Configuración del delito de corrupción de menores. Problemas concursales con otras figuras contra la integridad sexual Por Emanuel Gonzalo Mora

SUMARIO: I.- Breve introducción; II.- Noción de corrupción; III.- Acciones típicas; IV.- Posturas existentes sobre la configuración; V.- Conflictos concursales;  VI.- Conclusiones; VII.- Bibliografía.

 

I.- Breve introito:

Mediante el presente se procurará abordar muy concisamente un viejo pero irresoluto tema de la parte especial, cual es determinar los presupuestos configurativos para el delito de corrupción de menores, previsto en el art. 125 del Código Penal.

Como es sabido, lo reprimido es promover o falicitar  la corrupción de menores de 18 años de edad, siendo inválido cualquier tipo de consentimiento y/o aquiescencia que la víctima otorgue para el acto, desde que la inmadurez sexual del sujeto pasivo, ya presumida por la ley, reputa como viciada la expresión del asentimiento.

El inconveniente que plantea la figura penal es su indeterminación, en lo que respecta a la concreta acción corruptora, puesto que promover, lisa y llanamente, la corrupción de un menor, nada dice sobre que conductas han de encuadrar en sus lineamientos.

De tal forma, cualquier ataque sexual podría caer en los márgenes del tipo penal, de lo que un análisis intempestivo y apresurado podría llevar a la errónea conclusión de que toda afrenta sexual contra un menor de 18 años es, a su turno, un acto corruptor, lo cual impone ciertas aclaraciones básicas para no sostener un concurso ideal obligatorio entre toda figura contra la integridad sexual y el delito de corrupción de menores.

Lo expuesto en el párrafo precedente deja planteada ya la cuestión concursal, ya que todo acto que promueve o facilita la corrupción es, aisladamente, una acción que encuadra, por sí misma, en otro de los delitos contra la integridad sexual, de lo que se concluye que cabe distinguir en qué casos nos encontramos ante un concurso ideal, de aquellos en los que cabe reputar un concurso aparente de figuras penales.

 

II.- Noción de “corrupción”.

Si nos basamos en el diccionario de la Real Academia Española, corrupción deviene del verbo corromper, que invoca la alteración del estado de cosas, echar a perder, depravar, dañar, etc[1], de lo que se obtiene una noción referencial, ya desde lo meramente gramatical: corromper es una acción, es un verbo, que conduce a la corrupción, que es un estado fáctico[2], un resultado del obrar corruptor.

De tal forma, asistía total razón a Carlos Creus, cuando exponía que la corrupción es un estado[3], que se conseguía a partir de un obrar previo, que alteraba el sentido y la dirección normal de la sexualidad, depravando al sujeto pasivo.

Claro que esto plantea un conflicto todavía mayor, que es cuales son, en definitiva, los criterios que han de tomarse en cuenta para definir que es sexualmente sano y que no lo es, sin ir más lejos, han existido viejos fallos que han considerado las prácticas homosexuales como actos, en cierta medida, desviados[4], lo que hoy en día, con la evolución que ha experimentado la legislación[5] impone una revisión de dichos criterios, ante su potencialidad segregacionista.

Más el sentido del art. 125 del digesto de fondo es reprimir aquellas acciones que tiendan a iniciar o facilitar el estado corrupto de la sexualidad de un menor de 18 años, siendo que es el bien jurídico el que debe dar luz en torno a cuales serán, en definitiva, los actos que posibiliten la corrupción sexual.

Así las cosas, lo que sanciona la norma en cita es la alteración de la inmadurez sexual, que es el bien jurídico afectado por el obrar delictual, la que se observa comprometida en su recta dirección ante los actos corruptores.

Es por ello que la norma establece la edad de 18 años como límite temporal máximo para considerar al sujeto pasivo del delito, fijando un elemento descriptivo del tipo penal, en virtud de que, según la Convención de los Derechos del Niño, en su art. 1, dicha calidad se pierde al cumplir 18 años de edad, salvo que la legislación local fije otra pauta temporal.

 

III.- Acciones típicas.

Como se expresó ut supra, las conductas encuadrables son dos: promover o facilitar la corrupción de un menor de 18 años.

Tal como manifestara Creus[6], promueve quien inicia en el estado sexualmente corrupto, esto es, quien genera el estado de la víctima, aquél que resulta, con su obrar, la génesis de la depravación del sujeto pasivo, promover es gestar, del latín promovēre, la Real Academia Española expresa que dicha acción consiste en “iniciar o impulsar una cosa o un proceso, procurando su logro[7]”.

En cambio facilita quien permite que otro realice la acción corruptora, es decir, quien participa en la corrupción, pero sin ser el actor principal de las acciones, solo gestionando un estado fáctico que permite que otro se corrompa, pero sin realizar el autor actos propios de corrupción.

Vale decir, facilita quien hace posible o factible el estado de corrupción, más sin corromper el autor, por sus propios actos, a la víctima, sino permitiendo que esta se corrompa a sí misma, o dando facilidades a un tercero.

Tal como enseñaba Creus, antiguo maestro de la parte especial, en el acto promotor, el impulso surge del mismo autor, mientras que en la facilitación, la generación corruptora proviene de la víctima, solo permitiendo el autor el mantenimiento en dicho estado[8].

Claro está que ambas conductas se encuentran equiparadas en la escala punitiva, sea que se inicie a la víctima en el estado sexualmente corrupto, sea que se le faciliten los medios, más queda irresoluta y resulta discutible la cuestión de si merece mayor pena la promoción de alguien que no estaba desviado sexualmente, que de aquél al que solo se le facilita la consecución del plan al menor o a un tercero, siendo que la circunstancia se soluciona apelando a la “naturaleza de la acción” y de los “medios empleados” para ejecutar el delito, conforme art. 41 inc. 1 del plexo normativo de fondo, encontrándose facultado el juez para determinar el monto de la pena según su criterio, más es de reconocer que facilitar aparece como una conducta de menor escala de injusto que aquella que promueve la corrupción.

 

IV.- Posturas existentes sobre la configuración.

Ahora bien, ya teniendo presente la noción de corrupción como estado donde el menor se ha desviado en su normal desarrollo sexual, ello a partir de la acción del autor que lo inicia en dicha situación o bien que se la facilita, cabe plantearse cuales con los parámetros para tener con configurado el tipo del art. 125 del Código Penal, haciendo alusión a que existe una notoria oscuridad pretoriana en la materia.

Así, existen tres posturas elementales, que determinarán, en suerte, si el art. 125 del C.P consagra un delito que toma en consideración el resultado o el solo peligro para la inmadurez sexual:

La primera de ellas, que tiene en cuenta la intención del autor de desviar a la víctima, es decir, que toma en consideración la subjetividad del autor, traducido en un dolo directo de promover o facilitar la corrupción del menor. Podríamos resumirla llamándola teoría subjetiva.

La misma, al hacer foco en el dolo directo del autor, que ostenta el plan de corromper, pues conduce a la atipicidad de aquellos actos objetivamente aptos para corromper, que solo implican un desfogue sexual del autor, más que no se dirigen a depravar a la víctima o a desviarla de su recta maduración sexual natural.

Así, han sido considerados atípicos de promoción de la corrupción actos como la violación de la propia hija de la concubina[9], si no ha trascendido de la mera intención de la propia satisfacción libidinosa, o el sujeto que se masturbó delante de sus hijas, sometiéndolas a tocamientos inverecundos, calificado como exhibiciones obscenas y abuso deshonesto, desde que el tipo penal de corrupción se reserva para
prácticas que tienen por mira condicionar y predisponer el sentido sexual de la víctima[10].

Como se aprecia, la teoría subjetiva, al poner la mira en el dolo directo del autor, deja al margen de la tipicidad actos que, desde en plano óntico, cuentan con suficiente entidad para corromper al sujeto pasivo, dado que el dolo eventual, es decir, la aceptación indiferente de que el acto sexual, que se dirige a la mera satisfacción libidinosa del autor, pueda poner en peligro el natural desarrollo psico-sexual de la víctima, pues queda marginada del tipo del art. 125 del fondal.

Luego existen dos teorías que podríamos tildar de “objetivas”, una de ellas, que tiene en consideración la idoneidad de los actos para corromper al menor, más sin requerir que la corrupción como estado de la persona se halla alcanzado, esta concibe al tipo como un delito de peligro, que se consuma con la perpetración del acto hábil en su onticidad para corromper la inmadurez sexual del menor, mientras que la restante y última tesis considera la efectiva secuela a raíz del acto, es decir, concibe al delito de corrupción como de resultado, donde es necesario que la desviación en el sano sentido sexual se halla alcanzado.

Claro está que ambas posturas no se encuentran exentas de inconvenientes, desde que aparece en escena el fantasma de la arbitrariedad judicial para mensurar la tan mentada idoneidad del acto para corromper, que queda librada a la sana postura del juzgador[11], lo cual tiñe de cierta inseguridad jurídica a la figura penal en estudio, siendo discutible el cumplimiento del principio de máxima taxatividad de la ley penal (ante la indeterminación, ab initio, de que debe considerarse idóneo para corromper sexualmente a un menor), mientras que dejar librada la configuración típica a la efectividad del ataque sexual para desviar o depravar a la víctima, parece dejar al margen del tipo aquellas afrentas que, si bien no consiguieron abastecer el estado sexualmente corrupto, si lo pusieron en peligro.

Si bien entender esta última postura como la correcta permitiría vislumbrar una tentativa allí cuando la conducta promotora de la corrupción no logra tal estado personal, sí parece casi inobjetable que dejar al margen de la plena tipicidad aquellos actos que pusieron en peligro la debida dirección de la madurez sexual de la víctima conforme su edad cronológica, pues parece sacar de sus carriles propios al tipo conforme al bien jurídico afectado por la acción, cuál es la preservación de la inmadurez sexual, para que esta se desarrolle conforme a los cauces normales, desde que el riesgo de que la corrupción se consume ya parece estar abarcado en el tipo analizado.

Es que la acción típica es la de promover o facilitar la corrupción de un menor de 18 años, más no la de corromper al mismo, vale decir: la figura consagra la protección de la correcta madurez sexual contra cualquier ataque que conlleve peligro para la misma, sin exigir el resultado, de lo contrario, el verbo típico debería ser el de corromper, y no así el de promover o facilitar[12].

En todo caso, si los actos idóneos logran corromper a la víctima, ello debería traducirse en una mayor escala del injusto, facultando al magistrado a determinar una mayor penalidad, conforme arts. 40, 41 y 125 del C.P.

Por ello, teniendo en miras el sentido de la norma, cual es preservar debidamente la madurez sexual de los menores de 18 años de edad, entiendo que el bien jurídico receptado por el tipo penal impone considerar al art. 125 del digesto sustantivo como un delito de peligro, que se contenta y configura con aquellas acciones aptas para corromper a la víctima, sea porque se la promociona en la desviación sexual, sea porque se facilita dicho estado perturbado, lo cual da al tipo un sentido más acorde con la tutela que pretende dar al menor en su integridad sexual, traducida, en el caso, en su falta de madurez sexual, ante su inexperiencia.

Finalmente, considero que el tipo no requiere dolo directo, dado que promover o gestar la corrupción, como también otorgar los medios para que otro se corrompa, facilitándola, parece suficientemente configurada y estructurada, en su aspecto subjetivo, con la simple representación y aceptación tácita de que el acto sexual bien puede torcer el natural y sano desarrollo psicosexual del menor, no siendo menester el dolo directo, bastando su forma eventual.

 

V.- Conflictos concursales.

Ahora bien, cabe preguntarse qué temperamento corresponde adoptar en aquellos supuestos donde un acto sexual realizado sobre un menor de 18 años reviste la entidad e idoneidad suficiente para encuadrar en el tipo de promoción o facilitación de corrupción de menores.

Así, los abusos sexuales del primer o segundo párrafo del art. 119 del C.P, como, por ejemplo, tocamientos inverecundos, penetración digital, masturbaciones frente al menor, etc, como así también aquellos donde exista acceso carnal coactivo sobre el mismo (tercer párrafo del art. 119 del sustantivo), pueden bien encuadrase, a la par de tales supuestos legales, en el art. 125 del fondal.

Cabe diferenciar que la solución será distinta, según la tesis que se escoja para la configuración delictiva.

Así, tomando la teoría subjetiva, si el agente obra con dolo directo de torcer el natural rumbo sexual de la víctima, aquellos actos concurrirán idealmente con el abuso sexual (es decir, los distintos supuestos del art. 119 ya citados), desde que el plan del autor tiene en miras la propia satisfacción sexual, abusando sexualmente de la víctima, empelando este procedimiento como un medio para corromperla, todo lo cual queda abarcado el único plan criminal.

Es decir, una misma conducta (por ejemplo, un abuso sexual con acceso carnal a un niño de mínima edad) satisface en su totalidad el plan del autor: corromper o depravar al sujeto pasivo, más, simultáneamente, saciando su propia libido, atentando contra la libertad sexual del damnificado.

Luego, si adoptamos la tesis objetiva del efectivo resultado corruptor, si este no se consigue, podemos encontrarnos frente a un abuso sexual en concurso ideal con tentativa de corrupción de menores, ante la no consecución del desvío en el normal desarrollo sexual de la víctima.

A ello cabe agregar que solución cabe dar al caso donde el autor, si bien satisface, circunstancialmente, sus propios deseos, no persigue estrictamente dicha finalidad, sino la lisa y llana corrupción del sujeto damnificado, ante ello cabe plantearse la posibilidad de un concurso aparente, donde el contenido prohibitivo del abuso sexual se encuentra agotado en el acto de promover el desvío sexual de la víctima (como el caso de tocamientos genitales en un menor, donde el plan del autor es depravar al niño para, en una etapa posterior, accederlo carnalmente, es decir, la promoción de la corrupción, a la par de su propia tipicidad, aparece como un acto en el iter criminis de la posterior violación).

Finalmente, en el caso de considerar la teoría del peligro, la cual se contenta con la lisa y llana puesta el riesgo de la inmadurez sexual, pues cabe plantearse que ocurre cuando el autor, obrando con dolo eventual, realiza actos libidinosos e impúdicos sobre un menor, colocando en estado de peligro su indemnidad psico-sexual, siendo que tales acciones cuadran en los distintos supuestos de abuso sexual del art. 119 del cuaderno legal de fondo.

Especial dificultad acarrea la concurrencia del tipo de corrupción del art. 125, con respecto al anteriormente denominado estupro, actualmente previsto en el art. 120 del C.P, donde el autor se aprovecha de la inmadurez sexual de la víctima, menor de 16 años de edad, obteniendo su consentimiento para el acto sexual, pero viciado en virtud de su falta de experiencia sexual, máxime cuando el art. 120 citado establece que dicha pena se impondrá siempre que no resultare configurado un delito más severamente penado (el
art. 125 establece una escala penal más gravosa en su máximo de 10 años), a lo que cabe adendar que ambos prevén el consentimiento viciado del sujeto pasivo (en el estupro, se hace alusión al elemento anímico de aprovechar la inmadurez sexual, en la corrupción, se establece la irrelevancia penal del consentimiento del menor).

Pues bien, tutelando ambos tipos penales (estupro y corrupción) la falta de maduración sexual del sujeto pasivo, es evidente que existiendo el supuesto penal de estupro, no es posible concebir siempre un concurso aparente entre las figuras, resuelto a favor de la corrupción por su mayor punibilidad (principio de especialidad), desde que ello implicaría una tácita derogación del art. 120 del C.P.

En lo tocante al tema, parece que solo el oscuro criterio de la idoneidad del acto sexual para corromper es la única salida al conflicto concursal entre estupro y corrupción, configurándose siempre un concurso aparente, por la especialidad del último delito (más severamente penado, conforme reenvío del art. 120 del sustantivo), allí cuando el acto reúna la entidad para depravar, siendo atípico de corrupción cuando aparezca como una acción dentro de los cauces de la “normalidad sexual” para con un menor de 16 años, en cuyo caso cabe calificarla como estupro.

Como se aprecia, la falta de determinación específica de la conducta corruptora obliga a navegar en la ambigüedad legal en este tópico, lo que impone máxima prudencia jurisprudencial, para así no caer en el territorio de la arbitrariedad jurisdiccional.

No queda otra alternativa que conjugar la tesis que mejor se adapte a un derecho penal limitador del poder punitivo, pero que, simultáneamente, sea lo suficientemente amplio para resguardar la inmadurez sexual como bien jurídico, en mi criterio, la teoría del riesgo para la recta maduración sexual se muestra como la correcta[13].

Luego, es del caso aplicar la teoría general de los concursos, que por cierto, aún al día de hoy ciertos sectores de la jurisprudencia no parecen haberla profundizado suficientemente.

Siguiendo a Zaffaroni[14], no es la pluralidad o unidad de resultados el parámetro que determina la existencia de un concurso real o ideal (inclusive, en el concurso ideal también existen varios resultados disvaliosos, abarcados por diferentes tipos penales, pero en base a una misma acción), sino la unidad de conducta, fijada ella a partir del plan unitario y la unicidad de resolución delictiva, de lo que cabe concluir que el concurso ideal consiste en un único delito con tipicidad plural, mientras que el concurso material o real es aquél donde concurren una pluralidad de acciones, traducidas, a la postre, en varios planes criminales.

En tal inteligencia, nunca puede analizarse adecuadamente la concurrencia del delito de corrupción con respecto a los restantes crímenes contra la integridad sexual, sin desentrañar, previamente, cuál ha sido la decisión del autor al hecho, para lo cual ha orquestado un plan criminal, tendiente a lograr dicha finalidad delictual.

Pues bien, los actos de abuso sexual reiterados contra menores, perpetrados muy comúnmente a lo largo de varios meses y años según la experiencia judicial, bien concurren idealmente con el delito de corrupción, desde que a la intención de servirse de la víctima como objeto sexual, atentando contra su integridad sexual (art. 119 del C.P), se agrega el plan criminal traducido en la aceptación de que dicha reiteración delictiva bien se plasma en la promoción de la desviación psico-sexual del sujeto pasivo, en este caso, con dolo eventual, perpetrándose el delito del art. 125 del mismo plexo normativo.

Aunque es justo dar crédito a la postura que vislumbra un concurso aparente en estos casos, desde que el contenido material del abuso sexual se agotaría en la tipicidad objetiva de la promoción corruptora del menor (principio de consunción).

Claro que esta postura apareja como resultado, prima facie, una menor escala punitiva, allí cuando el acto corruptor sea la misma violación del menor, considerando que el tercer párrafo del art. 119 del C.P contempla una pena máxima de 15 años de prisión, ello solo para el tipo básico, mientras que el tipo del art. 125 establece una máxima de 10 años, es decir, el acto que sirve de base a la promoción de la corrupción (es decir, la violación) está más severamente sancionado que la corrupción misma, siendo que, de considerarse agotado el contenido prohibitivo de la violación en el delito de promoción de la corrupción, pues se generaría la paradojal circunstancia de que al autor le resultaría más beneficioso la calificación por el delito de corrupción, el que absorbería a la violación, que aparecería como un medio corruptor.

Solo se asemejarían las escalas penales entre violación y promoción de la corrupción agravada por los medios coercitivos (es decir, cuando mediare amenaza, engaño, intimidación, etc), en este caso, conforme el art. 125, tercer párrafo del C.P, la pena asciende a la máxima de 15 años, igual que la violación simple (art. 119, 3er párrafo).

Ya antes se trajo a colación el caso de la corrupción y el estupro, aunque la clara letra del art. 120, primer párrafo in fine del C.P soluciona el conflicto a favor del tipo de promoción de la corrupción, allí donde la acción del agente estuprador resulte idónea para corromper, corresponderá la aplicación del art. 125 del C.P, en virtud de establecer mayores elementos típicos a los del estupro, a la par de su mayor penalidad, conforme el expreso reenvío del art. 120 del sustantivo.

Como se aprecia, el problema concursal dista diametralmente de resultar una cuestión menor, dado ostenta mayúscula trascendencia, desde que tiene directa implicancia en la magnitud de la escala penal y, verbigracia, de la pena a imponer, máxime cuando pueden considerarse agotados, según la postura que se sigua, los actos de abuso sexual en el propio contenido material del delito de promoción de la corrupción, conforme al principio de consunción y/o de especialidad, en el caso del estupro.

En todo caso, y tal como se expuso, jamás puede perderse la específica finalidad del autor, traslucido en el concreto plan que este haya trazado.

 

VI.- Conclusiones.

Lejos de pretender resolver el problema, esta breve articulación conceptual, más bien, pretendió poner sobre el tapete cuestiones de máxima trascendencia referenciadas al siempre vigente delito de corrupción de menores, sobre las cuales se suele escribir mucho, pero decir muy poco.

Se expusieron las teorías existentes en relación a la configuración típica del delito (la denominada subjetiva, que pone su centro de gravedad en la intención de corromper del agente, la tesis del concreto resultado corruptor, exigente de la efectividad de la desviación sexual y la teoría del riesgo, seguida por el suscripto, que se contenta con la puesta en peligro para la madurez sexual de la víctima), para, finalmente y a partir de las mismas, dejar al descubierto los conflictos concursales que aparecen en escena entre el delito de promoción de la corrupción y los restantes contra la integridad sexual.

Es claro que se puede optar por cualquiera de las posturas existentes, pero jamás debe perderse de vista, a mi modesto criterio, que las necesidades propagandísticas del medio social, traducido en campañas de ley y orden, de “mano dura”, en modo alguno nos habilita a los juristas a adoptar soluciones que sabemos que son contrarias a las necesidades de establecer y fortalecer un derecho penal de mínima intervención, limitador del poder punitivo estatal.

Queda sin poder resolverse, conforme a la postura doctrinal adoptada, que debe entenderse como “acto corruptor idóneo”, lo cual sirve para la apertura de un nuevo debate: ¿se encuentra plenamente satisfecho el principio de máxima taxatividad de la ley penal, con la form
ulación vigente del art. 125 del C.P?, ¿se puede considerar suficientemente cumplido el deber de motivación de la ley, si la propia norma es oscura y ambigua en su conformación típica?

Sin más, queda la cuestión librada a la sana conciencia del magistrado que en suerte toque intervenir en el caso puntual, quien aparece como amo y señor de la ley, al decir el derecho aplicable, lo cual nos aleja, en cierta medida, de un derecho penal de ultima ratio, abre paso a mayores espacios al Estado de Policía, lo cual obliga a quienes pretendemos hacer doctrina penal, a buscar los horizontes que compatibilicen la norma penal con el mandato de ley previa y estricta legalidad.

 

VII.- Bibliografía.

  • -Eugenio Raúl Zaffaroni, Alejandro Alagia y Alejandro Slokar, “Derecho Penal: Parte General”, ed. Ediar, 2002.
  • -Carlos Creus, “Derecho Penal: Parte Especial”, tomo I, 5ta edición, ed. Astrea.
  • -Horacio Romero Villanueva, “Código Penal de la Nación, anotado con jurisprudencia”, 4ta edición, ed. Abeledo Perrot.
  • -Claus Roxin, “Derecho Penal: Parte General”, tomo I, ed. Civitas, traducción de la 2da edición.
  • -Eugenio Zaffaroni, “Estructura básica del derecho penal”, 1ra edición, Ediar.

 

Notas:

[*] Emanuel Gonzalo Mora es abogado y procurador (Universidad Nacional de Lomas de Zamora-2004), cursante de la carrera de Especialización en Derecho Penal en la Universidad de Buenos Aires, actualmente Auxiliar Letrado Relator de la Sala V del Tribunal de Casación Penal de la Provincia de Buenos Aires, República Argentina. Autor de un libro (“El principio de ejecución en la tentativa y la teoría del riesgo”, ed. Cathedra Jurídica, 2013), así también, y en coautoría con el Dr. Carlos Parma, de un libro sobre autoría y participación criminal, actualmente en preparación por la editorial Andrés Morales, República de Colombia, habiendo además publicado diversos artículos de dogmática penal, entre ellos: “Límite entre actos preparatorios y ejecutivos en la tentativa”, “El aborto y su problemática”, “Las omisiones impropias no escritas, el principio de legalidad y la teoría de la imputación objetiva”, “Tipo subjetivo imprudente y teoría del error”, “El inconstitucional carácter retributivo de la pena”, “El derecho penal terapéutico: ¿una alternativa a la prisión?”, existentes en diversas revistas latinoamericanas on line, entre ellas www.derechopenalonline.com, www.pensamientopenal.com.ar, www.carlosparma.com.ar y www.defensores.cl.

E-mail de contacto: emanuelmorita@yahoo.com.ar.

[1] Proviene del latín corrumpĕre (fuente: www.rae.es)

[2] El mismo diccionario define la voz corrupción como aquella “acción y efecto de corromper”, denotándose que se trata de un resultado.

[3] Expresaba que “la corrupción típica es el estado en el que se ha deformado el sentido naturalmente sano de la sexualidad, sea por lo prematuro de su evolución… sea porque el sujeto pasivo llega a aceptar como normal (para su propia conducta) la depravación de la actividad sexual” (Creus, “Derecho Penal: Parte Especial”, tomo I, 5ta edición, ed. Astrea, pág. 215).

[4] Vale la pena traer a colación uno de los casos citados por Romero Villanueva en su obra, fallo emanado en el año 1987 de la Sala I de la Cámara Nacional en lo Criminal y Correccional, donde un sujeto que, junto con un joven de 15 años, se practicaban mutuamente fellatio in ore, dado que “tales conductas, máxime siendo ambos del mismo sexo, tienden a la alteración antinatural de las condiciones en que el acto sexual debe realizarse” (Romero Villanueva, “Código Penal… anotados con jurisprudencia”, 4ta edición, pág. 507, Abeledo Perrot).

[5] La ley que reformara el Código Civil, pionera en América Latina, permitiendo el matrimonio homosexual, es fiel reflejo de ello.

[6] Creus, obra citada, pág. 215.

[7] Fuente: www.rae.es.

[8] Creus, obra citada, pág. 216.

[9] Cámara Nac. Crim. y Correcc., Sala VII, in re “Vignale”, del 03/09/02.

[10] Cámara Nac. Crim. y Correcc., Sala VI, in re “Ledesma Vallejos”, del 28/02/03.

[11] De hecho, Romero Villanueva, en su obra citada, en el comentario al art. 125 del C.P, que se inicia en la pág. 504, hace alusión a diferentes casos que, en igualdad de circunstancias, han sido calificados como corrupción de menores, mientras que en otros se ha recalificado como abuso sexual simple, violación, etc, es el ejemplo de los tocamientos impúdicos en un menor de solo 7 años, en pecho, zona vaginal y glúteos, donde el Tribunal Oral en lo Criminal nro. 25 de la Cap. Federal, el 09/02/99, in re “Giménez”, considero que tales actos “no habían tenido suficiente capacidad e idoneidad para torcer prematuramente el instinto sexual de la víctima”.

[12] Así lo ha entendido la Cámara Nacional de Casación Penal, Sala I, el 06/11/98, in re “Cisneros”.

[13] Es el criterio sustentado por el Tribunal de Casación Penal de la Provincia de Buenos Aires, Sala II, causa Nº30.247 caratulada “J. O. L. C. s/ recurso de casación”, rta. 9/12/08 (fuente: revista jurídica digital www.derechopenalonline.com).

[14] Zaffaroni, Alagia y Slokar, “Derecho Penal: Parte General”, ed. Ediar, pág. 851 y siguientes.