Ciencia, política y economia. La peligrosidad juvenil como negocio Por Esteban Usabiaga
I.- Introducción.-
 

La expansión punitiva que se ha venido produciendo en los últimos treinta años a partir de las políticas neoconservadoras en países hegemónicos como Inglaterra y Estados Unidos obedece a un cambio mundial en las relaciones políticas y económicas. Dicho cambio produjo niveles altísimos de exclusión de amplios sectores sociales, lo que, sumado a las viejas y acendradas formas del racismo y del “othering”, lanzó a enormes masas de jóvenes pobres de todas partes a la categoría de “enemigos” “peligrosos” seleccionados incluso sin que cometieran conductas tradicionalmente calificadas como delictivas, en un marco neopunitivista posterior a la crisis del Estado Benefactor.[1] Esa selección importa una práctica de captación mucho más amplia, pero no hay práctica sostenible por largo tiempo sin  un discurso teórico socialmente jerárquico que funcione como legitimador .

La peligrosidad no apareció en este último giro histórico. Una gran batalla cultural y jurídica que atraviesa tanto el sistema penal como otras formas de control a todo lo largo del siglo XX y se prolonga hasta la fecha es la tensión y la resistencia frente al estado peligroso [2] como base de la pulsión punitiva. Y en él, la “desviación” tutelada y luego criminalizada de los jóvenes y niños vulnerables a la selectividad[3] del poder punitivo.

El estado peligroso sin delito y la peligrosidad deducida de la comisión de un hecho ilícito (sus huellas se encuentran en muchos aspectos importantes: la libertad y la condena condicional, las medidas de seguridad para inimputables, el sustancialismo en la visión de las cautelares en el proceso, el entero sistema de evaluación y tratamiento penitenciario, los ejes del “tratamiento” minoril), quedaron asentadas muy profundamente en un determinado discurso psiquiátrico-psicológico[4] como palabra fundante de los informes individuales o de ciertas ideas implícitas que cimentan las decisiones judiciales. Esto ha sido y es particularmente visible en la administración de la conducta criminalizada y/o tutelada de los jóvenes, donde también se mixtura con ello un concepto educativo contradictorio.[5]

Pero como las disciplinas evolucionan con los tiempos sociales y las corporaciones profesionales (psiquiátrica, judicial, médico-policial, etc.) que prestan su saber al poder están siempre en lucha interna y externa por la primacía de su discurso sobre la cuestión criminal, y sus verdades van siendo puestas en cuestión por diversas razones, en ocasiones y en ciertas geografías centrales la base epistemológica cambia. Este estado peligroso –en las últimas décadas- se ha vestido/justificado con análisis de factores de riesgo en la conducta (análisis actuarial; actuarialismo punitivo)[6] que incluyen un conjunto mucho mayor de variables muy heterogéneas. Este saber actuarial se vende y se compra. Pero es un saber vacío.

Más allá de las relaciones causales de estructura que todo lo anterior supone, en este trabajo sólo nos limitaremos a sugerir una perspectiva sobre parte del factor económico y los intereses, beneficios y costos que suponen la práctica real del control y el castigo de los más vulnerables, el discurso que los sostiene y pretende darle legitimidad científica, y la posibilidad de observar un daño que se les debe compensar a los vulnerados.

 

II.- Un Párrafo de (no tan) “Soft Law” Internacional.

 

La O.G. 10/07 [7], refiere la necesidad de propender a una prevención delictual basada en la socialización en el marco del entorno más inmediato del niño. Dice: “El Comité apoya plenamente las Directrices de Riad y conviene en que debe prestarse especial atención a las políticas de prevención que favorezcan la socialización e integración de todos los niños, en particular en el marco de la familia, la comunidad, los grupos de jóvenes que se encuentran en condiciones similares, la escuela, la formación profesional y el medio laboral, así como mediante la acción de organizaciones voluntarias…” (párr.18). No hay nada notable en esto en cuanto a la mirada que resulta coherente con la tónica y principios que se desarrollan en toda la Observación General. Pero a continuación menciona que: “A nivel de la comunidad, se han obtenido resultados positivos en programas como Communities that Care (Comunidades que se preocupan), una estrategia de prevención centrada en los riesgos” (párr. 19, in fine).

En 2007 el panorama ya no era el de 1989. La Convención de los Derechos del Niño se había focalizado netamente en el paradigma inclusivo y no segregativo. Los años noventa trajeron la consolidación neopunitiva también para jóvenes bajo la primacía del “justo merecido” (en EE.UU, tratamiento penal de niños como adultos en casos graves, concepción del joven como ente racional que elige entre costos y beneficios, leyes de “three Strikes”, campos de entrenamiento militarizados, terapias de shock carcelario, modificaciones en la ley de armas, endurecimiento de control y represión a consumo de drogas, técnicas reactivas de prevención delictual, etc.). La referencia en la O.G. 10 a una “prevención centrada en los riesgos” pone de relieve la tensión del documento: parece apuntar a una idea pre-delictual que se haga cargo de la violencia antes de que surja. Precisamente, se halla en aparente tensión teórica con otros párrafos como el 80, [8] que abre la puerta a un neto concepto sustancialista/peligrosista de la prisión preventiva.

Esos programas (CTC) nacen y se desarrollan en Estados Unidos, país que no suscribió la Convención, y con base en una interrelación de gobierno, empresa privada y academia que –por su sesgo dominante hacia el recorte de inversión estatal y la obtención de beneficios privados- no se ha manifestado como el mejor de los modelos de integración para el diseño e implementación de políticas de desarrollo humano.[9]

En última instancia, esa prevención centrada en los riesgos de violencia, nada ha podido demostrar como prevención y mucho ha dejado de validación del mismo sustrato peligrosista que funda las peores prácticas punitivas. Lo cierto es que por ambas vías (pre y post delictual), la detección de la tendencia disruptiva hace lugar a un mercado.

No parece existir evidencia (no hemos podido encontrar referencias, salvo dudosas conclusiones sobre bajas de porcentuales de victimización en la experiencia del municipio de Recoleta, Chile[10]) sobre esa supuesta verificación de que “se han obtenido resultados positivos” en términos de incidencia real y concreta sobre los niveles de violencia en niños y menos aún sobre el impacto en futuras conductas como adolescentes o jóvenes adultos. Antes bien, puede observarse en informes holandeses[11] de los implementadores mismos, que en cuatro años (2005-2009), ninguna experiencia muestra esos resultados concretos, incluso en mínima medida. Si bien refieren que en Estados Unidos y el Reino Unido el desarrollo ha sido más extenso en el tiempo y que se ha podido evaluar, nada se dice en términos de resultados. Una búsqueda en los medios electrónicos así como en las referencias en publicaciones especializadas posteriores muestra en apariencia que en general los programas se venden, se inician y se discontinúan o, al menos, no se informan sus resultados.

 

III.- Los Riesgos en Communities that Care y otras listas oscuras.-

 

En Estados Unidos, en esos años noventa aparecieron las “Communities that Care” –CTC- (“Comunidades que se Preocupan”). Se trata de un programa destinado a ponerse en práctica por los entes públicos y privados de los municipios y estados locales. La ideación y estrategia fue elaborada por los Dres. J. David Hawkins y Richard Catalano en el marco del Grupo de Investigación sobre Desarrollo Social de la Universidad de Washington. CTC ti
ene como plan principal una estrategia que apunta al fortalecimiento de factores de protección, los cuales –se explicita- pueden evitar o aminorar los problemas conductuales de los jóvenes y promover un desarrollo positivo en los mismos.

El “modelo de desarrollo social” que los autores postulan es una recopilación, mixtura y acumulación de algunos saberes criminológicos en su momento discursivamente plausibles –pero siempre cuestionados y nunca definitivamente asentados- sobre las causas y efectos de determinadas situaciones, aprendizajes, apegos y desapegos, respecto de la conducta de jóvenes y niños. Se basa en algunas aparentes regularidades sociales (más o menos verificables) y también en prejuicios importantes (como por ejemplo, la tesis monista del contrato social y la normatividad, la existencia de una única cultura, cierta automaticidad operativa del efecto de reforzamientos “prosociales” o “antisociales” por parte de terceros, etc.).[12]

Para ello, primero, se detecta el riesgo. Esos factores se elaboraron justamente con el título “Predictors of Youth Violence” (Factores predictivos de la violencia juvenil), dentro del marco estatal estadounidense: la Oficina de Justicia Juvenil y Prevención de la Delincuencia, dependiente del Departamento de Justicia y el Centro de Prevención de las Adicciones dependiente de la Administración de Servicios de Salud Mental y Abuso de Drogas (SAMHSA, por sus siglas en inglés) [13].

Lo que nos interesa subrayar, sin embargo, es la necesidad de producir una evaluación “científica” de los factores de riesgo de violencia. Porque de esa “cientificidad” depende su legitimación y a la vez la posibilidad de captación de conglomerados de personas en tanto estadísticas (y por ende de promoción de políticas generales).

En dicho esquema teórico puede verse con toda claridad una absoluta vaguedad y carencia de rigor. Hay en el sistema global de desarrollo comunitario propuesto una prominente y extensa recopilación de todos los indicadores y sistemas de desarrollo familiar, grupal e individual que se han visto, relevado, criticado, descartado y reincorporado o refuncionalizado desde siempre en la psicología, la antropología y la sociología criminológica del delito juvenil y que, en el contexto del giro epistémico de los años noventa desde la cuestión de la etiología del delito hacia la cuestión de la seguridad, encontraron cauce en niveles de la prevención del delito ampliamente teorizados y experimentados en países europeos y Estados Unidos: prevención situacional, comunitaria y social [14], y que, no casualmente, llegaron a nuestro país sobre el final de la década junto con la novedad saliente de las teorías como “Broken Windows” (Ventanas Rotas) y la “Zero Tolerance” (Tolerancia Cero)[15].

Los indicadores de riesgo de violencia se dividen en factores individuales, familiares, escolares, grupales y comunitarios-barriales, que en conjunto suman una gran cantidad de variables absolutamente heterogéneas, las cuales en definitiva descartan relaciones biunívocas y sólo afirman con mayor grado de probabilidad (que de todos modos no alcanza racionalmente para predecir nada en lo particular y muy poco para fundar políticas preventivas eficientes) lo que puede resultar obvio al “sentido común”.[16]

Como ejemplo, que el embarazo adolescente genera riesgos de inconducta posterior o que la agresividad en una edad temprana -6 a 13 años- predice razonablemente que el varón joven tenga conductas violentas. Para ello, toman estadísticas realizadas tanto en alguna ciudad de los Estados Unidos como en Suecia, y en muy distintas épocas (1983, 1995), en función de muestreos claramente insuficientes[17]. Se afirma, también, que la toma de riesgos, la hiperactividad y los problemas de concentración a edad temprana tienen relación con unas conductas violentas posteriores: la “prueba” de ello es, por ejemplo, que un estudio realizado en Suecia, el 15% de los varones con dichos problemas a los 13 años, fueron arrestados por violencia antes de llegar a los 26 años. Estas son muestras, apenas, y no las más abstrusas.[18]

Lo central es que con estos esquemas, a partir del renovado sesgo conservador de la economía estadounidense iniciado en los ochenta (horror al “big government”; es decir, al sector público) que reducía la inversión estatal en áreas bien propias del Estado aun para la visión liberal clásica, no sólo se creó un nuevo nicho de negocios para consultores y efectores privados, no sólo se generó una herramienta de marketing y administración política de la ansiedad social, sino que se crearon instancias de aparente cientificidad que, a la vez y no paradójicamente, terminaron contribuyendo a sostener un peligrosismo criminalizante y selectivo acendrado. No paradójicamente, porque la lógica social y económica que gana en definitiva en tal contexto es la lógica del mercader; la de la ganancia.

Communities That Care es un programa que comenzó en EE.UU (y se ha ensayado en más de veinte estados) pero que se ha extendido primero al Reino Unido y en años recientes a  lugares como Holanda[19] y Chile.[20] Puede accederse al “Know-How” en forma onerosa, para lo cual se debe contratar con la Channing-Bete Company inc., que es la empresa propietaria de la marca registrada del programa.[21]

Esta compañía con base en Massachusetts, fundada en la década del treinta, que ha logrado grandes contratos con entidades gubernamentales para enseñar las estrategias[22] a los agentes y efectores locales que las llevarán a cabo, a su vez muestra una evidente interrelación con universidades como la mencionada de Wisconsin o bien la de Kansas, que elaboran y publicitan directamente sus programas.

Dichas universidades, por su lado, reciben cuantiosos fondos privados para su funcionamiento, de modo que existe un millonario circuito económico empresa-universidad-Estado, el que atraviesa en diversas formas los resultados sociales de esa inversión y actividad.[23]

Paralelamente, la racionalidad de la evaluación de esos riesgos en particular resulta de gran similitud con aquella planteada en las evaluaciones del SAVRY [24] (Structured Assessment of Violence Risk in Youth) [25] -esquema similar con origen en el reino Unido- y conectada con algunos rasgos de los previstos en el DSM en cuanto a lo que se denomina “personalidad antisocial” y otras variaciones. [26]

El DSM es particularmente importante para nosotros, porque ha sido hasta el presente la clave teórica discursivamente dominante en nuestra región, en cuanto a justificación de la intervención coactiva sobre personas. DSM es la sigla del “Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales”, producido por la Asociación Estadounidense de Psiquiatría, utilizado ampliamente en todo el mundo occidental. En lo tocante a infantes, niños y adolescentes, la generalidad inespecífica de los trastornos de conducta que emplea permite encuadrar casi a cualquier niño en alguna patología. Se recurre a categorías amplias y poco precisas a lo que se agrega la técnica de sumar estos criterios alternativos para definir si hay una caracteropatía o trastorno. Por ejemplo, ya desde el DSM-III (versión 1980), las conductas de niños y jóvenes como robar, dañar cosas, pelear o ser violento con personas, lastimar animales o incendiar basureros, escaparse de casa, no ir a la escuela, son los datos que permiten relevar y clasificar, patologizando el ser entero, un trastorno de conducta (en versiones posteriores, “trastorno de personalidad antisocial”). Con base en dichos diagnósticos se encierra y se medica.

No es difícil advertir cómo –al igual que en la selección de los factores predictivos de riesgo de CTC o SAVRY- el mito[27] “científico” nombra como  objeto patológico aquello que la instancia policial-judicial está seleccionando y juzgando sobre el continuo conducta disruptiva-patología-peligros
idad; es decir, en el uso acrítico del DSM se estatuye como causa de la realidad a juzgar esa misma realidad, en una circularidad absurda y asombrosamente jerarquizada, que expresa en el mejor de los casos sólo una cáscara de diagnóstico, apenas una primera orientación posible, vacía de valoración y contexto, que debe en cada caso validarse clínicamente para ser algo atendible, y que en términos sociales, morales y políticos dice mucho más de lo que quiere. Se halla vigente ahora el DSM-V, desde mediados de 2013, con unas decenas más de esas nuevas “enfermedades” tratables. [28]

Observando entonces la labilidad de las instancias que se encuentran en la base primaria de los procesos de evaluación de riesgos y clasificaciones de caracteropatías y desviaciones, se hace evidente que las lógicas y los caminos de la ganancia y de los supuestos “científicos” confluyen. La prevención actuarial que dimana de ello es parte de la nueva construcción de discursos legitimantes mediante la suma caótica de los factores etiológicos y falsamente predictivos que siguen presentándose como el doblete ético del delito o de cualquier conducta diferente del estándar esperado, y admiten el control y la intervención previa, tanto como la justificación posterior del castigo o de un “tratamiento”, todo con sustento en rasgos suficientemente “anormalizados” y “cuantificados”.

Sin entrar en la cuestión de la inimputabilidad penal, es evidente que cuando se trata tanto de conflictos relativos al consumo de estupefacientes como de los hechos delictivos de mediana y alta gravedad de niños no punibles por no reunir el requisito de la edad mínima prevista legalmente, el discurso y la técnica para su institucionalización a través incluso de la vía penal (medidas de seguridad) es ese particular discurso psiquiátrico-psicológico y sociológico-educativo que, en definitiva, apunta y desemboca en el análisis de la peligrosidad –riesgo-).

Entonces, debe estarse advertido sobre las condiciones de eficacia, de potencia explicativa y predictiva y de transparencia intersubjetiva de ese discurso que dará los baremos y conclusiones relativas a lo que puede analizarse: la subjetividad en tanto traductora de peligrosidad. Es decir, de aquella noción basal a la que, como se ve, puede arribarse por diversas vías y que depara al fin la entrada en el universo de los sistemas de tratamiento, control y castigo.

Vista desde la perspectiva de la salud mental esa mezcla caótica de factores de distintas naturalezas y de racionalizaciones huecas de validación seria, muestra otros detalles en cuanto a los rasgos anormalizados: también las aseguradoras, las compañías farmacéuticas y los hospitales calculan, captan, admiten o rechazan, pagan y cobran sobre estos esquemas actuariales y análisis de riesgos.

Un renglón importante vinculado con este específico entramado de ofertas y demandas es precisamente el enorme mercado de las drogas lícitas: los psicofármacos. Allí tanto los pocos verdaderos tóxicodependientes criminalizados o solamente psiquiatrizados, como la mayoría de niños con “rasgos antisociales” que consumen habitual o esporádicamente algún estupefaciente, entre muchos otros, van a formar parte de la demanda.

Como decimos, para esto la dudosa ciencia que crea síntomas medicables de todo aquello que previamente se dice disruptivo o molesto en la conducta viene a fundar un discurso institucional psiquiátrico, a veces neurobiológico, acorde con las necesidades de la captación de sujetos,[29] que aparenta y funge como políticamente correcto, como lo debido. Las consecuencias sociales son mucho más profundas de lo que podría verse a primera vista. No sólo se trata de una mecánica socialmente disvaliosa de apropiación de grandes rentas que usa personas como objetos. Del mismo modo que la pena para el delito (cárcel) tendencialmente produce quiebres psíquicos, desubjetivaciones profundas[30] y más delito[31], la institucionalización o medicalización del sufrimiento mental es de esta manera iatrogénica[32].

Junto con los usos análogos de SAVRY o las caracteropatías y trastornos juveniles del DSM, el ejemplo de las CTC -y su referencia concreta en un instrumento de alcance mundial como es una Observación General del Comité de los Derechos del Niño de la O.N.U.- ilustra con claridad sobre la necesidad de levantar prevenciones respecto de algunas causas profundas de las teorías y prácticas en el orden del delito y la desviación.

Ha sido especialmente la relación de los jóvenes con los estupefacientes captada como abuso la que hizo de nexo entre la salud y el delito, formando un conjunto indiferenciado en que la “War on Drugs” (Guerra a las drogas) comenzada en los años setenta por Nixon, aumentada en los ochenta por Reagan, luego globalizada [33] y agitada como fuente y justificación de grandes tropelías gestionarias hasta el presente, impuso lógicas de la excepción, superponiendo moralinas diversas con retazos variopintos de medicina, psicología, biología y criminología[34] y aglutinó tales discursos “científicos” como base multipropósito.

 

IV.- Ciencia y también Medios.-

 

Como es sabido, los académicos y científicos son discursos propios de los estamentos acotados en que tienen desarrollo. En estos tiempos, en que la comunicación masiva ha llegado a constituirse en el arma política más potente, y su persona política no puede omitir el discurso de la democracia, la teorización académica que hizo siempre de vox dei, no sólo debe ser creída o usada por gobernantes autoritarios; debe ser el credo del vulgo, para que los gobernantes democráticos deban representarlo.

Por ello hablar de los peligrosos en tanto piezas de mercado no podría obviar el aspecto central de la instalación del estereotipo y su construcción sostenida.[35] Ese cúmulo de conceptos e ideas que constituyen al desviado, al peligroso, necesitan propalarse, machacarse, hacerse “sentido común”, a fin de construir, reforzar y hacer ominosa la necesaria figura del enemigo interno. En términos de esa peligrosidad, la banalización del fundamento “científico” de ciertos diagnósticos y caracterizaciones, construye y retroalimenta el prejuicio y el temor con que se inunda a diario a las personas. No quedan exentos los propios operadores del sistema. Gobernadores, legisladores, peritos, fiscales y jueces sufren en distintos modos la presión de la denominada “criminología mediática”[36].

Los medios masivos, entonces, son un sector de interés económico con discurso hegemónico que se acopla con estos saberes vacíos de lustre académico, construyendo la religión de esa criminología mediática, para sostener un estado de cosas determinado; en especial los medios masivos concentrados. [37] Si bien la fundamentación “científica” del rasgo temible se sobresimplifica y estandariza, así como su pseudo razón jurídica, si quiere vestirse de legítimo, el mensaje no puede basarse en la nada, en el puro poder o en la irracionalidad. Hace falta que los medios sean portadores de doxas socialmente jerarquizadas.

El fenómeno de base no es nuevo, no se refiere sólo al delito, ni es sólo nuestro. Se ha advertido mucho antes de que, como ahora, fuese tan masivo y obvio, sobre la existencia explícita, razonada y ejecutada estratégicamente de una gran apuesta política y económica que desde fines de los años sesenta se viene verificando en la generación del pánico social [38]. Se trata del gobierno por el miedo: la generación de un estado de angustia y escándalo en la sociedad a través de diversos mecanismos, uno de cuyos puntales es (al menos desde los años ochenta) el miedo a la victimización delictual y la consecuente construcción del enemigo en la persona del sujeto presentado como peligroso. Claramente, los varones jóvenes estigmatizados por su pertenencia socioeconómica y cultural.

Ese miedo rin
de frutos preciosos en términos de manipulación política y a la postre ganancias. La gran concentración de medios (multimedios) es ya hoy un fenómeno bastante globalizado. Los multimedios son enormes conglomerados empresarios que directa o indirectamente tienen intereses económicos más amplios e incidencia fundamental en la política.

Además, el negocio global del poder político vinculado con grandes renglones de la economía no excluye en los territorios la “venta” misma de “seguridad”. A veces los mismos empresarios de medios son también titulares de negocios en el área de la seguridad. Y muchos otros sin vinculación directa con la prensa mejoran con el miedo y el escándalo sus beneficios: cuando hay noticias reiteradas sobre robos, aumentan los seguros, los abonos de las agencias privadas, las asesorías, se acelera la competencia y producción tecnológica, etc. Para los medios más pequeños, incluso, es esencial el rating de la “noticia roja”, que trae mayores pautas publicitarias de los anunciantes[39]; haciendo la producción noticiosa costo-eficiente (la noticia policial es barata, de fácil acceso). Habría que analizar otras ramificaciones.[40]

Se trata en definitiva de ver que también en este orden, la conducta y el estigma de los jóvenes, el trato como desviado y fuera del orden, es fuente de recursos para muchos. Si por contrario existiese un sistema que mientras contiene y trabaja racionalmente con los conflictos seleccionados de los jóvenes pobres, a la vez excluye de todo interés espectacular esa realidad, muchos perderían buenos ingresos y, sobre todo, en el plano mayor, una herramienta formidable para influir sobre la agenda política y económica.

Los discursos legitimadores de la consideración del enemigo social como el peligroso, como el objeto de toda fobia y chivo expiatorio de toda angustia, se juntan y se dan mutuamente sustento. No se trata sólo de ideología como tal: hay, detrás, un modus vivendi.

No se puede obviar en este aspecto que la funcionalidad económica a que aludimos resulta verificada en un nivel menos estructural que aquél que mostraba el análisis clásico de Rusche y Kirchheimer [41] respecto de los “marginales” como ejército de reserva en las relaciones de producción capitalistas y esencial control del valor del trabajo. Aquí lo que se observa es cómo la necesidad ideológica y estructural encuentra subproductos empresarios en renglones menos estables de dicha estructura, los que deben mantenerse a costa de un trabajo sistemático y sostenido de justificación y gerencia; de la creación y remozamiento de un discurso totalizador y hegemónico que aparezca como “natural” y “científicamente” fundado. Tal vez por ello pueda pensarse alguna variación a partir de posibles cambios en la percepción de aspectos que componen el fenómeno, dando lugar a consensos algo diferentes en el futuro.[42]

 

V.- El Daño Social (Social Harm Approach) y la Vulnerabilidad Punitiva como Externalidad Negativa.-

 

De este modo, puede decirse que también los jóvenes desviados, raros, delincuentes –siempre pobres- han sido de una forma simbólica “engullidos”, como lo había enunciado satíricamente Jonathan Swift con su “modesta proposición” para los bebés pobres de Irlanda,[43] de modo de lograr a la vez un gerenciamiento social del problema que le significa una parte conflictiva de tantos pobres desarrapados a “la sociedad” y hacer ese mecanismo rentable y eficiente económicamente.

Si esto es verdad, si hay que dar crédito a que en la criminalización y el control de los jóvenes hay un circuito económico que constituye –al menos en buena parte-[44] la razón de la insistencia en una administración predelictual, delictual y posdelictual que –más allá de la desigualdad injusta que supone- cierra los ojos a su evidente inefectividad y permite y asume los enormes costos sociales de toda índole que ello implica[45], entonces hay que plantearse más claramente el lugar de víctimas[46] (acreedores) que tienen esos jóvenes.

El Social Harm Approach, una difusa línea que viene marcando las tendencias criminológicas más actuales[47], contempla como eje tomar en cuenta el daño que oculta este pánico moral. La victimología, por su parte, permite refrescar las categorías que se han incluido tradicionalmente.

El derecho penal del joven, entonces, si en algo puede plantearse como superador de la vieja ideología tutelar y también de la sola inserción en la teoría del delito y del proceso constitucional, debe tomar en cuenta estos aspectos. No quiere esto decir que se trate exclusivamente de un tema de “niños” (CIDN, art. 1). Quiere decir que el estatuto de la dignidad humana específica del niño[48] plantea urgentes necesidades de respuesta.

De tal modo, si el pánico moral que hunde a los jóvenes seleccionados por el sistema punitivo en la abyecta categoría de peligroso y por ende de enemigo obedece, en buena parte, a una estructura que se sostiene no ingenuamente y de la cual otros extraen beneficios, es justo pensar que dichos jóvenes están sufriendo externalidades negativas[49] por las que –en dicha medida-[50] no deben sufrir.

El control selectivo (la vigilancia, la aprehensión, los malos tratos e incluso los tratamientos involuntarios en casos de consumo de drogas ilícitas) son un primer aspecto que hay que mirar en el orden del daño que es contracara de ese “enriquecimiento sin causa”. De su lado, la pena (bajo todas sus formas, incluso como prisión preventiva, y más allá de su aspecto deteriorante directo), en términos generales no compensa ni retribuye a una víctima, no puede afirmarse que prevenga ni evite el delito, ni siquiera que estabilice un orden simbólico de comunicación de vigencia de las normas; pero sí es seguro que hace al joven el objeto-medio de un circuito que, haciéndose fin en sí, extrae de él beneficios y, en el caso extremo, reproduce criminalidad [51] nuevamente seleccionable.

El daño oculto y la característica de víctima (medio-objeto), resultan lugares diferenciales desde los que observar a este sujeto tradicionalmente visto como desviado que en sí aloja las causas del delito (enemigo, casi siempre; o digno de cierto amor y comprensión, en el mejor de los casos). Le otorgan estatuto en términos de su dignidad. Es porque hay algo que pierde cada joven mucho más allá de toda (en cualquier caso ficticia) proporción con el castigo (formal e informal) de su falta.

En la lógica que anida detrás de la concepción utilitarista de la pena tanto como de cualesquiera otras relaciones de intercambio entre los hombres (Bentham[52]), se supone que la justa medida debe ser aquella que produzca mayor felicidad al mayor número; pero esto es, por lo menos, una idealización estadística. La verdad es que (así como si en la Argentina estadísticamente se consumen dos pollos por persona por semana, ello puede significar que haya alguien que coma cuatro y otro ninguno) en el caso del joven vulnerable al poder punitivo, no hay duda de que nadie le paga ese plus de sufrimiento (injusto inmerecido) que trae felicidad a otros.

Más específicamente, si hay una medida, un porcentaje, en que la razón del control y el castigo no es prevenir y sancionar faltas, sino obtener beneficios; si por la causa que sea y en la medida que sea las condiciones de aplicación y funcionamiento de un sistema obedecen a razones no democráticamente consensuadas, sino movidas por el interés de sectores, ese dolor del joven carece de relación con ningún término válido. Se le debe a él algo del mismo modo en que las industrias contaminantes deben a su medioambiente una compensación de la externalidad negativa que le producen. De idéntico modo en que se debe al consumidor resarcimiento por el fraude electrónico en medios de crédito y pago no protegidos, por la publicidad engañosa que oferta bienes o servicios que no se prestar
án, por el fraude a obras sociales mediante sobrefacturación o cobro de servicios no prestados generando faltas de cobertura o aumento de aportes, etc.

Qué se le debe a este joven, quién concretamente le debe o cómo puede pagarse, debería ser objeto de análisis detallados.

Para que el encuadre en un marco jurídico y una lógica proporcional de daños resarcibles tenga mayor sustento, el argumento que describimos debe responder, sin duda, a la pregunta de por qué motivo lucrar sobre la necesidad social de controlar y punir está mal o es injusto, o cuánto de injusto hay materialmente en ello.

La respuesta parece estar en definir si en verdad la sociedad necesita ese control y castigo tal como se produce o si, por el contrario, esa forma de atender las cosas es sabidamente inútil, disruptiva y enormemente costosa para una sociedad democrática.

Se ha demostrado suficientemente la naturaleza estructural de la criminalización como selectiva y estigmatizante, se han estudiado los mejores efectos de las formas sociales históricamente verificadas de composición de los conflictos, se ha desmoronado toda consistencia práctica y deóntica en las teorías de la pena, se ha deslegitimado con base en la realidad casi toda función verdaderamente útil de las formas de castigo vigentes, se han mostrado las relaciones últimas de poder a que obedecen los sistemas de control, se han desnudado la debilidad conceptual, la naturaleza contraproducente y la falacia política de los sistemas penales excluyentes de las víctimas, se ha puesto de relieve la costosísima inefectividad social de las estrategias de prevención que miran síntomas y no causas; en síntesis, se ha producido toda una criminología que –a través de muy diversas vertientes- ha puesto de manifiesto enormes sinrazones en aquello que conocemos como estructuras de la prevención y el castigo.[53]

Si se atiende a este conjunto de saberes -tan sólidamente establecidos algunos que se han incorporado en las normas internacionales-, y si se razona que en las sociedades las estructuras no existen por azar, la respuesta a aquella pregunta que hicimos se acerca mucho más a la segunda postulación. Ello permite al menos dar cierto crédito inicial a la idea de que el sistema –por lo menos en una parte importante- reproduce lo que necesita según el interés concreto de quienes (con nombre y apellido) tienen el poder para constituirlo.

 

VI.- Conclusiones.-

 

La rápida mirada que nos hemos propuesto merece mucha mayor explicitación. Hemos sintetizado demasiado y pasado por alto puntos y articulaciones importantes. Nos queda sin desarrollar la consecuencia jurídica que presupone el concepto mismo de la externalidad negativa en esta temática y la interrelación con el derecho de daños.

No obstante, nos parece que el tema puede constituir en el derecho y la política juvenil un puente hacia otras ideas ya establecidas. En el plexo normativo interamericano, sobre todo, se ha  tenido en cuenta la obligación de los Estados de garantizar ciertos derechos de los niños a partir de la exclusión a que se ven sometidos[54], como compensación justa. Tal vez estas nociones puedan servir a  una mayor reflexión en tal sentido.

Notas:

[1] Young, Jock; La Sociedad Excluyente. Exclusión Social, Delito y Diferencia en la Modernidad Tardia; Madrid; Marcial Pons; 2003. Anitúa, Gabriel Ignacio; Historias de los Pensamientos Criminológicos; Bs. As.; Editores Del Puerto; 2005.

[2] Véase Dovio, Mariana Angela.; “La peligrosidad en la Revista de Criminología, Psiquiatría y Medicina Legal, Buenos Aires, 1924-1934”, en especial, el apartado VII –proyectos legales sobre peligrosidad-, en Revista de Derecho Penal y Criminología , Director Eugenio R. Zaffaroni, Año IV, nro. 4, mayo 2014.

[3]“En la criminalización la regla general se traduce en la selección (a) por hechos burdos o groseros (la obra tosca de la criminalidad, cuya detección es más fácil); y (b) de personas que causen menos problemas (por su incapacidad de acceso positivo al poder político y económico o a la comunicación masiva)…Los hechos más groseros cometidos por personas sin acceso positivo a la comunicación terminan siendo proyectados por ésta como los únicos delitos y las personas seleccionadas como los únicos delincuentes. Esto último les proporciona una imagen comunicacional negativa, que contribuye a crear un estereotipo en el imaginario colectivo. Por tratarse de personas desvaloradas, es posible asociarles todas las cargas negativas que existen en la sociedad en forma de. prejuicio, lo que termina fijando una imagen pública del delincuente, con componentes clasistas, racistas, etarios, de género y estéticos. El estereotipo acaba siendo el principal criterio selectivo de criminalización secundaria…” (Zaffaroni, Eugenio Raúl, Alagia, Alejandro y Slokar, Alejandro; Derecho Penal –Parte General; Bs. As.; Ediar; 2000; p. 9).

[4] Nos referimos a un discurso que en definitiva, bien analizado, no resulta mucho más que una taxonomía y codificación moral de la conducta y las tendencias que viene a identificar en espejo al delincuente con su delito y a justificar en definitiva el castigo del hecho –y la creación de un peligro futuro- por la forma “reprochable” del ser. “…Se trata sin embargo de enunciados judiciales privilegiados que entrañan presunciones estatutarias de verdad.”  (cf. Foucault, Michel; Los Anormales; Bs. As.; FCE; 2007).

[5]A principios de de siglo XX se definieron dos órdenes de lo “normal” y lo “anormal” que respectivamente tenían su ámbito en la familia y la escuela y, del otro lado, la calle. En la calle estaba el enorme universo de niños vagabundos que debían colocarse en institutos u orfanatos a fin de torcer su propensión a la desviación. El ideal de la escuela, sin embargo, era uno cuyo fundamento según las ideas en boga asignaba al niño un estado de naturaleza poco evolucionada y, como tal, le era aceptado que “se portara mal”, pero cuya ética era producto de los ideales de racionalidad adulta occidental, con lo que en definitiva al niño se le entendía ser niño pero se le exigía comportarse como el adulto (de la clase que imponía las normas morales). Allí se configura la extraña lógica de una disciplina que quiere operar como “normalización”. (Cf. Ríos, Julio César y Talak, Ana María; “La niñez en los espacios urbanos (1890-1920)”, en Historia de la Vida privada en la Argentina –La Argentina Plural: 1870-1930; Bs. As.; Taurus; 1999).

[6] “El objetivo de la justicia penal actuarial sería el tradicional “manejo”…de grupos poblacionales clasificados e identificados previamente como peligrosos y riesgosos…a través de unas técnicas estadísticas de clasificación y agrupación…” (Anitúa; op. cit; p.507). El actuarialismo punitivo puede describirse como una tendencia marcada por “el uso de métodos estadísticos, en vez de clínicos, consistentes en amplias bases de datos, para determinar los diferentes niveles de actuación criminal relacionados con uno o más rasgos grupales, a los efectos de (1) predecir la conducta criminal pasada, presente o futura y (2) de administrar una solución político-criminal” (Harcourt, Bernard; Against Prediction; Univ. of Chicago Press; Chicago; 2007).

[7] Observación General nro. 10 del año 2007 sobre derechos del niño en la justicia juvenil, del Comité de los Derechos del Niño de las Naciones Unidas, que resulta instrumento de interpretación prioritario de la Convención Internacional de los Derechos del Niño (C.I.D.N.).

[8] “80 (…)La legislación debe establecer claramente las condiciones requeridas para determinar si el menor debe ingresar o permanecer en prisión preventiva, especialmente con el fin de garantizar su comparecencia ante el tribunal, y si el menor constituye un peligro inmediato para sí mismo o para los
demás…”(énfasis propio).

[9] El neoconservadurismo instaurado a partir de los años ochenta (Reagan-Thatcher) por las potencias centrales implicó el retiro del Estado junto con la caída de los viejos ideales “incluyentes”. Se produjo por un lado un déficit presupuestario a partir de la menor imposición tributaria a la gran empresa, la entrega de competencias esenciales a intereses privados y a la larga el mayor gasto que la interrelación con ese sector privado terminó generando, además de las consecuencias socialmente desastrosas para las amplias capas excluidas. Este discurso y práctica consecuente se derramó del mismo modo en América Latina y en Europa, con las consecuencias que resultan conocidas a partir de los años noventa.

[10]http://www.plataformaurbana.cl/archive/2010/07/29/comuna-de-recoleta-plan-piloto-logra-bajar-tasa-de-victimizacion-en-barrio-inseguro/

[11] http://www.dsp-groep.nl/getFile.cfm?file=From_Behind_Dikes_and_Dunes_Communities_that_Care_in_the_Netherlands.pdf&dir=rapport.

[12] Tiene, ciertamente, puntos de contacto con esquemas diferentes pero de similar objeto y en parte parecida metodología. Por ejemplo, en Argentina, el Programa Comunidades Vulnerables (2007), dentro del Plan Nacional de Prevención del Delito de la Dirección Nacional de Política Criminal, dependiente del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación                                                        (http://www.marianociafardini.com.ar/descargas/ComVulnerables.pdf).

[13] Ver la información del vínculo en (http://www.channing-bete.com/company-information/company-news/press-releases/samhsa-ctc.html).

[14] Crawford, Adam; Crime prevention and community safety; London and New York; Longman; 1998.

[15] Estas visiones, elaborada la primera por el “realismo criminológico” norteamericano, o “realismo de derecha” y, la segunda, una política de “combate” al delito en New York (Giuliani-Bratton) que logró resultados con mejoras sociales a sectores excluidos conflictivos de violencia urbana, freno a la corrupción policial y mucha mayor laxitud para la violencia de la fuerza, suponían el fundamento teórico para detener a los ”otros” seleccionados de siempre antes de que cometieran delitos y para producir un duro tratamiento inocuizante-preventivo de las “incivilidades” de escasa gravedad, así como la eliminación de los más peligrosos (aumento dramático de muertos en la calle y bajo custodia). Su llegada a nuestro sub-continente fue anunciada y publicitada por comunicadores masivos interesados en el negocio de la inseguridad y aprovechada como discurso novedoso y salvador por funcionarios y candidatos que debían “huir hacia delante”, embretados entre la turbulencia y el rechazo social, la creciente ansiedad vindicativa y la necesidad de mostrar gestión y discurso viable sobre esas enormes tensiones.

[16] Son los análisis multifactoriales que desde los inicios de la Escuela de Chicago plantearon las dificultades metodológicas y carencias predictivas que se habían señalado con rigurosa crítica ya antes de los señeros trabajos de Edwin Sutherland y, luego, de una incorporación de saberes epistemológicos más sólidos.

[17] En línea con esta valoración, Stephen Case (Swansea University), en el abstract de su ponencia a la Welsh Criminology Conference de 2009 (http://criminology.research.southwales.ac.uk/welshconf/#abstracts), dice: “Se ha dado enorme crédito a un conjunto de investigaciones sobre factores de riesgo que reclaman haber identificado una serie definitiva de factores causales/predictivos de delincuencia juvenil. En verdad, las evidencias de dicho nexo entre factores de riesgo y delito (tanto la naturaleza como la existencia del mismo) se encuentran lejos de hallarse establecidas: una minuciosa evaluación de las metodologías de investigación y de los análisis sobre tales factores muestra una alarmante falta de comprensión de dicha relación. Ello opone serias limitaciones a la validez de la investigación y el saber/evidencia que ha producido. Este trabajo estudiará las inconsistencias metodológicas, analíticas y probatorias que subyacen a esa floreciente industria que es la investigación sobre factores de riesgo.” (citado por Castillo, Federico; “Prevención de la Delincuencia Juvenil en el marco de la Observación General nro. 10 del Comité de los Derechos del Niño. Enfoque crítico e ideas alrededor de la Criminología Cautelar como política de prevención”; en Revista Pensamientopenal; 2011) (traducción propia).

[18] Más allá de la insuficiencia estadística, tampoco se tuvo en cuenta constataciones en buena medida vigentes del psicoanálisis que permitían afirmar –en la estructura psíquica- también mecanismos de tendencia contrarios a los elaborados: “…Interesante es la experiencia de que la preexistencia de fuertes mociones “malas” en la infancia deviene a menudo la condición directa para que se produzca un vuelco muy nítido del adulto hacia el “bien”. Aquellos que fueron en su infancia los más crasos egoístas pueden convertirse en los ciudadanos más proclives a ayudar a los demás y a sacrificarse a sí mismos…”  (Freud, Sigmund; “La Desilusión Provocada por la Guerra” (1915); en Obras Completas, Bs. As. Amorrortu, 2006).

[19] Ver nota 1.

[20] Aquí parece constatarse la efectiva implementación del programa en una comuna muy pobre,  Recoleta, entre 2006 y 2009, con proyecciones posteriores –financiamiento estatal- centradas sobre adicciones (Resol. 2186/12, Ministerio del Interior y Seguridad- SENDA). Sus resultados, como adelantamos más arriba, son inciertos. La Fundación Paz Ciudadana (fundación vinculada con el Diario El mercurio, creada a principios de los noventa con el objeto declarado de combatir el delito) y la Embajada de los Estados Unidos, han sido motores de su marketing, al igual que con respecto a los sistemas privados de cárceles.

[21] La compañía, que vende diversos servicios a privados y al sector público, denuncia tener 300 empleados e ingresos anuales por 67 millones de dólares (http://www.insideview.com/directory/channing-bete-company-inc.).

[22] Véase la amplia gama de programas en áreas propias de políticas públicas: (http://www.channing-bete.com/prevention-programs/prevention-programs.html.).

[23] No hemos tenido acceso al listado de donantes de las universidades, de modo que no podemos afirmar que Channing-Bete sea nominalmente uno de ellos. Admitimos sospechar que lo son.

[24] Véase, por ejemplo, el sitio gubernamental del reino Unido: https://www.justice.gov.uk/youth-justice/effective-practice-library/savry-structured-assessment-of-violence-risk-in-youth-at-hmyoi-wetherby. El Sistema de evaluación de riesgo de violencia en jóvenes se halla estructurado sobre 24 items que se dividen en factores históricos, sociales/contextuales e individuales/clínicos. Son también empresas privadas las que lo proveen e implementan.

[25] Otro ejemplo en el programa que la Generalitat de Catalunya motorizara delegando la ejecución técnica a la consultora privada Justa Mesura, integrada por sociólogos y abogados vinculados a funciones estatales. En los sitios web siguientes se hallan los datos de la empresa y el programa: (http://www.justamesura.com/quicas.html) y (http://www.justamesura.com/pdf/IPGRJI_cas.pdf).

[26] Para un análisis ya clásico de la funcionalidad del manual, véase: Christie, Nils; La Industria del Control del Delito; Bs.As.; Editores del Puerto; 1993.

[27] Aquí significamos “mito” tanto según su origen etimológico de “hilo”, “urdimbre”, como según el uso corriente en tanto explicación difundida que la observación demuestra falsa.

[28] Debe decirse que cuando el DSM-III apareció, fue tomado de inmediato como referencia por abogados, asistentes sociales, profesional
es de la salud: su impronta se hizo universal en poco tiempo. Pero su uso perverso y acrítico y su progresiva mayor bastardización orientada a fines alternativos no excluyentes de intereses de lucro hicieron que la jerarquía del instrumento se encuentre finalmente en profunda crisis incluso para la psiquiatría: “El NIMH (Instituto Nacional de Salud Mental), la agencia de investigación biomédica dependiente del gobierno de EEUU y considerada la mayor proveedora de fondos de investigación en Salud Mental de todo el mundo ha anunciado que dejará de hacer uso de la clasificación del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales por considerarlo carente de validez científica… (no hay) fronteras definidas entre lo normal y lo patológico… Esto aumenta el riesgo de sobrediagnosis patologizando la vida”. (http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/21-39868-2013-07-25.html). Puede leerse una interesante referencia a esta problemática en las palabras de Nancy Andreasen (co-redactora de las versiones III y IV del DSM): “El DSM y la muerte de la fenomenología en Estados Unidos: un ejemplo de consecuencias imprevistas”; en “Analytica del Sur. Psicoanálisis y Crítica”, nro. 1 (http://analyticadelsur.com.ar/).

[29] Incluso, con fundamentos convincentes, hay quienes sostienen que al menos ciertos aspectos de la psiquiatría, son directamente manejados por la industria farmacológica misma en función de sus intereses (ver, por ejemplo, las producciones de la Citizens Comission on Human Rights (cchr.org): https://www.youtube.com/watch?v=nbVDLPVSpjE&list=PLqwN9OYcsDx9S9UhSXq5hN1SBPVUg-0OM. Y también, https://www.youtube.com/watch?v=29QBDU2Qrq0).

[30] (La referencia clásica en este tema es: Goffman, Erving; Internados – Ensayos sobre la situación social de los enfermos mentales; Bs. As; Amorrortu; 1970). Datos indicativos actuales: a 2014, más de 356.000 personas con enfermedades mentales están encarceladas en Estados Unidos, en comparación con las cerca de 35.000 que reciben tratamiento en los hospitales públicos, según revela un estudio (http://tacreports.org/treatment-behind-bars). Como indicador indirecto, puede repararse en otros datos: en 2002, según la Procuración General de la Suprema Corte de Justicia bonaerense la tasa de suicidios en las cárceles de la provincia era casi diez veces mayor que en la población general, 62 contra 6,5 por cada 100.000 habitantes (http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/subnotas/1-10475-2003-12-14.html.). Así parece mantenerse la tendencia en 2012 (http://www.comisionporlamemoria.org/comite/informes/anuales/informeCPM_curvas_web.pdf). Asimismo, el reciente informe del Instituto Latinoamericano de Naciones Unidas para la Prevención del Delito y el Tratamiento del Delincuente (ILANUD), da cuenta de ese sesgo en América Latina y el Caribe (http://www.anuariocdh.uchile.cl/index.php/ADH/article/viewFile/20551/21723).

[31] Cf., entre otros: Baratta, Alessandro; Criminología Crítica y Crítica al Derecho Penal; México; Siglo XXI; 2000.

[32] En cualquier caso de abuso de drogas o de conductas sociales vulnerantes contra sí que asocien algún consumo habitual, es bastante posible afirmar que hay un sufrimiento; un desajuste frente a realidades presentes o pasadas. Estos conflictos suelen ser en buena medida tratados recurriendo a psicofármacos. Pablo Abadi, médico psicoanalista y profesor de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA), cuestionó la utilización de drogas para superar situaciones de la vida. "Los fármacos no son un medio para sobrellevar las tensiones de la vida: las postergan, las agravan y dejan a los pacientes en muy mal estado para resolverlas. Ofrecen un aura de seriedad y cientificismo que los hace más creíbles. Parte del problema es que los laboratorios inventan síntomas y trastornos de a centenas y después ofrecen la solución…Así se medican penas, esperas, amores, separaciones, muertes, se medican duelos, niños inquietos, etcétera…". (La Nacion; 29/01/2014; http://www.lanacion.com.ar/1659402-empastillados-el-consumo-de-ansioliticos-y-analgesicos-en-alza) (énfasis propio). Debe sumarse a esta visión el cómputo del efecto tendencialmente adictivo de la medicación para la ansiedad y la depresión, así como el profundamente deteriorante del consumo prolongado de otras drogas como ciertos antipsicóticos.

[33] En América Latina las legislaciones sobre estupefacientes se endurecieron en forma concomitante a partir de fines de los años ochenta..

[34] Algunos fundamentos de la reforma en Argentina –pervirtiendo el alcance del bien jurídico “salud pública” para vulnerar el derecho a la autonomía personal y criminalizar simples tenencias- son antológicos por su banalidad (ver Cámara de Diputados, Diario de Sesiones, ley 23.737, 21/09/89).

[35] A fin de cuentas, en la base de toda regla que se sostenga y aplique, debe existir quien tome la iniciativa, castigando; debe haber una denuncia pública de la inconducta o situación, que haga que todos sepan que son vistos advirtiendo el hecho (escándalo) y la realidad de que quien denuncia obrará si ve un beneficio propio en dar la voz de alarma (Becker, Howard; Outsiders. Hacia una sociología de la desviación; Bs. As.; Siglo XXI editores; 2009).

[36] “La construcción social de la criminalidad o la criminología mediática. … se trata de un discurso mundial con versiones locales, todas condicionantes de reacciones políticas traducidas en leyes y acciones. Esta es la palabra de los medios masivos. Es la palabra que construye otra criminología, que opone a la criminología académica una criminología mediática, que pese a estar plagada de prejuicios, falsedades, e inexactitudes, es la que configura las actitudes del común de las personas y sobre la que suelen montarse las decisiones políticas que se traducen en leyes penales (…) la criminología mediática …es a la que accede el gran público, aunque quizá sería más exacto decir que es la que se le inyecta al común de las personas. Por otra parte es la criminología que el discurso único de medios impone a los políticos.” (Zaffaroni; op. cit. p. 4).

[37] “En nuestra región, los medios de comunicación masiva, en especial la televisión, se hallan concentrados en grandes monopolios que están inextricablemente vinculados en red con los intereses del poder transnacional. Lógicamente, sus mensajes son perfectamente funcionales al modelo de sociedad excluyente que estos fomentan…” (Zaffaroni, Raúl; Conferencia en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara; Guadalajara; Jalisco, México; 5/12/2014).

[38] Cohen, Stanley; Folk Devils and Moral Panics. 3ª ed. [1ª ed. 1972]. Cornwall: Routledge, 2009.

[39] “Los medios deben entenderse como un conjunto de empresas lucrativas. Toda empresa de medios debe tener ganancias para subsistir, y su principal objetivo no consiste en entretener o informar a una audiencia, sino en entregarle una audiencia a un anunciante” (trad. propia de: Surette, Ray; Media, Crime and Criminal Justice; Belmont; Wadsworth Cengage Learning; 2011; p. 26).

[40] Como interrelación circular con el negocio de los psicofármacos ya tratado, nos animamos a pensar la hipótesis de que ese estado de zozobra emocional al que se contribuye, resultará –como efecto tal vez ni siquiera contemplado- en definitiva una externalidad positiva hasta para las compañías farmacéuticas, en alguna (menor o mayor) medida. Según series estadísticas del Indec, por ejemplo, puede verse en los últimos años un incremento importante en el consumo de psicofármacos vinculados con el tratamiento de los síntomas de la ansiedad, la depresión, etc. Una consulta a noticias y artículos disponibles en la web muestra que similar fenómeno ha tenido lugar en lugares como España, Inglaterra, Irlanda, Chile, Estados Unidos, entre otros. No debe tampoco desatenderse el incremento en el consumo de otras drogas para el sistema nervioso, así
como la mayor venta en medicamentos vinculados al sistema cardiovascular (ver series Indec 2001-2013).

[41] Rusche, Georg y Kirchheimer, Otto; Pena y Estructura Social; trad. Emilio García Méndez; pról. Thorsten Sellin; Bogotá, Temis, 1984 (1939).

[42] Como ejemplo: siendo que desde La Ilustración quedó plantada la noción –no exenta de verdad en muchos planos, nos parece- de que el pensamiento científico es “progresista” frente a las religiones, resulta un dato a tener en cuenta que el discurso religioso católico levante hoy serias y explícitas prevenciones respecto de la criminalización de los jóvenes (ver las recientes palabras del Papa Francisco sobre los jóvenes y la adicción), frente a unas disciplinas “científicas” que elaboran justificaciones de la misma. Que una ciencia “mercenaria” o el uso de una ciencia “ingenua” también han existido desde los orígenes no es novedoso. Lo que nos parece debe advertirse como indicador del estado de cosas son los momentos y circunstancias en que la Iglesia alza fuertes voces frente a determinadas instancias del orden mundano. Históricamente han puesto de resalto tensiones muy fuertes.

[43] Swift, Jonathan; “Una modesta proposición: Para prevenir que los niños de los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o el país, y para hacerlos útiles al público”; Dublin; 1729: “…Me ha asegurado un americano muy entendido que conozco en Londres, que un tierno niño sano y bien criado constituye al año de edad el alimento más delicioso, nutritivo y saludable…”

[44] Al señalar este rasgo como destacable, no pretendemos decir que dicha vinculación sea la única causa a tener en cuenta. Dado lo sintético de este trabajo, sin embargo, no podemos entrar aquí tan luego a señalar algunas otras relaciones entre economía, cultura, sociedad y política que asimismo pudiesen influir produciendo causalidades del fenómeno preventivo/punitivo.

[45] Para dar un ejemplo evidente, piénsese desde el punto de vista del contribuyente el esfuerzo que se le exige sistemática y crecientemente para crear y sostener estructuras de seguridad, justicia y penitenciaría, las que estadísticamente medidas en cuanto a la eficiencia del gasto (es decir, con el servicio que debe devolverse) muestran claramente mayores erogaciones y  no disminución, sino permanencia o aumento de la tasa de delitos que preocupan a la población, así como mucho mayores índices de prisionización (los que tendencialmente generan más delincuencia y aún mayores costos).

[46] El concepto “víctima” viene en origen acotado a quien sufre menoscabo por un delito; es decir, por acciones tipificadas como tales en la legislación (ONU; 1986). Claramente, las nuevas víctimas en el derecho internacional se definen de modos más amplios. Los niños americanos, en particular, también, en la jurisprudencia de la CIDH.

[47] Zaffaroni; La Palabra de los Muertos; pp. 279 y ssgts.

[48] Hay, nos parece, una dignidad humana propia del niño. Si éste es reconocido universalmente como más lábil en lo psicoevolutivo y a la vez como socialmente más vulnerable, siendo claro por ello que las “marcas” recibidas en la etapa resultan indelebles, el principio supremo de la construcción jurídica de esa naturaleza debe reflejarlo. De hecho, las normas vigentes mismas así lo manifiestan explícita o implícitamente.

[49] En economía se pude denominar genéricamente como externalidades negativas al producto de las  "actividades de unos que afectan a otros para peor, sin que estos sean compensados".

[50] Aunque parezca innecesario, debemos aclarar –frente a ciertas lecturas apresuradas muy frecuentes hoy en día- que esta temática nada tiene que ver con la discusión sobre la justicia o necesidad social de tratar o castigar las conductas que vulneran estados fuertes de la conciencia social (ciertos delitos, particularmente) en los casos concretos; ni hacemos referencia a lo que de otro modo son formas racionales de tratar los peligros inminentes y puntuales que se verifican en el escenario del conflicto interpersonal. Todo ello, sí, debe ser parte de una interdisciplina informada sobre datos empíricos y teóricos válidos.

[51] Baratta; op. cit.

[52] Bentham, Jeremy; Introduction to the principles of morals; 1789.

[53] “Argentina pasó de 21.016 presos en 1992 a 62.263 a fines de 2011 mostrando un crecimiento sostenido a lo largo de los últimos 20 años…De esta población, una proporción muy significativa son jóvenes (…) Este más que importante incremento no puede sino ser un indicador elocuente del fracaso del encierro punitivo para los declamados fines de “parar” la inseguridad y la violencia delictiva: el sistema penal que los captura cuando adolescentes, los reencuentra una y otra vez en el tránsito a la juventud. La gran mayoría de la población presa ha pasado por institutos de menores”. (http://observatoriojovenes.com.ar/files/informe-FPJ-2008-20122.pdf). Cabe no desatender, sin embargo, el hecho de que en los últimos treinta años, en forma global, resulta siempre mucho mayor el aumento de la tasa de prisionización que el aumento de la delincuencia (cf. Calveiro, Pilar; Violencias de Estado. La guerra antiterrorista y la guerra contra el crimen como medios del control global; México; Siglo XXI; 2012). Por ejemplo, en la Argentina, la población carcelaria total (sin contar menores) creció más del 80 % entre 1997 y 2006 (de 29.690 a 54.000), mientras que la tasa delictual cada cien mil habitantes en similar período aumento el 37% (cf. Rodríguez, Esteban; “Circuitos carcelarios: el encarcelamiento masivo-selectivo, preventivo y rotativo en la Argentina” (http://sedici.unlp.edu.ar/bitstream/handle/10915/35386/Documento_completo.pdf?sequence=1).

[54] C.I.D.H;. Caso de los "Niños de la Calle" (Villagrán Morales y otros vs. Guatemala, sentencia del 19-11- 1999, Serie C Nº 63, párr. 191).

 

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