan Condorí, indio, condenado por homicidio, en cuya causa se lee: "Fallo que devia condenar y condeno al dicho Juan Condori en la pena hordinaria de muerte y la justicia que se ha de hazer es que salga de la carcel donde se halla preso arrastrado en un cepo a la cola de una vestia de alvarda a voz de pregonero que manifieste su delito y sea asi llevado por las calles acostumbradas y publicas de esta ciudad hasta la plaza donde estara puesta una horca de tres palos y sera colgado hasta que naturalmente muera y despues se desquartizara su cuerpo y se pondra la cabeza y mano derecha en una picota en el paraje donde ejecuto la alevosa muerte y los demas quartos de su cuerpo en las entradas y salidas de esta ciudad para terror y escarmiento de otros malebolos, sin que ninguna persona de estado, condision y calidad que sea los pueda quitar sin expresa licencia de este juzgado, baxo la pena que la Real Audiencia del distrito determinare" (ATJ, 1767, 44: 1461); también en una ejecución de 1798, se relata el descuartizamiento y distribución de los restos de un condenado: "Antonio de Iraide, escribano publico y de cabildo de este capitulo certifico en quanto puedo y ha lugar en derecho como el dia catorce del corriente se ha executado la sentencia de muerte de horca confirmada por Su Alteza en grado de vista y revista en las personas de Manuel Soria y José Leandro Ferreyra, a quienes despues de bajados de la horca donde han estado pendientes se les corto las cabezas y mandos y se colocaron en los lugares publicos conforme se previene, a todo lo qual me halle presente, y para que conste firme la presente en Cordoba a catorce de febrero de mil setecientos y noventa y ocho años" (AHPC, C, 1799, 85: 6).

[32] Cfr. Jiménez de Asúa, op. cit., pág. 564.