El chivo expiatorio y la crisis de la justicia Por Mariano Hernán Gutiérrez

De repente todo se hace muy claro. Y con esa claridad se hace todo más tranquilizante (al menos la angustia se trasforma en furia y tiene un objetivo). Todo indica, todo nos hace sentir que si ese culpable sufre lo suficiente, algo se calmará en nosotros: al menos se calmará esta necesidad dolorosa de verlo sufrir.
Pocos días después de irrumpir el dolor, sin que quede claro quien empezó o cómo nos vamos contagiando, comenzamos a "entender" que Chabán es (y siempre fue) un personaje odioso: esa barbita a medio camino, esa afección al hablar claramente poco rockera, su éxito… todo lo hace parecer menos genuino (menos rockero), más falso, más usurero, más materialista. En los medios  ya nadie se acuerda que alguna vez fue tratado casi como un mecenas del rock under (y si no lo dicen ellos, nuestra memoria sola ya no puede, está demasiado acostumbrada a que la guíen). Ahora está claro, clarísimo, que él tiene toda la culpa. Y entonces tenemos algo por qué luchar, conjurando al olvido a esa especie de autoreproche que parecía amenazarnos en algún momento.
Nos olvidamos de que alguna vez nos cuestionamos (o deberíamos haberlo hecho) a nosotros mismos (los espectadores): los primeros días nos cuestionamos que las madres jóvenes llevaran a sus hijos pequeños a un recital de rock, que los seguidores de la banda llevaran siempre bengalas, y aún que las prendieran a pesar de lo que dijeron los mismo organizadores. Pero lo que importa ahora es que Chabán es tan malvado que prácticamente lo ha hecho a propósito. Se comienzan a contar cosas de Chabán que cada vez lo encierran más en el estereotipo de todo aquello que nos resulta odioso y despreciable. Nadie se preocupa por averiguar que tan cierto es que a Chabán (o a quien sea) le haya dado lo mismo que muera gente con tal de llevarse más dinero (yo, sin embargo, encuentro esta versión absolutamente inverosímil, no porque lo conozca, sino porque ningún empresario sería tan estúpido de dilapidar así todas sus inversiones a futuro). Esa cara odiosa está ahí, y se cuenta de él esto y aquello, y ya ni siquiera nos detenemos en confirmarlo porque algo fuertísimo nos impulsa a querer verlo sufrir, como se merece. De repente, "la gente" que siente dolor por sus muertos se transforma en una masa de acoso; y así como no podemos evitar sentirnos contagiados por su dolor, nos contagiamos de ese sentimiento de que debe hacerse justicia (haciendo sufrir a quienes ya sabemos -porque todo el mundo lo dice-  que son culpables).
Tal vez lo que nos impulsa a encontrar tan malvado a Chabán sea la necesidad de evitar el dolor que surge con la sospecha de que somos todos un poco responsables (cosa que tampoco doy por cierta), y de que todos nos parecemos más a Chabán de lo que queremos creer; aún más: que Chabán es una persona más parecida a nosotros de lo que nos permitimos pensar. Si sintiéramos esto, una insoportable sensación de ser nosotros mismos un poco monstruosos nos invadiría; y ¿cómo evitar pensar entonces, que si no somos un poco  responsables, bien podríamos haberlo sido, porque en la vida cotidiana todos somos algo chabanes? Pero si Chabán es un completo monstruo, si ya sus rasgos de humanidad desaparecen, nos quedamos tranquilos sabiendo que no somos ni podríamos ser como él, y por lo tanto ya no nos sentimos ni un poco responsables de nada parecido. Ahora volvemos a afirmarnos que somos siempre víctimas. Siempre somos las víctimas. Pase lo que pase. Es la única forma de hacer las angustias menos destructivas: no decidimos nada; no hacemos nada que no se suponga que debemos hacer; todo lo que se hace lo hacen los malos; y todo lo que hacen los malos nos afecta. Todo lo que ocurre de malo, ocurre por culpa de otros. "A los pibes no los mató la bengala (aunque las pericias digan que sí), los mató la corrupción". Pero solo la de Ibarra y Chabán; no la corrupción de la banda, de los que prendieron la bengala, de los que llevaron a sus hijos. Esos somos todos víctimas y no somos ni un poco corruptos -ni egoístas, ni irresponsables- como ellos.
Las reacciones que exigen castigo suelen instituir un chivo expiatorio que canaliza y concentra todos los odios, en un primer momento, dispersos, peligrosos, mortificantes, autodestructivos. Entonces Chabán nos hace sentir mejor, porque contra él estamos todos juntos, y somos todos víctimas (pertenecemos al lado de los buenos), entonces ya no hay nada por qué cuestionarse o mortificarse uno mismo -sino sólo mortificar al otro-. Si no existiera Chabán, igual encontraríamos a un responsable absoluto para evitar que la responsabilidad colectiva nos manche. Tampoco importar verificar la verdad histórica de lo que le atribuimos; una vez que lo odiamos, sabemos que le tenemos qué hacer. Las pruebas son sólo las excusas que tenemos que buscar para que nos permitan hacerlo.

Un diálogo ideal (imaginario, por tanto) entre una víctima y un juez (también ideal), se podría resumir en el siguiente:
– ¿¡Cómo lo va a dejar en libertad a este asesino, si mató a mi hijo!?
– Debo hacerlo, puesto que todavía no puedo declararlo culpable. Ni soy yo quien pueda hacerlo; ni es este el momento en que puede hacerse.
– ¿Pero es que no ve que mató a mi hijo?
– En su proceso no se pretende que lo haya matado directamente sino que es responsable de su muerte. Pero para que otro juez (pues yo no puedo) diga esto válidamente debe llevarse a cabo un procedimiento preestablecido.
– ¡Pero está en libertad! ¿Acaso nuestros muertos no valen nada? ¿No valen que el culpable de su muertes deba sufrir? ¿Cuánto estoy sufriendo yo?
– Sus muertos sí valen para la ley, por eso el imputado será enjuiciado. No puedo responder el resto de las preguntas, no lo sé.
– ¿Y a mi quién me da seguridad? ¿Quién me dice que él, y todos los demás, no van a seguir matando a los pibes?
– Yo no le puedo dar esa seguridad. No me compete tampoco. No sabría como hacerlo ni me corresponde. Supongo que eso es función de los otros poderes del Estado.
– Siempre se lavan las manos. Así estamos. ¡Así esta la Justicia! Todos corruptos.
– Pero la decisión de permanecer en libertad hasta el juicio es un mandato procesal que se debe aplicar en el caso. Solo cumplo la ley.
– ¡Así está la Argentina! Todos corruptos, la vida no vale nada.

Este es un diálogo imposible. Para comenzar porque casi son dos monólogos. Cada uno de ellos habla en un idioma que el otro no puede entender. Uno desde lo irracional del dolor, de la emoción, del resentimiento; el otro desde la racionalidad absoluta de la burocracia. Pero además es inverosímil por nos resulta tan familiar esta víctima (la podemos escuchar, cualquiera sea su nombre, todos los días en la TV),  como artificioso el Juez. Cada tanto escuchamos a un Juez hablar así, pero en general contestan las preguntas que se les pregunta y que no están aptos para contestar (ni deben hacerlo), pretenden hablar desde la comprensión de la víctima, responden las críticas que les hacen los medios. Al contrario de este Juez imaginario, solo por evitar el escándalo, niegan derechos que jurídicamente son innegables.
Aún así, los jueces tampoco pueden salirse completamente de su rol y hablar igual que la víctima, pues los condiciona el límite de que muchas de sus conductas pueden ser sancionables, si lo hacen. Tienen un mandato explícito de actuar según ciertas normas; y así intentan pivotear entre el personaje mediático que los medios y los reclamantes pretenden que sea y el límite de sus obligaciones como funcionario judicial. Ante esta distancia insalvable entre el Juez y la víctima advierten algunos que los intereses de la Justicia se apartan de los intereses de "la gente" (victimizada, inocente, referente y vecina del televidente medio); y se anuncia y denuncia así la "crisis de la justicia". La justicia se encontraría en crisis porque ya no hace lo
que la gente que debe proteger necesita.

Paradójicamente, una justicia capaz de no someterse al mandato urgente de "la gente", y de acatar las reglas legales siempre de la misma forma -cualquiera sea el imputado, cualquiera sea el delito, cualquiera que sea la situación social o política, cualesquiera que sean las pretensiones de la mayoría- es una Justicia que funciona bien. Lejos de deber acercarse a las demandas populares, si la distancia fuera tan grande como la de este Juez imaginario, no existiría crisis ninguna.
Yerra el que crea que la Justicia en los estados republicanos ha sido creada para acceder a los reclamos de "la gente". Por el contrario, la Justicia ha sido imaginada como poder independiente (y hasta podría decirse, contrario a los poderes democráticos mayoritarios), para aplacar, contener y torcer los impulsos vindicativos de las víctimas, e imponer, ante los conflictos, una lógica propia. En síntesis, para expropiar su violencia.
La reacción de las víctimas, es -a pesar de su discurso que pretende lo contrario, y por más generalizada que sea- parcial, espontánea, cambiante, irracional (y esto quiere decir, en los términos modernos, injusta), puede ser excesivamente cruel y sobre todo desigual. Obedece a explosiones emocionales y no a una evaluación de responsabilidades. Se aplica selectivamente sobre unos y no sobre otros: sobre Chabán y no sobre Callejeros, por ejemplo.
La Justicia penal sólo puede encontrar su razón de ser, justamente, en la necesidad de expropiar de los particulares los conflictos graves que podrían desencadenar en violencia abierta (con el linchamiento, por ejemplo). Violencia, que como se sabe, una vez abierta siempre queda abierta y nunca se satisface: llama a ser repetida (contra otros, o contra el mismo, si sobrevive), o a ser devuelta en contra de quienes la ejercieron. La función válida y positiva que puede tener el Poder Judicial en el diseño de los estados modernos es impedir que la tensión social explote en violencia abierta y obligar a que los conflictos que derivan en revanchas, se diriman en un estricto código de mesura y previsibilidad (no es ni puede ser, como supone el lego, dar seguridad contra la delincuencia, ni combatir el delito, ni defender a las víctimas; nada de esto puede cumplir, en nada de esto puede ser eficiente, pues con respecto a estas tareas es siempre minúsculo). La única función que se le puede exigir como poder estatal es la reducción de los conflictos violentos a conflictos verbales y simbólicos, cuyo resultado violento (el encarcelamiento) se inviste siempre de mesura y neutralidad y debe estar asegurado por una serie de garantías de racionalidad de que las reacciones informales carecen. Ello lo puede lograr sólo a costa de absorber y aplacar, mediante la aplicación del código jurídico, todas las violencias de las partes. Cuando no cumple esta serie de garantías que le dan sentido a su función (y esto ocurre a menudo, sobre todo en las causas anónimas) pierde cualquier función positiva que pueda tener, y se convierte, sencillamente, en una violencia más.

Nuestro sistema de Justicia siempre ha funcionado deficitariamente y siempre ha estado en crisis. Pero su déficit no deviene de no acceder a las presiones exteriores, sino todo lo contrario, de ser demasiado vulnerable a ellas. Su crisis no es fruto de no seguir las pulsiones populares, sino de no respetar esas garantías y reglas generales que le imponen comportarse de forma regular en todos los casos.
La Justicia debería ser tan orgullosa y pagada de sí misma, que no la afectaran ni las presiones políticas, ni aún las presiones sociales (también políticas) amplificadas por la prensa; de forma tal que sólo actuara conforme los códigos jurídicos. Paradójicamente, aunque esto le valiera la acusación permanente de Crisis por parte de los medios, obtendría gran legitimidad social a largo plazo.  Porque calmada la fiebre reactiva punitiva de la masa de acoso (a la que casi todos nos sumamos, aunque sea pasivamente a través de los medios), su legitimidad se construye por el respeto que impone, por la imparcialidad y frialdad que deja mostrar, por establecer cierta regularidad equitativa que no se somete a la urgencia de los reclamos.
Es sólo cuando demuestra ser diferente a los grupos que reaccionan, estar más allá de sus intereses particulares, que el Poder Judicial penal puede tener éxito como artefacto que evite la reproducción incontrolada de violencia explícita. La Justicia debe suplantar al mecanismo del chivo expiatorio, no someterse a él o reproducirlo. Si alguna justificación válida puede encontrar el Poder Judicial penal en las sociedades modernas es ésa.
La Justicia, entonces, debe dejar en libertad a Chabán si eso es lo que le ordenan sus códigos (ignoro, como todos los que no han leído la causa, si en el caso esto es así), aún a pesar de lo que crean las víctimas y todos quienes los acompañan. No porque no pueda hacer otra cosa, sino porque eso es lo que se supone que debe hacer para funcionar bien: sólo obedecer al código jurídico que la rige aunque eso implique (y seguramente en muchos casos lo hará) hacer lo contrario a lo que "la gente" necesita. Es esto lo que la hace una instancia tan diferente de nosotros mismos, y tan necesaria para nosotros mismos. Sólo así (a la inversa de lo que suponen quienes lo denuncian) se recuperará de su "crisis de legitimidad".
El Poder Judicial (en su faz penal) no es una institución democrática (no está para obedecer a la mayoría de turno), sino una institución republicana (que debe limitar los excesos de los poderes de la mayoría). Este límite de racionalidad es necesario para darle al orden democrático estabilidad, porque es la fuente de su legitimidad a largo plazo.  Puede democratizarse el Poder Judicial y sería bueno que ello se haga.  Pero ello no puede implicar dejar librada la aplicación de sus garantías procesales y penales a la voluntad de los grupos de presión (de los otros poderes estatales, de las corporaciones políticas, de la prensa, de la "opinión pública", de los particulares), sino, al contrario, reforzar su independencia, para que siempre cumpla las reglas, aunque esto resulte inconveniente.

(*) El autor es integrante del Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos (CEPOC), del Programa de Estudios del Control Social (Instituto Gino Germani, UBA) y Profesor Adjunto de Derecho Penal I, UNLZ.

Nota bibliográfica: sobre el mecanismo del chivo expiatorio para expulsar la violencia intrasocial o intragrupal, léase Girard, René "La Violencia y lo Sagrado" (Anagrama, Barcelona, 1998); sobre el mecanismo de contención y reducción de la violencia a una dimensión simbólica dentro del derecho, léase Resta, Eligio "La Certeza y la Esperanza" (Paidós, Barcelona, 1995);  sobre la reducción de la violencia social como única posible fuente de legitimidad del Derecho penal, por supuesto, Ferrajoli, Luigi "Derecho y Razón" (Trotta, Barcelona, 1998).